Al rescate de Kairós1- La dificultad principal que presenta Heidegger, aparte de la necesidad de conocer a groso modo toda la literatura filosófica anterior a él y, por supuesto, la de su manera deliberadamente criptica de expresarse consiste, a mi modo de ver, en la de poder hacernos eco genuinamente del preguntar de su pregunta por el ser. A mí, en lo personal, es algo que, como hombre seguramente de término medio que soy, alienado por supuesto en la publicidad y aferrado con humilde desesperación al uno, me tiene absolutamente sin cuidado.
Si tuvo en vilo a Platón y Aristóteles y luego la dichosa pregunta por el ser cayó en el olvido, o si se conservó lo que ambos ganaron de forma silenciosa hasta Hegel, no es algo que me modifique íntimamente, y si se convirtió en algo comprensible de suyo, por lo tanto, me parece a primera vista algo razonable. Heidegger mismo - por suerte - nos lo advierte: “el preguntar puede llevarse a cabo como un ‘no mas que preguntar’ o como un verdadero preguntar”. Y, como si nos leyera la mente, en seguida señala cómo distinguir una cosa de otra: “como un buscar que es, ha menester el preguntar de una dirección previa que venga de lo buscado”.
De forma inmediata, por supuesto, ésto no sólo no ayuda a preguntarnos la pregunta verdaderamente sino que incluso la oscurece: ¿cómo es posible que, aquello de lo que se pregunte, sea quien nos haga plantearnos la pregunta?… En tanto criterio de veracidad resulta bastante flojo, no sólo porque resulta un fundamento cuasi místico sino, sobre todo, porque parece caer de manera desembozada en la falacia de la petición de principio, pretendiendo demostrar lo que ya da por sentado. Pero ésto a Heidegger no se le escapa en lo más mínimo. Por eso señala que “en el hacer la pregunta que interroga por el sentido del ser no puede haber ningún circulus in probando, porque en el responderla no se trata de una fundamentación, sino de un poner en libertad un fondo que muestra ese fondo”.
Acá la dificultad llega a su punto máximo. Heidegger nos pide que formulemos una pregunta que nunca nos la hicimos, que no la hagamos luego de la boca para afuera y, para colmo, que al hacerla no tengamos la pretensión de responderla. Sólo una curiosidad de tipo más literario que propiamente filosófica puede motivarnos a continuar entonces leyéndolo: todo es tan extraño que mueve más a la aventura que a la reflexión. ¿Cuál es el fondo que hay que poner en libertad?… La pregunta por el sentido del ser, si bien ha de ser genuina, parece estar preguntando para Heidegger por esa otra señalada pregunta. Y si ésto es efectivamente así, la cuestión del sentido del ser y el rescate de su olvido no resulta tan importante ella en sí misma sino, en definitiva, y casi retóricamente, entonces, por lo que ella habilita.
2- Si la cuestión del ser me resulta, como asumido hombre de término medio que soy, algo para mí irrelevante, y confieso sin pudor alguno, en consecuencia, mi evidente ceguera ontológica, la cuestión del tiempo, en cambio, me desveló desde siempre. En primer lugar me asombra su pasar y, por ello, me interesan todas esas teorías que dan cuenta del mismo como flecha o como círculo y las que afirman o niegan su carácter objetivo. Pero sobre todo me obsesiona eso que las concepciones espirituales llaman - a falta de otro nombre - ‘ahora’ o ‘estado de presencia’ para dar cuenta de una concepción del tiempo que no apunta ya a su pasar.
Los intérpretes de Heidegger se esfuerzan por resaltar que su análisis de la existencia no es un fin en sí mismo sino sólo una vía para la pregunta por el sentido del ser en general, pero dejan para mí de lado que tan importante como eso resulta destacar que la pregunta por el ser tampoco resulta ella un fin en sí misma, sino como vía para reflexionar sobre el tiempo. Mas que rescatar del olvido a la pregunta por el sentido del ser, en consecuencia, me parece que lo que hace de Heidegger un pensador fundamental es el rescate de la pregunta por el tiempo. Eso fue lo que cambió, a partir de él, a la filosofía para siempre.
