viernes, 27 de agosto de 2021

LA PASIÓN DE LA POSIBILIDAD

“De tener que pedir algo para mí no pediría riquezas ni poder, sino la pasión de la posibilidad, el ojo que aquí y allá, eternamente joven, eternamente ardiente ve la posibilidad”  S. Kierkegaard



1- Hubo un tiempo en que la pasión era la astucia de la razón: la gente decía entonces que todo ocurría por un motivo cierto, y cualquier contratiempo resultaba apenas el retobo de un galopar irredento de final siempre feliz. Era entonces el imperio del sentido. Tanto si se trataba de personas religiosas como de científicos, o de filósofos como de conquistadores, el convencimiento de que la vida, personal y colectiva, obedecía a un designio por el cual todo se dirigía a la plenitud de significado, carecía de contrincante alguno.

Tímidamente, sin embargo, fueron apareciendo los nuevos maestros de la sospecha, y que las cosas no fueran tan así como se pensaba comenzó a minar, si bien bastante lentamente, la confianza en la necesidad incuestionable de un progreso indefinido. En el s, 19 F. Nietzsche, anunció que la razón era en realidad la astucia de la pasión desnudando el miedo que buscan ocultar todos los buscadores de la verdad, pero ya en el 18 un danés llamado S. Kierkegaard enseñaba que debajo del sincero propósito de conocer se oculta, siempre e implícitamente, un irredento impulso hacia lo absolutamente desconocido. Y es bastante evidente que las posturas de estos dos pensadores, justamente famosos por su crítica a la razón, no sólo resultan complementarias sino, también y de manera fundamental, dos caras de la misma moneda.

En Migajas Filosóficas, Kierkegaard argumentó que el pensamiento se contradice a sí mismo cuando pretende que la relación entre la razón y lo absolutamente desconocido es algo que no puede existir, pues entonces no cabría ya hablar de relación alguna. Pero que lo mismo puede concluirse, a la vez, de la suposición de que algo así propiamente sí exista, ya que lo desconocido no es algo que tenga propiamente entidad sino que resulta tan sólo un límite: es decir, no lo que se ocultaría a las categorías del entendimiento, sino para la razón meramente su propia ruina. Esto desconocido, en consecuencia, preciso es considerarlo necesariamente como algo para lo cual no hay indicio alguno, y que no puede pensarse por lo tanto siquiera aún cuando la razón lo intentara negándose a sí misma. Kierkegaard puede afirmar entonces que lo desconocido como tal es algo que está en permanente diáspora puesto que, mas que saber propiamente acerca de él hemos de aprender, en cambio, que esta diferencia absoluta ha de ser siempre afirmada en sí misma como tal.

La razón queda necesaria e inevitablemente perpleja al toparse con una diferencia absoluta, ya que una diferencia de la cual no puede predicarse con certeza siquiera que exista resulta, sin embargo, quien le otorga en la práctica la condición misma para mantenerse abierta a recibirla y a mantenerla. Básicamente, entonces, es a esta sorprendente situación por la que la diferencia absoluta se muestra, al mismo tiempo, como condición y como consecuencia, a la que Kierkegaard reserva el nombre de ‘paradoja’.

Con la paradoja la razón inevitablemente choca. Y no puede sino chocar ya que, por definición, resulta imposible resolverla o comprenderla. Para la perspectiva según la cual la razón se adjudica poseer la facultad de conocer la verdad, sin embargo, la paradoja es algo que por supuesto forzosamente rechaza: ‘escándalo’ es, entonces, la forma que ella adquiere cuando choca de modo infeliz con nuestra razón. Cuando feliz, en cambio, recibe el nombre de ‘fe’, aunque no porque supere el escándalo sino, por el contrario, porque aprende trabajosamente a integrarlo.


2- Kierkegaard dice que la paradoja se da de forma feliz sólo en el instante porque para él lo eterno resulta histórico, aludiendo con ello al especialísimo tipo de transformación personal que supone una conversión de tipo espiritual en y por medio de la cual la razón conquista para sí eso que a todo hombre le resulta más importante que la riqueza o el poder: la pasión de la posibilidad. Todo el asunto de la fe para Kierkegaard puede resumirse, por tanto, en la especialísima manera por la cual la razón logra afirmar al escándalo para escapar de alguna manera de sí misma, y alcanzar así la libertad.

