sábado, 1 de diciembre de 2018

DELEUZE, FILOSOFÍA Y DELIRIO


1-Amar

"¿Qué quiere decir amar a alguien? Captarlo siempre en una masa, extraerlo de un grupo, aunque sea restringido, del que forma parte, aunque sólo sea por su familia o por otra cosa; y después buscar sus propias manadas, las multiplicidades que encierra en sí mismo, y que quizá son de una naturaleza totalmente distinta. Juntarlas con las mías, hacer que penetren en las mías, y penetrar las suyas. Bodas celestes, multiplicidades de multiplicidades. Todo amor es un ejercicio de despersonalización en un cuerpo sin órganos a crear; y en el punto álgido de esa despersonalización es donde alguien puede ser nombrado, recibe su nombre o su apellido, adquiere la más intensa discernibilidad en la aprehensión instantánea de los múltiples que le pertenecen y a los que pertenece". Deleuze y Guattari, Mil Mesetas

Cuando en los 70’ del siglo pasado surgió el slogan de que lo personal es político tenía como premisa asociada, según el modelo de izquierda tradicional, el cambio de la estructura social como condición para la eliminación de situaciones de sometimiento individual. Si bien dicha fórmula puede aplicarse también con propiedad a la obra de autores contemporáneos a dicho momento como Deleuze y Guattari, la manera como ellos lo propusieron resulta sustancialmente diferente: no aparecería en absoluto como señalamiento de dos instancias disociadas en la que una de ellas determinara a la otra ya que en ningún momento se lo propondría como forma de clarificar el fundamento de un problema ni, mucho menos, la solución a dicho problema eliminando el fundamento. 

Que lo personal sea político es una fórmula que consiste en señalar, mas bien, la inmediata simultaneidad de lo público y lo privado para hacer de lo privado, ahora, no ya la pobre víctima de lo público, sino un ámbito donde lo público puede ser en consecuencia cuestionado apelando, precisamente, a manifestaciones personales que, al no reproducir dicha disociación tradicional, sean capaces de abrir permanentemente nuevos escenarios al deseo.

Cuando Deleuze y Guattari se preguntan en el primer capítulo de Mil Mesetas “¿qué significa amar a alguien?”, por ejemplo, es difícil imaginárselos en consecuencia preocupados por definir socráticamente lo que sea el amor sino, mas bien, describiéndolo en función de esta novedosa perspectiva política que consiste en deconstruir la noción clásica de identidad (buscar “las manadas” del amado) a partir de una ontología relacionista que no concibe al ser en forma aislada (“hacer que penetren en las mías”) llevando al extremo, gracias a dicho especial encuentro (“bodas celestes”), la posibilidad genuina de ser con el otro (mediante el ejercicio de “despersonalización”) a partir de la apertura a su singularidad (dándole, propiamente, su “nombre propio”).

A partir de Deleuze y Guattari lo personal es político en primer lugar porque resulta preciso revertir para el análisis cultural dicha distinción. Pero, al mismo tiempo, porque exige una actitud ética radical por la cual – y, a diferencia de lo que hoy vemos a diario por doquier, cuando lo personal se convierte, por lo general, en excusa para la forma más degradada del narcisismo y, por ende, de la negación de su identificación con lo político – nos comprometemos a despedirnos literalmente de nosotros mismos.


2- Demoler

"Es pues agradable que resuene hoy la buena nueva: el sentido no es nunca principio ni origen, es producto. No está por descubrir ni restaurar ni reemplazar; está por producir con nuevas maquinarias. No pertenece a ninguna altura ni está en ninguna profundidad, sino que es efecto de superficie, inseparable de la superficie como de su propia dimensión. No porque el sentido carezca de profundidad o de altura; son mas bien la profundidad y la altura las que carecen de superficie, las que carecen de sentido, o que lo tienen sólo gracias a un efecto que supone el sentido". Lógica del sentido, G. Deleuze

Usamos habitualmente la palabra ‘sentido’ como eso que brinda a lo que ocurre una razón de ser. No tanto como sinónimo de causa sino entonces como lo que ilumina un estado de cosas: “¿qué sentido tiene venir temprano?”, o “¿en qué sentido dicen que estamos todos locos?” y la más famosa “¿cuál es el sentido de la vida?”, son ejemplos de preguntas por algo que, no siendo evidente, demandan o prologan un determinado ordenamiento capaz de responder o calmar una inquietud, una duda, una angustia.

