miércoles, 4 de diciembre de 2024

REBELIÓN SAGRADA

 


Si hoy la palabra 'unidad' se ha vuelto protagónica en nuestro debate político es porque el movimiento que la sustentaba está más que desorientado. Y por eso
 un compañero dirigente que ha sido insultado repetidamente en la calle expresó hace poco por escrito algo tan apropiado como sagaz: menos Nietzsche, y más Spinoza, para recomponer el movimiento. De cualquier manera, resulta preciso advertir que con Spinoza sólo no alcanza, y dar cuenta del movimiento que exige una unidad efectiva se hace claro desde la perspectiva maldita de G. Bataille. 


1- "Kaos" es sinónimo de 'desorden' y, también, el nombre de una interesante serie británica de corte shakesperiano que brinda un sentido doble de ese kaos final habilitado por Dionisio inocentemente en el panteón olímpico. Acompañar la evolución de esta misma mitológica figura en F. Nietzsche permite hoy pensar a profundidad esa rebelión radical que consiste levantarse contra el orden como tal sin mas y que funciona así como marca de agua al mismo tiempo de todo movimiento.

¿Qué tipo de unidad puede llegar a proponerse sin la compañía del movimiento?... Esa unidad conceptual de tipo aristotélica, muy seguramente, que se impone como un sello desde afuera para con ello solo lograr cerrarse a todo lo que ella no sea. Pero el ánimo para partir en cambio del movimiento mismo para convocarla, por supuesto, exige asumir el riesgo inevitable de atrevernos, entonces, no solamente a cambiar, sino incluso también y simultáneamente a dejar un poco de ser. Por eso Dionisio asume una doble cara: la de quien se embriaga, porque de ello depende el arrojo, y la de quien mantiene a sabiendas la temperancia propia de esa plena conciencia trágica por la cual moverse sin saber nunca por qué ni para qué y sin preocuparse por ello en lo más mínimo, ya que toda utilidad es justo ese sinónimo del bien y del orden que toda movilización consecuente, como tal y por definición, siempre ineluctablemente derriba.

Una recomposición del movimiento nacional y popular, por caso, es algo que va de la mano con la convicción que ponganos al sostener que la patria sea el otro. Pero aún si Spinoza resulta entonces condición necesaria para organizarla no se sigue que sea también y de manera obvia por eso su condición suficiente. Sin la influencia de Dionisio, llegaría siempre un momento donde primase en cambio la consigna de conservarse en el ser y ese 'otro' del que hablamos como patria no alcanzaría nunca a calificar así justa y apropiadamente extranjero, con lo cual el movimiento mismo, finalmente, perdería sustento hasta estancarse. 

En lugar de menos Nietzsche y más Spinoza, tal vez la cuestión se reduzca entonces a intentar siempre y de forma constante esa delicadísima sintonía entre ambos que, vez tras vez, debamos admitir se desajuste sin embargo de forma inevitable. Y el modo más directo de acercarnos a la extraña utopía acéfala que viene a resultar del encuentro cumbre de ese par de genios resulta más evidente exponiendo la singularidad de la rebeldía dionisíaca antes que desde un señalamiento de esas formas sutiles de volver a encerrarse que tiene la voluntad de poder  (ver https://lavidalcentro.blogspot.com/2021/04/la-dimension-politica-de-la-vida.html)

Dionisio representa tanto un fiel exponente de la alegría propiamente spinoziana como la vía regia de acceso a la posibilidad de una sociedad vital y descabezada: y con ello, la manera más inmediata de acercarnos finalmente a una original concepción de lo sagrado. Ambas cuestiones van por supuesto de la mano, pues el intento de pensar una sociedad dionisíaca equivale a recuperar para lo sagrado, entonces, esa dimensión política que la cultura occidental se encargó de mantener en el olvido. Pero la efervescencia social que se haga eco de esta nueva utopía requiere, por encima de todo, una consideración detallada y atenta del punto de vista dionisíaco cuando tomamos nota que la esencial rebelión que define a lo sagrado desde esta mirada acusa un insólito inconveniente: no puede hacerse efectiva hasta poner en juego, no sólo la cordura, sino la propia vida.

Siguiendo estrictamente a Nietzsche, G. Bataille señaló que es posible distinguir dos características fundamentales en Dionisio: la embriaguez, y la consideración trágica del mundo. Perder la cabeza, en definitiva, se traduce entonces a nivel tanto individual como social según el acento puesto en estas dos perspectivas. Pero lo que pueda entenderse por una y por otra necesita una definición precisa desde una perspectiva del movimiento, y resulta apropiado recordar que la consideración del propio Nietzsche sobre Dionisio sufre una modificación importante en el corto período que va desde la escritura de El origen de la tragedia (1872) hasta Humano demasiado humano (1878). Lo que entendamos o queramos significar por una visión dionisíaca del mundo oscila, a sabiendas o no, básicamente sobre una u otra interpretación. 


2- Quien se encargó de poner especialmente de relieve esta imperceptible aunque sustancial modificación fue G. Deleuze, para quien el tránsito del Nietzsche aún shopenhaueriano del ’72, al ya maduro del ’78, señala una modificación de profundas consecuencias. Nietzsche en El origen de la tragedia concebía todavía un Dionisio que simbolizaba una disolución del principio de individuación capaz de sumergirnos beatíficamente dentro de lo indiferenciado y, en Humano demasiado humano, reniega ya para siempre de esta opción metafísica aunque su concepción de Dionisio, como instancia liberadora de la existencia, siga por supuesto vigente. 

¿Qué cambió, y qué permaneció de ella?: mientras el primer Dionisio resultaba definido en relación con lo apolíneo, y la oposición sobre la que Nietzsche trabajaba era Dionisio Vs. Sócrates, en el período de madurez que le siguió lo fundamental para Nietzsche será en cambio el enfrentamiento con el cristianismo, de modo tal que su oponente deja de ser entonces Sócrates y "Dionisio Vs. El Crucificado" resultará el par en cuestión que primará, a partir de entonces, en toda su obra de madurez.

Lo que liga las concepciones temprana y madura de Dionisio no es la valorización del placer o la sensualidad, tal como una lectura ligera del asunto podría llegar a suponer. Porque la militancia de Nietzsche no es nunca por mero hedonismo sino, mas bien, a favor de una concepción trágica de la existencia que, en líneas muy generales, resulta ese decir sí a la vida que supone una afirmación del sufrimiento. Si algo relaciona al primer y segundo Dionisio nietzscheanos, en consecuencia, es la necesidad de presentar batalla a las fuerzas reactivas que operan como instrumento de los débiles por sobre los fuertes. Y, si algo al mismo tiempo los diferencia, es el ligero cambio de enfoque sobre aquello que está para Nietzsche, entonces, a la base de su rebeldía.

El Dionisio que tenía como contrincante a Sócrates se levantaba a favor de los instintos acallados por la razón. Los sufrimientos propios de la individuación resultan afirmados por Dionisio, entonces, sin la justificación ni la redención que caracterizan los procedimientos conciliadores del hombre teórico. El hombre trágico siempre afirma y, como lo que afirma es básicamente la contradicción, no intentar ya resolverla milita en última instancia contra el prejuicio de que, por el hecho de ser contradictoria, la existencia resulte culpable.

Para el Dionisio que tiene ya como enemigo principal a Cristo, la vida es radical y esencialmente justa. Declarando inocente a la vida, este segundo Dionisio reconoce de alguna manera que cuando sólo tomaba a Sócrates como contrincante
 pretendía todavía resolver la contradicción en lo indiferenciado, permaneciendo así preso él mismo aún de las fuerzas reactivas. Ahora el dolor no es ya para él algo que deba ser justificado: si la existencia no necesita ser redimida es porque desde el vamos nada la acusa, y la pregunta misma por lo que justifique el sufrimiento deja de tener así sentido alguno.

Esta embriaguez nueva del sin sentido dionisíaco es bastante diferente a la que puede resultar a partir de un hundimiento en la unidad de lo indiferenciado: es la de quien experimenta, al revés, una fuerza no separada de lo que puede, y concibe así su ser rebelándose de manera continua, por lo tanto, contra todas esas fuerzas que pretenden disociarlo de manera permanente desdoblando su voluntad. La rebeldía dionisíaca resulta propiamente activa: se ha liberado de todo resentimiento, y su concepto de justicia no se funda ya en la necesidad de reparar injusticia alguna sino en mantener viva la llama de la destrucción, al contrario, para evitar ser arrastrada por el manso deseo de la propia mera conservación.

Mientras las fuerzas reactivas sólo buscan conservarse, y fundan sus valores en todo lo que colabore a dicho fin, las fuerzas activas en cambio están en constante devenir y, haciendo del derroche su razón de ser, nada buscan y nada desean: sólo se dan. 
La rebeldía que corresponde calificar como propiamente sagrada respecto del orden, la utilidad y el cálculo expresa entonces, por supuesto, una declaración en contra de todo lo profano, pero lo propio de la interpretación dionisíaca de lo sagrado es que se propone, en consecuencia, sostener la pureza de su propia afirmación, de forma paradójica, sobre un júbilo seductor ante la propia desaparición. 

Al revés de esa rebeldía profana que se nutre de todo aquello de lo que intenta sin embargo separarse, la de Dionisio seduce rebelándose en cambio y sobre todo contra sí mismo. Es teniendo presente esta paradoja que de una rebeldía sagrada podría así decirse, acabadamente y sin mas, lo mismo que Bataille señalará respecto del erotismo: que consiste una afirmación de la vida hasta en la muerte.

lunes, 18 de noviembre de 2024

DEL PESIMISMO Y DEL OPTIMISMO


La provocadora afirmación de que la filosofía no sirve para nada quiere dar cuenta de cierta romántica prescindencia respecto del mundo material donde las cosas se miden unas a otras solamente en función de su mera utilidad. Esta supuesta independencia del pensar, sin embargo, por el sólo hecho de irrumpir en el mundo ofrece una perspectiva tal que, aún sin proponérselo de manera expresa, nos abre siempre una serie de causalidades que resultan inversas a las del sentido común. Un ejemplo de ello sería, como propone D. Singer en Nihilismo con piel de lobo (*), señalar en el neoliberalismo una forma de gobernabilidad que, antes de facilitar y legalizar la desigualdad económica, se asienta y se sostiene sobre un achatamiento de la voluntad e igualación de las personas imponiendo una economización de la vida misma.