Para una perspectiva espiritual, esto es, para esa perspectiva según la cual la eternidad resulta histórica, la posibilidad continúa existiendo como tal cuando se actualiza, tomando así este tipo de cambio el nombre de ‘devenir’. Cuando lo eterno no se admite histórico, al revés, la realización de la posibilidad consiste sólo en que ella deje en tanto tal de existir, con lo cual el tipo de cambio que así se habilita queda incapaz de expresar el devenir. Y el problema de la melancolía, que Kierkegaard toma como punto de partida, precisamente, de su propuesta existencial, a saber, la vivencia de estar preso en un pasado que impide al presente ser otra cosa que un mero reflejo de algo que fue y nunca puede ser nuevo otra vez, no responde sino a esta trampa que la melancolía se hace a sí mismo por la cual la posibilidad queda reducida a cenizas.

Lo necesario no puede devenir dado que se relaciona consigo mismo de manera idéntica: es la modalidad propia de la tautología. El devenir nunca es necesario, dice Kierkegaard, ni antes ni después que devenga. La realidad presente y efectiva no es más necesaria que lo posible, y lo mismo debe decirse del pasado, que no porque ya haya sucedido puede suponerse necesario sino sólo, apenas, que no puede hacerse ya distinto: podría haber sido diferente y, por eso, esta posibilidad que se mantiene para una perspectiva espiritual en la realidad misma no se actualiza sino que, propiamente hablando, ‘acontece’. Si la fe es una pasión feliz, en consecuencia, es porque el paso tan especial que ella habilita es libre, y la razón se demuestra finalmente así, en este caso, como la astucia de la pasión.

La circunstancia de que a todo lo que ocurre le quepa la posibilidad de ser diferente, por supuesto, mantiene lo real en un verdadero tembladeral. Y es la facultad capaz de superar con su media certeza la incertidumbre del devenir, precisamente, lo que recibe para Kierkegaard el nombre de ‘fe’. Porque, si bien lo acontecido se deja conocer inmediatamente, el propio y mero hecho de haber acontecido es, en sí mismo, de alguna manera invisible al conocimiento. La fe resulta entonces, por eso, una declaración de libertad que, sin negar ninguna otra configuración de la realidad, se resuelve a creer en el modo por el cual ha efectivamente devenido, sabiendo siempre que corre el riesgo, como bien dice el Kierkegaard, de pretender saber nadar antes de entrar al agua.

El hombre de fe ‘cree’ en Dios. ¿Significa eso, acaso, que para él entonces Dios propiamente exista?... En parte se podría afirmar que sí, pero: ¿qué significa en este caso, entonces, que El ‘exista’?... Para una perspectiva espiritual, sólo que es tan posible como real, dado que la fe no resulta nunca, dice Kierkegaard, creer en una doctrina, sino en ese ser, mas bien, que se ofrece como la condición misma para que su propia realidad sea posible. Por eso mismo es que jamás se llega a la fe sin pasar por el escándalo, siendo esto algo que la cristiandad, lo mismo que la perspectiva socrática, expresamente ignoran desde el momento que basaron la fe en la enseñanza y no en el maestro.

Al privilegiar la comunicación directa, y eliminando con ello la posibilidad del escándalo, lo que la cristiandad habilitó, a sabiendas o no, fue la confusión de la fe con un conocimiento, por un lado, y por el otro de Dios con un ídolo. Tan así es que Kierkegaard no teme asimilar consecuentemente a la cristiandad a un sentimental paganismo, ya que a Dios en tanto maestro no le interesa saber si el discípulo cree en El o no, sino transformarse El mismo en enigma para permitirle simplemente creer de esta extraña manera según la cual, antes que una certeza, resulta apenas la sensación de no poder ser uno mismo, al final, su propio fundamento.

jueves, 19 de agosto de 2021

Y QUE TODO SEA OTRA VEZ


"Cuando se ha culminado la navegación por el mar de la vida deberá mostrarse si se tienen ánimos para comprender que la vida es una repetición e igualmente, si se encuentra placer en gozarla de nuevo. Quien no esté de vuelta de esa navegación antes de comenzar a vivir, jamás logrará vivir de veras"
S. Kierkegaard