¿Es este el sentido que la palabra ‘sentido’ adquiere, sin embargo, cuando nos preguntamos, no por su significado en el uso cotidiano, sino por su lógica, tal como propone Deleuze? ¿De dónde surge la pregunta por el sentido en sí mismo? ¿Cuál es el sentido, en resumen, de la pregunta por el ‘sentido’ en si?

Citando al Crack Up de S. Fitzgerald, Deleuze abre el capítulo 21 de La Lógica del Sentido diciendo que “toda vida es un proceso de demolición”. ¿A cuento de qué estaría trayendo esta afirmación? Y peor aún: ¿esa proposición significa que la vida no tiene sentido? Y si así fuese ¿qué relación se establece entre el supuesto sin sentido de la vida, con el sentido en tanto tal?

Lo primero que salta a la vista ante tamaño comienzo es que el sentido no es para Deleuze algo que viene a brindar una lógica a lo que ocurre, sino algo que, por el contrario, lo mantiene sin ella. Pero que el sentido no establezca una lógica para lo que ocurre no implica necesariamente que lo transforme en ilógico sino, más bien, que se mantiene al margen: el sentido, para Deleuze, no es algo que aplique al orden de las cosas que ocurren. Siempre como sobrevolándolas es, nos dice, un efecto de superficie.

El uso cotidiano que hacemos de la palabra ‘sentido’ responde para Deleuze a lo que él califica como ‘buen sentido’ y ‘sentido común’, dos comprensiones del sentido que considera falaces. El primero otorga una dirección; el segundo, remite siempre una diversidad al ámbito de lo mismo. Y lo propio del sentido, para Deleuze, es en cambio mantener la posibilidad lógica de sostener dos direcciones al mismo tiempo pero manteniendo la diversidad sin resolución: o sea, rescatando su carácter paradojal.

La paradoja no es sinónimo de sin-sentido. Sólo se le parece cuando, presos del 'buen sentido' y del 'sentido común', nos aferramos a la ilusión de otorgarle un sentido a la vida. Esa era o fue la ilusión de la modernidad, encarnada en Kant intentando darle un sentido al terremoto de Lisboa – buen sentido – o en Hegel aferrándose a la Historia como escenario del despliegue del Espíritu Absoluto – sentido común.

Que “la vida es un proceso de demolición” no significa entonces – ni para Deleuze ni para Fitzgerald – que no tenga propiamente sentido sino, al revés, la puerta al auténtico ámbito del sentido. Y el desafío, para ambos, consistiría pues en aprender a resistir o, mejor, en saber hallar el límite exacto donde resistir en la demolición para que pueda ser sostenida sin que nos demuela y se demuela entonces a sí misma.

Dos peligros acechan, en resumidas cuentas, a quienes pretendan abordar el sentido en sí. Por un lado, quedarse en la orilla; es decir, hablar de la demolición de la boca para afuera, sin haber efectuado la grieta en el cuerpo. Por el otro, no doblar a tiempo esta efectuación dolorosa con una contraefectuación que la limite, para poder, así, morir eternamente y sobrevivir.

Lo más parecido a una respuesta por el sentido de la vida, para Deleuze, sería entonces poder mantener en equilibrio la ambigüedad que hace posible el sentido como tal, equilibrio de la ambigüedad expresado en la paradoja que sostiene al mismo tiempo al deseo como desterritorialización que reterritorializa en permanente fuga.