No sería demasiado justo decir que Heidegger inaugura la pregunta por el tiempo. En verdad, ya en la Metafísica de Aristóteles el tiempo juega un rol fundamental puesto que toda ella se aboca a dar una razón al cambio y es el tiempo lo que ofrece su medida. Lo que hace original la propuesta de Heidegger es que rechaza precisamente dicha subordinación del tiempo a continente del movimiento, patrón exclusivo de toda metafísica a partir de entonces. Pero tampoco sería correcto indicar que lo que hace Heidegger es dar otra concepción del tiempo porque él, mas bien, lo que pretende es inaugurar la reflexión de un tipo distinto de tiempo, uno que no se define ya como sucesión cronológica sino como advenimiento.
Los griegos tenían dos deidades para referirse al tiempo. Cronos, que se manifestaba cuantitativamente, y Kairós, que lo hacía cualitativamente. De esta manera se hace recién evidente que lo que hace de la lectura de Ser y Tiempo una aventura consiste, no una refutación de Cronos, sino el rescate de Kairos. Tal como ocurría con la pregunta por el sentido del ser, dicho rescate resulta también una vía con doble mano. Por un lado, Heidegger acude a Kairós para poder replantear la pregunta por el sentido del ser de manera diferente a la que imperó bajo el dominio de Cronos. Por otro lado, es Kairós quien se manifiesta para que dicha pregunta por el sentido del ser resulte posible de ser planteada desde otra perspectiva.
¿Donde se manifiesta Kairós?: en la existencia. Si hay un ser que posee una preeminencia óntica, es decir, por sobre cualquier otro ente, y resulta por ende el camino para formular la pregunta por el ser en general, es porque la comprensión del ser es ella misma en él ‘una determinación de ser’. Pero dicha preeminencia, ahora ontológica, que define su “ser en el modo de un comprender el ser” resulta del hecho de que “la definición de la esencia de este ente no puede darse indicando un ‘qué’”, de manera tal que “se comprende siempre a sí mismo partiendo de su existencia”, es decir, “de una posibilidad de ser él mismo o no él mismo”. Si el ser que existe es un ‘ahí’ para el ser es entonces porque “la existencia se decide exclusivamente por obra del ‘ser ahí’ mismo del caso en el modo del hacer o del omitir”.
Es esta inestabilidad radical de la existencia lo que descubre a Kairós como su manifestación, al que los griegos tan bien representaban como un dios pequeño, con alas en la espalda y en los pies, un mechón en la frente y calvo detrás, portando graciosamente una balanza desequilibrada: era la deidad de la ocasión propicia, del momento apropiado, de la oportunidad que pasa volando y de la que hay que tomarse por tanto de los mechones de la frente porque cuando pasó la oportunidad ya se perdió, y cuya balanza sin ton ni son oscila tal como lo hace nuestro propio humor entre el estupor y el agradecimiento por el regalo de existir.
La danza del ser
1- Ser en el espacio
La pregunta por el sentido del ser me deja siempre como a un hombre de las cavernas que desconoce que no conoce el fuego: no entiendo lo que pregunta la pregunta. Con un carácter meramente operativo, le doy entonces el valor de un koan. Y la trabajosa lectura de la filosofía de Martín Heidegger se convierte así, para mí, en una meditación guiada por la que sin embargo sé que avanzo a ciegas.
Puedo entender, por cierto, que como comprendo que soy y que, por consiguiente, mi modo de ser coincide así con la posibilidad de no ser, resulto capaz de diferenciar aquello que es y el propio ser como tal. Y la propia invitación a describirme como un ‘ahí’ del ser es algo que, por suerte, también me agrada. Que me marea, al mismo tiempo que me despierta. No la entiendo tal vez muy bien, pero tiene sin embargo la virtud de otorgarle una dimensión nueva y prometedora a mi primera persona que inmediatamente agradezco. Siento que de pronto me hace perder pie, pero como si en ese traspié me hallase sin embargo al fin en mi elemento. Y se me ocurre que la idea de Heidegger puede resumirse un poco a esto: a advertirnos que el asunto que tenemos que atender con urgencia es la danza del ser que, como personas tanto como civilización, estamos vivenciando.