 


1- 
Más que malas o buenas lecturas de una obra filosófica, seguramente, las hay oportunas o inoportunas. ¿Resulta legítimo, acaso, afirmar que quienes gustosamente resaltan el aspecto melancólico y desesperado de S. Kierkegaard, por ejemplo, no alcanzaron a leer correctamente aquellas partes de su obra donde dichas lecturas resultan cuestionadas?... No de manera necesaria. Es posible, ciertamente, que las refutaciones les hayan resultado a algunos poco convincentes o convocantes. Lo que sin embargo no deja lugar a dudas, sin embargo, es que sería una pérdida considerable no tomar en cuenta todo el esfuerzo de este escritor por justamente escapar de ese sepulcro cuya lápida señala como "los más desdichados" y que  - según se mofa el personaje llamado simplemente 'A', en Lo Uno y lo Otro - somos muchos quienes damos por sentado que nos está reservada.

Hay dos libros de Kierkegaard que sería divertido imprimir con sus respectivas dos partes en sentido de lectura opuestos, de manera tal que, encontrándonos con dos tapas iguales, halláramos como lectores a la primera como directo reverso de la segunda. Se trata de Lo Uno o lo Otro y de La Repetición, ya que en ambos textos el autor recurre a idéntico procedimiento por el cual el contenido de sus segundas partes viene a resultar una refutación espejada de la primera, algo que se ve inmediatamente expresada de manera gráfica en ellos mediante el cambio de recurso estilístico y de sujeto de enunciación: los aforismos de 'A' Vs. los ordenados papeles de 'B' en el primero, y la presentación de 'Constantin Constantius' Vs. las cartas del 'Joven Enamorado' en el segundo.

La relación entre sendos libros resulta a su vez muy especial, dado que puede pensarse que Constantin, aun cuando en otra parte Kierkegaard lo niegue expresamente, 
es el real nombre de 'B' o, en su defecto, suponer entre ambos una filiación de orden ético. El propio texto avala esta hipótesis cuando, haciendo referencia a los propios aforismos de 'A' en Lo uno y lo otro, ya Constantin escribe “un autor ha dicho que el amor-recuerdo es el único feliz”, constituyendo todo el asunto de La Repetición, precisamente, la descripción, replanteo y refutación del supuesto nostálgico. De cualquier manera, lo cierto es que quien verdaderamente sugiere una superación efectiva de la melancolía es recién el Joven Enamorado de La Repetición.


2- El desdichado es, según Kierkeggard, alguien que tiene literalmente su ser fuera de sí: siempre ausente para sí mismo, se hace presente sólo en el pasado por el recuerdo o en el futuro mediante la esperanza. La recomendación de prudencia, que 'A' aconseja entonces en el capítulo “La rotación de los cultivos” de Lo uno y lo otro, se resume por eso simplemente en aprender a olvidar, algo que para llevarlo a cabo resulta preciso, por encima de todo, vivir las cosas sin correr apresados por esperanza alguna, es decir, lisa y llanamente sin admirarse por nada. Porque la recomendación de prudencia no se limita a olvidar sólo lo desagradable: el verdadero arte de olvidar, al contrario, es para 'A' mantener propiamente acotado el goce, ya que lo agradable es justo lo que luego despierta la añoranza e impide entonces el olvido.

Para 'A', el mayor problema de la humanidad es el tedio que obliga a vivir todo como algo que nunca puede ser ya novedoso, motivo por el cual aconseja guardarse incluso hasta de la amistad, del matrimonio y de los altos cargos aunque todo ello, sin embargo, siempre en su razonable medida: esto es, sin aislarse, sin renunciar al erotismo y sin mantenerse inactivo. En resumen, "rotar los cultivos", según su feliz y prudente metáfora, ilustra ese método mediante el cual se conseguiría según él remediar al menos lo más posible el peligro que conlleva entusiasmarnos en demasía.

