viernes, 25 de diciembre de 2015

RESPONSABILIDAD DE VIVIR


El temor a elegir resulta, básicamente, el temor a ser diferente. El otro no amenaza sólo por extraño, sino por tentar nuestra estructural inclinación a agradarle y a ser como él quisiera que seamos. De modo tal que nuestro temor a diferenciarnos, por lo tanto, consiste el verdadero desafío de nuestra identidad paradójica, a saber: una que supone necesitar definirse negando lo que no es sólo porque, secretamente, ansía negarse a sí misma como tal para eludir así esa responsabilidad de vivir que puede resumirse en las siguientes tres preguntas: 1) ¿hago lo que quiero o lo que debo?, 2) ¿qué puede ocurrir si hago lo que quiero? y 3) ¿por qué temo hacer lo que quiero?

1- ¿Hago lo que quiero, o lo que debo?

Para escuchar lo que en esta pregunta se pregunta tengo que estar dispuesto, primero, a reconocer que no habito en el reino del placer; después, que si no habito en ese reino es porque ando por la vida siempre fingiendo que no me importa y, por último, que si finjo es por suponer erróneamente que vivenciarme vacío, incompleto y deseante sería mil veces peor que este cotidiano y ya natural fingirme pleno.

La pregunta de si hago lo que debo o lo que quiero resulta doblemente inquietante, sin embargo, cuando advierto que ‘responderla’ consiste, simplemente, en convertirla en una especie de mantra para despertar mi deseo. Porque, al proponerme inocentemente hacer lo que quiero, me enfrento al siguiente dilema: “¿sé qué es lo que quiero?”

La pregunta por mi propio deseo literalmente me paraliza. Porque ¿cómo puede saber qué realmente quiere alguien, como uno, tan bien entrenado en mentir?... La única alternativa verdadera que encuentro consiste en desear, cuando menos, conectarme con el deseo. Eso sí es algo que puedo y quiero.

Aquí es cuando siento que doy entonces finalmente una vuelta de hoja y comienzo a responsabilizarme en sentido espiritual: cuando puedo escuchar lo que en la pregunta de si hago lo que quiero se pregunta y, en consecuencia, soy capaz de plantearme si seguir ocultando mi propio vacío o hacer de mi entero vivir una forma de iluminarlo.


2- ¿Qué puede ocurrir si hago lo que quiero?

Una vez anclado ya en el deseo de querer hacer lo que quiero surge el verdadero desafío de la existencia en todo su esplendor, ya que los efectos que produzca en mi entorno pueden no serme del todo gratos. La cuestión es entonces, a partir de ese momento, la siguiente: ¿estoy dispuesto a asumir el triple riesgo de reconocer mi propio vacío, buscar a tientas mi deseo y, convivir, a la vez, con los otros armónicamente?

Una vez planteadas dichas dificultades parecen demasiadas todas juntas, pero en definitiva son una y la misma y es importante advertirlo así. Ya que haber estado haciendo siempre lo que debo, y por lo tanto postergando lo que quiero, no tiene como fundamento sino una forma de socialización falsa.

La cuestión espiritual se nos descubre política cuando la consideramos desde el deseo. No tanto porque proponiéndome aprender a desear me convierta en un outsider en la sociedad: ésta es sólo una concepción romántica de lo espiritual que no da cuenta del conflicto real de la responsabilidad de vivir. Sino porque, al revés, aprender a desear no resulta en la práctica otra cosa que separarnos en forma deliberada del deseo meramente concebido como persecución interminable de sustitutos al propio vacío.

“ ‘Éxito’, carrera, reputación, dinero y la acumulación de bienes materiales - como señala M. Berman - son las formas más claras de satisfacción secundaria, aunque hay muchas otras igualmente inanes e igualmente "sagradas": deportes-espectáculo, patriotismo y guerra, religión organizada e incluso muchas de las actividades artísticas o creativas. Como ya hemos notado, nada de esto surte efecto finalmente porque fracasa en penetrar a fondo el estrato somático primario. Pero dado que ese estrato ha sido largamente abandonado, nuestra actitud secreta es: ¿qué más hay? Y nuestra derrota se refleja en nuestros cuerpos: o nos "apuntalamos", por así decirlo, o nos aplastamos en una postura de colapso; y esto tiene un efecto profundo en la naturaleza de la cultura que creamos. Por consiguiente, es un problema de civilización, no tan sólo un problema personal o individual, aunque éstas sean dos caras del mismo sello. Como señalaba Wilhelm Reich, el siquiatra austriaco, la caracterología y la cultura van de la mano. Lo que aparece en el cuerpo del infante está creado por la cultura ambiente y a su vez crea (reproduce) esa cultura”


3- ¿Por qué temo hacer lo que quiero?