Dicha danza para mí comienza cuando advierto que no me encuentro en una relación indiferente sino pragmática con las cosas que me rodean. Esto es, que más que cosas resultan siempre propiamente útiles, dado que lo que las define no es su mero estar frente a mí sino el modo por el cual se me manifiestan: hasta puedo verlos incluso a ellos mismos usándose entre sí, formando un plexo de referencias que me permite, por ejemplo, entrar a una habitación y no ver meros ángulos y rectas sino captarla, en su totalidad significativa, a partir de un trasfondo que otorga un sentido a cada elemento. La danza del ser gana así impulso, entonces, no sólo al descubrir que somos indefectiblemente en el mundo, me parece, sino al descubrir al mundo mismo por primera vez como algo sobresaliente y digno de atención, lo cual en definitiva es descubrir y asombrarnos por el hecho de que haya sentido.
Lo que Heidegger llama ‘el fenómeno de mundo’ no es otra cosa que la constatación de que toda vivencia se da en un contexto significativo. En ello consiste básicamente el aporte que la Hermenéutica hace a la Fenomenología, y así resume precisamente el propio autor de Ser y Tiempo a Husserl, su maestro y mentor, la tesis que allí sostiene: conocemos las cosas gracias a una previa familiaridad con ellas mismas. Es en virtud de esta inclusión de nuestra práctica cotidiana que la comprensión del ser implícita en nuestro trato con el mundo no debe ser entendida teoréticamente entonces sino, más bien, como una hipnótica danza en la que el mundo y lo que somos se identifican al mismo momento que se diferencian.
A primera vista, este círculo hermenéutico se ofrece, probablemente, como un espacio sin espesor en el que mi ahí desaparecería aplastado. Pero ese efecto cambia cuando se advierte que es la razón misma por la cual, al contrario, me comprendo a mí mismo como el quien por el cual hay propiamente espacio. Porque, si bien como un ahí del ser ocupo indudablemente sitio, no lo hago por eso a la manera de lo que sólo puede presentarse a sí mismo, tal como los útiles que me rodean, sino al des-alejar lo que se me presenta y orientarme, siempre e inevitablemente, en el área donde todo se organiza enviándome señales.
El mundo no está ‘en’ el espacio. Sólo hay espacio porque hay mundo. Esto no implica, obviamente, que el mundo sea mi coto de caza privado: si ese fuese el caso, mi danza quedaría también inmediatamente sin fundamento. Si el espacio no es una simple pista para mi solaz es porque tampoco se deriva de una categoría que, como supuesto sujeto kantiano, imprimiría al mundo. En tanto ahí del ser no creo mágicamente al espacio sino que, al contrario, compruebo que tengo la determinación de ser espacial cuando entiendo que mi sitio no mienta un dónde, sino un danzar en torno.
2- Ser en común
Me comprendo a mí mismo como un ahí del ser cuando me sé siendo en el mundo. Pero ésto es algo que no sería posible de ninguna manera, por supuesto, si el mundo fuese sólo para mí. Si yo fuese su único habitante no podría preguntarme siquiera quién soy. Como mucho daría por sentado ser lo otro del mundo o, al revés, sólo algo más dentro suyo: en cualquiera de ambos casos, me tomaría a mí mismo sin embargo de esta forma como un mero dato, con lo cual mi mismidad se vería reducida así a aquello que pudiera mantenerse rigurosamente idéntico a través de las inclemencias del tiempo en ese supuesto mundo desolado. Por eso es que la danza del ser cobra su auténtico ritmo recién cuando descubrimos que, ser en el mundo, resulta con idéntica fuerza ser con los demás.
