La línea del afuera es la línea oceánica. ¿Qué es el adentro? El adentro es la embarcación, la barca. ¿Pero qué es la barca? La barca es el pliegue del mar, es el pliegue del océano. Cada vez que hay un barco, el océano ha hecho un pliegue. G. Deleuze
1- G. Deleuze propuso tres abordajes a la obra de M. Foucault que, girando teóricamente alrededor del saber, del poder y de la subjetivación, respectivamente, permiten clarificar temáticas y cuestiones de diferente interés dentro de la entera esfera de problematizaciones foucaultiana. Respecto al período correspondiente al último eje, el de la subjetivación, la originalidad de la presentación que de ella hace Deleuze consiste en integrarlo por eso con los otros dos en función del surgimiento de un nuevo tipo de pensar, el filosófico, desde lo que éste tiene en común, precisamente, con el saber tanto como con el poder.
El punto de partida es siempre ese lugar fundacional que fue Grecia donde, como todos sabemos, se organizó hace dos mil quinientos años una nueva configuración cósmica y política. Allí el espacio social dejó de ser piramidal, y por lo tanto jerárquico, con lo cual surge como contrapartida un espacio de un nuevo tipo homogéneo, propiamente democrático, cuyas partes son equidistantes de un centro. El problema político que desveló a Platón fue hacer realmente efectiva esta equidistancia, para lo que propone reintroducir una jerarquía de nuevo tipo que no tuviese el objetivo de volver a un espacio piramidal sino, al contrario, garantizar con ella el espacio homogéneo de manera real y persistente.
Mientras el pensamiento mítico, así, organizaba propiamente el caos a partir de un dios soberano, el filosófico se crea, dice Foucault, a partir de la concepción de una ley de cuño inmanente por la cual la tierra, en equilibrio y en el centro de un espacio homogéneo, ya no tiene necesidad de un dios para sostenerla.
Si los griegos fueron quienes inventan la filosofía es porque aportan, para Deleuze, una nueva concepción de la fuerza como tal, entonces, que no tiene que ver ya con la mera dominación sino con la de una afirmación de la vida. El diagrama propiamente griego resulta así una relación agonística entre hombres libres, es decir: ni de guerra de todos contra todos, ni de agentes sometidos a un amo o a un dios, sino de antagonismo. Ellos fueron quienes por primera vez, por lo tanto, en este mundo de confrontación permanente advierten que el hombre capaz de gobernar a los otros es el que puede primero gobernarse a sí mismo, con lo cual desenganchan al eje de la subjetivación tanto del eje del saber como del poder.
Los griegos, básicamente, fueron quienes inventan entonces la rivalidad. Si se dice erróneamente que ellos no conocieron la subjetividad, en consecuencia, es sólo porque no se advierte que la suya es una subjetividad derivada de un determinado diagrama para el cual lo que está en primer lugar es el poder, y si ellos derivaron al gobierno de sí del gobierno de los otros fue porque habían previamente planteado el gobierno de los otros como una relación entre hombres libres.
Si los griegos fueron quienes inventan la filosofía es porque aportan, para Deleuze, una nueva concepción de la fuerza como tal, entonces, que no tiene que ver ya con la mera dominación sino con la de una afirmación de la vida. El diagrama propiamente griego resulta así una relación agonística entre hombres libres, es decir: ni de guerra de todos contra todos, ni de agentes sometidos a un amo o a un dios, sino de antagonismo. Ellos fueron quienes por primera vez, por lo tanto, en este mundo de confrontación permanente advierten que el hombre capaz de gobernar a los otros es el que puede primero gobernarse a sí mismo, con lo cual desenganchan al eje de la subjetivación tanto del eje del saber como del poder.
Los griegos, básicamente, fueron quienes inventan entonces la rivalidad. Si se dice erróneamente que ellos no conocieron la subjetividad, en consecuencia, es sólo porque no se advierte que la suya es una subjetividad derivada de un determinado diagrama para el cual lo que está en primer lugar es el poder, y si ellos derivaron al gobierno de sí del gobierno de los otros fue porque habían previamente planteado el gobierno de los otros como una relación entre hombres libres.
Para Foucault, Grecia no es tanto el espacio donde el ser se reveló por primera vez cuanto el lugar donde la subjetividad propiamente se plegó, en cambio, por primera vez. Y será esta concepción de la subjetividad como 'pliegue', en consecuencia, lo que dé carácter al tercer eje de problematizaciones foucaultianas ya que, en definitiva, la constitución de la subjetividad se concibe así como un producto en cierta manera impotente mas que como el resultado plenamente efectivo de una verdadera práctica constituyente.
No hay un adentro que no sea de un afuera para un pensamiento filosófico: es decir, no hay una mismidad enfrentada a ninguna otredad, sino que se trata de un pensar para el que siempre se parte del afuera y de la otredad. De esta manera, los diferentes modos de subjetivación resultan siempre, inevitablemente, las aventuras del afuera.
