lunes, 29 de abril de 2024

LA FUERZA DE LA ESPERANZA


1- La enfermedad neoliberal

El imperio del placer individualista que rige en nuestra sociedad exige un planteo profundo capaz de discriminar cuánto de ganancia y de pérdida conlleva el triunfo de un paradigma moral que premia únicamente la medida alcanzada en la satisfacción de nuestros deseos. Y quienes nos preocupamos por estas cuestiones no podemos sino sentirnos plenamente deudores de un pensador como S. Kierkegaard por habernos brindado un enfoque muy diferente al modo habitual como se ha planteado el cristianismo debido, por sobre todo, a su consideración trascendental del pecado.

Pero si el contenido del pensamiento kierkegaardiano habría cobrado una insólita aunque todavía secreta actualidad, es indudable que por su forma ha quedado en cierta forma desactualizado dado que fue elaborado para una sociedad, en los papeles expresamente cristiana, donde profesar el cristianismo no podía ser motivo alguno de extrañeza para nadie sino, al contrario, de identificación total con el statu quo. Todo el discurso de Kierkegaard se orienta entonces, sobre esta base, a demostrar que el cristianismo es muy otra cosa que lo que piensan los cristianos nominales. Pero una lectura atenta de su obra no puede dejar de ver en ella, directamente y de manera afirmativa, una opción impensada para los problemas que nos sobresaltan a quienes buscamos hoy expulsar al mercado del centro de nuestras vidas.

Actualmente, Dios mediante, quien se defina cristiano se distingue en cambio respecto de la mayoría y, por lo tanto, queda así automáticamente separado del grueso de una sociedad para la que el cristianismo representa, en líneas generales, sinónimo de dogmatismo mental, conservadurismo moral y ceguera irracional. Y está muy bien que así suceda, dado que el propio Kierkegaard denunció respecto de la cristiandad en general algo bastante parecido a la común consideración actual del cristianismo. Pero cuando hoy buscamos unas prácticas de sí que nos permitan evitar quedar capturados por el consumismo y la reducción de la propia vida a la lógica del capital sólo volvemos la mirada a las formas de subjetivación griegas para espejarnos por contraste, sin buscar jamás ni por casualidad en el concepto cristiano de pecado una posible cura a la enfermedad neoliberal.

Sólo para los lectores fieles de Kierkegaard la sociedad actual puede resultar una profunda y evidente agudización de lo que, a nivel individual y global, fuera analizado ya por dicho pensador en La Enfermedad Mortal, con la enorme ventaja que ahora tenemos, sin embargo, de poder entender a cabalidad lo que en su momento era demasiado intempestivo para ser escuchado. En la actualidad, el hombre común está en líneas generales mucho más consciente de su desesperación que en los tiempos en que la revolución industrial y la expansión colonial hacían todavía de la confianza en el ser humano una fortaleza inexpugnable. Pero hoy en día el imperio del placer es sin embargo la demostración de que, ya sin norte ni épica posible, lo único que cuenta para el ser humano es tratar de sacar individualmente la mayor tajada posible a una vida que experimentamos sin significado ni propósito alguno.

Cuando en La Enfermedad Mortal Kierkegaard intenta varias definiciones sobre la desesperación, ninguna probablemente nos resulta tan gráfica y terrible como la de la pérdida de la última esperanza de todas: la de morir… Esa señal opera como una suerte de baremo donde puede uno comprobar si, y hasta qué punto, es o no un desesperado, puesto que ese incendio frio que, en palabras de Kierkegaard, supone querer autodestruirse sin poder lograrlo, consiste una vivencia extrema inigualable. Pero esta forma de desesperación da cuenta plena, sobre todo, de la especial mortalidad implicada en la desesperación, una enfermedad cuya mortalidad no consiste en correr verdaderamente peligro de morir - como ocurre sí con cualquier enfermedad física - sino en morir lentamente la muerte, es decir, en vivir el propio morir.

Si la desesperación resulta tanto ayer como actualmente una enfermedad propiamente mortal es entonces porque no ataca al cuerpo, que está sujeto al tiempo, sino al yo, que es eterno. Pero sería inadecuado concebir esa eternidad del yo de la que nos habla Kierkegaard como algo que así lo hiciera por eso inmutable, cerrado en sí mismo y auto-fundante ya que, precisamente, si los seres humanos desesperamos es porque en lugar de concebirnos siempre en devenir, y como seres en consecuencia que necesitan hacerse, ansiamos en cambio encontrarnos definitiva, infructuosa e inútilmente.

El yo desespera cuando no es sí mismo: pero 'ser sí mismo' no significa cerrar una identidad con sigo mismo sino, al revés, asumirse siendo sin solución alguna de continuidad. En ello consiste el delicado y continuamente inestable equilibrio que la eternidad propiamente le exige al yo entre la finitud y la infinitud, por un lado, y entre la necesidad y la posibilidad por el otro: es este arduo arbitraje lo que constituye en definitiva la modalidad última de la existencia como tal. Si el yo desespera no es entonces por algo que no consiguió o todavía no es, sino que siempre desespera de sí mismo ya que, al no tomar plena conciencia de estar constituido como espíritu, tampoco toma nota así de la fina exigencia y el desafío radical que ello representa.

Justamente famosas resultan las investigaciones actuales de M. Foucault sobre esas formas de constitución de la subjetividad para las que el concepto de pecado aún no existía como concepto y el cuidado de sí resultaba, por lo tanto, apenas el buen gobierno de uno mismo y de la casa a partir del prudente uso de los placeres. Pero los cuatro volúmenes de La Historia de la Sexualidad culminan con Las Confesiones de la Carne, un texto donde la sorprendente continuidad entre el paganismo y la cristiandad se puede observar, por ejemplo, en la condena de las relaciones sexuales por fuera de la finalidad reproductiva en el marco del matrimonio.

Uno puede legítimamente preguntarse hasta qué punto existe una real diferencia entre las prácticas que se dicen cristianas de las que no y, por otro lado, en qué medida el concepto cristiano de pecado consistiría entonces un rasgo distintivo del cristianismo cuando aquellas prácticas, que supuestamente lo desconocían, terminan planteándose un asunto tan similar. Pero sólo con una definición trascendental del pecado como la que encontramos en Kierkegaard podemos orientarnos en esta selva de malos entendidos que constantemente cierra cualquier intento de pensamiento emancipatorio.

Muy lejos de centrar la práctica de sí cristiana en las confesiones de la carne, como sí ocurrió por supuesto durante la cristiandad, el asunto que la define está para Kierkegaard siempre vinculada a la enfermedad constitutiva del yo. En este sentido, el pecado jamás estaría en relación con los pecados llamados 'capitales' sino, mas bien, con una instancia previa a partir de la cual podría alguien sentirse atraído por ellos por considerarlo algo que, mágicamente, nos libraría de aquello que está fundando nuestra libertad: no tener dado nuestro ser y tener que ser.

Es esta definición propiamente trascendental del pecado propuesta en el s. 19 por Kierkegaard lo que permite al cristiano cabal entender que si el ser humano desespera y quiere autodestruirse no es nunca porque no haya afectivamente alcanzado ser quien quisiera ser, ni porque fracase tampoco en conseguir lo que ansía, sino debido a que, en primer lugar, no puede auto-destruirse y, en segundo lugar, porque descubre que, si no puede destruirse, es porque menos aún puede destruir al poder que lo desfundamenta.

¿Está diciendo Kierkegaard con ello que, para ser un verdadero cristiano, uno debería asumirse existente, sin embargo? ¿O simplemente llama ‘cristiana’ a esa práctica de sí que reconoce como su 'sustancia ética' deshacerse de la desesperación mediante la fe, en tanto 'modo de sujeción' característico a una práctica cuya 'inquietud ética' – para usar los mismos tópicos de los que se sirve Foucault en La Historia de la Sexualidad – consiste en ser sí mismo?... Sin duda, las interpretaciones que pongan el acento en una u otra lectura son igualmente válidas. Pero también resulta indudable que, a una época como la nuestra, tan absolutamente indiferente a todo lo que huela a cristianismo, poco o nada ha de resultarle convocante la primera de ellas y si, en cambio, es probable que se experimente bastante interesada en la segunda opción.

Ganaremos mucho cuando, en lugar de considerarlo un desmadre moral, el neoliberalismo resulte descripto en cambio como una enfermedad y, sobre todo, como una definitivamente mortal. Desde esta perspectiva, y en el estricto sentido propuesto por Kierkegaard, el mal de nuestra época adquiriría una dimensión completamente diferente a la de esas repetidas monsergas que hacen anatema del imperio del placer individualista dado que, para una consideración desprejuiciada de nuestra época, lo que de verdad importa no es tanto denunciar el hedonismo y la infructuosa búsqueda de una salida individual, sino señalarlos mas bien y simplemente como síntomas de una enfermedad que no sería en absoluto privativa de nuestro tiempo ya que, en definitiva, cabría ser considerada como propia de la civilización en tanto tal.

El determinismo económico que hoy enmarca y brinda un sempiterno fundamento a toda consideración política no puede ofrecer una alternativa interpretativa del momento social que estamos atravesando tanto en nuestro país como en el mundo entero. La izquierda y la derecha comparten dicho paradigma, y es preciso advertir que justo por eso la política misma ha dejado de ser interesante para una población que, en su inmensa mayoría, asiste entre indiferente y aturdida a complejos debates técnicos cuya única virtud es ensalzar el poder alienante del dinero y hacer que todos nos inclinemos ante lo que propiamente nos esclaviza. 

Resulta de vida o muerte, en consecuencia, dejar definitivamente de lado esa antinomia entre la izquierda y la derecha, propia de una consideración profana de la filosofía política que ha primado hasta nuestro tiempo, y hallar elementos propios a una consideración política de lo sagrado que sea capaz no sólo de revertir el general sentimiento antipolítico imperante, sino sobre todo hacer de la política hoy una aspiración verdaderamente convocante. 


2- La fuerza de la esperanza

El concepto más instalado acerca de la esperanza la hace depender automáticamente de su objeto: así, por ejemplo, es común escuchar hablar entonces de esa paz y prosperidad que podríamos alcanzar las personas que pudiesen ponerse de acuerdo entre si, o incluso de esa vida que se postula misteriosamente después de la muerte. El concepto de una esperanza ligada a un objeto no sería así entonces sino resultado de una determinada creencia, y la diferencia entre la modalidad de la esperanza más mundana, por ejemplo, sería sólo señalada de esta forma por un objetivo diferente con la propiamente religiosa.

Clarificar lo que la esperanza supone cuando, desligándola de un objeto determinado, la consideramos en cambio en y desde sí misma, es la mejor manera de acercarse a quien primero, y de forma más aguda, se ocupó de acertadamente refutar para siempre la idea de asociarla sin mas así a una creencia. Se trata de S. Kierkegaard, por supuesto, quien en su obra La Enfermedad Mortal no hizo otra cosa que convertir a la esperanza en una forma de subjetivación alternativa para poder destacar, de esta sencilla manera, el temple agónico característico del cristianismo verdadero. Porque la esperanza, según él, nunca es resultado de la certeza propia de una creencia sino de esa decisión imposible que, básicamente, supone animarnos a resistir a ultranza la desesperación misma.

La palabra 'desesperación' posee en castellano -o al menos en su versión rioplatense- una connotación que obstaculiza un tanto la lectura de su tratado sobre la desesperación pues, en lugar de tomarla simplemente como un antónimo de la palabra 'esperanza', a la desesperación la ligamos nosotros hoy más con el atolondramiento y la falta de prestancia personal que con el desgano propio de quien ha perdido, en cambio, toda motivación. Y así como resulta necesario desligar a la esperanza respecto de lo esperado, existe entonces la necesidad de denunciar equívoco paralelo respecto de la desesperanza.