Mi natural rechazo a las convenciones, gustos y opiniones de la mayoría me fue acostumbrando a la soledad, y mi temor recurrente es encontrarme hoy domesticado por el mero hecho de verme queriendo asumir responsabilidades sociales antes simplemente evadidas.

Sé que ello ocurre ahora sin embargo desde un lugar que, por proponerse de naturaleza diferente, reacciona contra el statu quo. Pero no pretendo ya cambiarlo, sino apenas burlarlo y no dejarme atrapar por él. Porque la paradoja que contiene proponerme hacer lo que quiero y no lo que debo resulta entonces que la diferencia entre lo que debo y lo que quiero amenaza muchas veces borrarse, y el carácter revolucionario del deseo se me desdibuja justo cuando más necesito afianzarlo.

El temor a hacer lo que quiero no es al juicio de los demás, sino al mío propio. A tener que reconocer que nada hay de falso en los demás que no vea a la vez en mí, y que mi única excusa para apartarme socialmente fue mi miedo a vivir.


sábado, 14 de noviembre de 2015

DESEO DE UN PAÍS EN EL QUE NO NACIMOS (*)


La metafísica, la relación con la exterioridad, es decir, con la superioridad, indica que la relación entre lo finito y lo infinito no consiste, para lo finito, en absorberse en lo que le hace frente, sino en seguir siendo su propio ser, en mantenerse aquí, en actuar en este mundo". E. Levinas



1- En Biodanza no se aprende a danzar. Es la vida quien danza, y de lo que se trata por consiguiente es de conectarse con la vida. No danzamos con la vida ni ella danza con uno: propiamente, danzamos mas bien la vida. Y si en Biodanza no se aprende sólo a danzar, en definitiva, es porque básicamente de lo que se trata es de combatir de manera más o menos consciente la desvalorización que hicimos de la vida misma cuando, como civilización, comenzamos a considerar otro plano del cual sería ella un mero reflejo.

La filosofía instó tradicionalmente a buscar lo permanente y renegar de lo mudable, y la moral – tanto la clásica como la burguesa – replicó obedientemente este punto de vista negando importancia a todo lo que tuviese que ver con el cuerpo y la sensualidad. Nuestra época asiste a una lenta pero segura transvaloración, sin embargo, y dicha negación de lo mudable junto con su correlato, la moral, han dejado de tener masiva vigencia. Eso es justo lo que, desde Nietzsche, conocemos como la muerte de Dios.

Sí, todo esto empezó con Nietzsche. Los valores, denunció él, habían estado al servicio sólo de la conservación de la vida y no de su aumento. Y no se puede entender la Biodanza sino como heredera dilecta de la voluntad de poderío nietzscheana, es decir, de la necesidad de apostar al crecimiento y la potencia de la vida. Vivir una época, como la nuestra, en la que podemos comenzar discutir abiertamente cómo hacer efectiva la tan proclamada muerte de Dios, resulta un privilegio. Pero la crisis actual de valores es justamente por eso más aguda que nunca: y en lugar de comprender el aumento de potencia como el coraje para abandonar la seguridad de la mera conservación de la vida, el supuesto aumento de potencia que hoy nuestra sociedad premia, en cambio, es el mero atropello de los individuos entre sí, libres ya de tener que fingir solidaridad alguna.

Danzar la vida encuentra hoy un nuevo obstáculo a vencer que resulta entonces definitivo: la dificultad que supone poner la vida en el centro consiste en dejar de considerarnos sinceramente como los actores principales del reparto. Porque es algo fácil de constatar que la famosa muerte de Dios, ya definitivamente instaurada, no nos ha conectado con la vida necesariamente sino con sus espejitos de colores, y lo que necesita nuestra época es por eso un concepto de trascendencia anclado ahora en la vida.


2- Danzar la vida es errar. Y errar significa vagabundear libremente, por un lado, tanto como estar completamente en el error. A veces damos más importancia al primer sentido, por el cual ‘errar’ nombra el modo de ser de quien valientemente vaga sin rumbo sólo para alejarse de la comodidad y la seguridad. Otras - como casi todos los días – nombra para nosotros, apenas, tan solo el modo por el que nuestro reclamo de comodidad y seguridad nos muestra que hemos vuelto otra vez a flaquear y estamos habitando nuevamente el error.

Es que la ‘errancia’ tiene, como concepto, esa inquietante ambigüedad por la que bien puede ser utilizada para nombrar el coraje como la propia falta de coraje. Aunque incluso, quizás, dicha ambigüedad sea también la de la propia palabra 'coraje'. Porque después de habernos animado tantas veces a dejar atrás lo que nos brinda seguridad y comodidad ya sabemos que la alegría inicial pronto se desvanece y, más tarde o más temprano, queda otra vez uno mismo sólo con su miseria.