Nihilismo con piel de lobo no es un estudio sobre Nietzsche, sino sobre nuestro tiempo. O mejor, y en todo caso, no es estrictamente un estudio más sobre Nietzsche sino una forma de presentarlo pasada sin embargo por alto y que lo enfoca como quien inicia el análisis crítico cultural. Porque todos los clichés a partir de los cuales se presenta generalmente a este pensador – enemigo del cristianismo, apólogo del nazismo, o promotor del relativismo - nos han ocultado el hecho de que él fue quien por vez primera se propone analizar lo que Occidente hizo de sí mismo y, a partir de eso, pensar en consecuencia.

Una interesante perspectiva que abre entonces el texto de Singer - y que, a pesar de haber asistido durante años a muchos de sus cursos no había debidamente advertido - es entonces este privilegio que Nietzsche otorga al análisis cultural por sobre sus novedosos conceptos sobre el hombre y la moral. Por supuesto, si uno lo piensa con un poco de atención esto es algo que cae por su propio peso, dado que es sólo un prejuicio de espíritus débiles suponer que se critica lo que no encaja con lo que arbitrariamente se ha supuesto verdadero. Y justamente el mérito de este Nihilismo consiste por eso en animarnos a jugar, al menos por el tiempo que lo soportemos, a ver nuestro presente con sus ojos.

Cubiertos con la piel de lobo, lo primero que descubrimos es que existe un Nietzsche con piel de cordero brindando un manto de legitimidad a la explotación del hombre sobre sí mismo. Y la vuelta de tuerca original del texto de Singer, respecto del clásico planteo que M. Foucault realizara al respecto, es el análisis de una subjetividad neoliberal que no tiene sólo a la razón calculadora y a la capitalización de las propias potencialidades como sus criterios específicos sino, de igual manera, al nuevo ideal de ser diferente.

De manera expresa, este ideal parece ser 
hoy a nivel motivacional más importante que el éxito. Pero el enfoque de Nihilismo con piel de lobo es que, si bien dicho ideal puede llegar a estar primero como criterio motivador, lo que permite medir la diferencia de cada uno en última instancia resulta por supuesto la validación o invalidación que reporte el mercado. Y aquí es donde se muestra entonces la importancia de una crítica nietzscheana de la cultura, dado que la distinción entre pieles de lobo o de cordero no tiene como objetivo rescatar académicamente un Nietzsche tergiversado por versiones neoliberales - como la que popularizara hace poco tiempo el hijo de Leon Rozitchner en nuestro país – sino profundizar, muy por el contrario, una caracterización política del presente.

Una crítica a la subjetividad neoliberal muy difundida, por no decir exclusiva, interpreta a su constitución como tal en función del odio. El texto de Singer nos permite al menos intuir, sin embargo, que en realidad dicho odio es más un efecto propio de la debilidad de carácter que una actitud deliberada contra los relegados por el sistema. Al revés de una caracterización política de corte indudablemente marxiana, en consecuencia, la de corte nietzscheana que somos capaces de hacer cubriéndonos por un rato con la piel del lobo nos libra así automáticamente del resentimiento nostálgico que anula cada vez más al pensamiento crítico.

No se trata por supuesto de negar así la existencia del odio, sino de ubicarlo en su justo lugar al identificarlo como una consecuencia obligada y casi secundaria de una forma de ser reactiva que no tiene, entonces, otra realidad que la que le confiere la esclavitud a la que nos somete a todos el mercado. Y una resistencia al odio habría de estar enmarcada, por lo tanto, dentro de este marco interpretativo que da esa Gran Política propuesta genialmente por Nietzsche si es que verdaderamente deseamos no quedar enmarañados en la mezquindad característica de quienes nada tienen para dar.

Como no podía ser de otra manera, una crítica nietzscheana a la cultura como la que Singer propone choca de lleno, entonces, con la forma como desde el ámbito político autodenominado progresista se enfrentó el estado de cosas neoliberal. Si se quisiera recuperar, entonces, la pregunta por la utilidad del filosofar expuesta al comienzo de esta reseña, la puesta en cuestión del progresismo en las páginas finales es donde mejor se podría apreciarse, justamente, la calidad de un enfoque que, por propia falta de prejuicios y objetivos, más allá del pesimismo y del optimismo despeja los obstáculos ante los cuales el movimiento de las cosas habitualmente se detiene y gira, torpemente, una y otra vez sobre sí mismo.


(*) Diego Singer, Nihilismo con piel de lobo, Editorial Las Cuarenta, Buenos Aires, 2024

viernes, 15 de noviembre de 2024

RESISTENCIA MILITANTE



La derecha se presenta en primera instancia como una calificación meramente política, pero en realidad responde a una forma de vida dominada por el odio. Y si bien sabemos, al menos en teoría, que sólo el amor vence al odio, asumir las implicancias profundas de una resistencia militante semejante es algo que está hoy más al día que nunca, motivo por el cual se hace imprescindible volver para ello al ya famoso planteo de M. Foucault.




1- En su Introducción a la Vida Devota, San Francisco de Asís distingue la fe verdadera respecto de la de quienes si se ajustan a sus principios no lo hacen de corazón. Y M. Foucault, siguiendo esta línea, juega entonces con la idea de que El Anti Edipo de G. Deleuze y F. Guattari puede resumirse como una suerte de "Introducción a la vida no fascista" pues, a la vez que dicha obra denuncia al falso militante, ofrece una suerte de guía a tener en cuenta para quienes aspiren a ser militantes consecuentes. Básicamente, supone demostrar que los intentos éticos poseen de manera automática carácter político siempre y cuando, por supuesto, el trabajo sobre sí apueste sinceramente por un enfoque de tipo ético y no moral.

Lo propio de una propuesta anti fascista no se reduce a denunciar las prácticas coercitivas y totalitarias sino que apunta, sobre todo, a reformular la relación entre lo público y lo privado. Metódicamente, sin embargo, resulta necesario diferenciar dos líneas de análisis: una contra las limitaciones de la política revolucionaria tradicional (el marxismo y el freudomarxismo) y otra contra una concepción moral (negativa) del trabajo sobre uno mismo. Tanto Foucault como Deleuze y Guattari alertan por ello que dentro nuestro - incluso, y muchas veces en especial, entre quienes pretendemos liberarnos de las ataduras propias de una sociedad totalitaria - vive un enano fascista. Pero, mientras para una concepción moral dicho 'enano' debía ser controlado o aislado de una supuesta verdadera identidad personal, una propuesta ético-política afirmativa llama novedosamente, en cambio, a abandonar todo autocontrol y autoaislamiento para abrir así las múltiples líneas de fuga del deseo.

Freud concedía y otorgaba a la cultura un carácter esencialmente represivo. El psicoanálisis pretendía por eso que resultaba indispensable poner un límite al 'principio del placer' para que se afirmara ese 'principio de realidad' que a la persona le permitiera socializarse. Y basándose en este contexto interpretativo, H. Marcuse realizó por ello esa famosa propuesta de una 'sociedad no represiva' que resume al freudomarxismo abogando por una liberación incondicional del placer. Pero Foucault y Deleuze vienen a poner este esquema en cuestión y prácticamente a invertirlo, ya que es esta misma 'hipótesis represiva' lo que a ellos les resulta contraproducente y por lo tanto necesario de reemplazar.

Como la represión, que resulta la característica esencial del encuadre edípico, hace del deseo la exclusiva búsqueda inconsciente e inútil de un objeto prohibido, la apuesta de una resistencia de tipo afirmativo consiste en ofrecer una individuación alternativa a partir de una concepción productiva del deseo. Y su crítica al encuadre edípico resulta así, en la práctica, la afirmación de que el principio del placer puede convivir con el de realidad cuando el deseo no resulta motorizado necesariamente a partir de un supuesto objeto a alcanzar o directamente prohibido.

Un deseo de tipo afirmativo o productivo coincidiría siempre de alguna manera con el 'principio de realidad' en tanto se orienta siempre hacia afuera y sin nada que satisfacer, sólo por su propia dinámica interna. Pero también y de manera simultanea con el 'principio del placer', resignificado ahora como alegría y acrecentamiento de la potencia. Ni Foucault ni Deleuze y Guattari pretenderían jamás, por supuesto, que en nuestra sociedad ya no reina la represión y la constitución edípica del deseo. Pero si bien la propuesta frankfurtiana de una sociedad no represiva sigue operando en un pensamiento afirmativo subterráneamente, lo que se pone hoy en cuestión es la forma como fue planteada dado que, en definitiva, es en ella donde puede verse operando en las sombras al enano fascista.


2- Cuando Deleuze y Guattari afirmaban que "la revolución se hace por deseo, no por deber. Y no se hace en nombre de otros, sino con otros" inauguraban así una forma de práctica militante que pone el foco en la imperiosa necesidad de no reproducir estrategias fascistas en nuestra propia forma de comprender la política contra el fascismo. Para ello es preciso partir de una comprensión de la política a partir del deseo que se organiza en función de un nuevo concepto de utopía cuya característica principal es que no surge de la carencia y que, al no exigir entonces satisfacción alguna, resultaría así plenamente afirmativa. Esta utopía afirmativa se nutre por eso así, simplemente, de mínimos gestos de resistencia afirmativa que fueron sintetizados generosamente por Foucault en esa famosa "Introducción a la vida no fascista" con que prologó la edición norteamericana de El Anti Edipo:

· Despoje la acción política de toda forma de paranoia unitaria y totalizante.

· Desarrolle la acción, el pensamiento y los deseos por proliferación, yuxtaposición y disyunción, antes que por subdivisión, y jerarquización piramidal.

· Libérese de las viejas categorías de lo Negativo (la ley, el límite, la castración, la falta, la laguna) que el pensamiento occidental, desde hace tanto tiempo, ha considerado sagradas en tanto formas de poder y modo de acceso a la realidad. Prefiera lo positivo y lo múltiple, la diferencia antes que la uniformidad, los flujos, antes que las unidades, los agenciamientos móviles antes que los sistemas. Considere que lo productivo no es sedentario, sino nómada.