Sería poco apropiado, por ejemplo, decir que el desesperado ha perdido la esperanza: mas bien, y todo lo contrario, lo que el desesperado ha perdido es aquello que ligaba mecánicamente su deseo al objetivo como si de un axioma se tratase y que, cuando desmorona, anula también de forma inmediata lo que sostenía su mundano ser desesperado. Esta descripción que hace Kierkegaard de la desesperanza como un estado anímico propio de nuestra predominante forma de ser en la vida resulta por ello de una importancia crucial, pues si lo que el desesperado perdiese fuese realmente la esperanza no habría ya para él redención posible.

Puede decirse con Kierkegaard que la esperanza resulta, considerada en y desde sí misma, esa forma tan especial de ligarnos con determinado objetivo que profundamente difiere de aquella otra que, a la larga o a la corta, conduce a la desesperación. Lo cual permite resumir las dos hipótesis que explican, en definitiva, la fuerza de la esperanza: por un lado, a) que nunca es el objeto en cuestión, sino una específica forma de subjetivación lo que la caracteriza y, por el otro, b) que la esperanza ha de tener que aprender a lidiar, inevitablemente, con las dos maneras que ineluctablemente adopta la forma mundana de subjetivación: desesperar de ser quien se es, o querer ser quien se es desesperadamente.

Resulta claro que Kierkegaard escribe su famoso tratado sobre la desesperación aludiendo indirectamente - aunque más no sea por contraste - a la esperanza. Pero el motivo por el cual no la aborda de manera protagónica no es por supuesto retórico: la gran enseñanza de este pensador y, a la vez, el eje que articula no sólo La Enfermedad Mortal sino toda su obra, es que el cristianismo expresa esa específica militancia por la vida que resulta de identificar y combatir los valores anti-vida que desligaron al ser humano de un encuentro armónico consigo mismo, con los demás y con el cosmos. Lo cual significa, en la práctica, aprender sin más a reconciliarnos en definitiva entonces con la desesperación ya que, si bien ella expresa el grado anímico más bajo de una persona, es sólo únicamente tocando valientemente dicho fondo como la esperanza, para Kierkegaard, resulta al final sintonizable.

Sin desesperación no habría esperanza, pero no hay tampoco esperanza sin desesperación. Una y otra conviven en un vaivén irresoluble: la desesperación no acaba con la esperanza ni la esperanza, por supuesto, con la desesperación. Si así no fuera, el de Kierkegaard sería precisamente ese cristianismo nominal que criticó toda su vida, es decir, el de los tibios que Jesús escupe de su boca porque desesperan sin ni siquiera ser conscientes de desesperar y, no queriendo ser quienes son, o queriendo ser sin lograrlo, se odian primero a a sí mismos esparcen luego, en consecuencia, su odio por doquier.

Aún cuando la desesperación sea condición necesaria de la esperanza, ello no significa que represente sin embargo su condición suficiente. Porque aunque la esperanza no dependa de su objeto, sí depende necesariamente de una decisión imposible: la de combatir el fundamento de la desesperanza. Este es el real motivo por el cual lo que la esperanza propiamente cristiana sea nunca resulta para Kierkegaard algo que se asemeje a una creencia sino, mas bien, al temple que se forja al contrario sobre el yunque mismo de la desesperación.

Si un cristiano verdadero se templa cara a cara con la desesperación es porque ella, dice Kierkegaard, resulta sin mas el pecado. Y si pecar resulta lisa y llanamente desesperar es porque el mismo acto de desesperar, en última instancia, implica mantener contra viento y marea la peregrina ilusión de hallar nuestro fundamento en nosotros mismos. Pues: ¿qué otra cosa que el deseo de ser Dios, como reconocerá hasta el propio Sartre en El Ser y la Nada, expresaría mejor la pretensión del yo por crearse a sí mismo?... De manera que si la desesperación resume sin mas el significado del pecado es porque esa mera pretensión de fundarnos a nosotros mismos, en definitiva, resulta una atávica y tácita negación a reconocer nuestra propia y radical impotencia.

Sólo desesperamos cuando no nos abrimos al Poder que nos desfonda e, inversamente, no nos abrimos naturalmente a El porque vivimos tontamente presos del deber mundano que ordena, sin apelación, fundarnos a nosotros mismos. Suponemos que asumirnos impotentes - en una sociedad cuya norma es el empoderamiento neoliberal - resulta un acto de suprema traición y cobardía. Y así nos quedamos como simples particulares, en primera instancia, pero luego como Nación incluso y como civilización entera, en definitiva, siempre parados y de espaldas al abismo que se abre sin embargo amorosamente ante nuestros pies ofreciéndonos que dancemos a su alrededor.

 Afirmar, con y gracias a Kierkegaard, que la fuerza de la esperanza radica en la impotencia, sólo expresa un dilema para quien no ha aprendido a desesperar hasta las últimas consecuencias y se refugia, todavía, en la ilusión de poder no ser quien efectivamente es, o de poder ser quien realmente no es. Para quien ha aprendido a refugiarse en Dios, en cambio, el hecho de que la fuerza de la esperanza radique en la propia impotencia es algo que va de suyo puesto que esa doble ilusión que lo mantenía desesperado se esfuma en tanto y en cuanto renuncia a ser dueño de sí mismo.

Todo lo que hacemos en nuestras vidas a espaldas de Dios es resultado de ese lado oscuro de la fuerza que nos impulsa tanto a no querer ser quienes somos como a pretender ser quienes no somos. De modo que la fuerza de la esperanza es propiamente resultado de sacrificar, por contraste, continua e interminablemente, nuestra identidad imposible. Porque querer ser quienes somos plenamente y poder dejar de desesperar no significa de ninguna manera hallarnos para siempre jamás, cerrando supuestamente por fin un círculo del cual seríamos nuestro propio centro sino, todo lo contrario, el modo por el cual la posibilidad misma de cerrar dicho círculo se hace astillas y, ser en cada caso lo que entonces seamos, se convierte a partir de entonces en una historia sin fin.

 

3- Una perspectiva agónica

La palabra ‘edificante’ tiene para la historia de la filosofía un lugar parecido al de la ‘opinión’, es decir, el status de un pensamiento al que no cabría calificar propiamente de tal dado que su compromiso con la verdad es sumamente relativo. Pero lo edificante sería para la filosofía algo todavía más desprestigiado que la mera opinión, sin embargo, pues no sería sólo un pensamiento sin rigor conceptual sino que también se propondría explícitamente hacer respetar el axioma que, en resumidas cuentas, da por sentada la existencia de una naturaleza elevada en el hombre y un deber consecuente de sostenerla y cultivarla.

Esta concepción lindante con lo ideológico de lo edificante fue con absoluta justicia despreciada especialmente por alguien como G. Hegel, por ejemplo, quien precisamente propone en contra de ella la necesidad de realizar la experiencia de la escisión entre el sujeto y el objeto para alcanzar finalmente la unidad como resultado de una reconciliación a partir de la experiencia de su devenir en el tiempo. La entera obra de este pensador resulta por ello una expresión paradigmática de esta necesidad de no dar por sentada nunca la unidad y tomar al enfrentamiento como único proceder verdaderamente filosófico.

Este modo de entender la unidad como un resultado, sin embargo, es precisamente aquello contra lo que Kierkegaard se encuentra intelectualmente en cambio más alejado, motivo por el cual su entera obra rescata, en principio, el concepto y la modalidad de lo edificante. Pero no sería demasiado arriesgado entender que la objeción hegeliana en contra de lo edificante, al menos, es sin embargo compartida en gran medida por el propio Kierkegaard dado que sin tomar en cuenta el antagonismo radical no comprenderíamos cabalmente su constante crítica a la visión edulcorada e ingenua de lo edificante propia de la cristiandad.

La dificultad especial que ofrece el enfoque existencial que él nos propone consiste entonces en batallar contenciosamente y al mismo contra dos frentes: la espiritualidad tibia de la cristiandad, por un lado, que da por sentada la naturaleza elevada del hombre junto con la racionalidad técnica occidental, por el otro, para la cual sólo cuenta la trascendencia que puede alcanzarse a través del trabajo. El pensamiento kierkegaardiano intenta abrirse paso así entre dos concepciones sobre la vida que resulta preciso advertir como sendas cosmovisiones temporales que se presentan como opuestas, la de una eternidad abstracta de la cristiandad y la temporal abstracta de la racionalidad técnica, pero que para él ciertamente resultan dos caras de la misma moneda en tanto y en cuanto ambas impiden al hombre abrirse a la existencia.

Basta recordar los mismos títulos de sus obras más famosas para darnos cuenta que el sentido de lo edificante resulta para Kierkegaard como mínimo bastante peculiar: Temor y Temblor, El Concepto de la Angustia, La Enfermedad Mortal, conceptos todos que aluden a las claras por sí solos que lo edificante adquiere para él un contenido conflictivo que, precisamente, la cristiandad oculta y anula de forma expresa al no poner de relieve la paradoja que supone lo eterno en el orden del tiempo. Sacar las debidas consecuencias de esta paradoja, podría decirse, consiste por tanto el núcleo de la originalidad – y la dificultad - del estilo edificante pensamiento kierkegaardiano.

Que lo eterno se de en el orden del tiempo no significa, como para Hegel, que lo eterno se alcance para Kierkegaard sin embargo como un resultado histórico sino, de manera completamente al revés del pensamiento dialéctico, como algo que lo atraviesa. Que lo eterno se de en el orden del tiempo significa, para una perspectiva espiritual que no se da de forma abstracta, que de alguna manera exige y supone la negatividad de lo histórico. Pero también al revés del estilo de discurso edificante de la cristiandad, la edificación kierkegaardiana es por ello inevitablemente agónica, adjetivo que le cabe perfectamente a toda su obra y que queda inmejorablemente expresado, por ejemplo, en la consideración dialéctica que supone la desesperación en el desarrollo de La Enfermedad Mortal, libro que lleva el sugestivo subtítulo de “Una exposición cristiano-psicológica para edificar y despertar”.

Lejos de pretender, a la manera hegeliana, una reconciliación hipotética de la conciencia desgarrada en y por la razón, el desgarramiento para Kierkegaard es algo inevitable, aunque el desafío que para el califica como propiamente cristiano consiste en evitar constantemente, una y otra vez, desesperar por ello. No estar desesperado, en consecuencia, exige consiguientemente una negación que equivale, dice Kierkegaard, a desarmar la posibilidad de desesperar y suprimirla de raíz dado que, para que se pueda decir con toda verdad de un hombre que no está desesperado, es necesario que en cada momento de su vida esté efectivamente eliminando dicha posibilidad misma.

Si bien ya en Temor y Temblor la fe presenta claramente una perspectiva agónica cuando resulta planteada como un enfrentamiento con lo general, es el tratamiento de la naturaleza desgarrada del yo en La Enfermedad Mortal el texto donde el carácter radicalmente antagónico de su pensamiento resulta expuesto por Kierkegaard con mayor claridad, dado que la desesperación es allí calificada sin mas como una enfermedad cuyo padecimiento representa, sin embargo, privilegio exclusivo y característica distintiva de lo humano como tal.

Lo que Kierkegaard considerará como la actitud propiamente cristiana consiste, primero, en ejercitar la mirada interior para poder ver la propia desesperación y así luego, con la ayuda de Dios, aprender a no dejarse arrastrar mansamente por ella. Resulta indispensable evitar leer el desarrollo de esta actitud desde una consideración ingenua de lo edificante, por lo tanto, dado que lo específicamente cristiano, para una perspectiva agónica, no comporta un determinado conocimiento que ubicaría al cristiano en una posición elevada por encima del resto, sino una verdadera y determinada practica de sí cuyo objetivo ético ni siquiera podría definirse como una elevación personal.

 

martes, 16 de abril de 2024

DOS LOGICAS DE LA LIBERTAD




1- El conflicto en Medio Oriente tiene una complejidad que ni los mayores expertos en geopolítica lograrían ponerse de acuerdo en explicar. Pero el actual gobierno de Argentina lo tiene sin embargo absolutamente claro: “es un ataque contra el mundo libre”. Y no sólo lo tiene muy claro, sino que ante algo que ocurre en otro continente, en otro hemisferio, en otra cultura y a actores de los cuales el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de nuestra población tiene la menor noticia, resuelve tomar posición y, rompiendo la política de neutralidad de nuestro país, se pone desde hoy decididamente de parte de Israel.