3-Encontrarnos

"Los intelectuales y los escritores, incluso los artistas, son invitados a convertirse en periodistas si quieren acomodarse a las normas. Es un nuevo tipo de pensamiento, el pensamiento-entrevista, el pensamiento-minuto. Se imagina un libro a partir del artículo periodístico que trata sobre él, y no a la inversa. Las relaciones de fuerza entre intelectuales y periodistas han cambiado radicalmente. Todo comenzó con la televisión y los espeaáculos de adiestramiento que los entrevistadores obhgan a dar a los intelectuales dóciles. El periódico ya no necesita el libro. No digo que este giro, esta domesticación del intelectual, esta "periodistización" sea una catástrofe. La cosa es así: en el mismo momento en que la escritura y el pensamiento tendían a abandonar la función-autor, ésta era recogida por la radio, la televisión y el periodismo. Los periodistas se convertían en los nuevos autores, y los escritores que aún ansiaban convertirse en autores estaban obligados a someterse a los periodistas o a convertirse en sus propios periodistas. Una función que había caído en un relativo descrédito ha encontrado una modernidad y un nuevo conformismo, cambiando de lugar en vez de cambiar de objeto. Esto es lo que ha hecho posibles las empresas de marketing intelectual". Dos regímenes de locos, G. Deleuze

La verdadera cultura, dice Deleuze, se hace de encuentros. Pero no de encuentros con personas, sino con cosas. Por eso él odiaba los debates. Porque los encuentros con gente son incluso encuentros con cosas, con lo que hacen, con su encanto, pero no con gente. Pensaba que la filosofía se nutre entonces de encuentros con lo que no es filosofía, pero no para salir de ella sino para continuarla.

Pero si la filosofía nace como una reflexión sobre la diferencia entre la sabiduría y la opinión, ¿es lícito incluir a Deleuze en esta tradición?... Y peor: ¿es apropiado preguntarse qué agrega Deleuze a esta historia cuando, reflexionando sobre la cultura, se expresa sin piedad contra el marketing, la función de autor y el pensamiento abstracto de los periodistas, los malos novelistas y los así llamados “nuevos filósofos”, una posible encarnación a la francesa de los viejos sofistas?

Lo que estaría introduciendo como novedad Deleuze es que la auténtica alternativa no reside entre la sabiduría y la opinión, sino entre una opinión que se pretende sabia – en la que hay que incluir a todos los opinólogos que invaden y acaparan eso que nos hemos resignado a calificar como ‘cultura’ - y una sabiduría que se manifiesta como opinión cuando, como indicó Deleuze, surge de un pensamiento que resulte capaz de mantenerse más allá o más acá de las palabras y las cosas: en el ámbito del sentido.

Continuando con la paradoja, me da la impresión de que desde Deleuze la división tradicional entre sabiduría y doxa se invierte: los amantes de la verdad son en realidad los opinólogos, mientras que al pensador que se abre a lo concreto, a lo singular y al devenir le cabe una definición menor que la de amante de la verdad, ya que no lo anima propiamente ninguna otra intención que no sea la de ser apenas alguien que interviene en los acontecimientos.

La verdad es algo, me parece, que sólo interesa a los opinólogos y sus secuaces: a saber, la sociedad de consumo de ideas que viene a ser la cultura. A los intercesores, en cambio, sólo les importa poder habitar el acontecimiento: permanecer al acecho y ser acechado, estar en el límite para seguramente perderlo y volver a encontrarlo y seguir un equilibrio por definición inestable ya que, si no lo fuese, no habría redención posible.



4- Desear

"El problema fundamental de la filosofía política sigue siendo el que Spinoza supo plantear (y que Reich redescubrió): "Por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se tratase de su salvación?" Cómo es posible que se llegue a gritar: ¡queremos más impuestos! ¡menos pan!. Como dice Reich, lo sorprendente no es que la gente robe, o que haga huelgas; lo sorprendente es que los hambrientos no roben siempre y que los explotados no estén siempre de huelga. ¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud, hasta el punto de quererlas no sólo para los demás, sino para sí mismos? Nunca Reich fue mejor pensador que cuando rehúsa invocar un desconocimiento o una ilusión de las masas para explicar el fascismo, y cuando pide una explicación a partir del deseo, en términos del deseo: no, las masas no fueron engañadas, ellas desearon el fascismo en determinado momento, en determinadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del deseo gregario". Anti Edipo, G. Deleuze y F. Guattari

A pesar de que la crítica al psicoanálisis estructura el discurso de la Filosofía del Deseo en Deleuze, no sé hasta qué punto realmente el Anti Edipo necesita ser leído de esa manera. A mi modo de ver, da toda la impresión de ofrecerse así sólo para brindar una teoría revolucionaria del deseo. Que no es revolucionaria porque se separe de la anterior, sino porque se propone política. Según esta lectura, entonces, dos serían las preguntas que la Filosofía del Deseo pretende abordar: por qué deseamos la esclavitud y, luego, cómo desear la libertad.