· No imagine que es necesario ser triste para ser militante, incluso si la cosa que se combate es abominable. El lazo entre deseo y realidad es lo que posee fuerza revolucionaria (y no su huida hacia las formas de la representación).

· No utilice el pensamiento para dar a una práctica política un valor de Verdad: ni la acción política para desacreditar un pensamiento, como si éste fuera mera especulación. Utilice la práctica política como un intensificador del pensamiento, y el análisis como un multiplicador de las formas y de los dominios de intervención de la acción política.

· No exija de la política que restablezca los “derechos” del individuo tal como lo ha definido la filosofía. El individuo es producto del poder. Es necesario “des-individualizar” por medio de la multiplicación y el desplazamiento, el agenciamiento de diferentes combinaciones. El grupo no debe ser el lazo orgánico que une los individuos jerarquizados, sino un generador constante de “des-individualización”.

· No se enamore del poder.



3- Respetar a la perfección estas siete recomendaciones para una resistencia militante de M. Foucault es algo que resulta casi imposible. Pero el núcleo de la cuestión está en que nos invita a tomar noticia de que estamos como estamos debido a que una verdadera resistencia ante el actual estado de cosas exige de nosotros algo precisamente fuera de lo común. E investigar cómo dar lugar, entonces, a una motivación militante auténtica, que no se funde en el combate contra algo ajeno nuestro sino, al contrario, que nos resulte íntimamente tan conocido, se descubre al mismo tiempo como el desafío más hermoso del siglo.

Foucault y Deleuze disputaron graciosamente entre ellos sobre el uso apropiado de los conceptos a utilizar para nombrar estos gestos de resistencia militante. Foucault prefería hablar de 'placer' pues le parecía que la palabra 'deseo' evocaba algo necesariamente ligado con la necesidad de satisfacción. Deleuze, por su parte, consideraba que la palabra 'placer' connotaba una peligrosa relación con una pérdida en el objeto que remitía a una concepción romántica de la subjetividad. Lo cierto es que la intención de ambos, más allá de esta diferencia conceptual, fue pensar una modalidad de resistencia a la cultura que no reprodujera inconscientemente el mismo paradigma negador de la vida con que había sido expresado hasta ellos la propuesta contracultural.

La cuestión es que ni el placer se vinculaba para Foucault con el consumismo ni tampoco el deseo, para Deleuze, con la conquista de algo que no se tiene: para rescatar la función revolucionaria de ambos conceptos es preciso, sin embargo, aprender a conectarnos con la posibilidad de abstenernos íntimamente de la necesidad de rendirnos cuentas, y poder abstraernos entonces así tanto de la exigencia de tener que aprovechar la vida al máximo como de esa paralela ilusión peregrina de ser 'nosotros mismos', puesto que la propiedad privada más oculta en la raíz de nuestra cultura es la creencia de que somos dueños de nuestra vida.

Es sobre el fetichismo de la propia identidad como en nuestra sociedad se sostiene el fetichismo de la mercancía, y mientras la conexión entre ambas pueda ser visualizada y puesta de manifiesto estamos en el ámbito de lo que Foucault, Deleuze y Guattari intentaron ofrecernos como lo que da qué pensar a nuestra época. El concepto afirmativo de revolución que ambos sostuvieron condensa por eso dos grandes cuestiones: por un lado, la inquietud propiamente política, es decir, el modo cómo reaccionamos contra aquello que es necesario cambiar y, por el otro, el privilegio de la ética por sobre la moral deslindado lo afirmativo de lo meramente coercitivo. Obviamente, son cuestiones amalgamadas, pues desde la preferencia por lo afirmativo resultará también una modalidad política determinada, y la distancia que se tome respecto de lo negativo implicará, a su vez, una toma de posición ética.

lunes, 21 de octubre de 2024

MILITANCIA INFINITA


En la política, tanto como en la vida, hay militancias finitas y otras que son infinitas. Pero no se distinguen sin embargo por la mayor o menor extensión en lo que abarcan sino por su intensidad, pues es la prescindencia misma respecto de lo cuantitativo para beneficio de lo cualitativo  el rasgo característico de una teoría de la militancia. Y como seguir anclando nuestra práctica política o vital en la finitud sólo logra aumentar esta ansiedad y desorientación general ya experimentada por propios y ajenos, el propósito aquí es presentar al pensamiento de B. Spinoza como punta de lanza del infinito.

 

1- Cuando nos adaptamos a la sociedad en que vivimos no hacemos nada por sí mismo cuestionable, pero dicha adaptación no califica sin embargo como propiamente ética si se reduce a la naturalización sin mas de sus normas. Lo que distingue a la moral de la ética es lo que marca la diferencia, entonces, entre una mera adaptación natural a nuestro medio de ese otro camino que tentativamente podemos describir en cambio, desde Spinoza, como uno que acrecienta nuestra potencia de obrar. A grandes rasgos, es posible presentar al pensamiento de la finitud en consecuencia como aquel que se identifica con la moral a partir de una aceptación acrítica de la sociedad, mientras que el pensamiento de la infinitud, por su parte, está siempre ligado a un espíritu crítico y propiamente militante respecto de lo social desde su perspectiva ética.

Orientar nuestra práctica social en función ética está, para Spinoza, en las antípodas de lo que puede sin embargo suponerse como tal para el sentido común. Porque a diferencia de la moral, la ética propiamente dicha no se ocupa ni se preocupa en lo más mínimo por el bien o por el mal sino por lo que a cada uno, singularmente considerado, le resulta bueno o malo. Esto lleva a que nuestro obrar según una perspectiva ética muchas veces esté reñido en consecuencia con lo que está bien, lo cual genera continuas recriminaciones por parte de los representantes de esa corrección política propia del pensamiento de la finitud. Y el mismísimo Spinoza, por supuesto, lejos de ser una excepción a esta regla fue justamente debido a eso excomulgado de su comunidad religiosa. 

La herejía que había cometido Spinoza, sin embargo, claramente no resultó haberse opuesto a Dios sino a quienes, al contrario, por imaginar a Dios con las características propias de lo humano comprenden lo social según las normas propias de la finitud. El punto de vista spinoziano es 'herético', entonces, sólo respecto del tradicional paradigma finito de la razón. Y colocarnos junto con él en este mismo punto de vista supondrá atrevernos de esta manera al salto mediante el cual, tomando en cuenta a Dios, el pensamiento se descubre saliendo de sí mismo.

Si la segunda parte de la Ética de Spinoza se denomina "Del Alma" es sólo porque su tema general son los pensamientos, y la cuestión que está siempre operando como trasfondo allí es eso que hace posible reconocer filosóficamente un pensamiento de la infinitud, a saber: que amar sincera y profundamente la verdad supone entender que las cosas no son nunca en y por sí mismas, sino siempre y propiamente ‘en’ Dios. Conocer una cosa cualquiera nunca consiste para Spinoza por eso aislar, simplemente, esas notas esenciales sin las cuales no podría ser concebida, sino algo mucho más profundo ya que, como sin Dios nada puede ser ni concebirse, conocer implica una profunda actitud ética.

En sus famosas clases sobre Spinoza, G. Deleuze preguntaba, de manera obviamente retórica, por qué llamar ‘ética’ a una ontología como la de Spinoza. Y lo hacía sin duda para estimularnos entonces a tomar nota que en el ser mismo resulta indispensable hallar la traza de un camino práctico. Porque la pregunta que Deleuze se hace respecto de Spinoza cabría hacerlo aunque de otra manera, por supuesto, respecto de G. Hegel: ¿por qué llamar ‘lógica’ a una ontología, como en su caso?... Pareciera que, ya en los meros títulos de sus obras maestras, tanto Spinoza como Hegel realizan entonces una explícita declaración de principios acerca de sus respectivas concepciones del ser. La ontología ética se enfrenta a una ontología lógica, en consecuencia, y la actualidad de la propuesta spinoziana resalta con mayor claridad al calor de dicho enfrentamiento.

Cabe decir que Spinoza comprende a la ética como una militancia en tanto y en cuanto confronta, en primer lugar, con una ontología lógica que supone una actitud pasiva frente a lo establecido. Pero tan o mas importante que eso es sin embargo la especial manera como despliega su cualidad ofensiva: nunca principalmente en contra de algo, sino a favor de una manifestación que de manera expresa se activa afirmativamente, es decir: jamás a partir de una carencia que se buscaría satisfacer sino siempre expresando su propia potencia vital. Por eso es que lo más propio de una teoría de la militancia como la que hoy precisamos y en Argentina estamos formulando, junto con la oportuna novedad que ofrece ella hoy para encarar nuestra práctica política, resulta sin mas su peculiar perspectiva infinita.


 2- ¿Cuál sería el rasgo de falsedad que supone el desconocimiento de Dios, y cuál la novedad que incorpora, en cambio, una perspectiva infinita al proponerse reconocer su soberania?... Aún cuando, como es lógico, la respuesta acabada a esta pregunta exigiría copiar y pegar el entero texto de la Ética misma, salta a la vista que para Spinoza el rechazo a las normas morales no significa adscribir a un ningún relativismo, dado que quien abandona el bien y el mal como criterios para la acción, y lo reemplaza por lo que sea bueno para él, resulta alguien que justamente ha comenzado a descartarse a sí como un fin en sí mismo al comenzar el camino que lo impulsa a concebirse dentro de un entramado en y por el cual su singularidad se halla en Dios, es decir, ligada de manera necesaria con los demás y con el universo.

Al asumir el punto de vista del infinito, como bien resume Spinoza en el Apéndice a la Parte I de la Éticabásicamente y en primerísima instancia dejamos de adscribir ciegamente a esa concepción para la cual toda causa sea una causa final. Lo que pretende una militancia infinita, entonces, no es de ninguna manera rechazar toda noción de causalidad - y, por ende, a la razón sin más -, sino legitimar para la razón, al contrario y precisamente, entonces, una concepción de la causalidad diferente que no tome como modelo la forma como el hombre actúa: siempre por razón de un fin y sólo en función de un interés.

