domingo, 3 de junio de 2018

ESTÉTICA ANTROPOLÓGICA





1- Poética del encuentro humano

A Rolando le gustaba citar esa frase de Heidegger sobre el hombre como un poema sin terminar: "Llegamos demasiado tarde para los Dioses y demasiado temprano para el Ser. El hombre es un poema inacabado". El pensaba que la humanidad debía recibir por eso una educación que actuara como sistema de resonancia de su parte iluminada, desarrollando y estimulando su percepción afectiva: la llave maestra de una nueva civilización, nos decía entonces Rolando, sería aquella capaz de observar y recuperar ese encuentro con nuestros semejantes que normalmente nos pasa desapercibido. Y señaló que nuestra época como ninguna otra precisaría, para eso, de una disciplina que nos habilitase a concebir la belleza contenida en lo que nos hace humanos. 

¿Sería posible un encuentro poético semejante a nivel no sólo individual sino también social, es decir, a escala planetaria, nos preguntaba?...  Para lograrlo, nos alertaba, sabemos que habría muchos obstáculos. Uno de ellos, quizás no el mayor pero que agobia, es una cultura que ensalza el sufrimiento: la literatura, la filosofía, la psicología y hasta las religiones mismas, señalaba Rolando, hacen del sufrimiento un don. Y luego estaba, obviamente, el hecho mayor ya por todos reconocido de vivir en una sociedad basada en la explotación del hombre y la naturaleza, resultado de una civilización históricamente belicista, discriminadora y generadora -como se ha puesto a la orden del día hoy señalar-, de una asfixiante auto-exigencia.

Todo este malestar, de orden tanto material como ideológico, es lo que una estética antropológica intentaría superar. Y su desafío consistiría, pues, en transitar el camino que nos lleve del sufrimiento a la plenitud con una apuesta transformadora que abarcara cuatro devenires: a) de la desvalorización de sí, al refuerzo de la identidad; b) de la depresión, a la potencia creadora; c) de los impulsos destructivos, a la acción y, d) de una concepción fatalista, al desarrollo de una sana rebeldía ante las dificultades.

Aun cuando sabemos urgente, necesario y precioso sanar nuestras dificultades afectivas, sexuales o de identidad, la plenitud que busca y propone una estética antropológica sería sin embargo de muy distinto orden: más bien, parte de concebir nuestra transformación humana en relación con una conciencia ética que habla de la santidad del vínculo. Por eso es que pensar un ‘tránsito del sufrimiento a la plenitud’ no abarca tan sólo al hombre sino, por sobre todo, a la vida en primer lugar: que el hombre sea un poema inacabado, tal como planteaba Heidegger, para Rolando no significaría otra cosa, en consecuencia, que dejar que la vida sea quien lo continúe proponiéndonos ella misma sus encuentros.

Hablar de la vida es hacerlo de encuentros, y por eso una estética antropológica entiende al encuentro vital entre dos seres como ‘poético’. Pero cuando a un encuentro se lo define como tal no es simplemente porque sea 'bello' a los ojos, ni siquiera a nuestro juicio: eso sería permanecer ciegos a una perspectiva afectiva. 

La belleza, antropológicamente considerada sería el nombre que recibe un acto de creación que tiene una impresión corporal como fundamento. Por eso la 'poética del encuentro humano' incluye, así, momentos o situaciones que no necesariamente son siempre bellos - en el sentido más inocente y restringido del término. Y si hablamos, con Rolando, de una 'poética del encuentro humano' es porque, en definitiva, dicha poética no se reduce a una belleza de tipo formal sino una que se relaciona con ese especial modo de ser que nos salva, literalmente hablando, del meramente técnico o instrumental.

La estética y la afectividad son entre sí complementarias para una estética antropológica. Porque cuando la estética no se reduce a un principio formal y se exige somático, la afectividad le es inherente. ¿Qué otra cosa seria la afectividad mas que la posibilidad de vernos envueltos en algo que ya se crea a sí mismo, tal como ocurre con la vida misma?... Y viceversa, cuando a la afectividad comenzamos a experimentarla deshaciendo nuestros órganos se nos manifiesta estéticamente: amamos lo que es bello, entonces, pero nos resulta bello porque lo amamos. Y cuando un encuentro es, de esta determinada y específica forma, propiamente poético, pasa a ser considerado propiamente como 'sagrado' o 'santo'.

La razón principal por la que hablamos de ‘poética’ en el vínculo humano es porque la afectividad no resulta una fusión del yo en el otro, sino, hablando lisa y llanamente, ‘cuidado’. Afecto es, de alguna manera, sinónimo de cuidado. Pero si bien ejercemos el cuidado básicamente cuando evitamos someter, convierto al otro en objeto de nuestra satisfacción, el cuidado supone, simultáneamente, también un específico cuidado de sí: o sea, un compromiso a evitar someternos a algo a alguien y asumir, en consecuencia, la responsabilidad de ser parte activa del encuentro.

Un encuentro nos resulta poético sólo cuando ambas partes se comprometen a no perder de vista el enfoque en la identidad, ya que sin ella no hay técnicamente encuentro, sino apenas confusión. Por eso es que para Rolando la paradoja de la afectividad y, por ende, del tránsito del sufrimiento a la plenitud, consistiría en implicar siempre el desarrollo integrado de la identidad misma.