El presidente de los argentinos, Javier Milei, expresó días atrás en los Estados Unidos algo que ningún otro economista neoliberal se atrevería jamás a decir: “Es muy importante entender el vínculo de la libertad con Israel. Es fundamental, porque es un pueblo que además ha logrado la conjunción entre lo espiritual y lo material. Y esa armonía espiritual y material genera progreso”. Esta relación bajo todo punto de vista insólita entre neoliberalismo y espiritualidad causaría horror entre los representantes de la Escuela de Austria que Milei admira y ameritaría, sin duda, ser analizada con necesario detenimiento. Pero de mayor provecho puede resultarnos prestar atención, mas bien, a la identificación de este economista delirante, devenido por un horrible albur en nuestro Presidente, nada menos que con una figura bíblica: Moisés.

Según Milei, Moisés es “el mayor héroe de la libertad de todos los tiempos”, y opina sin rubor que cualquiera que lea el libro de Éxodo ha de convertirse en “un talibán de la libertad”. Pero por fuera de estas frases altisonantes, lo que para nosotros resulta interesante es que la figura de Moisés con la que está fijado Milei nos permite pensar acerca de la noción de libertad que propone y sustenta el ideal libertario al contrastarla con la de otro patriarca bíblico: Abraham.

Sería irresponsable confrontar a Moisés y Abraham, por supuesto, como si uno fuese más importante que el otro. Ambos cumplieron roles fundamentales dentro del drama bíblico, y se enfrentaron seguramente a las mismas dificultades propias de los hombres de fe. Pero mientras Moisés encaró la liberación de un pueblo hebreo esclavizado por los egipcios, Abraham fue el protagonista de un acontecimiento a partir del cual el pueblo hebreo nace y adquiere, al menos en teoría, una identidad completamente diferente a la de cualquier otro.

La libertad que ambos patriarcas ejercieron en sus respectivas misiones admiten ser clasificadas entonces de distinta manera. La de Moisés es una libertad que sigue una lógica de lo posible pues, si bien se requiere de mucho valor para encarar esa epopeya, el resultado entra dentro del marco de lo que puede llevarse a cabo. La que Abrahán inaugura, por el contrario, bien puede ser calificada como abrevando en una lógica de lo imposible ya que su resultado no está dentro de lo previsible y, por lo tanto, el valor que exige sintonizar dicha libertad no es propiamente de este mundo.

En lugar de cuestionar el alineamiento con lo que Milei llama ‘mundo libre’, en consecuencia, o sospechar la autenticidad del misticismo que a él lo anima, la propuesta de estos tiempos es transitar un largo, detenido y riguroso examen acerca de lo que esté contemplado en una lógica imposible de libertad. Y el estudio minucioso de la figura de Abrahán habrá de ser para ello muchísimo más útil que cualquier confrontación ideológica, ya que tomar partido por el bando contrario al que apoya el gobierno en el lejano y completamente extraño conflicto en Medio Oriente no importa tanto como prestar atención, mas bien, al corazón mismo de la práctica militante siguiendo esa misma lógica imposible de una libertad abrahámica, que no toma nunca al otro como antagonista sino como a nuestra única y verdadera patria.



2- La parábola del Hijo Pródigo narra que éste pidió la mitad de la herencia a su padre para pronto dilapidarla, motivo por el cual se vio necesitado a trabajar con quien lo redujo prácticamente a la esclavitud. Pero como él recordaba que los empleados de su padre vivían en mejores condiciones a las que se había visto reducido, decidió volver a pedirle humildemente trabajo y fue recibido por su progenitor con los brazos abiertos. El final de la historia no es sin embargo tan relevante como ese momento tan especial en que, sin mediar la certeza sobre la bondad de su padre, ni el valor del reconocimiento de su error, descubre que no está obligado a permanecer en su situación. Es decir, que tiene la capacidad de iniciar libremente una nueva cadena de hechos dado que él, un ser humano, no es precisamente un hecho ya determinado sino, de manera señalada, un ser que se define por su potencia y su esencial indeterminación.

La moraleja que extraen de esta parábola las tradicionales interpretaciones moralistas, tanto de la religión como de la política, apuntan a ensalzar no solo el arrepentimiento y el rechazo al despilfarro sino, por sobre todo, a una concepción de la libertad comprendida como capacidad de elección racional que, casi siempre, se dirime mediante el cálculo entre costo y beneficio. Esta parábola, sin embargo, así tanto como la de la Oveja Perdida o la de la Moneda Extraviada, admite una lectura más sutil que supone otra concepción muy diferente de la libertad ya que da cuenta del valor que para Dios tiene el descarriado, el díscolo y en definitiva, el apartado de la ley.

Mientras la interpretación clásica, basada en una concepción restringida de la liberad, reduce estas parábolas a simples explicaciones que daba Jesús a quienes le reprochaban tener pecadores como seguidores, este protagonismo que le otorga al marginal en sus enseñanzas tiene un sentido profundo que va mucho más allá: Jesús está queriendo constantemente mostrar también que el descarrilamiento, obviamente común dentro de la perspectiva cristiana a toda la humanidad, es algo que merece ser puesto de manifiesto porque resultaría, una vez admitido, lo que nos permite, de alguna extraña y paradójica manera, dar con nuestro también extraño, paradójico y esencial poder ser.

Por supuesto, cuando del cristianismo la cristiandad hizo paulatinamente un mensaje edulcorado para con los descarriados, sin embargo, convirtiéndose por último en una prédica hipócrita por la tolerancia y la solidaridad, el fariseísmo se le coló por la puerta de atrás y, un mensaje cuyo cometido fundamental resultaba enseñarnos el camino angosto siempre al borde de la caída derivó, insensiblemente, en el camino ancho que lleva a la perdición, poniendo al pecado y a la salvación, otra vez, como instancias independientes y ya dadas de una vez y para siempre.


3 - Quien lee La Biblia no puede dejar nunca de preguntarse qué clase de 'pueblo elegido' era el israelita cuando, de manera sistemática, sorprendentemente traicionaba a su Dios. Utilizándolo como argumento para justificar su propio discurso, la lectura moralista tradicional aprovecha a hacer de ello el núcleo de su propia cruzada y termina ocultando así, de forma aviesa, una cuestión que se encuentra ya presente en las propias escrituras hebreas y luego, en el Evangelio, resultará central: una concepción de lo sagrado que, en lugar de ofrecerse como fundamento de una organización política se manifiesta, al revés, fundada ella misma en lo político.

Que lo sagrado no resulte ya fundamento, sino fundamentado en lo político, es algo que no sólo cambia radicalmente esa comprensión tradicional de lo social como instancia suprema de validación para todas las problematizaciones morales sino que, para empezar, señala ni mas ni menos la única manera como puede hablarse de un pueblo apropiadamente de Dios. Y Temor y Temblor, de S. Kierkegaard, tiene tácitamente semejante problema como su asunto pues, tomando de excusa o fuente de inspiración la emblemática escena, por todos conocida, en la que Abraham acepta ofrecer en sacrificio a su hijo Isaac, su filosófica indagación logra poner así en evidencia una concepción política de la fe ocultada expresamente en la cristiandad.

Las preguntas que nos plantea la escena bíblica más emblemática pueden reducirse, respetando el espíritu de la reflexión kierkegaardiana, a la primera de las tres que se plantea Temor y Temblor: “¿es posible suspender teleológicamente la moral?”… Es decir: ¿puede uno ser amoral en aras de un fin superior?... Como el acto que realiza Abraham resulta obviamente, y como mínimo, bastante cuestionable, uno puede leer esta pregunta que se formula Kierkegaard cumpliendo una función meramente retórica: si la fe resulta de suspender la moral, la respuesta habría de ser que en teoría sería entonces posible. Sin embargo, sospechar de ella y considerarla una pregunta capciosa puede resultar de provecho ya que todo el problema de la fe, de alguna manera, podría decirse que consiste y se resume para Kierkegaard en prestarle debida atención.

En relación a la escena que protagoniza Abraham, se puede livianamente interpretar como tema principal a consideración la necesidad de aprender a discriminar en qué sentido su acto puede distinguirse de un intento de asesinato y, en esta línea, qué justificación halla Kierkegaard entonces para que la obediencia a Dios no pueda ser confundida de esta manera con una cuestión penal. Es una lectura que sin dudas el texto permite y que incluso parece avalada al reconocer el propio Kierkegaard lo riesgoso que resulta, éticamente hablando, que cualquiera tome entonces como ejemplo esta escena y de manera irresponsable mate a su hijo considerándolo como un sacrificio a Dios. El punto, sin embargo, no parece ser únicamente éste.

La cuestión sobre la que Kierkegaard reflexiona no es tan sólo, ni principalmente, cuándo matar resulta un asesinato y cuándo, en cambio, efectivamente un sacrificio. Si así fuera, su planteo permanecería en ese ámbito, propiamente moral, donde lo único que importa es tener un criterio de lo que está bien y lo que está mal para así poder juzgar, medir y etiquetar actos propios o ajenos. Lo que realmente ocupa a Kierkegaard, en cambio, es poner de manifiesto una transgresión previa, que puede derivar o no en un asesinato pero sin que eso resulte algo que la afecte esencialmente, ya que lo que lo importa destacar es el paradigma tan especial que resulta de suponer así, a lo particular, por encima de lo general.



4 - La respuesta a la pregunta kierkegaardiana sobre la posibilidad de una suspensión de la moral como condición de la fe es una que cabría ser respondida afirmativamente, pues Abraham pudo evadirse por un momento del juicio de los demás y logró así cumplimentar un mandato. Pero, como Abraham se pone, éticamente hablando, decididamente del lado del mal, no ya sólo por haber tenido intención de matar realmente a Isaac, sino por haber encarnado lo que cualquier sociedad civilizada condena, a saber, que alguien se ponga por encima del bien común, las cosas pueden no ser sin embargo tan sencillas.

El que Abraham haya sido elegido para hacer de su descendencia una gran nación mediante la cual serían bendecidas todas las demás naciones de la Tierra no resulta algo que puede funcionar como instancia atenuante: la pretensión de ponerse por encima de lo general es algo que fue, es y será, inevitablemente, siempre una paradoja. De modo que la respuesta a la pregunta que articula el discurso kierkegaardiano en Temor y Temblor acerca de la posibilidad de suspender la moral ha de ser también, sin concesiones, rigurosamente negada: suspender la moral es, desde todo punto de vista, propiamente imposible.

Si la suspensión de la moral fuese posible, efectivamente, la fe no sería una paradoja. Y si la fe no fuese una paradoja, Abraham sería entonces un héroe trágico más de los tantos, es decir, sólo el primero en la lista de una dinastía que funda un pueblo con un Dios al que jamás se le ocurriría traicionar porque resultaría quien efectivamente mantiene su cohesión social. El pueblo que nació de un acto imposible como el de Abraham, en cambio, es uno esencialmente disperso que hace, de su misma diáspora, una suerte de compromiso con su propia paradoja.

Abraham es el padre de la fe no porque obedeció siempre a Dios, sino porque al obedecerlo supo ser fiel al mismo tiempo al escándalo que ello mismo representaba. E Israel es el pueblo de Dios no porque sea ejemplar, sino porque resulta la apuesta de ese pueblo imposible para el cual la mediación de cada uno de los miembros particulares con el cuerpo social, aun cuando no resulte absolutamente negada de entrada, es constantemente puesta en cuestión por el imperativo de amar al prójimo de manera incondicional y no preferencial.