Por partir del hombre como sustancia, al pensamiento de la finitud no supone otra concepción de la causalidad que la propia del interés. Y para salir de este paradigma en la Ética se parte entonces directamente del infinito: no precisa, o no se detiene, en demostrar su existencia. Mas bien, la preocupación de Spinoza en ella consiste explícitamente - contra Descartes, y contra todo sentido común - en pensar entonces desde esa unidad a priori que no resulte de englobar cuantitativamente dentro suyo todo lo que es sino, al revés, desde esa intensidad por la cual todo adquiera en cambio su real sentido y necesidad al ser ella un efecto de sí misma.

No se trata por supuesto de una unidad que, separada de las cosas, actuaría a la manera de una causalidad final, sino una causalidad de tipo eficiente para la cual, no sólo la causa sea inmanente a su efecto sino que, a la vez, el efecto también lo sea de la causa. Sólo siendo causa de sí misma es como esta unidad infinita califica propiamente militante, entonces, puesto que es creando es como al mismo tiempo se crea a sí y, en tanto y en cuanto resulta imposible definir qué está en ella primero, o mejor, dado que lo más propio suyo sea estar siempre en acto, califica así propiamente como eterna.

Es a esta unidad infinita que Spinoza da el apropiado nombre de ‘Dios’. Pero la Ética no se pregunta específicamente cuándo o cómo es que surge la idea de infinito en nuestro entendimiento finito. Su original ‘argumento ontológico’, por el contrario, da la impresión de no operar intelectualmente como en Descartes sino, mas bien, para dar cuenta de la cuestión práctica que pretende comenzar a abordar: el ser como potencia o deseo. Porque si la existencia está contenida en la esencia de Dios no se debe para Spinoza a que sea imposible restarle a ella la perfección sino porque, siendo ella puramente actual, la existencia le resulta inherente en este caso por definición. La militancia infinita crea así el punto de vista de un torbellino dinámico que no puede escindir esencia de existencia ni causa de efecto.

Spinoza desarrolla una apuesta ética encarnada en una ontología de tipo afirmativa que bien puede resumirse como una concepción del ser equivalente sin mas al deseo. Para Espinoza, entonces, podría decirse que el ser es efectivamente deseo, pero siempre y cuando entendamos por supuesto al deseo no como aquello separado de lo que puede sino, al contrario, como una fuerza no necesitada de nada para manifestarse puesto que su propia forma desborda de y sobre sí. Es la posibilidad de sintonizar dicha frecuencia - o de aumentar mas bien nuestra potencia, como dice Spinoza en la Ética – lo que definirá, en consecuencia, la característica esencial de un ethos militante. 

 

3- Si la Filosofía en tanto tal puede ser definida, aún cuando en líneas muy generales, por supuesto, como el intento de separar a la doxa de la episteme - o, lo que viene a ser lo mismo, a la opinión de la razón-, Spinoza sigue adscripto sin duda dentro de este mismo planteo. Lo que lo hace a él original, en todo caso, es su crítica a una razón que, en última instancia, no deja de ser sino una opinión mas en tanto y en cuanto concibe irresponsable y dogmáticamente al hombre como sustancia y, por lo tanto, como alguien que no precisa técnicamente de otra cosa para existir. Ese es para Spinoza el eje filosófico del cual busca alejarse, entonces, para evitar que la sociedad misma, incluso, se convierta en esa verdadera cárcel del alma cuando, desde el paradigma de la finitud, se la presenta como si ella fuese un fin en sí.

En el orden del tiempo, lo infinito es imposible de ser pensado. Precisamos previamente abstraernos por eso de las referencias de un antes y un después para poder recién intuir – ya que no representar – lo que resulte una causa inmanente a su efecto: ésta es la pirueta ética que nos propone Spinoza, y lo más propio de una perspectiva infinita como la suya. Aunque para poder captar la profundidad de su revolucionario alcance es preciso contrastarla con esa otra pirueta del pensar, propuesta doscientos años después por Hegel, que hace de lo absoluto un resultado finito que recoge en sí todos sus momentos previos.

Para Hegel, el absoluto infinito de Spinoza era una suerte de noche a cuya falta de luz se debía que viéramos pardos todos los gatos. La supuesta luz que Hegel introdujo en el pensamiento fue el tiempo, entonces, que hace de lo absoluto una inconfesada teogonía racional mediante la cual logra finalmente aprehenderse a sí mismo como tal, en el hombre, luego de perderse primero en la naturaleza y luego en la historia. Hegel pensó así al devenir mediante la negatividad como principio al apoyarse precisamente en aquello que a Spinoza más repugnaba: la causalidad final.

Cuando Hegel dice “lo absoluto no es sustancia sino sujeto, esencialmente resultado”, no sólo resume en buena medida su propia filosofía sino que explicita con quién está dialogando: al oponerse a Spinoza y su concepción de lo absoluto sustancial, lo que contrapone fundamentalmente Hegel es la negatividad del tiempo a la afirmatividad de la eternidad. Y la influencia de Hegel es tan grande que aún hoy, casi doscientos años después, escuchamos mencionar la palabra ‘eternidad’ y en nuestra razón tácitamente hegeliana se enciende una tonta alarma.

Como para Spinoza el cuerpo es la verdadera casa del alma, él considera que la creencia tradicional en la inmortalidad del alma expresa el triunfo de la perspectiva finita de la temporalidad por sobre la infinita de la eternidad. O, mejor, de cómo la eternidad ha sido concebida, cuantitativamente, según los parámetros de la temporalidad finita. Contrariamente a la opinión general, Spinoza dice que la eternidad no consiste por eso la mera duración indefinida de algo que exista, sino la condición de posibilidad misma de una existencia necesaria. Esto es lo que diferencia un criterio extensivo de otro intensivo, que es la misma diferencia que media entre algo que deberíamos aceptar para vivir más calmadamente o, al revés, algo que por causarse a sí mismo deseamos con fervor que sea tal como es.

Obviamente, Spinoza no niega al tiempo ni a la finitud. Si así lo hiciera, quienes lo califican como un ‘místico’ estarían en su peno derecho. Todo lo contrario, la eternidad resulta para él una afirmación decidida del tiempo, aunque dicha afirmación no puede hacerse efectiva sino desde un encuadre ético por la cual las pasiones propias de lo temporal pasen, de ser obstáculos, a convertirse en medios para la integración con uno mismo, con los demás y por sobre todo con Dios. Esa militancia infinita por la que abogó Spinoza toda su vida resulta así, en definitiva, la militancia por una razón integrada mediante la cual deberíamos poder superar al fin toda disociación para así poder ingresar, juntos y con paso firme, en el camino de una nueva tierra.




miércoles, 18 de septiembre de 2024

UN PUEBLO QUE FALTA (*)

Cuando hablamos tanto del pueblo como de lo popular nos referimos a algo que hoy necesita ser prácticamente redescubierto. La representación que de ello hicimos en los diferentes momentos fundacionales del siglo pasado - Yrigoyenismo, primer Peronismo, década del setenta - ha dejado de ser ya convocante. Y apreciar cómo todo ello sobrevive aún en la más completa ausencia de señales es el desafío de un pensamiento que se atreve a dejar atrás la nostalgia sin romper por ello con el pasado, como el que Deleuze y Guattari nos legaron.





P: ¿Por qué un pueblo que falta?

R: Porque no nos falta pueblo: el pueblo está, pero precisamos hallar nuestro devenir clandestino. Estamos estancados o estratificados, como decían Deleuze y Guattari. Y para salir de esta situación no basta con denunciarla. La tarea, pensamos nosotros, pasa por desarrollar entonces aspectos creativos que siempre son, como tales, inmanentes a la situación propiamente dicha. Cuando Deleuze y Guattari se refieren a un pueblo que falta nunca hablan de un pueblo distinto al que está o que somos sino, todo lo contrario, al que creamos intempestivamente cada vez que escapamos de la imagen en la que estamos capturados. Y para ello es crucial aprender a hablar nuestra lengua provocando invariantes en esa otra lengua mayor que aplasta nuestras ganas de vivir disminuyendo nuestra potencia. 


P: Empecemos entonces, si me lo permiten, por el principio: a buena parte de los militantes nos llama la atención la importancia que ha cobrado hoy un pensador tan ligado a la cuestión estética como es Nietzsche para el pensamiento de lo político. ¿Cómo consideran Uds. esta situación y, sobre todo, a qué lo atribuyen?

R: Es que es Nietzsche quien inaugura, precisamente y sin duda alguna, una comprensión de lo político que pone en cuestión no sólo las condiciones sobre las que lo político resulta considerado sino, por sobre todo, respecto del mundo a habitar cuando hablamos de lo político por fuera de esa lengua mayoritaria. Porque: ¿qué es lo político sino un modo de habitar un mundo?... Hoy en día, creemos, la pregunta política por excelencia es por el mundo que queremos habitar.

Hay una hermosa frase de Nietzsche que justamente nos descubre un mundo cuando dice eso de que “se es artista - citamos con nuestras palabras - a condición de sentir como contenido, o como la cosa misma, aquello que los no artistas llaman ‘forma’. Porque entonces se pertenece a un mundo invertido, dado que cuando ello ocurre todo se vuelve automáticamente formal, incluso la vida misma”... Da la impresión que este ‘mundo invertido’ propio del artista a que Nietzsche se refiere nos brinda acabada cuenta no sólo de cómo lo formal se ha convertido para él en contenido sino, a la vez, de cómo el contenido ya es entonces prácticamente irrelevante, artísticamente hablando.

El asunto, sin embargo, es que no se trata sólo de vivir, sino de cómo vivir, dirían Deleuze y Guattari: y así en el arte como en la tierra. De manera tal que, también es cierto: no basta con señalar la necesidad de que la forma sea el contenido. Deleuze y Guattari se encargan de señalarlo y repetirlo: decir ‘viva lo múltiple’ no alcanza. Y para ello es preciso ver entonces también en el contenido a la forma, algo que en Nietzsche estaría implícito y que la crítica a los postulados de la lingüística por
 parte de esa famosa dupla que encontramos en Mil Mesetas se encargó de explicitar como corresponde.