La línea del afuera está adentro nuestro porque el afuera mismo está recorrido por un movimiento que produce un adentro: la dirección a tomar en cuenta para comprenderla es siempre de lo otro a lo mismo, entonces, y nunca de lo mismo a lo otro. Más allá de las relaciones de poder y las formas de saber, o mas allá de las reglas coactivas del poder y de los códigos instituidos del saber, existe para Foucault una relación madre que es la relación con el afuera. Pero este afuera del tercer eje resulta un afuera inmediato pues no depende de ningún diagrama, de manera tal que no será en consecuencia posible entablar otra relación con el que no sea, paradójicamente, una relación sin relación.
Un afuera inmediato o directo es en sí mismo una fuerza y, como no afecta otras fuerzas ni surje afectada por otras fuerzas, la subjetividad resulta entonces una fuerza que se pliega sobre sí misma. Más lejana que todo mundo exterior, sin embargo, la relación con la línea de este afuera resulta absoluta puesto que, más afuera que todo afuera, no consiste sino algo que justamente se encuentre viajando: es el ‘se muere’, es decir, la muerte entendida como co-extensiva a la vida pues ya ha comenzado y propiamente nunca termina porque con ella no hay relación posible. Este ‘se muere’, afirma Deleuze, soy yo cuando tomo mi lugar en el cortejo del ‘se’.
La línea del afuera está adentro nuestro porque el afuera mismo está recorrido por un movimiento que produce un adentro: la dirección a tomar en cuenta para comprenderla es siempre de lo otro a lo mismo, entonces, y nunca de lo mismo a lo otro. Más allá de las relaciones de poder y las formas de saber, o mas allá de las reglas coactivas del poder y de los códigos instituidos del saber, existe para Foucault una relación madre que es la relación con el afuera. Pero este afuera del tercer eje resulta un afuera inmediato pues no depende de ningún diagrama, de manera tal que no será en consecuencia posible entablar otra relación con el que no sea, paradójicamente, una relación sin relación.
Un afuera inmediato o directo es en sí mismo una fuerza y, como no afecta otras fuerzas ni surje afectada por otras fuerzas, la subjetividad resulta entonces una fuerza que se pliega sobre sí misma. Más lejana que todo mundo exterior, sin embargo, la relación con la línea de este afuera resulta absoluta puesto que, más afuera que todo afuera, no consiste sino algo que justamente se encuentre viajando: es el ‘se muere’, es decir, la muerte entendida como co-extensiva a la vida pues ya ha comenzado y propiamente nunca termina porque con ella no hay relación posible. Este ‘se muere’, afirma Deleuze, soy yo cuando tomo mi lugar en el cortejo del ‘se’.
Cuando Heidegger dice que ‘lo que más da qué pensar es que todavía no pensamos’ reivindica, en contra de la tradición, una cierta imposibilidad ontológica del pensar que indirectamente coincide, a grandes rasgos, con la propuesta de Foucault: el afuera da qué pensar, pero el adentro de ese afuera es que todavía no pensamos. La línea del afuera se pliega e introduce así entonces lo impensado en el pensamiento: es porque lo impensado no está fuera del pensamiento que la verdad entendida como ‘develamiento’ no significa nunca para Heidegger que ella deje de estar velada. Develar, por el contrario, es develar siempre la cosa misma en tanto velada. Lo develado en el develamiento no será en consecuencia sino el propio velamiento pues, de otra forma, estaríamos en el ámbito de la simple experiencia, y por tanto de las formas de exterioridad relativas y nunca ante el afuera absoluto.
Suponer que cuando Heidegger hablaba del olvido del ser quería decir que había que volver al período griego cuando el ser era tenido en cuenta, sería confundir de manera brutal su forma de pensar. Cuando hablaba del olvido del ser él se refería a un olvido trascendental y, por lo tanto, de algo que jamás había tenido propiamente presencia: el olvido del ser es algo del orden mismo del ser. De la misma manera, concluir que cuando Foucault desarrolla los modos de subjetivación antiguos está pretendiendo un retorno acrítico a sus prácticas de sí igualmente tergiversa completamente su preocupación fundamental, a saber, esa autonomía de la relación con uno mismo que deriva si embargo de las formas de saber tanto como de las relaciones de poder.
Suponer que cuando Heidegger hablaba del olvido del ser quería decir que había que volver al período griego cuando el ser era tenido en cuenta, sería confundir de manera brutal su forma de pensar. Cuando hablaba del olvido del ser él se refería a un olvido trascendental y, por lo tanto, de algo que jamás había tenido propiamente presencia: el olvido del ser es algo del orden mismo del ser. De la misma manera, concluir que cuando Foucault desarrolla los modos de subjetivación antiguos está pretendiendo un retorno acrítico a sus prácticas de sí igualmente tergiversa completamente su preocupación fundamental, a saber, esa autonomía de la relación con uno mismo que deriva si embargo de las formas de saber tanto como de las relaciones de poder.