Sólo un pueblo que no se tome a sí mismo como una totalidad orgánica, sino como una intrincada articulación de singularidades, puede ser considerado apropiadamente ‘de’ Dios. Este mismo fue el núcleo, precisamente, y como es de común conocimiento, del contenido muchos años después del mensaje de Jesús, quien no se cansó de anunciar y advertir que su reino no era de este mundo para evitar de esta manera ser a toda costa confundido él también con un héroe trágico. Abraham eligió el camino del silencio para evitarlo. Jesús, en cambio, la proclamación a viva voz de esta concepción política de la fe ya implícita en el Israel terrenal pero que él llevó entonces a un plano propiamente espiritual a partir de ofrecerse voluntariamente a sí mismo, 
esta vez, como cordero de sacrificio.



5- Cuando no creemos en Dios pensamos que famosos personajes bíblicos como Noé, Abraham, Moisés o Isaías, para no hablar de Jesús mismo, poseen una conexión con lo sagrado que los anularía como seres singulares, e imaginamos su vida de servicio, en consecuencia, como resultado natural de una voluntad que se identifica sin fisura con la de cierta instancia que rige despóticamente. El genio de Kierkegaard es haber refutado esta concepción metafísica de la fe mediante un personaje como el de Johannes de Silentio quien, presentándose como el escritor ficcional de Temor y Temblor, hábilmente se define a sí mismo como un libre pensador capaz de comprender que las cosas de la fe no se presentan de esta manera ciega aun cuando, en definitiva, él se reconoce como alguien incapaz de creer.

Temor y Temblor es un texto que, en la superficie, se lee como una reflexión sobre un capítulo de un libro de La Biblia: Génesis 22. Pero lo que allí se nos presenta, sin embargo, es una novedosa concepción de la fe mediante la cual no sólo el patriarca Abraham resulta a nuestros ojos humanizado, sino que la cuestión misma de lo que significa creer en Dios deja de resultar algo completamente enigmático. A pesar de su escabroso título, el texto Temor y Temblor resulta entonces uno donde la situación, a todas luces excepcional, de un padre sacrificando a su hijo se convierte, básicamente, en el intento de hallar una respuesta a la pregunta que quizás todos, aunque más no sea por mera curiosidad, nos hemos hecho alguna vez: “¿Qué significa creer en Dios?”

Cuando suponemos que para creer en Dios deberíamos tener como mínimo una idea de lo que él representa, compartimos el axioma meramente intelectual del que parten los intentos de demostración de la existencia de Dios que, basados en ese argumento llamado ‘ontológico’, concluyen que todo lo que podemos pensar tiene que existir. Para Kierkegaard, sin embargo, cualquier prueba de la existencia de Dios carece por definición completamente de criterio: a la persona sin fe no alcanza a convencerla, y a la persona de fe lo único que logra es aferrarla falsamente a una concepción de lo sagrado basada en la autoridad. Por eso, la pregunta por lo que vivencialmente significa creer en Dios ha de tener, siguiendo la indicación de Kierkegaard, una indagación implícita sobre lo sagrado como punto de partida que sería indicado intentar explicitar.

¿A qué concepción de lo sagrado nos invita para Kierkegaard entonces la fe?... La respuesta que él halla en el versículo 22 del Génesis es que poder creer en Dios no significa obedecerle sino algo que, curiosamente, nos recuerda inmediatamente un slogan que identifica para todos al mayo francés: pedir lo imposible. Lo que llama entonces la atención en el núcleo del concepto kierkegaardiano de lo sagrado es esta curiosa amalgama entre la fe y algunos levantamientos sociales actuales que se presentan, y al mismo tiempo se precian, de resultar absurdos.

Hoy ha quedado a la luz que toda revuelta contra el sistema puede verse como la repetición de una puesta en escena que sólo un acto propiamente revolucionario vez tras vez resucita: la apuesta sin cálculo ni medida. Pero si bien todo acto revolucionario parte de la sabia consideración de que la única forma de ser realistas es pedir lo imposible, no todo pedido de lo imposible ha de resultar siempre sin embargo revolucionario. Esta distinción es necesaria hacerla no sólo para distinguir los actos revolucionarios de los que no lo son sino para descubrir la valía, incluso, de acontecimientos que tal vez por su propia característica resultan infantiles, torpes e inútiles desde y para los valores del mundo. Porque pedir lo imposible sólo resulta propiamente revolucionario, para el Kierkegaard que nos habla en boca de Johannes, en tanto y en cuanto supone haber muerto previamente para el mundo.

Quien no ha muerto para el mundo sólo puede pedir el falso imposible que el mundo tenga, previamente, ya prefijado como en cierta forma posible. Lo propiamente imposible, en sí mismo y como tal, a quien no ha muerto para el mundo le resulta, por lo tanto, algo que ni siquiera desconoce que no conoce. Por eso Kierkegaard rescata en cambio siempre en sus textos la figura del melancólico, es decir, de ese ser humano para el cual eso imposible que el mundo puede ofrecerle ya no le va ni le viene y, en consecuencia, sólo puede pedir una cosa: la pasión de la posibilidad. Pero para que dicha pasión nazca se requiere un paso que ningún melancólico está dispuesto por sí mismo a efectuar: dejar de creer en la posibilidad en el sentido más mundano de la palabra. ¿Y cómo podría dejar de creer en ella quien la toma, engañado, como su única tabla de salvación?

Morir para el mundo o, lo que en la práctica viene a resultar exactamente lo mismo, poder creer en Dios, consiste entonces en dejar de creer en la posibilidad para poder así, finalmente, creer en lo imposible. Poder creer en lo imposible en virtud del absoluto abandono de toda posibilidad mundana: éste es el corazón de la enseñanza que nos deja la historia de Abraham, quien habiendo ya dado por perdido a Isaac nunca dejó sin embargo de querer volver a encontrarlo practicando esencialmente, de esta manera, ese movimiento característico de la fe por el cual la afirmación de la vida se hace efectiva sobre el manto mismo del absurdo.

Aun cuando la fe y la revolución sean dos palabras históricamente sin un espacio compartido donde armonizarse, más que para evocar, por supuesto, el fantasma justamente temido de los fundamentalismos del color que sean, la concepción de lo sagrado implícita en la fe que propone Kierkegaard podría asombrosamente convertirse hoy entonces, sin embargo, en el espejo que mejor refleje un siglo, como el nuestro, que marcha en caída libre a una catástrofe social y ecológica sin que podamos aún, claramente, ofrecer como alternativa otra cosa que nuestra melancólica reserva hacia un estado de cosas considerado irreversible.



6- Son muchos los pensadores contemporáneos que han llamado la atención sobre el verdadero formateo que sufre el individuo en nuestra sociedad y han advertido, en consecuencia, la necesidad imperiosa de evadir este yugo invisible. Pero resulta obvio que ninguno se animó a señalar, como Kierkegaard, la superación de este estado de cosas como un deber ni, por supuesto, muchísimo menos como un deber para con Dios.

Si la temática planteada en su obra Temor y Temblor resulta no sólo sumamente actual, sino que ofrece una vía de solución tan llamativa, conviene para su análisis desdoblarla. En este sentido, es apropiado preguntarnos, en primer lugar, si sería correcto hablar técnicamente de un 'deber' cuando se trata de un mandato que no se reconoce fundado socialmente. Y en segundo lugar, si resultaría Dios, en todo caso, y sobre todo en qué sentido, un verdadero fundamento.

Con respecto a la cuestión de un deber de carácter religioso, preciso es advertir que, tal como ocurre con el moral tiene, en tanto mero deber, también su lógica pretensión de universalidad: es lícito pensar que en el reino de Dios, por ejemplo, dicho deber regiría supuestamente para todos los hombres y para todos los casos. De manera tal que aquello contra lo que se levanta Abraham no sería entonces tanto la universalidad de lo general sino, mas bien y solamente, contra el específico criterio por el cual dicha universalidad se determina y manda obrar de tal modo - como dice I. Kant - que la humanidad, ya sea en nuestra persona como en la de cualquier otra, siempre resulte un fin y nunca simplemente un medio. Pero para comprender la transgresión de un deber no relativo a la humanidad quizás no alcance, sin embargo, con reemplazar este criterio por otro, y en ello residiría tal vez esa diferencia, sutil pero esencial, que permitiría distinguir, en y a partir de Kierkegaard, lo sagrado de lo profano.

Y con respecto a la segunda cuestión, que se pregunta acerca del tipo de fundamento que supuestamente nos ofrecería Dios, conviene tomar en cuenta que quien se presenta como el sujeto de enunciación de Temor y Temblor es Johannes de Silentio, un hombre que entiende el carácter transgresor de la fe pero que no puede - por más que dice intentarlo - pasar a la instancia de una resignación infinita: él mismo, en lugar del propio Abraham, se ofrece por tanto como el auténtico protagonista de este texto para sus lectores. Porque Johannes quisiera, dice, pero no puede… Mas, ¿qué es entonces lo que él no puede?: en primer lugar, claramente lo que no puede es dejar de fundar su resignación en una instancia universal que opere como garantía. De esta manera, tal vez, a lo que él no esté aún dispuesto es mas bien a desfondarse por completo o, lo que es lo mismo, a resignarse infinitamente, sin tener algo o alguien que asuma la responsabilidad del sacrificio de su interés personal.

A Johannes le resulta bien evidente que, al revés de Agamenón y Creonte, esos conocidos héroes de la Grecia clásica que haciendo tripas sus propios corazones sacrifican, respectivamente, a Ifigenia y a Antígona en nombre del ‘interés común’, para un patriarca bíblico como Abraham la resignación no tiene y no podría tener ese mismo interés como fundamento. Pero ¿cabría concluir que, para Johannes, el padre de la fe acaso tiene un fundamento diferente o, más bien y simplemente, deja abierta la opción de que carezca para él de todo fundamento, sin embargo, con lo cual no sólo sería equivocado suponer a la esfera de lo sagrado como una suerte de garantía para el hombre de fe, sino que resultaría ella misma apropiada y absolutamente desfondada?

Las nociones de ‘absurdo’ y ‘paradoja’ que se utilizan hasta el cansancio en Temor y Temblor no dejan ninguna duda al respecto: ponernos por encima de lo general, tal como la fe exige, carece por completo de fundamento. De modo tal que, cuando el texto nos habla de esa relación absoluta con lo absoluto, propia del hombre de fe, lo hace seguramente en el sentido, también absurdo y paradójico, de ese enfoque existencial que Kierkegaard inaugura y por el cual resulta académicamente reconocido. Y lo mismo cabe por supuesto decir de la fórmula del deber absoluto mismo con que dicha relación se expresa, puesto que poco o nada tendría entonces que ver con esa concepción del deber moral que rige al hombre cuando no tiene otra fe que su lazo la humanidad sino que, al revés, deja en su caso al hombre sin comunidad ni certezas y termina arrojándolo al exilio de sí mismo.

Siguiendo las propias indicaciones del narrador-protagonista de Temor y Temblor, y sacando las conclusiones qué él mismo, sin embargo, no se anima a extraer, su propia pregunta por la posibilidad de un deber absoluto cabe ser leída entonces como una por el camino para burlar, antes bien, un deber relativo a esa humanidad que, como última beneficiaria de nuestra acción, resultaría el criterio de discriminación de toda acción éticamente reconocida. Porque lejos de implicar un deber cuya obligación no puede de ninguna manera ser evitada, lo propio de un deber que se reconoce absoluto, como el que liga en cambio a Abraham con su Dios, se revela de esta forma, en definitiva, como el tácito imperativo de liberarse de una sujeción a la normatividad social que tienta constantemente a la persona para impedirle constituirse en propiamente responsable.

Por más que lo absoluto propio del deber para con Dios resulte definido por Kierkegaard, en boca de Johannes, como lo que no admite mediación alguna, sería poco apropiado considerar entonces que una relación con lo absoluto debiera ser por ello de naturaleza inmediata. Lo absoluto, para Kierkegaard, lejos de ser resultado de un devenir inmanente de naturaleza dialéctica, acusa las notas, antes bien, de una trascendencia radical, de manera que la relación con esta trascendencia no puede ser adecuadamente descripta sino como esa relación sin relación que se da y no puede no darse ante lo radicalmente otro.