P: ¿Cómo es esto del contenido en la forma?... ¿A qué se refieren?

R: Fundamentalmente, a qué lo múltiple hay que hacerlo y, siguiendo a Deleuze y Guattari, hacerlo haciéndonos, a la vez, un cuerpo sin órganos. Hacer a lo múltiple de esta manera se traduce, ni más ni menos, en una sana rebeldía contra un lenguaje que vive ordenando secretamente nuestra vida con todas las bases duales de la gramática.

La información como tal es algo mínimamente importante dentro del lenguaje: ella es sólo un canal a partir del cual poder dar órdenes a la vida. Y donde ello se muestra de forma más evidente, dicen Deleuze y Guattari - hablándonos prácticamente así a los argentinos en privado - es advirtiendo cómo se organiza el discurso de la derecha. Citamos de memoria: “… los comunicados de la policía o del gobierno se preocupan muy poco de la credibilidad o de la veracidad, pero dicen muy claro lo que ha de ser observado y retenido”

Deshacer nuestro organismo comienza ajustando cuentas entonces con un lenguaje que no se establece entre algo visto o percibido y algo dicho sino como el rumor, que va siempre de algo dicho a algo que se dice. Pero no se trata de romper por eso sin mas con el lenguaje - en eso consistiría básicamente el peligro que a toda costa es preciso evitar- sino de no permitir dejarnos gobernar ya por él. Y la receta para esta nueva rebeldía resulta, como se afirma en Mil Mesetas, poder ser extranjero en la propia lengua: y no simplemente como alguien que habla una lengua que no es la suya, sino siendo bastardos o mestizos, como dicen ellos, por purificación de la raza.

P: No me queda claro sin embargo la novedad que nos traería esta posibilidad de ajustar cuentas con el propio lenguaje en relación con la práctica militante...

R: Si la información no es lo que del lenguaje importa, y si a la derecha eso es algo que le resulta muy claro, queda en evidencia que el esfuerzo de la izquierda por contrarrestar al infinito una información por otra, que se ofrezca como más verdadera, resulta una estrategia que pareciera girar en el vacío. Citamos otra vez de memoria: “los periódicos, las noticias, proceden por redundancia, en la medida que nos dicen lo que hay que pensar, retener, esperar. El lenguaje no es ni informativo ni comunicativo – nos dicen Deleuze y Guattari - , no es comunicación de información sino algo muy distinto, transmisión de consignas”

Frases de combate como éstas nosotros las tenemos muy en cuenta dado que, de alguna manera, además de las rebeldías típicas de la derecha y de la izquierda, es preciso advertir que existe entonces otra que nada tiene que ver con ellas y se declara en cambio contra esa concepción del lenguaje que lo supone un calco de la realidad.

Para la perspectiva del lenguaje como un mapa, que es lo que define a esta nueva rebeldía, la definición del capitalismo como un sistema de explotación ya no sería suficientemente explícita. Y no porque el capitalismo no sea efectivamente para Deleuze y Guattari un sistema de explotación, sino porque la sujeción social que la explotación implica en realidad es efecto de una servidumbre maquínica que opera a nivel molecular, preindividual, preverbal y presocial.

P: Saliéndome un poco ya de estos planteos tan abstractos, que poco tienen que ver, me parece, con lo que sucede en este país a diario, la pregunta a hacerles sería, una vez más, en qué medida el abandono de la comprensión política más tradicional suponen Uds. que puede ayudarnos en este momento tan especial.

R: Precisamente, el contexto argentino actual ejemplifica a la perfección la necesidad de un devenir minoritario del pueblo. La calificación de ultraderecha se aplica hoy a quienes, con el mote de libertarios, protestaron en la época pandémica contra el privilegio del común y actualmente predican consecuentemente el del Estado mínimo. Si bien a grandes rasgos, puede distinguirse entonces con rigor conceptual una rebeldía que podría llamarse de derecha cuando se opone a la unidad y, de la vereda de enfrente, otra en contra de lo múltiple que calificaríamos - si nos lo permite - como de izquierda.

De todos modos, esta distinción de dos tipos de rebeldía que, a su vez, se fundaría en la oposición que a cada una de ellas define y constituye, es sin embargo no sólo problemática sino, incluso, en cierta forma también falsa. Es problemática porque tanto desde la izquierda como desde la derecha encontramos flagrantes contradicciones entre lo que enuncian y lo que practican. Y sería en cierta forma falsa, por otro lado, en el sentido de que los conceptos que respectivamente manejan ambas posturas de la unidad y de lo múltiple no pueden sostenerse, sin embargo, sino en mutua dependencia.

La propuesta de Deleuze y Guattari podría resumirse - con las licencias del caso, por supuesto - en mostrar que la unidad se funda entonces en lo múltiple y viceversa, dando así lugar a una distinta concepción de lo político que exige tomar la multiplicidad como algo que no existe pero que sin embargo, y por eso mismo, nos podemos proponer hacer. Es en este estricto sentido pragmático como la nueva rebeldía, precisamente, se muestra ‘nueva’ de forma expresa: no por crear algo que no exista, sin embargo, sino por sobreponerse a una comprensión literal de lo político que no nos está dando ya ningún resultado.

P: Háblennos entonces un poco más de esta nueva rebeldía que ya no sería contra lo múltiple, como para la izquierda, ni contra la unidad, como para la derecha. ¿Cuál sería, en este caso, su motor?

R: No habría en absoluto un motor o, al menos, no en el sentido habitual que imprimiese una fuerza externa a un objeto inerte. Esa es la novedad de ese cuerpo sin órganos que nos proponen Deleuze y Guattari, para el que el cuerpo vacío, el fascista y el revolucionario necesariamente conviven: no se podría hablar de tres tipos de cuerpos sin órganos salvo analíticamente. Mas bien, el cuerpo sin órganos oscila entre esos tres tipos: fascista, vacío y revolucionario debido, tal vez, siempre a la imprudencia.

Ese concepto de prudencia revolucionaria resulta central no sólo desde una perspectiva práctica sino sobre todo teórica, dado que todo intento por parte del cuerpo sin órganos de definirse en contra de lo orgánico lo contradice a sí mismo. Por eso la rebeldía contra la servidumbre maquínica es ejemplificada, por Deleuze y Guattari, a partir de la rebeldía contra el lenguaje. Porque una concepción pragmática del lenguaje como la que ellos proponen puede activarse sólo cuando incluso el yo nos resulta una consigna. Y 
 recién cuando ello se nos descubre es como inventamos, por supuesto, un pueblo que falta.

Porque un pueblo que falta no es el que nos estaría supuestamente faltando, o al que nostálgicamente imaginaríamos ser porque no nos gusta el que efectivamente somos y en el que estamos. El pueblo que falta, muy al contrario, es el que devenimos cada vez que habitamos un espacio propiamente literario y que, por lo tanto, ya no podríamos llamar técnicamente ‘nuestro’ en sentido estricto.

P: No les comprendo, disculpen que les pida entonces una precisión: ¿de qué nos serviría un pueblo al que los militantes no podríamos reconocer como propio?

R: Ahora le hacemos nosotros a Ud. una contra pregunta: ¿se puede decir con rigor que uno 'tiene' un pueblo? ¿Cuál sería el sentido de ese ‘nosotros’ que se conjugaría, contradictoriamente sin embargo, aún en primera persona?

Nosotros pensamos que no cabe decir que se 'tiene' en sentido estricto un pueblo, porque ese pueblo que supuestamente se tendría no sería sino el pueblo de los que todavía confunden al contenido, o la cosa misma, como decíamos de Nietzsche al comienzo de esta entrevista, con lo puramente formal. La lengua del pueblo que falta es siempre una lengua menor, precisamente, porque hace de lo formal el contenido mismo. A eso se refieren Deleuze y Guattari cuando, por ejemplo, afirman que habría que concebir las cosas como un asunto de percepción, y desarrollar en consecuencia una semiótica asignificante o directamente perceptiva.

El pueblo que falta jamás es entonces uno que fuera tuyo o mío. Como habríamos de poder decir del cuerpo sin órganos, o también como de la vida misma, de dicho pueblo sólo puede decirse que es por lo tanto siempre ‘un’ pueblo, puesto que en él se habla una lengua menor que ya no estaría regida sino relativamente por el significante: para esta lengua, la desterritorialización de tono negativo que caracterizaba al imperio del régimen significante se convierte en una desterritorialización absoluta bajo lo que, Deleuze y Guattari, llamaron “el agujero negro de la conciencia y la pasión”, que sería lo propio del nuevo régimen subjetivo.

En este régimen pasional o de subjetivación ya no hay entonces un centro de significancia, ya no hay relación significante-significado, y por tanto se rompe la circularidad del signo al signo que mantenía al lenguaje mordiéndose la cola.

P: Si el pueblo que falta no resulta entonces uno que pueda apreciar la obra del artista incomprendido, como se lo interpreta vulgarmente sino, todo lo contrario, eso que el lenguaje entendido como un mapa precisamente inventa, mi pregunta es: ¿cuál sería su propuesta revolucionaria?

R: En Mil Mesetas se emplea una expresión que explica cómo hacer lo múltiple de una manera que ayuda mucho a entenderlo: es la de ‘deshacer el rostro’. Tal vez esta expresión sea la que más acabadamente señala lo que está implicado en inventar un pueblo que falte.

Deshacer el rostro: nada explica mejor a la nueva rebeldía, para nosotros, que esta forma de presentarla. En primer lugar porque el rostro ejemplifica la captura en la que como pueblo estamos inocentemente presos. El racismo europeo, dicen Deleuze y Guattari, más que por exclusión ha procedido siempre por determinaciones de desviación: quienes no se ajustan al rostro europeo son personas que 'deberían' ser de tipo europeas y su crimen es no serlo.

El rostro es una política, en definitiva, porque es lo que permite a la vez el imperio del régimen significante y del yo. Y si el rostro es una política, deshacerlo es otra política que consiste en salir de la pared significante y del agujero negro de la subjetividad. ¿De qué manera?... Deleuze y Guattari señalan que no se trata de ponernos una careta como hacían los primitivos, dado que el camino de volver a semióticas presignificantes es algo que ya está clausurado, o directamente destinado al fracaso. En cambio, el programa ahora consiste conocer nuestros rostros como única forma de deshacerlos.