2- La vida como obra de arte

Subordinados a una cultura que reduce todo al costo-beneficio, ser quien uno es pareciera algo cuyo valor, de tan obvio y abstracto, no merece la menor atención. Pero logra convertirse al contrario en un desafío inacabable, placentero y vital cuando comprendemos que ser lo que somos no consiste alcanzar algo fuera de nuestro presente sino, mas bien al contrario, lo que en cada momento nos pasa. 

Como si fuese siempre por primera vez, cuando puedo ser quien soy advierto que la posibilidad de ser de una sola y determinada manera resulta algo sistemáticamente puesto en cuestión no sólo por mis cambiantes estados de ánimo personales sino, también, por las variadas reacciones que tengo, 
en mínimos espacios de tiempo, ante diferentes estímulos. La revelación de mi radical mutabilidad, sin embargo, resulta brutal y definitiva recién al constatar que no sólo mis estados de ánimo cambian y que soy entoces influenciable, sino que esos mismos ‘estados’ son llamados así por una mera convención ya que, en y por sí mismos, cambian de manera interminable. En lugar de estados, por tanto, lo que describe mejor mi intimidad es un puro devenir que exige crearme a mí mismo infinitamente.

Integrarme emocionalmente, es decir, poder ser quien soy aprendiendo a no fingir felicidad y, sobre todo, reconociendo lo que me disgusta, no se agota entonces en asistir pasivamente así a lo que en cada caso yo sea: integrarme, mas bien, exige que me cree literalmente a mí mismo en cada instante. Y cada vez que me atrevo a enfrentar mi miedo ante este remolino que consiste mi ser, y no permito que el miedo ante la inestabilidad me gane, crearme resulta entonces no sólo posible, sino insólitamente placentero.

Proponerme ser quien soy resulta una aventura en la que toda ilusión de permanencia, todo intento de ser de una manera plena y determinada, se convierte un espejismo del que trabajosa y modestamente me aparto para lograr, cuando mas no sea a regañadientes, hacer de mi vida una obra de arte. Pero muy lejos de pretender con ello inventarme, sacar a relucir excentricidades o intentar modificar arbitrariamente mis circunstancias, concebir la propia vida como obra de arte significa para mí proponerme apenas ser el que en cada caso soy, aún sintiendo que ello exige afianzar mi compromiso con el riesgo.

Asumir el riesgo y vivenciar que eso me hace sentir en mi elemento es algo que no advierto claramente, por supuesto, mientras no logro que mi renuncia a la ilusión de estabilidad pierda carácter privativo. Porque no se trata tanto de entregarme entonces pasivamente a la imposibilidad de satisfacer mi ilusión de eternidad sino, al revés, comprender que la satisfacción sólo rige como criterio partiendo de la falta. La vida no se manifiesta por la falta. La vida se crea a sí misma. Y la antinomia satisfacción no-satisfacción es la trampa con que la sociedad y su cultura antivida nos ha mantenido ignorantes y ciegos de nuestro compromiso a hacer de nuestra propia vida una obra de arte. Este es, tal vez, el quid de la cuestión.

¿Transformar acaso algunos materiales en algo bello es lo que define a una obra de arte? ¿O, mas bien, habría que ver en una obra de arte esa posibilidad de trascender un modo de ser ligado a una determinada utilidad, y poder simplemente ser, en cambio, sin la satisfacción como premio?… Descubrir la vida como una obra de arte sería descubrir, así, que uno asume la creatividad de su propia existencia no porque tenga o se proponga un determinado propósito, sino porque es la manera de consustanciarnos con la vida que se manifiesta creativamente, desde y para sí misma y sin tener una necesidad como criterio.

La antinomia del principio del placer contra el de realidad sobre la que explícita o implícitamente se asienta nuestra civilización demuestra no ser excluyente cuando advertimos que la satisfacción rige como fundamento por igual en ambos principios: tanto la cigarra cantora de la fábula que se atiene al presente, como la hormiga hacendosa que vive para el futuro, ambas pretenden ser quienes son plenamente, de una sola y determinada manera. Por eso es que, mas que denunciar la represión del placer en esta cultura, sea entonces preciso para nosotros abogar, desde la perspectiva de una estética antropológica, por una sociedad que estimule asumirnos creativos danzando, por sobre todas las cosas, nuestra inestabilidad esencial.

Si bien esta extraña utopía social no marcaría otro camino que el de hacer camino al andar, nos libra por el momento, al menos, de la desesperanza que produce una civilización que cada vez se asemeja más a las sociedades distópicas de los filmes futuristas. Porque, si bien Biodanza no puede dejar de plantearse políticamente, el problema de las utopías políticas tradicionales consiste en no fundarse en un cambio personal como requisito incondicional para un cambio colectivo. Y el planteo marxista de una sociedad no represiva, aún cuando tiene muchos puntos de contacto con el nuestro, no da cuenta sin embargo de lo más importante de una propuesta política vital: una concepción del cambio a partir de la abundancia.



UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...