No es sólo por no precisar pasar por lo general, entonces, que la relación sin relación con este absoluto no admite mediación, sino porque la necesidad de poner en evidencia y constantemente en acto su diferencia con lo profano resultará, incluso y sobre todo, aquello que propiamente defina a la universalidad desfondada y desfondante de un deber sagrado.


martes, 2 de abril de 2024

LO POLÍTICO Y LO SAGRADO


"La presencia del otro (...) se revela plenamente sólo si el otro, por su parte, se asoma también él mismo al borde de su nada, o si cae en ella (si muere). La comunicación sólo se establece entre dos seres puestos en juego: desgarrados, suspendidos, inclinados ambos hacia su nada" G. Bataille

 



7- Ateología política

El intempestivo intento que llevó a cabo G. Bataille de reemplazar la tradicional categorización política de izquierda y derecha por la de sagrado y profano tiene hoy toda vigencia. Pero aun hoy, como si estuviésemos en los tiempos de la Ilustración, se esgrime a lo profano sin embargo cual bandera contestataria, y el desarrollo de un marco heurístico capaz de evadir esas interpretaciones que nos imposibilitan abrirnos a una nueva rebeldía resulta más imperioso ahora que nunca.

Resulta adecuado definir la propuesta contenida en la Revista Acephale como una antropología existencial, pero también sería igualmente correcto describirla más sutilmente como una indagación sobre lo sagrado o, desde una estricta conceptualización materialista, incluso, como nueva formulación revolucionaria. Pero cualquiera de estas calificaciones cabría perfectamente si no fuera porque ninguna de ellas, en realidad, la agota sin embargo en sí misma.

Cuando lo individual no resulta suprimido en aras de lo colectivo ni, viceversa, lo colectivo abandonado o subordinado a lo individual, la línea divisoria entre las distintas disciplinas que abordan lo humano se desdibuja naturalmente. Y ello sucede porque, por encima de todo, estamos entonces ante una propuesta que, de forma deliberada, excede lo estrictamente intelectual y se aviene, por fin, a dejarse atravesar por la vida.

De alguna manera, y a modo de aproximación informal, podría decirse que Acephale resultó una comunidad nietzscheana, aunque no en el sentido restringido de que sus miembros fuesen meros lectores de Nietzsche sino, más bien, porque quienes la conformaron fueron personas que se reconocían a sí mismas como sus amigos. Pero afirmar que se es amigo de Nietzsche es algo que no sería distinto en este específico caso que decir ‘enemigo’, ya que la comunidad con alguien como Nietzsche implica someterse inevitablemente, como ya señalara J. Derrida años más tarde, al peligroso ‘quizá’.

Los amigos de Nietzsche carecen de toda certeza, y su comunidad adolece o se nutre de esta misma insustancialidad. Una comunidad nietzscheana jamás sería, entonces, una que tomase simplemente a Nietzsche como fundador. En primer lugar porque sería alguien que ya ha muerto, pero principalmente porque antes de morir Nietzsche ha perdido literalmente la cabeza, encarnando de esta manera la tragedia misma de la existencia con un rigor y una radicalidad extremas. De modo tal que la comunidad nietzscheana que los miembros de Acephale expresarían no tiene mas fundamento que ese propiamente inventado por cada uno de ellos, en toda oportunidad, al donarse a sí mismos.

Esta misma falta de verdadero sustento, precisamente, será lo que implícita aunque inevitablemente constituirá la preocupación teórica principal de los pensadores acefálicos, y si escriben y debaten acerca tanto del fascismo y de la democracia, como de Dionisio o de la muerte de Dios, no resulta entonces sino una forma de dar vueltas en torno a un modo de ser en común alternativa que sólo tiene a la responsabilidad como principio.

El que Nietzsche haya de ser defendido, y su propuesta distinguida por ellos sobre todo respecto de la fascista predominante en su tiempo, resulta así apenas el pretexto para pensar, desde él y a partir de él, algo que él mismo sin embargo no pensó de manera expresa: una universalidad trágica. De modo que estos amigos de Nietzsche se animan a hablar en su nombre como forma de religar, de alguna manera, lo que ya ha efectivamente estallado en pedazos, puesto que el desafío que Nietzsche dejó a los filósofos del porvenir como legado consiste en pensar las condiciones de posibilidad de una comunidad para la cual Dios haya efectivamente muerto.

Así como veinte años antes C. Schmitt había demostrado, en su Teología Política, que los conceptos políticos resultaban conceptos teológicos secularizados, también puede decirse, siguiendo esta misma línea, que el grupo reunido en torno a la Revista Acephale se propuso formular una ateología política. Porque lo que está en el centro de la discusión para una comunidad de tipo nietzscheana no resulta tanto el problema de que eventualmente tenga o no tal o cual jefe, ni cuáles hayan de ser mas o menos sus leyes sino, por sobre todo, el original tipo de universalidad que sea posible entonces considerar – si es que la admitimos en todo caso como posible – cuando la universalidad misma, o al menos la modalidad con que la conocíamos desde Dios, resulta puesta en cuestión.

La paradoja que permite apostar por esta nueva universalidad es que lo sagrado sólo puede entenderse a partir de la muerte de Dios porque, desde una perspectiva acefálica, con lo sagrado se expresaría en primerísima instancia la imperiosa necesidad de recuperar, para lo político mismo, esa responsabilidad potencialmente capaz de reemplazar un fundamento desaparecido. Pero es importante resaltar que la manera como los miembros de Acephale elaboraron teóricamente dicho reemplazo, sin embargo, no resultó siempre la misma para todos ellos, ya que el proyecto de una sociología sagrada exige un grado de intensidad que, traducida en una aceptación gozosa de la muerte, sólo G. Bataille se permitió llevar al límite de lo posible.



8- Concepto político de lo sagrado

Los nombres que siempre escuchamos al analizar las características de lo sagrado son el de R. Otto con su concepto de lo ‘numinoso’ (La idea de lo santo, 1917) y el de M. Eliade con su idea de la ‘hierofanía’ (Tratado de historia de las religiones, 1949). Pero el de G. Bataille y su concepto de ‘soberanía’ (La parte maldita, 1949) amerita también para formar parte con idéntico prestigio del grupo de grandes pensadores que durante el pasado siglo se esforzó por introducirnos en eso que, a grandes rasgos, podemos describir como aquello que nos excede y frente a lo cual hallamos que nuestro ser alcanza, sin embargo, una integración existencial ya casi olvidada en nuestra civilización.

Otto y Elíade, junto a pensadores justamente famosos como C. Jung, principalmente, pero también como J. Campbell, R. Wilhelm, G. Scholem, E. Neuman y muchos más, formaron parte del prestigioso ‘Círculo Eranos’ que se reúne desde 1933 hasta la fecha para compartir pareceres sobre religiones comparadas desde el punto de vista de la psicología profunda y el mundo simbólico. Bataille, en cambio, que se sepa nunca compartió sus célebres reuniones ni debatió con ninguno de ellos porque pertenece a una tradición, de origen estrictamente sociológico-político que, aun cuando resulta posible rastrearla desde A. Comte y M Weber, comienza de manera formal y explícita con E. Durkheim (Las formas elementales de lo religioso, 1912).

Cuando habitualmente pensamos la relación entre lo político y lo sagrado lo hacemos, sin duda, en los términos de una ecuación por la cual lo sagrado aparece siempre en una posición de fundamento mientras que lo político, en cambio, resultaría incapaz de fundarse a sí mismo. Esa es obviamente la postura iluminista ya clásica que, recibida a través de las versiones de L. Feuerbach y C. Marx, nos hace adjudicar automáticamente a lo sagrado el papel de una mentira que tiene la función de legitimar y sostener gobiernos totalitarios. Pero Durkheim y sus discípulos de la escuela sociológica francesa (entre quienes se encuentra M. Mauss, con su fundamental Ensayo sobre el don, 1924) realizan, en cambio, esa novedosa operación inversa por la cual lo sagrado resulta fundamentado por lo político.

En lugar de abordar lo sagrado a partir de lo sobrenatural, como un conocimiento no científico, Durkheim entiende específicamente sacras, en cambio, a todas las formas de creación social: las tradiciones, los símbolos compartidos y los sentimientos comunes. Y si bien a lo sagrado lo considera opuesto a lo profano, más ligado este último a lo individual, ambos términos se hallarían en estricta relación para su escuela: lo que califica para él como sagrado no se concibe nunca en sí mismo de forma aislada dado que resulta siempre una interdicción respecto de lo profano, y es sólo por intermedio de dicha interdicción como lo social adquiere entonces propiamente entidad.

Esta consideración sagrada de lo social, que para Durkheim resulta propia de las sociedades arcaicas, es justo lo que Bataille entenderá sin embargo que una sociedad como la actual, que se concibe siendo ni tan siquiera una desangelada sumatoria de partes, sería tan deseable recuperara. Al mismo tiempo, eso mismo resulta también algo que el fascismo, por supuesto, parecía en su mismo momento haber comprendido a la perfección, motivo por el cual el objetivo de Bataille y su grupo Acephale - dentro del cual encontramos, entre otros, a R. Callois y M. Leiris - consistió en hallar la exacta y precisa manera de cuestionar las bases de la democracia burguesa que, al mismo tiempo, resultase capaz de distanciarse, sobre todo y de la manera más urgente, tanto del fascismo como del propio stalinismo.

Además de publicar la Revista Acephale, este grupo se caracterizó por un brazo esotérico que, con rituales e iniciados, formó parte del folclor de las vanguardias artísticas de principio de siglo y terminó su efímera existencia con la ocupación nazi. El propósito original de con-sagrar la comunidad a partir de un nuevo mito que, en su versión tanto exotérica como esotérica, había consistido la insólita razón de ser de Acephale, comenzó a resultar a sus miembros entonces un objetivo infantil, cuando no ya demasiado cercano incluso al fascismo y al stalinismo. Con el enemigo nazi a las puertas, descubrieron finalmente que su intento de contagiar a una sociedad indiferente y atomizada desde una comunidad secreta no hacía otra cosa que reproducir aquello mismo contra lo cual pretendían oponerse: la masificación y homogeneización del mundo servil de la democracia liberal.

Bataille llegó a la conclusión así de que la pretensión de completar a la escuela francesa de sociología con el sugerente mito del hombre acéfalo seguía, en tanto mito, todavía fiel a un concepto de lo colectivo sanguíneo y cerrado en sí mismo. Y por eso el Bataille que realmente nos interesa actualmente, en todo caso, es el que surge entonces a partir de la crisis personal que supuso para él este mismo primer fracaso, constituyendo la superación de dicha crisis el asunto fundamental de su primera obra: La experiencia interior. Fue preciso que Bataille abandonara todos sus anteriores amigos y conociera en 1940 a M. Blanchot, por lo tanto, para que diera comienzo a un concepto de lo sagrado con fisonomía propia.

En realidad, el cambio de perspectiva de Bataille a partir del ’40 respecto del papel del mito dentro de lo sagrado resulta paralelo a la profundización que opera, al mismo tiempo, su concepto sobre la comunidad. Es que una cosa va ligada con la otra para él, y en esto reside por supuesto la riqueza de su planteo. Porque, si bien en el período de entre guerras lo sagrado venía a cumplir, dentro del empeño teórico baitailleiano, casi solamente una función específica dentro del ámbito de lo político, luego de la segunda guerra será lo político mismo lo que constituya, mas bien, una forma de sintonía con lo sagrado, y ya no meramente teórica entonces sino profundamente vivencial. Es justamente esta concepción vivencial de lo político, entonces, lo que le permitirá abrir la dimensión política de lo sagrado.