Mil Mesetas utiliza una metáfora muy gráfica para explicarlo. Ud. seguramente recordará al Exocet, un misil que fue utilizado por Argentina con éxito en la Guerra de Malvinas cuya peculiaridad consiste en ubicar el objetivo por sí mismo una vez que se ha disparado, motivo por el cual se los conoce a los de su tipo como ‘cabezas buscadoras’. Y esa es la forma como Deleuze y Guattari ejemplifican, precisamente, la desrostrificación: liberar nuestras cabezas buscadoras.





(*) No hay referencias que acrediten la existencia de un colectivo con dicho nombre (Nota de la Redacción)

miércoles, 28 de agosto de 2024

SEREMOS LO QUE DEBEREMOS SER





El guardián de lo posible


1 - En cualquier taller literario se nos enseña que el secreto de la escritura - si es que algo así existe - resulta del esfuerzo por sortear la tentación de querer contar algo para permitir en cambio que, aquello de lo que se trata, pueda ser vivenciado por el lector como algo que a él se le aparece: es decir, en definitiva, en dejar así que el asunto en cuestión cobre vida y se muestre realmente por sí mismo. Todos los talleres literarios a que yo concurrí se convirtieron así para mí, por eso, en verdaderos aprendizajes de una fenomenología aplicada.

Gracias a ellos, descubrí que en este difícil arte de dejar que la cosa se muestre a sí misma como método estaría, en primer lugar, la explicación de esa experiencia misteriosa que relatan siempre los escritores por la cual los personajes de pronto cobran vida y comienzan a actuar por su cuenta. Y también pienso que ésta es seguramente una buena explicación para ese miedo característico ante la hoja en blanco al que aluden reiteradamente los escritores dado que, para que en ella algo se abra, es preciso que simultáneamente uno se abra a ella.

Pero… ¿cómo abrirse a lo que previamente no se nos abre?: aquí, lo que era aparentemente sólo un método parece convertirse en algo que excede lo meramente técnico y alude, en cambio, a algo de la esfera vital de clara naturaleza aporética. Yo, en lo particular, no sufro exactamente este dilema porque no soy propiamente un ‘escritor’. Sólo escribo cuando algo me sacude, y en cierta forma me obliga a sentarme a escribir. Pero dado que, por lo general, me encuentro en situaciones a las que no puedo encontrarles un claro sentido, y no porque sean excepcionales, precisamente, sino por encontrarlas, al contrario, absolutamente rutinarias y carentes de interés, es que puedo decir, si se me permite la analogía, que conozco a la perfección el síndrome del escritor dado que me dejan, ante la vida, como ante una hoja en blanco.

Mas que con la literatura, es mediante la filosofía como realmente cubro, muchas veces, esa necesidad de transitar la falta de sentido que habitualmente caracteriza mi realidad, abriéndome así entonces ante algo que al fin siento que pide a gritos abrirse, a su vez, a partir de mi lectura de la misma: primero ofreciéndose como un largo encadenamiento de palabras en medio del cual logro desplazarme agradecido y, luego, con el desplazamiento mismo que se afirma durante mi ejercicio de escritura.

Es sobre todo gracias a este último paso que muchas veces me sorprendo a mí mismo, tal como le ocurre supongo a los novelistas con sus personajes, cómo si las ideas cobraran una insólita vida propia y un texto mío, una vez terminado, me da la impresión de haber sido redactado por alguien que supiera de lo que está hablando, cuando yo, en realidad, sólo hilé dos o tres nociones que mínimamente me llamaron la atención, dejando se juntaran como ellas mismas querían sin tomar yo otro recaudo que el de seguir, algo así, como un efecto de verdad.

Supongo que de mi propia vida tendré que hacer algo por el estilo cuando, al fin, aprenda de alguna manera a escribirme: cuando, más precisamente, dejando de querer contarme pueda pegar esa suerte de salto mortal, como quien dice, capaz de alojarme dentro de ese círculo donde las cosas se abren, exclusivamente, a quienes al mismo tiempo se abren a ellas. Creo que a esto se resume por lo tanto todo el asunto de la escritura, al mismo tiempo que el de la existencia: poder deshacerme del prejuicio que entorpece habitualmente mi ser por no saber de antemano quién es, o por creer que es otro del que soy, y ofrecerme entonces como un regalo para vivir el lujo de mostrarme a mí mismo por mí mismo, sin el obsesivo propósito de llenar ninguna hoja en blanco sino de contemplar, simplemente, cómo va escribiéndose ella sola, y por sí misma, con cada uno de mis pasos al costado.

Empiezo a intuir en ello la ocasión de ser así, justamente, eso que J. J. Saer llamaba un 'guardián de lo posible': “Todo escritor debe fundar su propia estética -los dogmas y las determinaciones previas deben ser excluidas de su visión del mundo. El escritor debe ser, según las palabras de Musil, un “hombre sin atributos”, es decir un hombre que no se llena como un espantapájaros con un puñado de certezas adquiridas o dictadas por la presión social, sino que rechaza a priori toda determinación. Esto es válido para cualquier escritor, cualquiera sea su nacionalidad. En un mundo gobernado por la planificación paranoica, el escritor debe ser el guardián de lo posible”.

2 - Quienquiera haya leído medianamente algo de la obra de Saer compartirá conmigo, me parece, que él jamás salió, si se me permite la expresión un poco irrespetuosa, de su burbuja rioparanaense. Sin embargo, y pese a ello, fue un crítico declarado de las definiciones localistas de la literatura y, de manera especial, de eso que pomposamente se llamaría ‘literatura latinoamericana’. O también, podría decirse, se trató él mismo de un ser que, asumiendo su mundanidad, puso paradójicamente en duda esa supuesta necesidad de proclamarse latino para escribir desde estas costas, prejuicio que él atribuye no precisamente a nosotros, sin embargo, sino a los europeos que califican y en consecuencia engloban a nuestros escritores como tales.

El error del prejuicio latinoamericanista, de acuerdo al planteo saeriano, consiste en suponer al latino como un ‘ahí’ determinado del ser, supuestamente impermeable e incontaminado, enfrentado a un opaco mundo sobre el que, de manera racional y anecdótica, detectaría sigilosamente los rasgos supuestamente ‘americanos’ para articularlos luego discursivamente en un texto. Y el pensar situado de M. Heidegger, con sus brillantes desarrollos de lo que implica ser en el mundo, resulta de vital importancia para clarificar este asunto dado que discute precisamente los dos preconceptos que habilitan esta confusión: tanto que el ‘ahí’ del ser pueda ser concebido de manera sustancial, es decir, cerrado en sí mismo, como que el mundo le sea algo a lo que se enfrenta y le resulte en consecuencia externo y ajeno.

De alguna manera, la cuestión de la pregunta por el sentido del ser en general es algo que podría comenzar a ayudarnos a encarar esta otra pregunta menos pretenciosa como es, quizás, la que se cuestiona por la del mundo del escritor. Y tal vez, aunque ya un poco tangencialmente, también, por la del ‘ser latinoamericano’, si es que algo así pueda darse como tal. Pero no porque la importancia de una pregunta filosófica deba estar ligada, inevitablemente, a una determinada utilidad - en este caso, el secreto de la escritura - sino porque es el propio Heidegger quien ya estableció, a manera de premisa, la necesidad de abordar la cuestión del ser elípticamente, esto es, haciendo el rodeo por los modos de ser implicados en el ‘ahí’ donde el ser se manifiesta, y no tanto como tal sino, más modestamente incluso, también como pregunta.

Si el ser tiene su determinado ‘ahí’ se debe a que no responde a un ‘qué’ sino a un ‘quién’, dice un poco crípticamente Heidegger, lo cual significa, en otras palabras, que las modalidades que lo afectan no resultan del mismo tipo que presentan las cosas. Porque las cosas poseen, básicamente, – y esto lo sabemos desde Aristóteles – dos sentidos de ser: como ‘sustancia’ (que expresa lo que la cosa es por sí misma, sin necesidad de ninguna otra distinta para ser), y como ‘atributo’ (cuyo modo de ser resulta derivado al predicarse de la sustancia, dando lugar con ello a las distintas ‘categorías’). Y como lo que Heidegger pretende, por supuesto, es justamente un pensar capaz de no categorizar, mal podríamos suponer que el ‘ahí’ determinado del ser fuese, justamente, factible de ser categorizado.

Cuando Saer nos dice, con toda la determinación propia de su formación en las sutilezas de la literatura y de su propia palabra errante, que 'el escritor debe ser, según las palabras de Musil, un ‘hombre sin atributos’', nos está alertando entonces, a su manera, del mismo error histórico de la metafísica occidental del que ya nos previene Heidegger: el ‘ahí’ del ser no es una sustancia, no se basta a sí mismo. Y no sólo porque dicho 'ahí' no sea causa de sí mismo, sino porque su modo de ser, por definición, resulta de la apertura al mundo. Sólo por eso es que Ser y Tiempo comienza por distinguir a las 'categorías' de los ‘existenciarios’ para nombrar a las respectivas modalidades del ser de las cosas, por un lado, y del ‘ahí’ del ser, por el otro, una distinción que le permitirá, a continuación, desarrollar en extenso la estructura fundamental del ‘ahí’ del ser: su ser en el mundo.

Ser y Tiempo, la obra más conocida de Heidegger, no transcribe sino este rodeo. Es cierto que una lectura quizás demasiado literal del mismo puede hacernos suponer, sin embargo, que lo que hace especial al ‘ahí’ del ser, que en cada caso somos cada uno de nosotros, consiste el vivir ya en cierta comprensión del mismo, y que la tarea filosófica vendría luego a explicitar una pregunta que late en dicho 'ahí' tácitamente. Pero, sin forzar demasiado la propia intención heideggeriana, también cabría afirmar que las cosas ocurren justo al revés: es decir, que sería en el ’ahí’ del ser, y no en la filosofía, donde su sentido aparecería ya explícitamente como pregunta ya que, como lo expresa tan enfáticamente Saer, el escritor latino, en tanto específico ahí del ser, se experimenta a sí mismo como un “guardián de lo posible”.