En relación a lo primero, la propuesta del AE es revolucionaria porque, frente a todo el marxismo y el freudomarxismo que sustentan la teoría de una doble economía - la estructura de la producción que determinaría a la superestructura psíquica - el AE postula que hay una sola economía y que, en consecuencia, la suposición de que las masas se vuelcan al fascismo porque son engañadas resulta insuficiente: es preciso ver la servidumbre voluntaria como un fenómeno de deseo.

Esta cuestión es hoy por demás actual. Aún seguimos presos de la teoría de la ideología y la alienación cuando intentamos comprender el neofascismo, que precisamente es ‘neo’ por la ausencia que tiene de todo aparato represivo tradicional. Porque sólo si advertimos y aceptamos que la gente no es engañada cuando elige democráticamente a sus opresores, sino que efectivamente produce el sistema que la encarcela como miembros activos y agentes del orden, podemos empezar a dimensionar la naturaleza del problema.

Para Deleuze, la mejor forma de impedirle a alguien hablar en nombre propio es hacerle decir 'yo'. Según ésto, el aparato de Estado se confunde con la larga historia del cógito, y lo que produce y reproduce la estructura de la servidumbre voluntaria no es otra cosa entonces que el deseo de un yo condenado a la repetición indefinida de la búsqueda de una satisfacción prohibida. Porque ¿qué es Edipo, sino un especie de Sísifo resignado a sublimar incansablemente su deseo con tal de seguir siendo él mismo?

El AE no entabla un mano a mano con el psicoanálisis, no discute con él en el mismo plano. Más que ofrecer una concepción del deseo diferente, le disputa y le arrebata el término. El deseo para el psicoanálisis no nombra lo mismo que para la Filosofía del Deseo. Ambos se refieren a cosas diferentes. Para el psicoanálisis resulta la vocación infructuosa por algo que nos faltó. Para el AE, en cambio, no hay sujeto de deseo como tampoco objeto, hay flujos: si el deseo es revolucionario es porque aspira siempre a más conexiones, y no porque intente reparar con ello ninguna falta sino porque se nutre de su propia impersonalidad.

El deseo para Deleuze no es abstracto, no se desea algo o alguien, sino un conjunto. Tampoco un conjunto, sino ‘en’ un conjunto. No hay deseo que no fluya en un agenciamiento. Desear es construir agenciamientos, construir un conjunto. Un agenciamiento remite a un estado de cosas, a que cada cual encuentre los agenciamientos que le conviene. Y si la pregunta actual viene a ser, en consecuencia, por qué construimos agenciamientos inconvenientes, la respuesta de la Filosofía del Deseo es que, mientras sigamos hablando supuestamente en nombre propio sin pasar, previa y simultáneamente, por un proceso radical de despersonalización, el sistema seguirá alimentándose de nuestro desesperado intento de aferrarnos a nosotros mismos.


5- Escribir

"Considero que, a decir verdad, la actividad de escribir no tiene nada que ver con un asunto propio. ¡Lo que no quiere decir que uno no ponga en ello toda su alma! ¡La literatura tiene una relación profunda y fundamental con la vida! Pero la vida es algo más que personal. Todo lo que aporta en la literatura algo de la vida de la persona, de la vida personal del escritor, es por naturaleza molesto. Por naturaleza lamentable, porque ello le impide ver, le rebaja en verdad a su pequeño asunto privado. Mi infancia nunca ha sido esto, ¡y no porque me produzca horror! Lo que me importaría, si acaso, es, tal y como decíamos: hay devenires animales que el ser humano contiene, hay devenires niño. Escribir, creo, es siempre devenir algo. Pero por esa misma razón uno tampoco escribe por escribir. Creo que uno escribe para que algo de la vida pase en uno. Sea lo que sea, hay cosas que... uno escribe para la vida. ¡Eso es! Y uno deviene algo; escribir es devenir. Pero es devenir lo que uno quiera, menos devenir escritor". Abecedario, G. Deleuze