9- Soberanía y transgresión

Evocando sólo a lo ‘numinoso’ o lo ‘hierofántico’ no alcanzamos a dar plena cuenta y de manera vívida cómo lo sagrado impregna, en definitiva, un paradigma político. Porque, aun cuando dichos conceptos califican acertadamente por supuesto determinadas vivencias, se limitan a describirlas siempre objetiva y externamente y, sin preocuparse demasiado por la intimidad del asunto en cuestión, poco o nada profundizan en el modo por el cual concebimos, por ejemplo, al encuentro con el otro como sagrado. Con la mano en el corazón, en cambio, Bataille se hace y nos hace tácitamente la misma pregunta siempre como punto de partida: ¿qué circunstancias están implicadas en la posibilidad de dejar de ver al otro, según el modo profano habitual, como aquel que expresa un mero límite a nuestra libertad?

Cuando desde un paradigma político calificamos algo como sagrado no sólo dejamos a un lado el criterio de autoridad tradicional sino, por sobre todo, esa concepción también tradicional por la que tanto en el paganismo como luego en la cristiandad lo sagrado terminó siendo sustancializado, ya sea de manera terrena o celeste. Mucho más cercano para nosotros resulta, desde un paradigma que toma como centro la vida, comprender lo sagrado a partir de un concepto como el de ‘ceremonia’, por ejemplo, que si bien posee los rasgos del ritual también y sin tanto rigor supone, sin embargo, un alcance muchísimo más abarcador en el tiempo tanto como en el espacio. Pues cuando alcanzamos a describir a lo sagrado como una ceremonia, notamos que se nos ofrece como esa vivencia que no puede definirse sino agonísticamente, dado que supone finalmente de nuestra parte un decidido acto de soberanía: sólo así es como lo sagrado y lo político se descubren, finalmente, conceptos que se implican de manera mutua.

La idea de la transgresión resulta clave para entender la soberanía porque lo que en definitiva está en danza, junto a ella, es el misterio implicado en lo sagrado. El punto a tomar en cuenta, y muchas veces pasado por alto, es que poner la vida al centro supone una transgresión. Sólo resulta soberano entonces quien transgrede, aunque no se infiere directamente de ello, obviamente, que cualquier transgresión sea por supuesto soberana. Toda la filosofía de Bataille gira en torno a esta idea, por demás compleja, según la cual el hecho de que una acción resulte producto de una decisión no alcanza para definirla soberana (tal como suponía C. Schmitt en su Teología Política, 1922): un acto sólo es soberano para Bataille recien cuando, en última instancia, no resulta efectuado por un sujeto. Es decir, y de manera evidentemente aporética, un acto sólo es soberano cuando no es producto de una deliberación racional interna en cuanto a fines.

Siempre la transgresión subyace a la noción de soberanía. Pero si la soberanía había sido pensada previamente por Schmitt como un estado de excepción a la ley, estado que resulta condición, a la vez, de cualquier futuro imperio de la ley, Bataille en cambio pensará la soberanía como un estado de excepción incluso de la ley en sí misma, esto es, y más sencillamente, a partir de la fiesta como la única verdadera transgresión contra el mundo del trabajo, la apropiación y la conservación. Al ser el ámbito por excelencia del gasto improductivo, la fiesta y el sacrificio forman entonces para él un binomio inseparable mediante el cual se nos brinda ese marco interpretativo de lo sagrado que descubre, en consecuencia, una nueva dimensión del vínculo entre los seres humanos.

La distinción que aparece entre una comprensión sagrada de lo político - el primer intento de Bataille - y, en cambio, esta novedosa comprensión política de lo sagrado, que resumiría su obra de mayor talla filosófica, sólo alcanza a separarse con una línea muy tenue. Pero es importante dibujarla al menos metódicamente porque, a partir del desencuentro que resultó finalmente Acephale, Bataille sólo podrá pensar a lo sagrado teñido por la novedosa categorización de la ‘ausencia’, una noción transgresora contra toda sustancialización que lo lleva, más que a cambiar el objeto de sus análisis, a enfocarlos de otra manera. Tanto es así que, en lugar de mito y comunidad, en adelante sólo escribirá sobre el 'mito de la ausencia de mito' y 'la comunidad de la ausencia de comunidad', constituyendo ellos entonces los tópicos más característicos de su pensamiento.



10- El papel de lo sagrado

A esa sociabilidad basada en una noción de soberanía restringida que se sostiene básicamente en la defensa de la propiedad privada y que, a su vez, sostiene la legitimidad de la expropiación, Bataille le opone eso que él llama una 'ausencia de comunidad' porque su propio y novedoso concepto ampliado de la soberanía no se sostiene ni sostiene ya absolutamente nada: y tan así que la misma consumación de la sociedad, y su consiguiente disolución, resultan sus aspectos constitutivos. Esta noción de soberanía ampliada se corresponde, entonces, con una comunidad que no puede proclamarse jamás como tal ya que no sólo carece de todo fundamento sino que, precisamente, hace de esta falta de fundamento su misma razón de ser. En otras palabras, podría decirse que lo sagrado para Bataille no es entonces sino la ratio essendi de esta ausencia de comunidad y, a la vez, la ausencia misma de comunidad es la ratio cognoscendi de lo sagrado.

La dimensión política de lo sagrado de Bataille resultó, en última instancia, una emancipación explícita de la concepción tradicional de lo político que abrió la puerta a un pensamiento político posfundacional. Lo que vincule a los seres entre sí no se ofrece ya, para esta nueva dimensión política, como una transición clásica del caos al cosmos: esta flecha de la creación era propia del ámbito del trabajo y de la técnica, pero la creación característica al ámbito de lo sagrado se concibe artísticamente y, por lo tanto, ni el cosmos es algo que niega ya ningún caos ni el desorden primitivo mismo resulta suprimido ya sin mas por ningún orden superior. Es dicha convivencia misma del desorden con el orden, o esta afirmación del desorden por parte del orden, lo que mejor caracteriza a lo sagrado comprendido políticamente, entonces, pues en lugar de suponer para él un plano trascendente hace de la trascendencia misma, de alguna manera, una transgresión infinita.

El ámbito de lo sagrado rompe para Bataille esos firmes puntos de apoyo de los que tiene tanta necesidad un tiempo concebido, todavía espacialmente, como una sucesión de presentes que se unen cual eslabones de una cadena, y la transgresión de tipo sagrada que él propone consiste en hacer de la ausencia como tal, entonces, su más propio elemento: ausencia de origen, por un lado, pero también ausencia de final, que en definitiva es una ausencia de Dios y finalmente remite a una ausencia de toda presencia, puesto que la presencia es a lo que en verdad vivimos aferrados al apartarnos de lo sagrado. No hay origen ni final para el tiempo sagrado. Sólo al tiempo profano de la técnica le resulta indispensable ubicar con precisión a uno y a otro pues, en el dominio de su negatividad, las cosas que son precisan dejar de ser lo que eran para poder ser.

La pregunta siempre latente a través de toda la temática acefálica - al menos para quienes buscamos afanosamente su letra chica - ronda en torno al papel de lo sagrado: a) ¿operaría como un nuevo fundamento para lo político?, b) ¿o, al revés, como eje a partir del cual se inaugura el pensamiento político posfundacional?... Estas dos opciones convivieron por un tiempo dentro del Colegio Sagrado de Sociología, y su tensión sin embargo resultó a las claras el motivo de la ruptura definitiva entre sus miembros.

La disidencia sobre cómo resolver la cuestión de fondo, así como la circunstancia de que ello explique probablemente la definitiva desaparición del Colegio, está muy lejos sin embargo de señalar un fracaso. Interpretarlo como tal resultaría no tomar en cuenta que se trata de un asunto que, más que una solución, exige ser planteado. Después de dos años de discusiones acerca del objeto y el propósito de una sociología sagrada, el hecho es que el conflicto interno acerca de esta cuestión pudo haber llegado entre ellos al máximo tolerable, seguramente, a punto tal que el último número de la Revista es unipersonal y cierra con una reflexión sobre la paradojal práctica del gozo ante la propia muerte presentada por Bataille como la forma misma que lo sagrado tomaría, necesariamente, a partir de la muerte de Dios.

El análisis de Numancia, una representación teatral basada en la obra de M. Cervantes, es el pretexto que Bataille toma para dar cuenta de una actitud sacrificial de lo colectivo que, mucho más allá de su mera connotación antifascista, manifiesta para él propiamente la pasión política como tal. Pero la ‘comunidad del corazón’, que en Numancia así se expresaría, está tan lejos de la torpeza del romanticismo como de la humildad religiosa, pues la voluntad deslumbrante del suicidio colectivo retratada allí no se reconoce para Bataille como una esperanza de beatitud eterna pero tampoco al modo de una fusión patriótica. La muerte, por el contrario, cumple para Bataille el rol de devolver a la Tierra la divina exactitud del sueño cuando se asume a la vida como un combate capaz de enfrentar la propia nada cara a cara.

Más que una asociación sin cabeza visible, la comunidad del corazón necesita ser entendida como esa en la cual todos sus miembros han perdido metafóricamente la cabeza al abrazar la muerte. De manera tal que el mero tener en común el hecho de ser mortales en absoluto explica que sus miembros formen una comunidad, sino que la comunidad ocurre por lo que sucede, por el contrario, cuando la vida es asumida a cabalidad en toda su dimensión trágica. Por eso, dirá finalmente Bataille, si sólo el miedo a la muerte explica que vivamos torpemente siempre presos del futuro y, preocupados exclusivamente por la sobrevivencia, hayamos perdido la dimensión sagrada de la vida, es preciso llegar a vivenciar que

“Lo único soberano en mí es la ruina. Y mi visible ausencia de superioridad –mi estado de ruina– es la marca de una insubordinación igual a la del cielo estrellado”

LA POLÍTICA Y EL MAL


"La existencia no es solamente un vacío agitado, es una danza que impulsa a danzar con fanatismo. El pensamiento que no tiene como objeto un fragmento muerto existe interiormente de la misma manera que las llamas"
G. Bataille

 

 1- ¿La rebeldía se volvió de derecha?

Urge entender cómo permitimos que pasara esto que hoy nos pasa a los argentinos. Pero la casi totalidad de análisis políticos publicados que podemos leer en los medios se centran exclusivamente en la figura de Milei, y perdemos un tiempo precioso deteniéndonos en sus disparates en lugar de concentrarnos en qué es lo que caracteriza, y qué es lo que proponemos, los argentinos del mal. Estamos todavía tan asustados que hasta nos resulta inactual reflexionar sobre nosotros mismos. Y cuando lo hacemos es sólo para diferenciarnos, por la negativa, de una mayoría a la que suponemos derechizada de forma irremediable.

La feliz circunstancia, sin embargo, de que los que están en la vereda de enfrente a la nuestra se hayan autodenominado como quienes están del lado del bien, resulta una oportunidad inigualable para intentar descubrir qué es lo que tanto les irrita de nuestra forma de ser y, a su vez, si es que nos atreviéramos a mirarlo a la cara, de asumir esa parte nuestra que tanto nos cuesta ver de nosotros mismos. Aun cuando reflexionar sobre el bien y el mal pareciera, en el plano de lo inmediato, servir a simple vista de muy poco, tales pintorescos planteos resultan quizás precisamente en este tiempo, entonces, el único modo posible de superar ese derrotismo cuya peor consecuencia es este repetido esquivarnos a nosotros mismos.

El problema a resolver no es interpretar la paranoia del personaje que nos desgobierna, sino explicarnos cómo es que más del cincuenta por ciento de nuestro electorado lo convirtió en presidente. Y lo primero a considerar, una vez que nos animamos a avanzar en esta dirección, es tomar al fin nota entonces que cambiar el mundo ya no es un valor de moda. Sólo podremos dejar de reclamar ese lugar del bien, que los de nuestra vereda suponemos habitar por derecho, admitiendo que ese tipo de rebeldía dejó ya de ser masivamente convocante. El esfuerzo por leer desapasionadamente nuestra realidad social nos arroja por ello a la cara la necesidad de dilucidar así, con la mayor urgencia y objetividad posible, el interrogante más feroz: “¿la rebeldía se volvió de derecha?”

