“De tener que pedir algo para mí no pediría riquezas ni poder, sino la pasión de la posibilidad, el ojo que aquí y allá, eternamente joven, eternamente ardiente ve la posibilidad” S. Kierkegaard
Tímidamente, sin embargo, fueron apareciendo los nuevos maestros de la sospecha, y que las cosas no fueran tan así como se pensaba comenzó a minar, si bien bastante lentamente, la confianza en la necesidad incuestionable de un progreso indefinido. En el s, 19 F. Nietzsche, anunció que la razón era en realidad la astucia de la pasión desnudando el miedo que buscan ocultar todos los buscadores de la verdad, pero ya en el 18 un danés llamado S. Kierkegaard enseñaba que debajo del sincero propósito de conocer se oculta, siempre e implícitamente, un irredento impulso hacia lo absolutamente desconocido. Y es bastante evidente que las posturas de estos dos pensadores, justamente famosos por su crítica a la razón, no sólo resultan complementarias sino, también y de manera fundamental, dos caras de la misma moneda.
En Migajas Filosóficas, Kierkegaard argumentó que el pensamiento se contradice a sí mismo cuando pretende que la relación entre la razón y lo absolutamente desconocido es algo que no puede existir, pues entonces no cabría ya hablar de relación alguna. Pero que lo mismo puede concluirse, a la vez, de la suposición de que algo así propiamente sí exista, ya que lo desconocido no es algo que tenga propiamente entidad sino que resulta tan sólo un límite: es decir, no lo que se ocultaría a las categorías del entendimiento, sino para la razón meramente su propia ruina. Esto desconocido, en consecuencia, preciso es considerarlo necesariamente como algo para lo cual no hay indicio alguno, y que no puede pensarse por lo tanto siquiera aún cuando la razón lo intentara negándose a sí misma. Kierkegaard puede afirmar entonces que lo desconocido como tal es algo que está en permanente diáspora puesto que, mas que saber propiamente acerca de él hemos de aprender, en cambio, que esta diferencia absoluta ha de ser siempre afirmada en sí misma como tal.
La razón queda necesaria e inevitablemente perpleja al toparse con una diferencia absoluta, ya que una diferencia de la cual no puede predicarse con certeza siquiera que exista resulta, sin embargo, quien le otorga en la práctica la condición misma para mantenerse abierta a recibirla y a mantenerla. Básicamente, entonces, es a esta sorprendente situación por la que la diferencia absoluta se muestra, al mismo tiempo, como condición y como consecuencia, a la que Kierkegaard reserva el nombre de ‘paradoja’.
Con la paradoja la razón inevitablemente choca. Y no puede sino chocar ya que, por definición, resulta imposible resolverla o comprenderla. Para la perspectiva según la cual la razón se adjudica poseer la facultad de conocer la verdad, sin embargo, la paradoja es algo que por supuesto forzosamente rechaza: ‘escándalo’ es, entonces, la forma que ella adquiere cuando choca de modo infeliz con nuestra razón. Cuando feliz, en cambio, recibe el nombre de ‘fe’, aunque no porque supere el escándalo sino, por el contrario, porque aprende trabajosamente a integrarlo.
2- Kierkegaard dice que la paradoja se da de forma feliz sólo en el instante porque para él lo eterno resulta histórico, aludiendo con ello al especialísimo tipo de transformación personal que supone una conversión de tipo espiritual en y por medio de la cual la razón conquista para sí eso que a todo hombre le resulta más importante que la riqueza o el poder: la pasión de la posibilidad. Todo el asunto de la fe para Kierkegaard puede resumirse, por tanto, en la especialísima manera por la cual la razón logra afirmar al escándalo para escapar de alguna manera de sí misma, y alcanzar así la libertad.
Para una perspectiva espiritual, esto es, para esa perspectiva según la cual la eternidad resulta histórica, la posibilidad continúa existiendo como tal cuando se actualiza, tomando así este tipo de cambio el nombre de ‘devenir’. Cuando lo eterno no se admite histórico, al revés, la realización de la posibilidad consiste sólo en que ella deje en tanto tal de existir, con lo cual el tipo de cambio que así se habilita queda incapaz de expresar el devenir. Y el problema de la melancolía, que Kierkegaard toma como punto de partida, precisamente, de su propuesta existencial, a saber, la vivencia de estar preso en un pasado que impide al presente ser otra cosa que un mero reflejo de algo que fue y nunca puede ser nuevo otra vez, no responde sino a esta trampa que la melancolía se hace a sí mismo por la cual la posibilidad queda reducida a cenizas.
Lo necesario no puede devenir dado que se relaciona consigo mismo de manera idéntica: es la modalidad propia de la tautología. El devenir nunca es necesario, dice Kierkegaard, ni antes ni después que devenga. La realidad presente y efectiva no es más necesaria que lo posible, y lo mismo debe decirse del pasado, que no porque ya haya sucedido puede suponerse necesario sino sólo, apenas, que no puede hacerse ya distinto: podría haber sido diferente y, por eso, esta posibilidad que se mantiene para una perspectiva espiritual en la realidad misma no se actualiza sino que, propiamente hablando, ‘acontece’. Si la fe es una pasión feliz, en consecuencia, es porque el paso tan especial que ella habilita es libre, y la razón se demuestra finalmente así, en este caso, como la astucia de la pasión.
La circunstancia de que a todo lo que ocurre le quepa la posibilidad de ser diferente, por supuesto, mantiene lo real en un verdadero tembladeral. Y es la facultad capaz de superar con su media certeza la incertidumbre del devenir, precisamente, lo que recibe para Kierkegaard el nombre de ‘fe’. Porque, si bien lo acontecido se deja conocer inmediatamente, el propio y mero hecho de haber acontecido es, en sí mismo, de alguna manera invisible al conocimiento. La fe resulta entonces, por eso, una declaración de libertad que, sin negar ninguna otra configuración de la realidad, se resuelve a creer en el modo por el cual ha efectivamente devenido, sabiendo siempre que corre el riesgo, como bien dice el Kierkegaard, de pretender saber nadar antes de entrar al agua.
El hombre de fe ‘cree’ en Dios. ¿Significa eso, acaso, que para él entonces Dios propiamente exista?... En parte se podría afirmar que sí, pero: ¿qué significa en este caso, entonces, que El ‘exista’?... Para una perspectiva espiritual, sólo que es tan posible como real, dado que la fe no resulta nunca, dice Kierkegaard, creer en una doctrina, sino en ese ser, mas bien, que se ofrece como la condición misma para que su propia realidad sea posible. Por eso mismo es que jamás se llega a la fe sin pasar por el escándalo, siendo esto algo que la cristiandad, lo mismo que la perspectiva socrática, expresamente ignoran desde el momento que basaron la fe en la enseñanza y no en el maestro.
Al privilegiar la comunicación directa, y eliminando con ello la posibilidad del escándalo, lo que la cristiandad habilitó, a sabiendas o no, fue la confusión de la fe con un conocimiento, por un lado, y por el otro de Dios con un ídolo. Tan así es que Kierkegaard no teme asimilar consecuentemente a la cristiandad a un sentimental paganismo, ya que a Dios en tanto maestro no le interesa saber si el discípulo cree en El o no, sino transformarse El mismo en enigma para permitirle simplemente creer de esta extraña manera según la cual, antes que una certeza, resulta apenas la sensación de no poder ser uno mismo, al final, su propio fundamento.