Tanto es así que la filosofía misma, justamente, resulta la que termina advirtiendo luego, como asombrada, que formular la pregunta por el sentido del ser no tiene otro cometido que garantizar la eficaz guardia de dicha posibilidad, impidiendo a toda costa que lo posible en sí mismo se responda y termine así por disolver la necesidad de guardar absolutamente nada. Que la pregunta por el sentido del ser se formule mejor de manera práctica, en lugar de hacerlo en la forma abstracta habitual, resulta algo sugerido por el mismo Heidegger y muy gráficamente cuando se permitió ese pequeño chiste alemán sobre la expresión ‘filosofía de la vida’, un sintagma que, según él, “dice aproximadamente lo mismo que botánica de las plantas”.

Abordar la cuestión del ser implica entonces, entre otras cosas, abandonar cuanto antes esa distinción tajante y problemática entre la práctica y la teoría, ya que del hecho de que el ‘ahí’ del ser tenga un mediano comprender del ser como tal no se sigue que lo que lo distinga sea precisamente una inclinación teórica - por lo menos no a la manera de la tradición (griega, medieval o moderna) - ya que, como piensa Saer, si “los dogmas y la determinaciones previas deben ser excluidas de su visión del mundo” es porque “el hombre no es un espantapájaros que se llena de certezas adquiridas o dictadas por la presión social”.

Escribir, podría decirse, no es entonces justamente describir. El ‘ahí’ del ser que el escritor pone de manifiesto resulta por eso, en realidad, un adverbio de lugar de un nuevo tipo pues no ocupa propiamente lugar alguno y, como tal, no hay que suponer tampoco un ser previo al mundo con el cual entraría luego en relación: si hay escritura es justo porque el específico ‘en’, que acusa el modo de darse al mundo del escritor, muy especialmente, aunque podríamos decir también que de todo latino en general, debe ser entendido entonces como un pronombre también de nuevo cuño que daría cuenta, aunque de forma un tanto paradójica, de una relación propiamente sin relación, es decir, de una tensión irresoluble y absoluta entre dos instancias que jamás podrían ser concebidas en forma aislada.


Más allá de la santidad y la traición

1 - Cuando nuestro presente amenaza saturarnos, recurrir a la historia resulta un truco infalible para transformarlo en un inesperado bálsamo. El desatino que experimentamos ante lo actual empalidece mediado por las atrocidades del pasado. Y a la arbitrariedad de lo contemporáneo otorga ese curioso aspecto de algo medianamente ordenado pues tiene el poder de conferirle cierto marco de referencia que resulta una suerte de sentido: ocurre como si, al sumirse en un espejo histórico, el sinsentido contemporáneo adquiriese un ropaje menos turbador.

Lo primero que aparece a contraluz de la historia es que aún cuando nuestro país sea pobre en cuanto a siglos de existencia, sumando apenas cuatro y tan sólo la mitad, al menos en los papeles, como independiente y soberano, igualmente resulta tan rico como cualquier otro pueblo milenario en personajes y eventos fundacionales. Mis escenas y personajes preferidos son siempre dos: San Martín en Guayaquil y Urquiza en Pavón. Creo que ellos solos alcanzan como resumen de nuestro absurdo pasado leído desde el presente y, a su vez, de la absurda belleza del presente argentino a la luz de su pasado.

Lo que hace de San Martín y de Urquiza personajes fundacionales cae por su propio peso, dado que el primero es el Libertador de América y Padre de la Patria, y el segundo quien logró la esquiva organización nacional y fue el primer Presidente constitucional. Pero lo que hace de Guayaquil y Pavón eventos fundacionales, sin embargo, no son tanto las consecuencias que de ellos derivaron sino, más bien, el carácter por un lado indeseado de las mismas como, por el otro, su respectiva indocilidad para incorporarse a una cadena lógica de causas y efectos.

La fundacionalidad de Guayaquil y Pavón no es del tipo literal como si lo fueron, por caso, el triunfo de Maipú por parte de San Martín o el reconocimiento europeo de nuestra independencia conquistado por Urquiza. Esa fundacionalidad literal en cierta forma pierde peso ante Guayaquil y Pavón, porque más que meros hechos ellos fueron, y aún lo son desde nuestro presente, eventos incomprensibles que, justo por esa ausencia de sentido efectivo, se prestan infinitamente a la interpretación y, en tanto tal, convierten en una fundacionalidad propiamente literaria el interrogante que presentan.

2 - Cualquier interpretación, aún esa que se abstiene de explicitarse, queda siempre en condición de inferioridad ante algo que la excede infinitamente pero que opera, entonces, como el verdadero motor capaz de mantener el relato siempre inacabado y, por lo tanto, así propiamente fundante. Guayaquil y Pavón resultan eventos fundacionales dentro de la historia argentina porque expresan eso cuya significación no puede agotarse con explicaciones documentadas ni tampoco calificándolos como secretos o misterios, dado intentos de este tipo evidencian la ilusión de aferrar una realidad capaz de desenmascararlos.

Las renuncias de San Martín y de Urquiza a seguir peleando a partir de Guayaquil y de Pavón, respectivamente, no convenció a sus enemigos y mucho menos a sus amigos. Tanto quienes les temían, como quienes les suplicaron que retomasen el mando y el control de las circunstancias, quedaron en ambas circunstancias atónitos. Pero el valor que ambos acontecimientos fueron tomando con los años fue, por supuesto, sustancialmente diferente: San Martín se convirtió para amigos y enemigos en el Santo de la Espada y Urquiza, en cambio, en traidor para sus amigos y en un gaucho mas del montón para sus enemigos. Ni la santidad ni la traición, sin embargo, resultaron nunca otra cosa que interpretaciones con la arrogante pretensión de encerrar su sentido sin alcanzar nunca a agotarlo.

Si queremos asir la esencia de lo literario como simplemente opuesto a lo literal, es decir, como mera y burda ficción, perdemos de vista que lo literario no es sino el síntoma, mas bien, de una curiosa rebeldía de los hechos mismos a ofrecer una significatividad unívoca o, lo que es lo mismo, a reducirse a su literalidad. Lo literario, de esta manera, más que lo opuesto a lo literal es lo que da que hablar al ser que le sirve de fundamento y que mantiene viva la palabra, precisamente, en su intento de nombrar el modo de encontrarse y la determinada comprensión del personaje en cuestión. Lo literal nos cuenta, por ejemplo, que San Martín no quiso competir con Bolivar: sea porque carecía de su soberbia, sea porque Buenos Aires le negaba apoyo para continuar la campaña, sea porque la masonería impuso su alejamiento. Pero estas u otras explicaciones sólo dan cuenta del factum brutum de los hechos, nunca de la facticidad en la que, como todo verdadero líder, San Martín se encontraba arrojado en Guayaquil.

El caso de la retirada de Urquiza en Pavón es aún más flagrante porque es una batalla que él ha ganado y porque ni siquiera se entrevista en ese momento con Mitre, su adversario. Lo literal señala, entonces, que entregó en este caso la victoria a cambio de mantener poder y fortuna en su provincia, que estaba enemistado con el actual presidente de la Confederación y que la masonería también pudo haber estado implicada. Pero nada de esto alcanza mas que a mostrar esas causas externas a las que justo ningún líder, en su carácter de tal, está dispuesto a acatar nunca ciegamente. Por supuesto, las explicaciones de los hechos brutos satisfacen al menos la necesidad que tenemos todos de no asomarnos al abismo del ser pero, aún con la mezquindad e impertinencia que usualmente las caracterizan en materia histórica, incluso así, aunque a su manera torpe y grosera, no pueden sino intentar dar cuenta de la facticidad implícita en todo acontecimiento.

3 - La mejor manera de entender la distinción entre lo literal y lo literario quizás sea partir de esa diferencia ontológica que, para Martín Heidegger, distingue lo que simplemente es del ser en tanto tal. Mas que preguntarse por el sentido del ser, como si por ‘ser’ debiera entenderse un sustantivo abstracto y, por consiguiente, su sentido residiese en algo que se ocultase detrás suyo, la intención filosófica del autor de Ser y Tiempo consiste en dar cuenta, entonces, de las sutiles diferencias que distingue lo que es, por un lado, regido siempre por la identidad como principio y, por el otro, de esa mirada propiamente ontológica para la cual dicho principio ya no rige de forma categórica puesto que le confiere a toda identidad el doble carácter de lo inaprensible: si nada puede ser cabal y objetivamente conocido es porque, para una concepción ontológica, el tiempo difumina el presente al infinito.

Más que una cavilación profunda, entonces, sobre algo brumoso que se ubicaría más allá de lo real, Ser y Tiempo resulta, al revés, una investigación de lo real desde una perspectiva más real, si se acepta la expresión, que la que habitualmente hacemos cuando alardeamos ser capaces de hallar significados precisos de tal o cual suceso. Desde una perspectiva ontológica mucho más cercana a las cosas mismas, ‘encontrarse’ no es nunca por eso el hallazgo de un supuesto punto nodal del yo sino, más modestamente, el modo como siempre nos encontramos en nuestras determinadas disposiciones afectivas. Y ‘comprender’ resulta, en consecuencia, algo siempre teñido de esta afectación natural y constitutiva del yo de la que no es preciso desprendernos sino, al contrario, reconocerla mas bien como el necesario horizonte a partir del cual los acontecimientos adoptan su propio carácter intempestivo al desprenderse de su mera secuencia mecánica.

4 - Cierto revisionismo histórico al que dio lugar ese pensamiento nacional que es hoy preciso reformular se ensañó sin piedad con Urquiza, a cuya entrega de Pavón atribuyó no sólo la figura de una traición sino la derrota de esa supuesta Argentina Potencia que podríamos haber sido y no fuimos, abriendo las puertas luego a nuestra República Liberal. A San Martín, en cambio, la historiografía llegó sin embargo a endiosarlo por su desprendimiento en Guayaquil y, sobre todo, por su desprecio a participar luego en nuestras guerras civiles. Pero más allá de las opuestas valoraciones de sus respectivas renuncias, lo concreto es que Argentina hoy es fruto y amalgama de esa santa traición y traicionera santidad, y ello no sólo por sus consecuencias efectivas sino porque articulan, con su relato, nuestra identidad como Nación.