Esta pregunta, que muchos nos hacemos aún sin atrevernos a formularla quizás de manera explícita, sin duda tiene que responder algo que para todos debería ser evidente: la izquierda carece hoy del prestigio que tuvo en el s. 20 y, quienes hoy se ubican a la vanguardia de la protesta contra el orden establecido experimentan en las propias instituciones, en cambio, la causa misma del ahogo cultural. Si hoy el calificativo de ‘zurdo’ se ha convertido en algo tan despectivo y ante lo cual sentir rabia al mismo tiempo que vergüenza cuando se nos aplica, responde a esa necesidad imperiosa que la mayoría experimenta hoy de hallar una salida de tipo individual y tratar de entenderla, sin resentimiento, como algo que incluso resuena también ya dentro de nosotros mismos.

La izquierda no está capacitada para abordar con ecuanimidad esta rebeldía que no tiene ahora ni a la igualdad ni a lo colectivo como principio rector, y sólo atina a insistir en su leit motiv. Encerrada desde y para siempre en esa categorización canónica de la sociedad como mero lugar de intercambio, no alcanza a dar cuenta sincera del descrédito en que cayó la vieja forma de entender la política como vía de solución a las actuales problematizaciones de nuestra existencia. De alguna manera, puede decirse que estamos por ello ante una encrucijada muy semejante a la que llegó el Colegio Sagrado de Sociología en Francia cuando, liderado por G. Bataille, intentó enfrentar al fascismo en el siglo pasado proponiendo que la izquierda y la derecha resultaban, precisamente, sólo dos formas distintas de hablar de lo mismo: la organización monocefálica de la realidad.

Tanto la izquierda como la derecha conciben a la política como guardiana del bien. El caos sería ese sinónimo del mal que la política vendría a contener y que, en última instancia, pretendería eliminar mediante una organización monocefálica de la realidad. Bataille y los demás miembros del Colegio interpretan esta comprensión de la política guardiana del bien como una manifestación de debilidad para enfrentar y sostener el carácter episódico y contingente de una organización de la realidad que correspondería a esa otra organización que se pretenda militante. Y es sólo renegando del bien cual principio rector de la política como advertimos que lo pasado de moda hoy no es cambiar el mundo en sí mismo sino, aunque planteado muchas veces de una manera confusa y contradictoria, el concepto monocefálico a partir del cual a dicho cambio se lo suponía ligado. 

No hay postura más derrotista que el diagnóstico de un electorado supuestamente derechizado de manera irremediable. La fuerza de nuestra esperanza comienza al reconocer, por el contrario, que tampoco adherimos ya tampoco nosotros mismos a esa forma de instrumentalización de las personas y del planeta que el valor de cambiar el mundo tenía casi siempre como su tácito principio. Y una vez superado ese primer prejuicio aparece con claridad el verdadero desafío: que nuestra esperanza forjada y templada en el mal no sea la de muchos más, sino la de todos.

 

2- Política maldita

La denuncia de la raigambre común entre el fascismo y la democracia convirtió a la Revista Acephale, en tanto órgano de difusión de las ideas del Colegio, en el primer intento de articular un pensamiento de lo político desligado de ciertas formas de acción consideradas como propiamente políticas para relacionarlo exclusivamente, en cambio, con la necesidad de manifestar aquello que está más allá de cualquier posible domesticación.

Retomar este original y clarificador enfoque significaría animarnos a soltar, en primer lugar, esa alternativa maniquea entre el neoliberalismo y la socialdemocracia con cuyo sonsonete se obtura en Argentina hoy toda discusión, reducida sin mas a mera chicana ideológica. Por otro lado, permitiría que nos asomáramos al fin, aunque más no sea tímidamente, al abismo que ofrece y ante el que se abre un pensamiento político que, al carecer de fundamento, ameritaría como apropiadamente acefálico. Y de esta forma, por último, el nefasto experimento social que se está llevando adelante en nuestro país adquiriría con ello de pronto esa dimensión universal que hoy tanto nos está faltando para explicarnos y recuperar una épica perdida.

Si hay algo para resaltar en aquel magnífico desborde teórico que significó el Colegio Sagrado de Sociología, fue su audacia para combatir simultáneamente al fascismo y a la democracia y, sobre todo, para señalar su implícito denominador común. Porque la innovación teórica del proyecto acefálico de manera alguna se limitó a señalar al fascismo como una mera oposición a la forma democrática de gobierno sino que lo interpretó, a su vez, como una consecuencia lógica de la propia democracia. Y sin atrevernos nosotros hoy a acompañar, en el s. 21, esta misma puesta en cuestión de los valores democráticos sobre los que se asentó hasta el momento el pensamiento popular, difícilmente saldríamos alguna vez del laberinto teórico en el que nos hemos enredados sistemáticamente.

El proyecto del Colegio fue ofrecer por primera vez, de la manera desaforada tan propia de ese enloquecido período de entreguerras, un pensamiento político desfondado. Y la primera cuestión a tener en cuenta de un pensamiento político postfundacional, como el que los miembros del Colegio inauguraron, es que dicha apuesta no debería nunca presentarse, simplemente, como una interpretación alternativa de la realidad social: antes bien, su propuesta resulta sobre todo resaltar ese carácter trágico de la existencia que toda interpretación de la realidad, sea de izquierda como de derecha, no hace otra cosa que ocultar. Y lo más desconcertante es que a ella no sólo le resultaría indiferente contestar la pregunta política por excelencia (“¿qué hacer”?) sino que, deliberada y expresamente, así la corta de cuajo.

Si el mito de un dios sin cabeza - cuya metáfora tan acabadamente expresa Acephale - pretende y puede reemplazar al Dios que ha muerto es porque, lejos de querer volver a ocupar de una u otra manera el lugar de garante del bien, del orden y del saber que dicho Dios ocupaba, junta en cambio el arrojo para simplemente reírse de los despojos mismos del bien, el orden y el saber. Es por eso que para Bataille no resulta nunca primordial hallar una hipotética respuesta a la pregunta “qué hacer” sino, al contrario, inaugurar ese nuevo ámbito del pensar que halla su especificidad, de forma paradójica, en sostener hasta las últimas consecuencias el antagonismo radical. Se trata entonces por eso mismo de una auténtica política maldita ya que se nutre, como un ave de carroña, de eso desechable y sistemáticamente relegado al olvido: la libertad explosiva de la vida.

La existencia entera resulta para un pensamiento acefálico un vaivén eterno, aunque al mismo tiempo ilusorio, entre una integración que la sacraliza al mismo tiempo que una desintegración la profana. Y la estructura social, como no podría ser de otra manera, no haría sino replicar esta integración que a partir de su misma descomposición se recompone: el fascismo y la democracia misma serían las propuestas en cambio que, a contra corriente de la sin razón que nos constituye, pretenderían encontrar su razón de ser en la supuesta neutralización premeditada de dicho antagonismo radical. De modo tal que, para todo el grupo que se reúne en torno a la Revista Acephale, el fascismo se identifica sin mas con el Dios de los filósofos, y la única estrategia de lucha contra el fascismo, entonces, se relaciona con la afirmación gozosa de su muerte.  

Aún cuando puede legítimamente decirse, como primera aproximación, que la utopía política del Colegio consistía así en una sociedad policéfala capaz de dar salida a los antagonismos propios de la vida, su propósito central resulta ajustarse mas bien a enseñar o señalar, humildemente, la herida siempre abierta de la que manan todos los seres. Y por eso, cuando los acefálicos proponen que la solución al fascismo no hay que buscarla más acá de la democracia, sino “mas allá” de ella, nunca estarían sugiriendo que una supuesta reconciliación de la sociedad con sigo misma pueda efectivamente alguna vez establecerse por encima de sus antagonismos: se dejan llevar, en cambio, por un nuevo concepto de rebeldía que, ligada a la maravillosa incógnita del porvenir, se declara contra todas las patrias y contra cualquier otro país, en consecuencia, que no sea el de los hijos.

 

 3- Filosofía sagrada

Si hoy nos parece quizás demasiado arriesgado, e incluso contrario a toda vocación militante, abandonar la tradicional pregunta “¿qué hacer?” frente a una situación social y política desesperante, puede resultar hasta simpático recordar los tiempos heroicos de la Francia ocupada. El 5 de marzo de 1944, faltando todavía tres meses para el desembarco de Normandía y otro tanto para la liberación de París, unos personajes de nombres hoy justamente ilustres y famosos como Blanchot, Sartre, Simone, Hyppolite, Camus, Klossowski, Marleau y varios más se reúnen de noche en la casa de un sacerdote a charlar sobre el pecado. El protagonista del evento es G. Bataille, quien lee al bizarro auditorio algo que al año siguiente publicaría como una sección, intitulada “La Cumbre y la Decadencia”, de su libro Sobre Nietzsche.

Bataille terminó la lectura de su texto y Sartre, que acababa de publicar El Ser y la Nada y jugaba obviamente como estrellita del grupo, no decía esta boca es mía. Tanto retumbaba su silencio que Klosowski tuvo entonces que solicitar su opinión, a lo que Sartre entonces secamente respondió que no entendía si para Bataille los hombres seríamos plenitudes buscando la nada o vacíos buscando el ser. Y la contestación tan certera como desprejuiciada de Bataille de alguna manera condensa, para nosotros hoy, el principio de lo que él llamó una 'filosofía sagrada':

"el ser que busca más allá de sí mismo no toma por objeto expresamente a la nada, sino a otro ser".

No era la primera vez que sus personalidades se cruzaban. El año anterior, Sartre había publicado un artículo donde lo trataba de ‘nuevo místico’, y Bataille había tenido ya tiempo incluso de responderle también respetuosamente por escrito. Pero su intercambio de opiniones está lejos de ser un mero episodio colorido de la intelligentsia francesa de ese entonces: más bien, resume el conflicto epocal de fondo que la intelectualidad en general, inmersa como está aún en los valores cristianos en su inmensa mayoría, se muestra incapacitada aun para siquiera descubrir.

Si admitimos que la obra de Nietzsche no se reduce a una crítica externa al cristianismo y ponemos el acento, en cambio, en la filiación que establece entre el cristianismo y la modernidad, nos encontramos con que dicha relación resulta una tarea que él dejó cuando mucho enunciada pero prácticamente sin desarrollar y que a su vez, como señaló muy bien R. Esposito años más tarde, conlleva por ello lamentables derivas que contradicen y minan los cimientos de su misma propuesta. El esfuerzo de Bataille consistió pensar entonces a profundidad la veta abierta por Nietzsche dentro de la filosofía occidental para indicar cuáles serían, a su entender, las implicancias y las derivaciones coherentes de una transvaloración que se asuma a-teológica.

 

4- Moral de la cumbre

Para Bataille, a Nietzsche lo anima una aspiración vital que ni las definiciones del bien moral ni las del servicio a Dios alcanzarían a definir y que, mas bien, habría que distinguirla vivencialmente entonces como una suerte de fulguración que no puede ser entendida en términos de provecho sino, todo lo contrario, de pérdida, de extravío o, directamente, de un tremendo arder. A esta exigencia suprema, que no apunta a ningún bien, sino que literalmente consume a aquel que la experimenta, Bataille la llamó: ‘moral de la cumbre’.

Como el poder es un concepto que para todos implica siempre una coerción con miras a un objetivo, Bataille dice que a Nietzsche, más que como un filósofo del poder, deberíamos comprenderlo como un filósofo del mal y del pecado, ya que el mal no resulta otra cosa que la turbia y peligrosísima ruptura de ese tabú por el cual un medio sin fin es anatema, y llegar a una meta determinada es, por contrapartida, tomado como requisito incondicional de toda acción y sinónimo del bien.