El problema es que el olvido, en tanto argucia para no demorarnos en el recuerdo o la esperanza, no ofrece una verdadera solución al tedio sino, apenas, un modesto calmante. La descripción del argumento del amor-recuerdo adquiere por ello, entonces, una dimensión que excede así el plano de lo meramente sentimental o erótico, y pasa a convertirse en una suerte de escabrosa triple frontera, para Kierkegaard, donde vigorosamente se entremezclan y chocan las fuerzas de tres potencias anímicas: la estética, la ética y la religiosa.


3- Si bien La Repetición no alcanza a formular una concepción de amor verdaderamente alternativa al mero amor-recuerdo, logra en cambio identificar sí a este último como finalmente también infeliz y, buscando el modo de sustraerse a sus redes, toma para ello como modelo de alguien que ha logrado sobreponerse a la melancolía a Job, el sufrido personaje bíblico, quien se convierte en objeto de identificación para el Joven Enamorado y, por extensión, en auténtico héroe de la repetición.

El sufrimiento ante la pérdida de todos los bienes y seres amados por parte de Job se parece en cierta medida al del Joven Enamorado dado que, aunque el caso de este último sea mucho menor en escala, lo que nos impide a todos asumir y superar cualquier pérdida no se mide tanto por su tamaño como por ese sentimiento de culpa que pretende hacer a la víctima paradójicamente responsable de su sufrimiento. Job tiene esto muy en claro: él es un siervo excelente de Dios, de modo que por más que sus vecinos intentan hacerle sentir que debe pedir disculpas a su Dios él sabe bien que todo lo que ha perdido no es un castigo divino. Y el Joven Enamorado halla en la convicción de Job, por lo tanto, el ejemplo que está buscando para reconciliarse consigo mismo.

Aún cuando Job sea luego recompensado y le es devuelto con creces todo lo que había tenido previamente, el secreto de la repetición y su indudable ventaja por sobre el olvido no consiste sin embargo en este premio. El premio, más bien, es ya su propia fe que, en sí misma y como tal, le libra de medir su persona en relación a los demás hombres y ser, de esta manera, continuamente diferente en y para sí mismo: lo único que para Job cuenta es su relación con Dios, y por eso no cede nunca a los consejos que, bien o mal intencionados, pretenden interferir en su intimidad apasionada. Los demás lo juzgan engreído, pero él se sabe frágil y fugaz como una flor del campo teniendo la convicción de que hablando con Dios directamente todo puede aclararse.

Job supo que estaba siendo probado. Pero no por Dios sino por el diablo, quien apostó a Dios que su mejor siervo lo repudiaría una vez que le quitase toda su bienaventuranza. Por eso es que Job se mantiene firme: no porque sea terco, como creen sus vecinos, o porque su fe sea ciega, como pensaría hoy alguien que considera al cristianismo como su enemigo personal, sino porque sabe que Dios es amor y no puede castigarlo. La posibilidad de la repetición, por lo tanto, que consiste en resumidas cuentas apostar a que todo sea otra vez y ya no más lo que fue, reside en esta insurrección contra el espíritu del mundo que nos mantiene aferrados al juicio de los demás y alcanzar, aunque no ya la paz lisa y llana, sí al menos lo más parecido a una necesaria tregua, como dice el Joven Enamorado, en medio de la lucha más seria de la vida.


viernes, 13 de agosto de 2021

LA ESTAFA DE LA CAVERNA


Una estafa es un delito. Pero en este siglo un presidente puede estafar y seguir en el cargo  sin hacer por ello uso de la fuerza. ¿Qué lo sostiene?... No otra cosa que el desdibujamiento mismo de la frontera entre lo punible y lo no punible desde que, parafraseando a Kierkegaard, la sociedad comienza a experimentar que hay dos maneras de ser estafado: creer lo que no es verdad, y no creer lo que es verdad. En esta nota repasamos los cuidados a tomar para no estafarnos a nosotros mismos. 



1- Que la noción de verdad está devaluada es algo que casi nadie pueda poner hoy día en duda. A diario vemos que los medios de información mienten en forma descarada y que la posibilidad misma de refutarlos carece ya de prestigio. Por otra parte, cotidianamente asistimos al deterioro de nuestra propia confianza no solo en un supuesto triunfo de la verdad sino, incluso, en que la verdad misma pueda seguir siendo  bandera de una transformación profunda de nuestras condiciones de vida. Muchos analistas atribuyen a esta desvalorización de la verdad el motivo por el cual hayamos perdido toda utopía y, por sobre todo, la posibilidad concreta de ofrecer una resistencia firme y coherente al avasallamiento que sobrevino ante la caída del estado de bienestar a partir de los '90. 

