El temor a elegir resulta, básicamente, el temor a ser diferente. El otro no amenaza sólo por extraño, sino por tentar nuestra estructural inclinación a agradarle y a ser como él quisiera que seamos. De modo tal que nuestro temor a diferenciarnos, por lo tanto, consiste el verdadero desafío de nuestra identidad paradójica, a saber: una que supone necesitar definirse negando lo que no es sólo porque, secretamente, ansía negarse a sí misma como tal para eludir así esa responsabilidad de vivir que puede resumirse en las siguientes tres preguntas: 1) ¿hago lo que quiero o lo que debo?, 2) ¿qué puede ocurrir si hago lo que quiero? y 3) ¿por qué temo hacer lo que quiero?
1- ¿Hago lo que quiero, o lo que debo?
Para escuchar lo que en esta pregunta se pregunta tengo que estar dispuesto, primero, a reconocer que no habito en el reino del placer; después, que si no habito en ese reino es porque ando por la vida siempre fingiendo que no me importa y, por último, que si finjo es por suponer erróneamente que vivenciarme vacío, incompleto y deseante sería mil veces peor que este cotidiano y ya natural fingirme pleno.
La pregunta de si hago lo que debo o lo que quiero resulta doblemente inquietante, sin embargo, cuando advierto que ‘responderla’ consiste, simplemente, en convertirla en una especie de mantra para despertar mi deseo. Porque, al proponerme inocentemente hacer lo que quiero, me enfrento al siguiente dilema: “¿sé qué es lo que quiero?”
La pregunta por mi propio deseo literalmente me paraliza. Porque ¿cómo puede saber qué realmente quiere alguien, como uno, tan bien entrenado en mentir?... La única alternativa verdadera que encuentro consiste en desear, cuando menos, conectarme con el deseo. Eso sí es algo que puedo y quiero.
Aquí es cuando siento que doy entonces finalmente una vuelta de hoja y comienzo a responsabilizarme en sentido espiritual: cuando puedo escuchar lo que en la pregunta de si hago lo que quiero se pregunta y, en consecuencia, soy capaz de plantearme si seguir ocultando mi propio vacío o hacer de mi entero vivir una forma de iluminarlo.
2- ¿Qué puede ocurrir si hago lo que quiero?
La cuestión espiritual se nos descubre política cuando la consideramos desde el deseo. No tanto porque proponiéndome aprender a desear me convierta en un outsider en la sociedad: ésta es sólo una concepción romántica de lo espiritual que no da cuenta del conflicto real de la responsabilidad de vivir. Sino porque, al revés, aprender a desear no resulta en la práctica otra cosa que separarnos en forma deliberada del deseo meramente concebido como persecución interminable de sustitutos al propio vacío.
“ ‘Éxito’, carrera, reputación, dinero y la acumulación de bienes materiales - como señala M. Berman - son las formas más claras de satisfacción secundaria, aunque hay muchas otras igualmente inanes e igualmente "sagradas": deportes-espectáculo, patriotismo y guerra, religión organizada e incluso muchas de las actividades artísticas o creativas. Como ya hemos notado, nada de esto surte efecto finalmente porque fracasa en penetrar a fondo el estrato somático primario. Pero dado que ese estrato ha sido largamente abandonado, nuestra actitud secreta es: ¿qué más hay? Y nuestra derrota se refleja en nuestros cuerpos: o nos "apuntalamos", por así decirlo, o nos aplastamos en una postura de colapso; y esto tiene un efecto profundo en la naturaleza de la cultura que creamos. Por consiguiente, es un problema de civilización, no tan sólo un problema personal o individual, aunque éstas sean dos caras del mismo sello. Como señalaba Wilhelm Reich, el siquiatra austriaco, la caracterología y la cultura van de la mano. Lo que aparece en el cuerpo del infante está creado por la cultura ambiente y a su vez crea (reproduce) esa cultura”
3- ¿Por qué temo hacer lo que quiero?