Deleuze dice que escribir no es estrictamente contar, sino otra cosa. Deleuze dice, también, que a los escritores no les preocupa estrictamente escribir, sino muy otra cosa. Para entender qué sea esa otra cosa del escribir y del contar, sin embargo, habría que tener en cuanta primero que, cuando Deleuze dice ‘escribir es’, no se está refiriendo a simplemente tomar un lapiz y un papel o un ordenador y teclear. Se está refiriendo a escribir con mayúsculas, a la escritura en cuento arte. O sea, a la literatura. De manera que, cuando Deleuze dice ‘escribir es’, lo que en realidad estaría diciendo es ‘escribir debiera o tendría que ser’ tal o cual. Y tan así es que ni siquiera puede decirse que a Deleuze le interese la literatura en tanto tal, sino sólo esa que él llama ‘literatura menor’ y que viene a ser la que resulta de inventar una lengua extranjera dentro de la propia lengua.

Antes de profundizar qué significa esto de ‘literatura menor’, sin embargo, me parece preciso tener en cuenta que cuando Deleuze piensa el hecho literario no está tomándolo simplemente como un objeto interesante, sino que lo hace en tanto y en cuanto él mismo subscribe, al menos a grandes rasgos, eso que se ha dado en llamar ‘giro lingüístico’, famoso giro del pensamiento por el cual, tomando a Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein como referentes, muchos pensadores abandonan en el s. 20 ese paradigma metafísico tradicional que pretendía hallar el ser inmutable de todas las cosas y, dejando de comprender al lenguaje como mero reproductor de la realidad, pasa a considerarlo como productor tanto de la realidad como del ser humano en sí.

Me da la impresión de que cuando Deleuze se preocupa por la escritura es porque considera, en consecuencia, que no basta con dejar de concebir al lenguaje como transparente para abandonar la metafísica. Sino que es imperioso dar una vuelta de tuerca al giro lingüístico, y tomar nota que el lenguaje suele estar hecho a medida para producir nuestra propia esclavitud. Ese lenguaje momificado es lo que un escritor con mayúsculas pretende a capa y espada desterrar. De manera que la escritura no sería un objeto digno de reflexión, para Deleuze o para cualquiera, si no fuese porque los hombres encuentran en ella o por ella una puerta de fuga del lenguaje por el lenguaje mismo.

El giro lingüístico es claramente conservador si no resulta capaz de desterritorializar el lenguaje. La literatura resulta el modo como se sana el mundo por cuanto el mundo está enfermo de lenguaje momificado, de lenguaje articulado por el yo y los universales. Es para hacer efectiva esta fuga que el escritor inventa entonces, dice Deleuze, un pueblo que falta. ¿Por qué un pueblo? Porque devenir o, lo que es lo mismo, escribir, es huir de la propia individualidad.


6- Crear

“Lo que es verdaderamente creado, de la materia viva a la obra de arte, goza por este hecho mismo de una autoposición de sí mismo, de un carácter autopoiético a través del cual se lo reconoce. Cuanto más creado es el concepto, más se plantea a sí mismo. Lo que depende de una actividad creadora libre también es lo que se plantea en sí mismo, independiente y necesariamente: lo más subjetivo será lo más objetivo” (Qué es la Filosofía, G. Deleuze y F. Guattari)

La filosofía ha fijado permanentemente la vista sobre una calavera y se ha preguntado ceñudamente “¿ser, o no ser?”… Deleuze es el pensador que nos viene a decir que esa forma de pensamiento hamletiano debe pasar a la historia, que esa inquietud dualista y persecutoria necesita curarse con un pensar más modesto, un pensamiento como de garrapata que, en lugar de preguntarse por la esencia de las cosas, lo haga apenas por su situación, por lo que las hace singulares, por lo que las mantiene en definitiva salvajes, irreductibles, en relaciones afectivas en lugar de clasificatorias.

Dicho cambio no puede darse como resultado de una decisión intelectual. Comenzar a privilegiar los encuentros a las esencias, como es obvio, no puede ser sino consecuencia de una pérdida de control, de un comenzar a sentirnos afectados por lo que nos rodea de tal manera que lo único cierto sea a partir de entonces nuestra composición con lo que nos rodea, sintiéndonos sin posibilidad de volver a hacer del pensamiento un instrumento a nuestro servicio y advirtiéndonos así, de pronto, instrumentos nosotros mismos de un pensar que nos tiene como sus delirantes voceros.