En lugar de responsabilizar a cuestiones teóricas de los debacles prácticos como consideran por lo general los intelectuales, más coherente sin embargo sería indagar cómo determinadas condiciones prácticas nos llevaron a esta sin razón que hoy domina en el ámbito público. Abordar esta inversión del planteo habitual, por supuesto, y en lugar de atribuir nuestro estado de situación a la pérdida de valor de la verdad considere, al revés, los motivos por los cuales la verdad hoy está puesta en cuestión nos lleva, por supuesto, a revisar los fundamentos mismos a partir de los cuales la cultura produjo determinado ser social y no otro. Y si alguien se caracterizó por analizar las relaciones entre saber y poder, mucho antes que M. Foucault pusiera este asunto como materia de debate, fue S. Kierkegaard.

El señala como bastante obvio que lo que ya sabemos no necesita ser buscado. Pero señala que desde el origen mismo del filosofar se ha objetado que lo no sabido tampoco podría ser propiamente buscado ya que no tendríamos idea alguna sobre lo que desconocemos, motivo por el cual se ha concluido, aunque demasiado rápidamente, que buscar la verdad no consistiría en descubrir algo sino en redescubrir, mas bien, lo ya sabido de manera innata. Y como la condición para hallar dicha verdad habría estado en nosotros eternamente, el instante mismo en que reconociéramos algo como verdadero no sería de ninguna manera entonces algo decisivo para nadie. 

Esta fue y es la perspectiva socrática de la verdad, para la que conocer equivale así, implícitamente y en definitiva, al conocimiento de Dios.  Puede decirse que ella fue la que primó tanto tacita como explícitamente en la literatura filosófica en general, constituyendo por supuesto el fundamento de esa Estafa de la Caverna que, al menos en la línea que reconocemos canónica desde Platón y Aristóteles, hasta Kant y Hegel, representa la historia sin mas del pensamiento occidental y se traduce como ese paradigma por el cual la razón representó el instrumento redentor por excelencia.

Frente a esta perspectiva, S. Kierkegaard señala la posibilidad de una concepción de la verdad, radicalmente distinta, por la cual el discípulo no posee en cambio jamás la condición para comprender la verdad y ha de recibirla, por eso, a través del encuentro con un maestro que ya no resultaría para él entonces algo ocasional. El instante en que el discípulo de tal maestro recibe su condición para hallar la verdad ha de tener ahora una importancia decisiva, ya que a partir de él se pasa no sólo de la ignorancia al saber, sino a reconocerse él mismo en permanente polémica con el saber. Si este instante es de naturaleza decisiva, en definitiva, resulta entonces porque implica para el discípulo poder verse encadenado entonces a sí mismo, y poder actuar en función de este descubrimiento - o no - en consecuencia.

El hombre del que la filosofía quiere dar cuenta desde la antigüedad hasta Hegel era entonces uno que, por confundir las sombras que se proyectan en la caverna con la realidad, precisa advertir que ellas son meros reflejos que proyecta un fuego detrás y que todo su mundo no es más que una sombra, a su vez, de la verdadera realidad que la luz del sol supuestamente le descubrirá una vez que salga a la superficie. Pero que la verdad nos libera del error fue precisamente la estafa sobre la que se sostuvo nuestra civilización, y que quizás hoy comienza a ser difusamente experimentada como tal por una minoría ya no tan silenciosa. 

El hombre que Kierkegaard nos quiere mostrar, por lo tanto, es alguien muy parecido a ese que hoy, viviendo ya en la superficie de esa caverna metafórica, nunca alcanza a recibir ni el más mínimo calor ni rayo alguno de la luz del sol, sin embargo, porque todo le resulta en definitiva un mero decorado: experimenta firmemente que la caverna continua afuera de forma camuflada y se para en el mundo torpemente, entonces, como ante una puerta a la que empuja ciega y tercamente ignorando - o no aceptando - que se abre recién a quien resulte digno de reconocerse sin derecho hacerlo tan sólo por sí mismo.