Sé que ello ocurre ahora sin embargo desde un lugar que, por proponerse de naturaleza diferente, reacciona contra el statu quo. Pero no pretendo ya cambiarlo, sino apenas burlarlo y no dejarme atrapar por él. Porque la paradoja que contiene proponerme hacer lo que quiero y no lo que debo resulta entonces que la diferencia entre lo que debo y lo que quiero amenaza muchas veces borrarse, y el carácter revolucionario del deseo se me desdibuja justo cuando más necesito afianzarlo.
El temor a hacer lo que quiero no es al juicio de los demás, sino al mío propio. A tener que reconocer que nada hay de falso en los demás que no vea a la vez en mí, y que mi única excusa para apartarme socialmente fue mi miedo a vivir.
Una vez anclado ya en el deseo de querer hacer lo que quiero surge el verdadero desafío de la existencia en todo su esplendor, ya que los efectos que produzca en mi entorno pueden no serme del todo gratos. La cuestión es entonces, a partir de ese momento, la siguiente: ¿estoy dispuesto a asumir el triple riesgo de reconocer mi propio vacío, buscar a tientas mi deseo y, convivir, a la vez, con los otros armónicamente?
Una vez planteadas dichas dificultades parecen demasiadas todas juntas, pero en definitiva son una y la misma y es importante advertirlo así. Ya que haber estado haciendo siempre lo que debo, y por lo tanto postergando lo que quiero, no tiene como fundamento sino una forma de socialización falsa.
La cuestión espiritual se nos descubre política cuando la consideramos desde el deseo. No tanto porque proponiéndome aprender a desear me convierta en un outsider en la sociedad: ésta es sólo una concepción romántica de lo espiritual que no da cuenta del conflicto real de la responsabilidad de vivir. Sino porque, al revés, aprender a desear no resulta en la práctica otra cosa que separarnos en forma deliberada del deseo meramente concebido como persecución interminable de sustitutos al propio vacío.
“ ‘Éxito’, carrera, reputación, dinero y la acumulación de bienes materiales - como señala M. Berman - son las formas más claras de satisfacción secundaria, aunque hay muchas otras igualmente inanes e igualmente "sagradas": deportes-espectáculo, patriotismo y guerra, religión organizada e incluso muchas de las actividades artísticas o creativas. Como ya hemos notado, nada de esto surte efecto finalmente porque fracasa en penetrar a fondo el estrato somático primario. Pero dado que ese estrato ha sido largamente abandonado, nuestra actitud secreta es: ¿qué más hay? Y nuestra derrota se refleja en nuestros cuerpos: o nos "apuntalamos", por así decirlo, o nos aplastamos en una postura de colapso; y esto tiene un efecto profundo en la naturaleza de la cultura que creamos. Por consiguiente, es un problema de civilización, no tan sólo un problema personal o individual, aunque éstas sean dos caras del mismo sello. Como señalaba Wilhelm Reich, el siquiatra austriaco, la caracterología y la cultura van de la mano. Lo que aparece en el cuerpo del infante está creado por la cultura ambiente y a su vez crea (reproduce) esa cultura”
3- ¿Por qué temo hacer lo que quiero?
Mi natural rechazo a las convenciones, gustos y opiniones de la mayoría me fue acostumbrando a la soledad, y mi temor recurrente es encontrarme hoy domesticado por el mero hecho de verme queriendo asumir responsabilidades sociales antes simplemente evadidas.
Sé que ello ocurre ahora sin embargo desde un lugar que, por proponerse de naturaleza diferente, reacciona contra el statu quo. Pero no pretendo ya cambiarlo, sino apenas burlarlo y no dejarme atrapar por él. Porque la paradoja que contiene proponerme hacer lo que quiero y no lo que debo resulta entonces que la diferencia entre lo que debo y lo que quiero amenaza muchas veces borrarse, y el carácter revolucionario del deseo se me desdibuja justo cuando más necesito afianzarlo.
El temor a hacer lo que quiero no es al juicio de los demás, sino al mío propio. A tener que reconocer que nada hay de falso en los demás que no vea a la vez en mí, y que mi única excusa para apartarme socialmente fue mi miedo a vivir.