“La metafísica, la relación con la exterioridad, es decir, con la superioridad, indica que la relación entre lo finito y lo infinito no consiste, para lo finito, en absorberse en lo que le hace frente, sino en seguir siendo su propio ser, en mantenerse aquí, en actuar en este mundo". E. Levinas
1- En Biodanza no se aprende a danzar. Es la vida quien danza, y de lo que se trata por consiguiente es de conectarse con la vida. No danzamos con la vida ni ella danza con uno: propiamente, danzamos mas bien la vida. Y si en Biodanza no se aprende sólo a danzar, en definitiva, es porque básicamente de lo que se trata es de combatir de manera más o menos consciente la desvalorización que hicimos de la vida misma cuando, como civilización, comenzamos a considerar otro plano del cual sería ella un mero reflejo.
La filosofía instó tradicionalmente a buscar lo permanente y renegar de lo mudable, y la moral – tanto la clásica como la burguesa – replicó obedientemente este punto de vista negando importancia a todo lo que tuviese que ver con el cuerpo y la sensualidad. Nuestra época asiste a una lenta pero segura transvaloración, sin embargo, y dicha negación de lo mudable junto con su correlato, la moral, han dejado de tener masiva vigencia. Eso es justo lo que, desde Nietzsche, conocemos como la muerte de Dios.
Sí, todo esto empezó con Nietzsche. Los valores, denunció él, habían estado al servicio sólo de la conservación de la vida y no de su aumento. Y no se puede entender la Biodanza sino como heredera dilecta de la voluntad de poderío nietzscheana, es decir, de la necesidad de apostar al crecimiento y la potencia de la vida. Vivir una época, como la nuestra, en la que podemos comenzar discutir abiertamente cómo hacer efectiva la tan proclamada muerte de Dios, resulta un privilegio. Pero la crisis actual de valores es justamente por eso más aguda que nunca: y en lugar de comprender el aumento de potencia como el coraje para abandonar la seguridad de la mera conservación de la vida, el supuesto aumento de potencia que hoy nuestra sociedad premia, en cambio, es el mero atropello de los individuos entre sí, libres ya de tener que fingir solidaridad alguna.
Danzar la vida encuentra hoy un nuevo obstáculo a vencer que resulta entonces definitivo: la dificultad que supone poner la vida en el centro consiste en dejar de considerarnos sinceramente como los actores principales del reparto. Porque es algo fácil de constatar que la famosa muerte de Dios, ya definitivamente instaurada, no nos ha conectado con la vida necesariamente sino con sus espejitos de colores, y lo que necesita nuestra época es por eso un concepto de trascendencia anclado ahora en la vida.
2- Danzar la vida es errar. Y errar significa vagabundear libremente, por un lado, tanto como estar completamente en el error. A veces damos más importancia al primer sentido, por el cual ‘errar’ nombra el modo de ser de quien valientemente vaga sin rumbo sólo para alejarse de la comodidad y la seguridad. Otras - como casi todos los días – nombra para nosotros, apenas, tan solo el modo por el que nuestro reclamo de comodidad y seguridad nos muestra que hemos vuelto otra vez a flaquear y estamos habitando nuevamente el error.
Es que la ‘errancia’ tiene, como concepto, esa inquietante ambigüedad por la que bien puede ser utilizada para nombrar el coraje como la propia falta de coraje. Aunque incluso, quizás, dicha ambigüedad sea también la de la propia palabra 'coraje'. Porque después de habernos animado tantas veces a dejar atrás lo que nos brinda seguridad y comodidad ya sabemos que la alegría inicial pronto se desvanece y, más tarde o más temprano, queda otra vez uno mismo sólo con su miseria.
Ese es seguramente el momento crítico para cualquiera que desee comprometerse a danzar la vida, esto es, el momento en que puede estancarse días, meses, y hasta años en el mismo sitio o, al revés, pegar ese ágil giro de timón capaz de aceptar que la parte más difícil de su vagabundear consista saber que, necesaria repetidamente, va a volver a caer en el error. Porque danzar no tiene que ver tanto con rechazar de pronto mas comodidad y seguridad, sino con aprender mas bien a movernos afirmativamente: sin negar lo que tenemos, sin salir tampoco a conquistar lo que no tenemos, pero ejercitando pasos que no tienen como objetivo nada más que impedir que nuestra razón venza y crea así que su criterio – la cobardía - es el único disponible.