Estas son las condiciones para Deleuze de un pensamiento venidero, es decir, de una filosofía que deje de preocuparse por las esencias y los universales y se atenga o limite a crear conceptos. La filosofía se convertiría, así, de herramienta totalizante en canal de expresión de lo singular, de tamiz homogenizante en ventana a la diversidad y, finalmente, de sierva de la cultura en forma por excelencia de resistencia.

Hegel fue el pensador que, mejor y más explícitamente, se propuso dar cuenta de esta posición subordinada del pensador respecto del concepto. Pero, en lugar de buscar, como hace Deleuze, en el sentido su lógica, mantuvo preso al concepto bajo la forma lógica por la cual las cosas o son o no son. Si bien Hegel pretendió superar las instancias del ser y la nada en el devenir, el devenir para él no resultó, como para Deleuze, el modo por el cual las cosas deliran y salen de sí sino, todo lo contrario, la unidad que resuelve las contradicciones. De esta manera, la filosofía hegeliana no fue sino la bien venida a todos los rivales insolentes que disputaron a continuación a la filosofía su prerrogativa: la lingüística, la espistemología, el psicoanálisis y el análisis lógico en el s. 20, para no hablar de la informática, la mercadotecnia, el diseño y la publicidad en el nuevo milenio.

La magna empresa hegeliana estaba destinada al fracaso desde el vamos por no atreverse a esquivar la solemnidad hamletiana. Lo que mueve a la vida no es conocerse a sí misma, sino la carcajada ante su propia ignorancia. Este dinamismo que ya no busca su origen no es algo sofisticado: según Deleuze está, no en las alturas sino, al contrario, en las superficies, o sea, en el modo por el cual de pronto comprendemos que la realidad no necesita ser otra que la que es, sin que ello signifique someternos a ella sino comenzar a modificarla a partir de ser afectados por ella. Las condiciones que antes nos resultaban estériles comienzan entonces a potenciarnos ya sea tanto para permanecer a su lado como para buscar nuevos rumbos y, como garrapatas, avanzar ciegamente sin otro objeto que, simplemente, dejar de ser la imagen fiel de nosotros mismos.

domingo, 3 de junio de 2018

ESTÉTICA ANTROPOLÓGICA





1- Poética del encuentro humano

A Rolando le gustaba citar esa frase de Heidegger sobre el hombre como un poema sin terminar: "Llegamos demasiado tarde para los Dioses y demasiado temprano para el Ser. El hombre es un poema inacabado". El pensaba que la humanidad debía recibir por eso una educación que actuara como sistema de resonancia de su parte iluminada, desarrollando y estimulando su percepción afectiva: la llave maestra de una nueva civilización, nos decía entonces Rolando, sería aquella capaz de observar y recuperar ese encuentro con nuestros semejantes que normalmente nos pasa desapercibido. Y señaló que nuestra época como ninguna otra precisaría, para eso, de una disciplina que nos habilitase a concebir la belleza contenida en lo que nos hace humanos. 

¿Sería posible un encuentro poético semejante a nivel no sólo individual sino también social, es decir, a escala planetaria, nos preguntaba?...  Para lograrlo, nos alertaba, sabemos que habría muchos obstáculos. Uno de ellos, quizás no el mayor pero que agobia, es una cultura que ensalza el sufrimiento: la literatura, la filosofía, la psicología y hasta las religiones mismas, señalaba Rolando, hacen del sufrimiento un don. Y luego estaba, obviamente, el hecho mayor ya por todos reconocido de vivir en una sociedad basada en la explotación del hombre y la naturaleza, resultado de una civilización históricamente belicista, discriminadora y generadora -como se ha puesto a la orden del día hoy señalar-, de una asfixiante auto-exigencia.

Todo este malestar, de orden tanto material como ideológico, es lo que una estética antropológica intentaría superar. Y su desafío consistiría, pues, en transitar el camino que nos lleve del sufrimiento a la plenitud con una apuesta transformadora que abarcara cuatro devenires: a) de la desvalorización de sí, al refuerzo de la identidad; b) de la depresión, a la potencia creadora; c) de los impulsos destructivos, a la acción y, d) de una concepción fatalista, al desarrollo de una sana rebeldía ante las dificultades.