2- El movimiento que resulta del arrepentimiento por haber permanecido preso de la soberbia ilusión de poseer uno mismo la condición para la verdad - y estar, de esta manera, alejándose continuamente de ella-, resulta apropiadamente una ‘conversión’, en primera instancia, porque cambia expresamente el sentido hacia donde, desde siempre y por lo general, el hombre se orienta. Y resulta con justicia un ‘renacimiento’, a la vez, ya que por el viene de nuevo al mundo como hombre propiamente singular, y sin deberle nada a nadie como no sea por supuesto a su maestro.

Si el discípulo ya convertido olvidara al maestro que le brindó la condición para la verdad se hundiría sin embargo otra vez en esa perspectiva por la cual la razón se adjudica a sí misma, de manera sistemática, la potestad de poseer la condición para la verdad. Por eso dice Kierkegaard que a este hombre ahora se le exige que haya de ser plenamente responsable para estar así en condiciones de poder rendirle cuentas a su maestro en todo momento. 

Que la puerta de la felicidad se abra en el instante no significa en absoluto que por ello lo haga de una vez y para siempre. Si el encuentro con la verdad no se trata de un instante ocasional es, justamente, porque esa condición ha de venirle constantemente ofrecida: no se reduce a una mera puesta en acto del hombre que el discípulo ya sería previamente sin que lo sepa, sino en el convencimiento de que sólo al cruzar la puerta, y sólo en tanto la cruce indefinidamente, resulta que se convierte en un hombre - cada vez - propiamente nuevo.

El maestro, dentro de la perspectiva socrática, resultaba una ocasión para que el discípulo se comprenda a sí mismo. A la vez, el discípulo representaba también una ocasión para que el maestro hiciera lo propio consigo mismo: esta es la razón de ser ejemplar de la mayéutica socrática, y lo que la ha convertido en desiderátum de toda buena enseñanza entre seres humanos. Pero al maestro del hombre nuevo no le hace falta nunca auto-comprenderse, en cambio, ya que movido sólo por el amor no está en relación de reciprocidad con quien ha encontrado como discípulo: dicho maestro existe desde una eternidad que, por y para el discípulo, en el orden del tiempo se convierte en instante. De manera que en este caso, por supuesto, el maestro no puede ser humano, sino que se trata propiamente de Dios.

Que a Dios lo mueva el amor significa tanto que resulta su causa eficiente como final. A diferencia entonces del Dios de Spinoza, en consecuencia, podría decirse que un Dios de amor no se define ya sólo como causa de sí mismo sino, también y sobre todo, como determinado libremente por una causa final que consiste en dirigirse al discípulo y seducirle aun cuando, para ello, deba rebajarse entonces a sus ojos. Como Dios quiere ser nuestro maestro, su preocupación consistirá según Kierkegaard en conseguir una sintonía basada necesariamente en la supuesta igualdad, y resulta importante comprender cómo puede ser ofrecida al hombre
 la condición para la verdad porque de ello pende la posibilidad de un instante decisivo.

Dios quiere enseñar a su discípulo no a amar tan sólo, sino que pueda amarlo. Y no porque lo necesite sino porque ese, simplemente, es su propósito por excelencia. Presentándose como su benefactor no lograría sino una admiración sumisa, y el amor que Dios en este caso recibiría de parte del discípulo no haría más que abatirlo porque no sería auténtico. Por eso dice Kierkegaard que Dios se reserva el dolor de saber que puede alejarlo de sí, es decir, de permitir que su discípulo en definitiva también pueda hundirse en sí mismo y finalmente abandonarlo puesto que, sin esta posibilidad real y efectiva, su amor sería irresponsable. Es por eso que Dios, como maestro amante y salvador, asume para el discípulo la novedosa figura de servidor, deseando entonces ser igual al amado en serio y en verdad.