2- La independencia relativa del tercer eje de problematizaciones fue lo que originó ese impase famoso de varios años que, buscando evadir la exclusividad del lado del poder, llevó a Foucault a interrumpir La Historia de la Sexualidad y produjo un salto entre las cuestiones planteadas en La Voluntad de Saber y las que vinieron a continuación. Romper el círculo de la vieja dialéctica donde saber, poder y sí mismo formaban una unidad indisoluble, en definitiva, sólo resulta posible al nivel de la subjetivación, y éste será por lo tanto la propuesta que signa el último período de Foucault.
El pensamiento del afuera, sin embargo, es un texto del ’66 que corresponde al período previo a la problematización del poder y de la subjetivación donde Foucault explora la literatura como un espacio donde el lenguaje escapa al modo de ser del discurso o, lo que es lo mismo, a la dinastía de la representación, y donde la palabra se desarrolla a partir de sí misma formando una red en la que cada punto se sitúa en relación a los otros en un espacio que los contiene aunque separándolos al mismo tiempo. De esta manera el lenguaje se aleja de sí y, en este fuera de sí, descubre su propio ser revelándose como una dispersión más que como un retomo de los signos.
El ‘hablo’ funciona a contrapelo del ‘pienso’. En lugar de la certidumbre del yo, el sujeto que habla desaparece así a medida que se descubre el ser del lenguaje. O mejor, podría decirse que el ser del lenguaje no aparece sino en tanto desaparezca el sujeto. El pensamiento del afuera (es decir, no el pensamiento que toma al afuera como objeto sino, al revés, que no es ya pensamiento del pensamiento, sino palabra de la palabra) se mantiene en el umbral de toda positividad para encontrar el vacío que le sirve de lugar y en el que se esfuman sus certidumbres inmediatas.
De alguna manera se relaciona con el pensamiento que llamamos místico, aún cuando en éste de lo que se trata es de ponerse ‘fuera de sí’ para volver a encontrarse al final y por ello en definitiva ofrece una similitud con ese pensamiento reflexivo que busca devolver la experiencia del afuera a la dimensión de la interioridad. El pensamiento del afuera, en cambio, busca reconvertir el pensamiento reflexivo dirigiéndolo, no ya hacia una confirmación interior sino hacia un extremo en que necesite refutarse constantemente.
El desafío es que una vez alcanzado el límite de sí mismo no vea surgir ya la positividad que lo contradice, sino el vacío en el que va a desaparecer: un puro afuera donde las palabras se despliegan indefinidamente. Se trata entonces de sacar al discurso de sus casillas, despojándolo de lo que acaba de decir e, incluso, del poder mismo de enunciarlo. No más reflexión, sino olvido; no mas mente a la conquista laboriosa de su unidad, sino la erosión indefinida del afuera.
La experiencia pura y más desnuda del afuera resulta siempre para Foucault, pero siguiendo en todo a M. Blanchot, la atracción. No se trata de una seducción que supuestamente ejercería el afuera sino que, al revés, es en la experiencia del vacío y la indigencia como experimentamos la presencia del afuera. Ello es así porque el afuera no revela jamás su esencia, porque no puede ofrecerse como una presencia positiva sino como la ausencia que se retira y se abisma en la señal que emite para que avancemos hacia ella - aunque inútilmente.
Para poder ser atraído, el hombre debe ser negligente. No conceder por ello ninguna importancia a lo que se hace, aunque tal negligencia resulte en definitiva la otra cara del celo en dejarse atraer por la atracción - o, ya que la atracción carece de positividad, en ser en el vacío el movimiento sin fin y sin móvil de la atracción misma. Se es atraído en la misma medida en que por negligencia se nos rechaza, y por eso el celo consiste en ser negligente con la propia negligencia, avanzando hacia la luz en la negligencia de la sombra.
En el momento en que la interioridad es atraída fuera de sí, un afuera se hunde en el lugar mismo en que la interioridad tiene por costumbre hallar su repliegue: surge entonces una forma que desposee al sujeto de su identidad simple y de su derecho inmediato a decir ‘yo’. Y se siente crecer en uno mismo un desierto al fondo del cual espejea un pronombre personal sin persona: 'el compañero'.
El compañero sería, dice Foucault, la atracción en el colmo de su disimulo: se da como una presencia cercana, pero a la que es necesario mantener a distancia porque al mismo tiempo repele en tanto nos presenta el peligro de confundirnos con él. No es otro sujeto hablante, por supuesto, sino propiamente el límite con el que viene a tropezar el lenguaje y que, sin embargo, no tiene nada de positivo. No tiene nombre, es un él sin rostro y sin mirada que no puede ver más que a través del lenguaje de otro que pone a las órdenes de su propia noche.