La moral de la cumbre es un dejar de hacer de cada instante entonces un medio para un fin posterior, y pasar a concebirlo apenas como una aspiración vacía, es decir, un mero deseo de consumirse sin otra razón que el deseo mismo de dejar de ser con tal de poder abrirnos así consecuentemente a la nada. Pero en tanto la moral de la cumbre linda entonces con el sin sentido, Bataille reconoce y se encarga de alertar que, al abandonar el bien, asumimos un riesgo equivalente sin mas a la locura.

Es obvio que la dificultad del proyecto al que Bataille se entrega en cuerpo y alma supone una fortaleza sin par. Pues cuando en lugar de detenerse simplemente en lo que Nietzsche critica, se aboca a desarrollar a dónde con ello se apunta, o sea, a indagar qué es lo que Nietzsche con su crítica pretende, se tropieza con una cruel aporía: si la moral de la cumbre se enuncia corre el riesgo de contradecirse a sí misma asemejándose peligrosamente a un nuevo bien, y la transgresión que ella propone quedaría capturada, así, por el mismo sistema que pretende sin embargo poner de cabeza.

La cumbre debe por ello ser tomada como un espejismo más que propiamente un lugar, y el propósito de quien se guíe por ella no es habitarla sino, apenas, la meta que se desdibuja a sí misma. Ella representaría para Bataille sólo una mera sed de comunicar, es decir, de una salida de sí que sólo se hace efectiva conviviendo con la aporía implicada en el abandono del bien y que expresa así, de paso, la convivencia con lo sagrado. Es precisamente esta sed misma lo que el pensamiento político contemporáneo, sin embargo, se encuentra limitado para acompañar, ocupado como está en intentar aún ofrecernos, ordenada y amablemente, sólo sus soluciones a nuestros problemas de todos los días.

Cuando el pensamiento se propone como un saber, nos advierte Bataille, no sólo nos mantiene lejos de nuestra sed sino que se contradice incluso finalmente a sí mismo. Porque aun cuando una infinidad de problemas que requieren una solución urgente nos aquejan no sólo como país sino como civilización, el pensamiento sólo propondrá remedios momentáneos y artificiales mientras no se resuelva a abandonar el bien y deje sin señalar y poner en relieve las posibilidades que abre, en cambio, el pensamiento del no-saber y de la transgresión para disponerse al fin entonces a pensar, en definitiva, una nueva forma de hacer comunidad.

 

5- Comunidad inconfesable

El prejuicio de tener que servir para algo, de ser útil y de tener que valer la pena, ata al pensar a esos valores llamados 'cristianos' pero que en definitiva nos alejan de lo sagrado: por eso es que el pecado, para una filosofía maldita, no puede ser entendido nunca de otra manera que como este mismo intento desaforado por buscar la nada y aniquilar el propio ser descripto por Bataille en La Experiencia Interior. Pero esta transvaloración, que pondría de cabeza nuestra cultura, se retrasará indefinidamente en tanto y en cuanto el desgarramiento de su aporía constitutiva no sea puesta de manifiesto como una dificultad comunicativa imposible de ser sorteada: “lo que no es servil es inconfesable” dice Bataille, lo cual es lo mismo que decir que “lo que no es útil tiene que ocultarse (bajo una máscara)”.

Es sólo en la medida en que el pensamiento político se comprometa a abandonar sin pudor el prejuicio que le impone tener que servir y ser útil como podría, paradójicamente, servir y ser útil realmente a su muy especial manera. Y aun cuando sean pocos los nombres de quienes podamos decir que hoy tomaron a su cargo esta responsabilidad tan absurda, el de su amigo M. Blanchot es sin duda uno de ellos.

La comunidad tuvo la identidad consigo misma como su paradigma tradicional: una totalidad autosuficiente, sin resto y, fundamentalmente, sin secreto. Esa sería justamente la comunidad que puede ser proclamada a viva voz porque, como resulta aquella de la que uno se apropia, hasta admite ser incluso otorgada. Pero M. Blanchot (La Comunidad Inconfesable, 1983), exactamente cuarenta años después de haber asistido al citado discurso sobre el pecado, y siguiendo de manera expresa en ello a su entrañable amigo Bataille, interpreta que a la comunidad la sostiene en cambio un secreto que, de ser confesado, la desarmaría. La paradoja es que dicho secreto no resultaría algo que la comunidad propiamente guardase en su interior sino que, al revés, sería más bien lo que a ella la resguarda.

Lo 'confesable' consiste siempre un secreto guardado celosamente pero que en determinas circunstancia se admite revelar, mas no un secreto cualquiera sino uno que delata esencialmente una inconsistencia, es decir, una alteración inmediata del orden. Lo 'inconfesable', por eso, resultaría entonces así, por contraste, un secreto que se mantendría oculto para evitar que determinado orden se desarme. Pero cuando el secreto resulta un secreto a voces, al revés, ya no es común ni privado, y evitar confesarlo no mantiene un statu-quo precisamente consistente y ordenado sino, todo lo contrario, que resulta siempre pronto a mutar y hasta a disolverse. Sólo así se pone de manifiesto que el secreto de una comunidad inconfesable, en consecuencia, no consiste entonces su fundamento sino eso que la amenaza constantemente, desde adentro, con su propia disolución.

Una comunidad 'inconfesable' no sería sólo esa que se pretenda sostenida de un secreto. La comunidad misma, más bien, equivaldrá a dicho secreto, y no porque fuese ella de ninguna manera esotérica sino porque se mantiene literalmente en vilo, por el contrario, en tanto y en cuanto el secreto que la expresa resulta aquello por lo cual subsiste y se mantiene latente. Se comprende así que la sed de comunicar de la que nos habla Bataille es una por definición insaciable, y que su misma insaciabilidad, fuente y garantía de lo sagrado, resulta en definitiva ese fundamento sin fondo de la comunidad. No se trata ya en este preciso caso, por lo tanto, que haya que callar de lo que no se puede hablar: más bien, se trata de hablar y hablar hasta el cansancio, al contrario, para callar eso mismo que, una vez dicho, destruiría la posibilidad misma del sentido.

Lejos de hacer de lo sagrado como quería Durkhein, entonces, un fundamento originario que recuperara para la sociedad contemporánea la vivencia de poder ser algo más que una suma de sus partes, la inconfesabilidad propia de lo común abre las puertas, desde una perspectiva acefálica, a una concepción afirmativa de lo comunitario que apunta justo en dirección inversa: el desafío y la apuesta actual, tanto para Bataille como para Blanchot, consistiría en aceptar para lo colectivo, en cambio, la vivencia de ser algo que nunca pueda hacerse presente, plenamente, bajo riesgo de convertirse en su contrario. 

 

6- Conjuración sagrada 

En la década del ’30 del siglo pasado el Colegio Sagrado de Sociología comandado por G. Bataille modificó radicalmente el clásico concepto marxiano del ‘hombre total’ poniéndolo a contraluz del concepto nietzscheano de ‘superhombre’. De esta original y arriesgada síntesis entre el hombre total y el superhombre, sin duda, puede decirse que pende en resumidas cuentas todo el asunto que convocó a los miembros del Colegio.

Rescatar a Nietzsche de la apropiación que por esa época había hecho el nacional socialismo de su pensamiento no tenía para ellos entonces un objetivo de mera reparación teórica. Se trataba, al contrario, de poner en cierta forma a Marx de cabeza y mostrar que una auténtica contrapropuesta al capitalismo no podía fundarse simplemente en el trabajo como supuesto eje de la realización social del hombre. Fue desde esta especial comunidad con Nietzsche, como le gustaba decir a Bataille, que el Colegio Sagrado de Sociología brindó una original interpretación política del superhombre de la cual hoy, todos los que ansiamos poner la vida al centro, somos eternos deudores y herederos.

Los miembros del Colegio coincidían con el marxismo en lo básico: el capitalismo es un sistema que reduce al hombre a una cosa útil, convirtiéndolo en mercancía. Pero, desde su original perspectiva, dicha reducción no consiste en ser simplemente usado por los demás: el problema parte, para ellos, de que todos nos usamos a nosotros mismos, al contrario, cada vez que nos medimos con la vara de lo que queremos conseguir, o de hasta dónde podemos llegar, o de qué rédito, en definitiva, podemos sacarle a nuestra vida. En lugar de apostar por un hombre que se concibiese como un fin en sí mismo, en consecuencia, para ellos lo revolucionario consiste en que se tome a sí mismo, paradójicamente, como un puro medio sin fin. Y si a los miembros del Colegio les resulta preciso asociarse, por consiguiente, en los términos de una conjuración de tipo sagrada es porque se declaran en contra de toda concepción utilitaria de la existencia.

Si la ya de por sí síntesis entre el ‘hombre total’ y el ‘superhombre’ resultaba compleja, y sin duda todavía para nuestro tiempo aún para muchos cuestionable, la incorporación de ‘lo sagrado’ a este combo feroz es lo que termina por convertirlo en explosivo. Pero el cambio social deseado sólo puede plantearse invirtiendo radicalmente ese esquema por el que se buscaba liberar al hombre de su alienación haciéndolo tomar conciencia de su condición de explotado y apunte, en cambio, contra una represión cultural que convierte a nuestra participación en sociedad en un acto de servidumbre cada vez que nos explotamos a nosotros mismos.

¿Por qué apelar a lo sagrado, sin embargo, después de haber anunciado Nietzsche la muerte de Dios?... La respuesta a esta pregunta quizás parezca tautológica, pero precisamente el grupo acefálico considera que el acceso a lo sagrado sólo podía ofrecérsenos de forma manifiesta recién cuando resultó obsoleta la naturaleza de tipo sustancial que le adjudicó el cristianismo. Y si nos preguntamos por qué apelar a un lazo social sagrado, después de haber calificado Marx a la religión como el opio de los pueblos, se podría decir también que sólo habiéndose comprobado qué tipo de lazo social habilitaba la religión establecida es que resulta posible apostar hoy por una asociación humana sin fundamento alguno para afirmar, a partir de ahora, su carácter de acontecimiento contingente y episódico.

La idea de ‘conjuración’ remite, tradicionalmente, a una agrupación cuyos miembros se aglutinan en lucha contra un enemigo común. En el caso de una conjura sagrada, sin embargo, esta consideración sería muy poco apropiada. En primer lugar, porque lo que la convoca es una propuesta afirmativa más que una reactiva; en segundo lugar, y por sobre todo, porque la comunidad que ella conforma, y cuyo tipo se propone para la sociedad en general, no se compone nunca a partir de algo que sus miembros meramente compartan sino, al revés, del asomarse cada uno de los conjurados, por su cuenta y riesgo, a su propia nada.

Como señala el texto que sirve de manifiesto al primer número de la Revista Acephale, titulado apropiadamente "La Conjuración Sagrada", el complejo combo de hombre total y superhombre al que apostó el Colegio de Sociología sería así ese hombre que “sólo encuentra su grandeza en el éxtasis y el amor extático”. La totalidad a la que se aspira en este caso no es, entonces, la de ese hombre de acción que se reconocía libre creando un mundo humano, sino uno que ahora se embarca, al contrario, en la liberación de dicha misma servidumbre mediante la entrega a lo que la suerte le dicte.

Aunque sólo eso que Bataille denomina ‘voluntad de suerte’, en lugar de voluntad de poder, puede asegurar una existencia efectivamente integrada, este asomarse del hombre ante su propia nada de forma sistemática se ahoga, por supuesto, en la exigencia mundana de una vida cuya seguridad resulte garantizada por el cálculo racional. Pero si los miembros del Colegio Sagrado se encuentran ante la misma disyuntiva a la que se enfrentó Zaratustra cuando baja de la montaña, a diferencia suya sin embargo ahora ellos no están tan solos. O, mas bien, habría que decir que, al igual que él estaban, cada uno por su lado, conjurados en soledad. Y esa soledad necesariamente implícita a lo común desnuda el carácter mesiánico de lo político expresado por Bataille sin ambages con su estilo definitivo: 

"Los hoy solitarios, que vivís separados, seréis un día un pueblo. Quienes se han designado a sí mismos formarán un día un pueblo designado - y de este pueblo nacerá la existencia que supere al hombre".

UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...