La presentación de este Dios que se rebaja a sí mismo puede parecer, además de una paradoja, ofreciendo simplemente una apología del cristianismo. Y si bien esta es una interpretación legítima, el planteo que Kierkegaard presenta en Migajas Filosóficas muestra sin dudas un recorrido inverso: se llega al Dios cristiano con tales características a partir de la exigencia propia de la razón al chocar con la paradoja y abrirse así a lo absolutamente desconocido. Obviamente, también se podría objetar que la razón tenga necesariamente a la paradoja como fin último, pero con ello no se discutiría ya sino una determinada concepción de la existencia por la cual se intenta dar cuenta de un tipo de hombre al que no le basta con caminar derecho tras su nariz.

No para todo el mundo, obviamente, la paradoja ha de resultar la pasión del pensamiento. Descubrir algo que ni siquiera se pueda pensar no es por supuesto precisamente un lugar común para la humanidad en su conjunto. Por eso mismo, sin embargo, el intento de demostrar la existencia de Dios le parece a Kierkegaard una pérdida de tiempo. Más bien, lo que opera para él como motor de su escritura pensante consiste en dar cuenta de algo que bien podría llamarse hoy 'la función Dios’, es decir, el rol que Dios cumple en un determinado tipo de hombre que, en lugar de tomar lo falso por verdadero y al que, por lo tanto, es posible redimir ayudándolo a que se libere de sus cadenas, toma lo verdadero por falso y, justamente, no puede liberarse porque está insólitamente preso de sí mismo.

domingo, 1 de agosto de 2021

MALENTENDIDOS FECUNDOS


1- La reedición de un libro sobre B. Spinoza de G. Deleuze con la traducción argentina de D. Abadi (Spinoza y el problema de la expresión, Tinta Limón) fue excusa para un repaso de las lecturas que se están haciendo en nuestro país hoy sobre este pensador del s. 17 de insólita actualidad en los círculos intelectuales por sus derivas políticas.

 Piglia decía que al leer uno va haciendo fragmentos de acuerdo a sus intereses, puesto que la lectura es un ejercicio que también supone un nosotros con quienes la compartimos. Goethe afirmó que nadie entiende propiamente al otro porque, aún cuando nos impresione mucho la obra de alguien, eso no hace que estemos para nada seguros de que lo que pensamos sea lo que el autor efectivamente dice… Por supuesto que esto no sería un defecto, planteó y se respondió a sí mismo el primer presentador,
 D. Sztulwark, sino justo lo que hace rica una lectura,  siendo el mejor ejemplo de ello la recepción francesa de Spinoza en la década del ‘70, muy especialmente por parte de Deleuze.

La pregunta que debemos hacernos entonces sería básicamente entonces, continuó diciendo, qué pasa entre Spinoza y el mayo del 68, cuestión que puede formularse de la siguiente manera: ¿pueden preceder las singularidades libres al Estado?...Un nuevo modo de pensar lo revolucionario surge cuando, según el Spinoza de Sztulwark, advertimos que el Estado no es el elemento político fundamental y sólo expresa el modo por el cual se produce la cooperación, o la composición, es decir, el momento en que se forma lo común. El que el Estado, sin desaparecer, se convierta así en un efecto institucional de algo previo, sería la tesis spinozista que hoy articularía de esta forma muchos de los debates políticos contemporáneos.

Diego Tatián, por su parte, reflexionó cómo pensar a Spinoza desde el castellano. Siendo la lengua una forma de sentir el mundo, la traducción deja resonar la vida de los pueblos que cargan a la significación de un cierto sentido. Consideró que “el mayor lector argentino de Spinoza” fue Borges cuando traduce cogitatio como ‘tiempo sentido’, un malentendido según Tatián feliz y altamente productivo. Si bien hay cuidados que tomar, en consecuencia, señaló que también hay en una interpretación malentendidos altamente fecundos, y recordó que H. González, por ejemplo, decía que la base de muchas revoluciones son las malas lecturas.

Tatián redobló la apuesta y, contra Deleuze incluso, resaltó la necesidad de hablar de un programa de lectura de Spinoza diferente al de mayo del 68. Salirnos un poco, entonces, de la cuestión del deseo como modo de producción inmanente, tal como explora Deleuze, y leerlo en cambio desde las necesidades de la actual América Latina. Trabajar en Spinoza, entonces, para iniciar un programa de lectura diferente, donde en el centro del debate político esté la palabra ‘democracia’ como lo más permeable posible a las novedades que surjan. 