El que dice ‘yo’, por su parte, debe continuamente acercarse a su compañero con el propósito de hallarlo y ligarse con él en un lazo suficientemente positivo como para poder ponerlo de manifiesto y desatarse. Pero la experiencia del afuera abdica de esta posibilidad misma de perderse para volverse a encontrar. El movimiento de la atracción y la retirada del compañero pone al desnudo entonces aquello que es ante todo palabra: el goteo continuo del lenguaje en un espacio neutro donde ninguna existencia puede arraigarse pues no se resuelve en el silencio.
El ‘hablo’ funciona a contrapelo del ‘pienso’. En lugar de la certidumbre del yo, el sujeto que habla desaparece así a medida que se descubre el ser del lenguaje. O mejor, podría decirse que el ser del lenguaje no aparece sino en tanto desaparezca el sujeto. El pensamiento del afuera (es decir, no el pensamiento que toma al afuera como objeto sino, al revés, que no es ya pensamiento del pensamiento, sino palabra de la palabra) se mantiene en el umbral de toda positividad para encontrar el vacío que le sirve de lugar y en el que se esfuman sus certidumbres inmediatas.
De alguna manera se relaciona con el pensamiento que llamamos místico, aún cuando en éste de lo que se trata es de ponerse ‘fuera de sí’ para volver a encontrarse al final y por ello en definitiva ofrece una similitud con ese pensamiento reflexivo que busca devolver la experiencia del afuera a la dimensión de la interioridad. El pensamiento del afuera, en cambio, busca reconvertir el pensamiento reflexivo dirigiéndolo, no ya hacia una confirmación interior sino hacia un extremo en que necesite refutarse constantemente.
El desafío es que una vez alcanzado el límite de sí mismo no vea surgir ya la positividad que lo contradice, sino el vacío en el que va a desaparecer: un puro afuera donde las palabras se despliegan indefinidamente. Se trata entonces de sacar al discurso de sus casillas, despojándolo de lo que acaba de decir e, incluso, del poder mismo de enunciarlo. No más reflexión, sino olvido; no mas mente a la conquista laboriosa de su unidad, sino la erosión indefinida del afuera.
La experiencia pura y más desnuda del afuera resulta siempre para Foucault, pero siguiendo en todo a M. Blanchot, la atracción. No se trata de una seducción que supuestamente ejercería el afuera sino que, al revés, es en la experiencia del vacío y la indigencia como experimentamos la presencia del afuera. Ello es así porque el afuera no revela jamás su esencia, porque no puede ofrecerse como una presencia positiva sino como la ausencia que se retira y se abisma en la señal que emite para que avancemos hacia ella - aunque inútilmente.
Para poder ser atraído, el hombre debe ser negligente. No conceder por ello ninguna importancia a lo que se hace, aunque tal negligencia resulte en definitiva la otra cara del celo en dejarse atraer por la atracción - o, ya que la atracción carece de positividad, en ser en el vacío el movimiento sin fin y sin móvil de la atracción misma. Se es atraído en la misma medida en que por negligencia se nos rechaza, y por eso el celo consiste en ser negligente con la propia negligencia, avanzando hacia la luz en la negligencia de la sombra.
En el momento en que la interioridad es atraída fuera de sí, un afuera se hunde en el lugar mismo en que la interioridad tiene por costumbre hallar su repliegue: surge entonces una forma que desposee al sujeto de su identidad simple y de su derecho inmediato a decir ‘yo’. Y se siente crecer en uno mismo un desierto al fondo del cual espejea un pronombre personal sin persona: 'el compañero'.
El compañero sería, dice Foucault, la atracción en el colmo de su disimulo: se da como una presencia cercana, pero a la que es necesario mantener a distancia porque al mismo tiempo repele en tanto nos presenta el peligro de confundirnos con él. No es otro sujeto hablante, por supuesto, sino propiamente el límite con el que viene a tropezar el lenguaje y que, sin embargo, no tiene nada de positivo. No tiene nombre, es un él sin rostro y sin mirada que no puede ver más que a través del lenguaje de otro que pone a las órdenes de su propia noche.
El que dice ‘yo’, por su parte, debe continuamente acercarse a su compañero con el propósito de hallarlo y ligarse con él en un lazo suficientemente positivo como para poder ponerlo de manifiesto y desatarse. Pero la experiencia del afuera abdica de esta posibilidad misma de perderse para volverse a encontrar. El movimiento de la atracción y la retirada del compañero pone al desnudo entonces aquello que es ante todo palabra: el goteo continuo del lenguaje en un espacio neutro donde ninguna existencia puede arraigarse pues no se resuelve en el silencio.