Ese es seguramente el momento crítico para cualquiera que desee comprometerse a danzar la vida, esto es, el momento en que puede estancarse días, meses, y hasta años en el mismo sitio o, al revés, pegar ese ágil giro de timón capaz de aceptar que la parte más difícil de su vagabundear consista saber que, necesaria repetidamente, va a volver a caer en el error. Porque danzar no tiene que ver tanto con rechazar de pronto mas comodidad y seguridad, sino con aprender mas bien a movernos afirmativamente: sin negar lo que tenemos, sin salir tampoco a conquistar lo que no tenemos, pero ejercitando pasos que no tienen como objetivo nada más que impedir que nuestra razón venza y crea así que su criterio – la cobardía - es el único disponible.

Abandonar la comodidad y seguridad no es renegar simplemente de todo deseo, sino aprender a reconocer en uno mismo, al contrario, eso que Levinas llama ‘trascendencia’ y que se vivencia como una vocación por lo absolutamente otro, una vocación que, para él y para todos los que ansiamos poner la vida al centro, resulta connatural a todo ser humano. Contra todas las concepciones religiosas organizadas, entonces, que se proponen tradicionalmente como una respuesta a la supuesta añoranza de una unidad originaria, resulta preciso concebir y proponer en cambio un deseo propiamente 'metafísico’ que no se nutre de carencia alguna y consista, simplemente, en partir… y perderse:

"El deseo metafísico no aspira al retorno, - dice en Totalidad e Infinito Levinas - puesto que es deseo de un país en el que no nacimos. De un país completamente extraño, que no ha sido nuestra patria y al que no iremos nunca. El deseo metafísico no reposa en ningún parentesco previo. Deseo que no se podría satisfacer… El deseo metafísico tiene otra intención: desea el más allá de todo lo que puede simplemente colmarlo. Es como la bondad: lo Deseado no lo calma, lo profundiza".


3- En biodanza no aprendemos a danzar: aprendemos a desear. Porque al danzar la vida nos movemos entre esas dos modalidades extremas que nos instan tanto a apartarnos de las cosas mundanas – la contemplación mística - como a considerarlas un fin en sí mismo – la sociedad consumista. Y si bien puede resultar paradójico señalar que uno necesite aprender a desear, al relacionarnos con eso que deseamos es indudable que experimentamos sin embargo siempre la violencia característica de algo que debiéramos arrebatar porque, en definitiva, sentimos como si no nos perteneciera por derecho.

Al revés de los método terapéuticos tradicionales, Biodanza no trabaja entonces con nuestros conflictos sino con nuestras ganas de gozar. Todos tenemos derecho a ser verdaderamente felices, pero en la inmensa mayoría de los casos ese derecho parece estar bloqueado porque no estamos educados sino para el esfuerzo, la acumulación para el futuro y el correlativo fortalecimiento de las defensas de nuestra zona de confort. De alguna manera, por eso, aprender a desear representa salir de nuestra zona de confort. Y ello comprende tanto poder ver plenamente deseable todo aquello que nos rodea como hallar, en este mismo descubrimiento, el modo de alcanzar esas metas que íntimamente tenemos como requisito para nuestra realización personal.

Como ante los miedos, ante el deseo también hay un desafío. Pero no uno que represente vencer eso que sistemáticamente aparece como excusa para encerrarnos, sino el de sentirnos con derecho a ser como somos y a ocupar el lugar que ocupamos. Conectarnos con nuestro deseo no exige entonces ni enfrentar ni vencer nada. El deseo no se enfrenta, no se vence, ni tan siquiera se conquista. El deseo se desea, y la felicidad resulta simplemente de ello: de poder desear. Porque, como dice Levinas,

“Vivir es gozar de la vida. Desesperar de la vida sólo tiene sentido porque la vida es, originalmente, felicidad. El sufrimiento es una extinción de la felicidad, y no es exacto decir que la felicidad es una ausencia de sufrimiento. La felicidad no está hecha de una ausencia de necesidades cuya tiranía y carácter impuesto se denuncian, sino de la satisfacción de todas las necesidades. La privación de la necesidad no es una privación cualquiera, sino la privación en un ser que conoce la excedencia de la felicidad, la privación en un ser satisfecho. La felicidad es realización: está en un alma satisfecha y no en un alma que ha extirpado sus necesidades, un alma castrada”



(*) Artículo aparecido en Revista Argentina de Biodanza N' 4, primavera de 2014












UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...