Desde un punto de vista literario, es sin duda factible reconocer la misma abnegación desinteresada de parte de Urquiza hacia la altanería mitristra para lograr la unión nacional que la de San Martín para con la soberbia bolivariana para lograr la victoria definitiva ante la madre patria. Y, a la inversa, en la negación de San Martín a tomar partido en las luchas fratricidas es absolutamente posible ver la misma traición de Urquiza hacia la causa federal. Pero lo que tiene de interesante una perspectiva literaria es abrirnos a entender que las valoraciones, y no los hechos, son de últimas meras ficciones, liberando así tanto a los hechos como a sus protagonistas de una visión estereotipada que impide, tanto al pasado como al presente, poner en relieve su propia, pura y esencial posibilidad.

A los argentinos se nos dice - y nosotros lamentablemente repetimos muchas veces a coro - que carecemos de proyecto. Pero la cuestión no es tanto imaginar a tontas y a locas un proyecto determinado, sino dar con la estructura misma por ello de lo que un proyecto consiste. ¿Acaso podemos suponer que la forma como San Martín emprendió la liberación del continente, y luego Urquiza la pacificación del país, resultan simples planes que tuvieran en mente y los empujaran a realizarlos, como si ellos fuesen títeres de sí mismos, contra viento y marea?... ¿No es más coherente imaginarlos, al revés, como seres excepcionales que fueron, animados en cambio por multitud de pasiones internas en pugna que fueron, mas bien, las que dieron a luz sus planes como uno más de sus otros tantos aspectos de sus agitadas vidas personales?

5 - M. Heidegger nos permite otra vez percibir, con su fina perspectiva ontológica, esta literaturalidad implícita en todo acontecimiento a partir de su concepción del poder-ser que define toda existencia. Sobre todo viene al caso recurrir a este pensador porque, para explicarla, acude justo y precisamente a una máxima sanmartiniana que para todo argentino resulta algo así como la inscripción que corona la entrada a nuestro vernáculo oráculo de Delfos: “serás lo que debas ser, sino no serás nada”. Heidegger dice que dicha máxima - que San Martín ha de haber glosado seguramente de Píndaro - sólo puede ser entendida partiendo de que esa posibilidad que define a la existencia no es una que responda a un orden lógico abstracto: ser-posible no significa un poder-ser libremente flotante sino, al contrario, esencialmente determinado por las posibilidades propias del modo de encontrarnos en cada caso.

Al sabernos arrojados a determinadas posibilidades cada cual adquiere responsabilidad de su propio ser, y es recién cuando el 'comprender' resulta el modo de tal poder-ser como se toma debida nota, responsablemente, de poder extraviarnos desatendiendo nuestro modo de encontrarnos. La estructura del proyecto no tiene por eso nada en común para Heidegger con un plan determinado sino que expresaría, al contrario, su condición de posibilidad. Cuando tematizamos lo proyectado, dice Heidegger, y le damos un contenido, se quita al proyecto precisamente su carácter rebajándolo al nivel de lo todavía no actual o de lo no necesario, reduciéndolo a algo ‘meramente’ posible en lugar de apreciarlo como el modo a partir del cual nos abrimos al mundo y el mundo simultáneamente se nos abre.

Es sólo porque el proyecto como tal tiene la posibilidad de ser lo que llega a ser y, al mismo tiempo, de no llegar a ser, como captamos su esencial posibilidad y podemos decir finalmente, con absoluto rigor, que 'seremos lo que deberemos ser o no seremos nada'. No porque tengamos un destino prefijado, sino justo al revés: porque recién entonces estaremos en sintonía con nuestro poder-ser. Claro que tal vez la expresión máxima de todo poder-ser consista entonces en poder decir ‘no’ a nuestro modo de encontrarnos y, cuando la circunstancia lo pide, hacer lo necesario para que una causa más grande que la de la propia identidad se abra silenciosamente camino más allá de la santidad y la traición.

sábado, 10 de agosto de 2024

DESNUDAR AL PATRIARCADO




1- La importancia de comprender a lo político desde la potencia se hace carne cuando, en lugar de afrontar las balas que llegan del otro lado de la grieta, nos disparamos en nuestros propios pies. Es por eso que resulta imprescindible ligar la cuestión de género con la propuesta de una comunidad militante.

Muchos varones nos solidarizamos con tantas mujeres que hoy buscan y militan su empoderamiento, pero dicha solidaridad podría y sin duda debería estar acompañada de un criterio propiamente viril que, a la hora de ponernos en la piel de nuestras compañeras, muchos varones parecemos resignar. Por este motivo, muy probablemente, hoy tenemos que aceptar que la derecha machista se nos ría en la cara, y alegue el completo fracaso de las políticas de género ante sonados casos de fetichización, violación, abuso y violencia que se dieron a conocer en los últimos meses por parte de algunos referentes nuestros de peso como M. Insaurralde, F. Spinoza, P. Brieger y la frutillita del postre: A. Fernandez.

¿Qué significa hoy desnudar al patriarcado?... El discurso instalado en la corrección política alega, por lo general, que es preciso reaccionar contra una civilización basada en la dominación ejercida por el varón, pero cada vez que ocurre un caso de violación moral, psicológica o física hacia una mujer es posible descubrir en el ejercicio mismo de ese uso unidireccional de la fuerza que ella está sostenida por una extrema dependencia psicológica y debilidad de carácter. La pregunta que resulta necesario plantear es por eso hasta qué punto no sigue siendo propiamente patriarcal una protesta frontal en contra del patriarcado.

Es muy común pensar y discutir hoy una nueva masculinidad a partir de la asunción de un papel protector por parte del varón, pretendiendo superar al viejo modelo patriarcal con un simple lavado de cara que no llega al fondo de la cuestión porque dicho rol, aplicado al varón, resulta a la larga tan patriarcal como el patriarcado mismo. Un rol protector, en todo caso, deberíamos considerarlo en cambio como eminentemente femenino, pues lo que una mujer militante esperaría de un varón no es nunca contención sino, al contrario, su estímulo para salir del hogar, de lo conocido y la rutina. En definitiva, una invitación al riesgo.

Ante situaciones de cualquier tipo de distrato por parte del varón hacia la mujer, la cuestión no se resume en "ponerse de parte siempre de la víctima”. No es por eso que a los militantes nos convoca la cuestión de género. La militancia no es un juzgado en lo contencioso y administrativo, y mucho menos una organización de caridad. Antes que enredarse en una cuestión de valores, lo que una teoría de la militancia propone es en cambio salirse de la oposición binaria de víctimas y victimarios, que a nada conduce, y pasar a la ofensiva sin basarnos para ello en lo que estaría bien o mal.


2- Una mujer ha venido a poner un poco de orden, sin embargo, en esta verdadera revolución a la que asistimos activa o pasivamente en nuestros días. Se trata por supuesto de Rita Segato, cuyos postulados se pueden resumir en tres puntos:

i) la expresión "violencia sexual" confunde, pues aun cuando la agresión se ejecute por medios sexuales, la finalidad de la misma no es del orden de lo sexual, propiamente dicho, sino del orden del poder;
ii) no se trata de agresiones originadas en la pulsión libidinal traducida en deseo de satisfacción sexual, sino que la libido se orienta al poder y a un mandato de pares o cofrades masculinos que exige una prueba de pertenencia al grupo;
iii) lo que refrenda la pertenencia al grupo es un tributo que, mediante exacción, fluye de la posición femenina a la masculina, construyéndola como resultado de ese proceso.

Rita Segato hace un giro dentro del feminismo sumamente interesante sobre todo para nosotros, los varones: en lugar de acusarnos nos desnuda, pues en vez de denunciar la dominación que estaría operando como fundamento del patriarcado pone de manifiesto nuestro miedo. Porque la violencia explícita o encubierta hacia la mujer, según señala de manera expresa Rita Segato, no proviene de nuestro deseo sexual o de poder hacia ellas, sino paradójicamente hacia nuestros cófrades.

Es la cofradía masculina la que precisa y exige el desprecio a lo femenino como santo y seña, motivo por el cual el desprecio hacia lo femenino no sólo resultaría supuestamente valioso para la identidad individual sino, sobre todo, social: ser reconocido dentro del círculo de hombres resulta el verdadero valor patriarcal. Y lo que se desprende de estas tesis, que prácticamente cae por su propio peso, es que el mandato masculino es así, consciente o inconscientemente, homosexual.

Sin hacer de ello un disvalor, creo que ligar al patriarcado con los orígenes de la cultura occidental en Grecia y Roma desde esta perspectiva homoerótica clarifica en gran medida la transvaloración femenina felizmente hoy en auge. Pero los varones todavía nos refugiamos en el rencor contra quienes nos critican o, al revés, acompañamos pasivamente el reclamo de las mujeres sin el empeño necesario para traducirlo virilmente. ¿Cómo salir de este dilema, entonces, y empezar a participar activamente desde nuestra perspectiva en este momento histórico?

La cuestión fundamental que está hoy en juego, sin embargo, mucho antes que el de una nueva identidad masculina, es el concepto de comunidad. O mejor, el desafío que tenemos hoy los varones militantes resulta comprender que una identidad masculina sólo será nueva cuando sepamos qué riesgo tomamos al romper con esta sociedad entendida como comunidad de varones libres y nos animamos a pensar y a vivenciar qué entendemos como 'lo común' por fuera o más allá de cualquier frontera. Porque la cuestión puede resumirse entonces en la siguiente pregunta: ¿cómo pensar lo común afirmativamente, no sólo sin oposición al otro sino, incluso, en la apertura al otro?

Más que buscar un nuevo mandato masculino capaz de reemplazar al de la cofradía masculina, los varones deberíamos intentar romper hoy directamente entonces para ello con toda idea de mandato, pues a partir de este posicionamiento al que ahora nos obligan en buena hora las mujeres empoderadas de lo que se trataría es, en cambio, poder vivir sin refugios colectivos de ninguna naturaleza: o, más bien, de lograr sin embargo construirlos, desde la nada, inútil y permanentemente.

UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...