Aun cuando sabemos urgente, necesario y precioso sanar nuestras dificultades afectivas, sexuales o de identidad, la plenitud que busca y propone una estética antropológica sería sin embargo de muy distinto orden: más bien, parte de concebir nuestra transformación humana en relación con una conciencia ética que habla de la santidad del vínculo. Por eso es que pensar un ‘tránsito del sufrimiento a la plenitud’ no abarca tan sólo al hombre sino, por sobre todo, a la vida en primer lugar: que el hombre sea un poema inacabado, tal como planteaba Heidegger, para Rolando no significaría otra cosa, en consecuencia, que dejar que la vida sea quien lo continúe proponiéndonos ella misma sus encuentros.

Hablar de la vida es hacerlo de encuentros, y por eso una estética antropológica entiende al encuentro vital entre dos seres como ‘poético’. Pero cuando a un encuentro se lo define como tal no es simplemente porque sea 'bello' a los ojos, ni siquiera a nuestro juicio: eso sería permanecer ciegos a una perspectiva afectiva. 

La belleza, antropológicamente considerada sería el nombre que recibe un acto de creación que tiene una impresión corporal como fundamento. Por eso la 'poética del encuentro humano' incluye, así, momentos o situaciones que no necesariamente son siempre bellos - en el sentido más inocente y restringido del término. Y si hablamos, con Rolando, de una 'poética del encuentro humano' es porque, en definitiva, dicha poética no se reduce a una belleza de tipo formal sino una que se relaciona con ese especial modo de ser que nos salva, literalmente hablando, del meramente técnico o instrumental.

La estética y la afectividad son entre sí complementarias para una estética antropológica. Porque cuando la estética no se reduce a un principio formal y se exige somático, la afectividad le es inherente. ¿Qué otra cosa seria la afectividad mas que la posibilidad de vernos envueltos en algo que ya se crea a sí mismo, tal como ocurre con la vida misma?... Y viceversa, cuando a la afectividad comenzamos a experimentarla deshaciendo nuestros órganos se nos manifiesta estéticamente: amamos lo que es bello, entonces, pero nos resulta bello porque lo amamos. Y cuando un encuentro es, de esta determinada y específica forma, propiamente poético, pasa a ser considerado propiamente como 'sagrado' o 'santo'.

La razón principal por la que hablamos de ‘poética’ en el vínculo humano es porque la afectividad no resulta una fusión del yo en el otro, sino, hablando lisa y llanamente, ‘cuidado’. Afecto es, de alguna manera, sinónimo de cuidado. Pero si bien ejercemos el cuidado básicamente cuando evitamos someter, convierto al otro en objeto de nuestra satisfacción, el cuidado supone, simultáneamente, también un específico cuidado de sí: o sea, un compromiso a evitar someternos a algo a alguien y asumir, en consecuencia, la responsabilidad de ser parte activa del encuentro.

Un encuentro nos resulta poético sólo cuando ambas partes se comprometen a no perder de vista el enfoque en la identidad, ya que sin ella no hay técnicamente encuentro, sino apenas confusión. Por eso es que para Rolando la paradoja de la afectividad y, por ende, del tránsito del sufrimiento a la plenitud, consistiría en implicar siempre el desarrollo integrado de la identidad misma.


2- La vida como obra de arte

Subordinados a una cultura que reduce todo al costo-beneficio, ser quien uno es pareciera algo cuyo valor, de tan obvio y abstracto, no merece la menor atención. Pero logra convertirse al contrario en un desafío inacabable, placentero y vital cuando comprendemos que ser lo que somos no consiste alcanzar algo fuera de nuestro presente sino, mas bien al contrario, lo que en cada momento nos pasa. 