Ser con los demás es un verdadero torbellino. Yo no sé en qué medida estoy capacitado para describirlo porque reconozco en mí algunos síntomas de alarmante misantropía, pero como muchos críticos postheideggerianos han querido ver también este rasgo en Ser y Tiempo tal vez la cuestión pasa, precisamente, por comprender que tanto la misantropía como la filantropía resultan, ambas, dos modos extremos de cómo se da justamente nuestra danza con los otros. Otros que, como bien dice Heidegger, no son la totalidad de los restantes fuera de mí sino, mas bien, aquellos entre medio de los cuales propiamente soy.
Los otros no están para mí ‘en’ el mundo: el mundo, al revés, es lo que comparto con otros. Y me hacen frente destacándose con sus propias espaciamientos, esto es, siempre con sus originales ahí danzando con el mío, desalejándome y desalejándolos, orientándome y orientándose los unos a los otros. No es un mero estar juntos, entonces, sino un danzar con nuestras respectivas formas de sernos solícitos o indiferentes que nos llevan de manera inevitable a dominar o liberar nuestros ahí de forma bien particular, ya que es imposible determinar de ante mano y universalmente hasta qué punto el o los otros del caso están en condiciones o no de resistirse o abrirse a mi propia danza. Y eso es justamente lo que hace fascinante cada uno de sus movimientos: la imprevisibilidad, el tener que ajustarse en cada caso de manera diferente y en sí mismos cambiantes.
La forma como todas estas sutilezas que me brinda la danza en la que me veo constantemente involucrado se me hacen patente y advierto, en consecuencia, que ser con otros resulta algo estructural en mí, no es tampoco un dato. No me resulta algo natural e inmediato. Lo que constato, al revés, es que estoy empastado con el otro debido a que de mi ahí no tengo noticia precisa alguna: mi quien es un mero ‘uno’, lo cual es lo mismo que decir nadie, o cualquiera. Por eso creo que el aporte original que hace Heidegger a la cuestión de nuestro radical ser en común y que sus críticos, tal vez, minimizan o tergiversan, es que sólo en la medida en que no hallo mi mismidad es como salgo, en definitiva, de la torpeza que me mantiene, avergonzado y temeroso, aferrado al piso.
Ser y Tiempo ha tenido sus críticos más agudos precisamente en lo que hace al tipo de determinación del ser en común que en él se desarrolla. Alegan, por lo general y en resumen, que el tratamiento de la otredad estaría allí subordinada al encuentro con la mismidad y que el encuentro con los demás fue descrito, básicamente, como siendo justo eso que nos juega en contra. Entiendo y valoro lo que dicha crítica propone, sobre todo por sus derivas. Pero todo el desarrollo que Heidegger hace de la forma por la cual vivimos bajo el señorío de los demás, sin embargo, no es sino la manera por la cual, en definitiva, la pregunta por el sentido del ser cobra algún sentido para mí, aunque mas no sea de manera propedéutica.
Yo acostumbro danzar también en soledad, pero incluso entonces no lo hago meramente conmigo mismo sino con mi sombra o con el misterio: para que haya danza tiene que haber al menos dos. Y el encuentro conmigo mismo resulta en consecuencia indispensable para el encuentro con el otro. Mas, como enseña Heidegger, la sustancia de la mismidad no es una cosa mas del mundo, tal como uno se concibe de manera inmediata, sino la existencia, y a ella la vivencio recién quitando dicha desfiguración que hago constantemente de mí mismo. Esta desfiguración también es estructural en mí, sin embargo, de modo que la manera por la cual alcanzo mi sustancia existencial no es un paso a la inmortalidad, que de una vez y para siempre me salvase de mi propio desencuentro, sino un permanente y vertiginoso salir del abandono en el que caigo de manera sistemática.
Si comprenderme como un ahí del ser es una danza es porque, de alguna manera, reproduce la danza misma del ser que jamás se presenta de manera plena sino siempre ocultándose, dibujándose al mismo momento que se borra. Quizás él también dance, como yo, con su propia sombra o con el misterio, pero eso es algo que por ahora me excede y, supongo, iré descubriendo a medida que mi ser en común de algunos frutos.