Abandonar la comodidad y seguridad no es renegar simplemente de todo deseo, sino aprender a reconocer en uno mismo, al contrario, eso que Levinas llama ‘trascendencia’ y que se vivencia como una vocación por lo absolutamente otro, una vocación que, para él y para todos los que ansiamos poner la vida al centro, resulta connatural a todo ser humano. Contra todas las concepciones religiosas organizadas, entonces, que se proponen tradicionalmente como una respuesta a la supuesta añoranza de una unidad originaria, resulta preciso concebir y proponer en cambio un deseo propiamente 'metafísico’ que no se nutre de carencia alguna y consista, simplemente, en partir… y perderse:
"El deseo metafísico no aspira al retorno, - dice en Totalidad e Infinito Levinas - puesto que es deseo de un país en el que no nacimos. De un país completamente extraño, que no ha sido nuestra patria y al que no iremos nunca. El deseo metafísico no reposa en ningún parentesco previo. Deseo que no se podría satisfacer… El deseo metafísico tiene otra intención: desea el más allá de todo lo que puede simplemente colmarlo. Es como la bondad: lo Deseado no lo calma, lo profundiza".
3- En biodanza no aprendemos a danzar: aprendemos a desear. Porque al danzar la vida nos movemos entre esas dos modalidades extremas que nos instan tanto a apartarnos de las cosas mundanas – la contemplación mística - como a considerarlas un fin en sí mismo – la sociedad consumista. Y si bien puede resultar paradójico señalar que uno necesite aprender a desear, al relacionarnos con eso que deseamos es indudable que experimentamos sin embargo siempre la violencia característica de algo que debiéramos arrebatar porque, en definitiva, sentimos como si no nos perteneciera por derecho.
Al revés de los método terapéuticos tradicionales, Biodanza no trabaja entonces con nuestros conflictos sino con nuestras ganas de gozar. Todos tenemos derecho a ser verdaderamente felices, pero en la inmensa mayoría de los casos ese derecho parece estar bloqueado porque no estamos educados sino para el esfuerzo, la acumulación para el futuro y el correlativo fortalecimiento de las defensas de nuestra zona de confort. De alguna manera, por eso, aprender a desear representa salir de nuestra zona de confort. Y ello comprende tanto poder ver plenamente deseable todo aquello que nos rodea como hallar, en este mismo descubrimiento, el modo de alcanzar esas metas que íntimamente tenemos como requisito para nuestra realización personal.
Como ante los miedos, ante el deseo también hay un desafío. Pero no uno que represente vencer eso que sistemáticamente aparece como excusa para encerrarnos, sino el de sentirnos con derecho a ser como somos y a ocupar el lugar que ocupamos. Conectarnos con nuestro deseo no exige entonces ni enfrentar ni vencer nada. El deseo no se enfrenta, no se vence, ni tan siquiera se conquista. El deseo se desea, y la felicidad resulta simplemente de ello: de poder desear. Porque, como dice Levinas,
“Vivir es gozar de la vida. Desesperar de la vida sólo tiene sentido porque la vida es, originalmente, felicidad. El sufrimiento es una extinción de la felicidad, y no es exacto decir que la felicidad es una ausencia de sufrimiento. La felicidad no está hecha de una ausencia de necesidades cuya tiranía y carácter impuesto se denuncian, sino de la satisfacción de todas las necesidades. La privación de la necesidad no es una privación cualquiera, sino la privación en un ser que conoce la excedencia de la felicidad, la privación en un ser satisfecho. La felicidad es realización: está en un alma satisfecha y no en un alma que ha extirpado sus necesidades, un alma castrada”
(*) Artículo aparecido en Revista Argentina de Biodanza N' 4, primavera de 2014