Como si fuese siempre por primera vez, cuando puedo ser quien soy advierto que la posibilidad de ser de una sola y determinada manera resulta algo sistemáticamente puesto en cuestión no sólo por mis cambiantes estados de ánimo personales sino, también, por las variadas reacciones que tengo, 
en mínimos espacios de tiempo, ante diferentes estímulos. La revelación de mi radical mutabilidad, sin embargo, resulta brutal y definitiva recién al constatar que no sólo mis estados de ánimo cambian y que soy entoces influenciable, sino que esos mismos ‘estados’ son llamados así por una mera convención ya que, en y por sí mismos, cambian de manera interminable. En lugar de estados, por tanto, lo que describe mejor mi intimidad es un puro devenir que exige crearme a mí mismo infinitamente.

Integrarme emocionalmente, es decir, poder ser quien soy aprendiendo a no fingir felicidad y, sobre todo, reconociendo lo que me disgusta, no se agota entonces en asistir pasivamente así a lo que en cada caso yo sea: integrarme, mas bien, exige que me cree literalmente a mí mismo en cada instante. Y cada vez que me atrevo a enfrentar mi miedo ante este remolino que consiste mi ser, y no permito que el miedo ante la inestabilidad me gane, crearme resulta entonces no sólo posible, sino insólitamente placentero.

Proponerme ser quien soy resulta una aventura en la que toda ilusión de permanencia, todo intento de ser de una manera plena y determinada, se convierte un espejismo del que trabajosa y modestamente me aparto para lograr, cuando mas no sea a regañadientes, hacer de mi vida una obra de arte. Pero muy lejos de pretender con ello inventarme, sacar a relucir excentricidades o intentar modificar arbitrariamente mis circunstancias, concebir la propia vida como obra de arte significa para mí proponerme apenas ser el que en cada caso soy, aún sintiendo que ello exige afianzar mi compromiso con el riesgo.

Asumir el riesgo y vivenciar que eso me hace sentir en mi elemento es algo que no advierto claramente, por supuesto, mientras no logro que mi renuncia a la ilusión de estabilidad pierda carácter privativo. Porque no se trata tanto de entregarme entonces pasivamente a la imposibilidad de satisfacer mi ilusión de eternidad sino, al revés, comprender que la satisfacción sólo rige como criterio partiendo de la falta. La vida no se manifiesta por la falta. La vida se crea a sí misma. Y la antinomia satisfacción no-satisfacción es la trampa con que la sociedad y su cultura antivida nos ha mantenido ignorantes y ciegos de nuestro compromiso a hacer de nuestra propia vida una obra de arte. Este es, tal vez, el quid de la cuestión.

¿Transformar acaso algunos materiales en algo bello es lo que define a una obra de arte? ¿O, mas bien, habría que ver en una obra de arte esa posibilidad de trascender un modo de ser ligado a una determinada utilidad, y poder simplemente ser, en cambio, sin la satisfacción como premio?… Descubrir la vida como una obra de arte sería descubrir, así, que uno asume la creatividad de su propia existencia no porque tenga o se proponga un determinado propósito, sino porque es la manera de consustanciarnos con la vida que se manifiesta creativamente, desde y para sí misma y sin tener una necesidad como criterio.

La antinomia del principio del placer contra el de realidad sobre la que explícita o implícitamente se asienta nuestra civilización demuestra no ser excluyente cuando advertimos que la satisfacción rige como fundamento por igual en ambos principios: tanto la cigarra cantora de la fábula que se atiene al presente, como la hormiga hacendosa que vive para el futuro, ambas pretenden ser quienes son plenamente, de una sola y determinada manera. Por eso es que, mas que denunciar la represión del placer en esta cultura, sea entonces preciso para nosotros abogar, desde la perspectiva de una estética antropológica, por una sociedad que estimule asumirnos creativos danzando, por sobre todas las cosas, nuestra inestabilidad esencial.

Si bien esta extraña utopía social no marcaría otro camino que el de hacer camino al andar, nos libra por el momento, al menos, de la desesperanza que produce una civilización que cada vez se asemeja más a las sociedades distópicas de los filmes futuristas. Porque, si bien Biodanza no puede dejar de plantearse políticamente, el problema de las utopías políticas tradicionales consiste en no fundarse en un cambio personal como requisito incondicional para un cambio colectivo. Y el planteo marxista de una sociedad no represiva, aún cuando tiene muchos puntos de contacto con el nuestro, no da cuenta sin embargo de lo más importante de una propuesta política vital: una concepción del cambio a partir de la abundancia.



UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...