2- Toda la reflexión sobre lo que implica una traducción que, en definitiva, como decía Derrida respecto de la herencia, es siempre de alguna manera también siempre infiel, resultó para mí una ocasión inmejorable para escuchar a algunos de los mejores representantes del spinozismo vernáculo. Demás está decir que toda la apuesta actual para mí está del lado que planteó Diego Z y que Deleuze derrarrolló. Pero como yo, por mi parte, vengo releyendo a S. Kierkegaard, no pude ni quise entonces dejar de advertir mientras los escuchaba que, tal vez, el primer y mejor lector de Spinoza haya sido precisamente este autor del s. 19 que, al menos por lo que he podido hasta ahora investigar, como no sería una herencia que él mismo reconoconozca nunca explícitamente, aún no se lo ha señalado y reconocido en consecuencia como su mejor y más acabado intérprete.

Es cierto que Spinoza es monista y Kierkegaard, en cambio, un pensador indudablemente cristiano. Pero la referencia constante de Kierkegaard en toda su obra sobre la importancia de una perspectiva de la eternidad no se reduce, a mi modo de ver, a una simple inmortalidad del alma sino que alude, mas bien y sobre todo, a una apropiación kierkegaardiana absolutamente original de lo principal del pensamiento spinoziano: el tercer género del conocimiento.

La distinción que hace Spinoza entre conocimiento sensible, conocimiento racional y conocimiento intuitivo encuentran un paralelismo indudable en la distinción de los estadios estético, ético y religioso kierkeggardianos. Sin duda, lo principal sería analizar las similitudes y las diferencias que se dan en el desarrollo de la perspectiva de la eternidad que caracteriza tanto al conocimiento intuitivo en el primero como al estadio religioso en el segundo. Reduciendo al máximo la descripción spinozista, podríamos decir que su perspectiva de la eternidad consiste en superar el dualismo de una razón que sólo concibe causas separadas de su efecto, y aprender a pensar dentro de un campo de inmanencia donde en el efecto se encuentre contenida la causa. Y la cuestión es sin embargo cómo la razón claudicaría de forma semejante ante la intuición.

A mi modo de ver, la obra entera de Kierkegaard se ocupa de este problema, a saber, de las condiciones de posibilidad de esa perspectiva por la cual trascendemos esel orden del tiempo sucesivo en que se dan las causas inevitablemente separadas de su efecto, para acceder a la perspectiva en la que un efecto no se da después de la causa sino de manera simultánea. El que el Dios de Kierkegaard, al revés del de Spinoza, no sea la naturaleza sino un Dios personal resulta, obviamente, una diferencia mayúscula: pero ese resultaría justamente, para mí, el aporte kierkegaardiano por excelencia en su supuesta lectura de la Ética de Spinoza.


3- Así como Deleuze leyó desprejuiciadamente en su momento a Spinoza desde F. Nietzsche, resultaría pertinente y necesario leer hoy a Kierkegaard desde Spinoza para librarlo así, definitivamente, de las interpretaciones contemplativas y metafísicas que desde el pensamiento dualista tradicional desvirtuó el carácter revolucionario de su propuesta.

 Si mi línea interpretativa es cierta, la enorme importancia que ha cobrado últimamente Spinoza para pensar lo político tal vez no pasaría entonces tanto por pensar al Estado como un efecto, como quiere Sztulwark, ni por cómo hacer para que la democracia sea cada vez más hospitalaria, como propone Tatian, sino, como apropiadamente señaló Roque Farrán en el segundo día del evento, por modificar las prácticas que caracterizaron a la militancia y promover y profundizar hasta el cansancio, en cambio, el replanteo de nuestras formas de vincularnos con nosotros mismos y con los demás. 

El acceso a ese plano de inmanencia que es el principio rector de la Ética de Spinoza no puede alcanzarse intelectualmente sino a partir siempre de un delicado trabajo sobre los afectos por el cual, y en definitiva, el otro resulte siempre el maestro, en tanto y en cuanto el vínculo esté mediado, ya sea en versión naturaleza o personal, por Dios.


UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...