"La existencia no es solamente un vacío agitado, es una danza que impulsa a danzar con fanatismo. El pensamiento que no tiene como objeto un fragmento muerto existe interiormente de la misma manera que las llamas" G. Bataille
1- ¿La rebeldía se volvió de
derecha?
Urge entender cómo permitimos que
pasara esto que hoy nos pasa a los argentinos. Pero la casi totalidad de análisis
políticos publicados que podemos leer en los medios se centran exclusivamente
en la figura de Milei, y perdemos un tiempo precioso deteniéndonos en sus
disparates en lugar de concentrarnos en qué es lo que caracteriza, y qué es lo
que proponemos, los argentinos del mal. Estamos todavía tan asustados que hasta
nos resulta inactual reflexionar sobre nosotros mismos. Y cuando lo hacemos es sólo para diferenciarnos, por la negativa, de una mayoría a
la que suponemos derechizada de forma irremediable.
La feliz circunstancia, sin embargo, de
que los que están en la vereda de enfrente a la nuestra se hayan autodenominado
como quienes están del lado del bien, resulta una oportunidad inigualable para intentar descubrir qué es lo que tanto les irrita de nuestra forma de ser y, a
su vez, si es que nos atreviéramos a mirarlo a la cara, de asumir esa parte
nuestra que tanto nos cuesta ver de nosotros mismos. Aun cuando reflexionar
sobre el bien y el mal pareciera, en el plano de lo inmediato, servir a simple
vista de muy poco, tales pintorescos planteos resultan quizás precisamente en
este tiempo, entonces, el único modo posible de superar ese derrotismo cuya
peor consecuencia es este repetido esquivarnos a nosotros mismos.
El problema a resolver no es interpretar la paranoia del personaje que nos desgobierna, sino explicarnos
cómo es que más del cincuenta por ciento de nuestro electorado lo convirtió en
presidente. Y lo primero a considerar, una vez que nos animamos a avanzar en esta
dirección, es tomar al fin nota entonces que cambiar el mundo ya no es un valor
de moda. Sólo podremos dejar de reclamar ese lugar del bien, que los de nuestra
vereda suponemos habitar por derecho, admitiendo que ese tipo de rebeldía dejó
ya de ser masivamente convocante. El esfuerzo por leer desapasionadamente
nuestra realidad social nos arroja por ello a la cara la necesidad de dilucidar
así, con la mayor urgencia y objetividad posible, el interrogante más feroz:
“¿la rebeldía se volvió de derecha?”
Esta pregunta, que muchos nos hacemos
aún sin atrevernos a formularla quizás de manera explícita, sin duda tiene que
responder algo que para todos debería ser evidente: la izquierda carece hoy
del prestigio que tuvo en el s. 20 y, quienes hoy se ubican a la vanguardia de
la protesta contra el orden establecido experimentan en las propias
instituciones, en cambio, la causa misma del ahogo cultural. Si hoy el
calificativo de ‘zurdo’ se ha convertido en algo tan despectivo y ante lo cual
sentir rabia al mismo tiempo que vergüenza cuando se nos aplica, responde a esa
necesidad imperiosa que la mayoría experimenta hoy de hallar una salida de tipo
individual y tratar de entenderla, sin resentimiento, como algo que incluso
resuena también ya dentro de nosotros mismos.
La izquierda no está capacitada para
abordar con ecuanimidad esta rebeldía que no tiene ahora ni a la igualdad ni a
lo colectivo como principio rector, y sólo atina a insistir en su leit motiv.
Encerrada desde y para siempre en esa categorización canónica de la sociedad
como mero lugar de intercambio, no alcanza a dar cuenta sincera del
descrédito en que cayó la vieja forma de entender la política como vía de solución a
las actuales problematizaciones de nuestra existencia. De alguna manera, puede
decirse que estamos por ello ante una encrucijada muy semejante a la que llegó
el Colegio Sagrado de Sociología en Francia cuando, liderado por G. Bataille,
intentó enfrentar al fascismo en el siglo pasado proponiendo que la izquierda y
la derecha resultaban, precisamente, sólo dos formas distintas de hablar de lo
mismo: la organización monocefálica de la realidad.
Tanto la izquierda como la derecha conciben a la política como guardiana del bien. El caos sería ese sinónimo del mal que la política vendría a contener y que, en última instancia, pretendería eliminar mediante una organización monocefálica de la realidad. Bataille y los demás miembros del Colegio interpretan esta comprensión de la política guardiana del bien como una manifestación de debilidad para enfrentar y sostener el carácter episódico y contingente de una organización de la realidad que correspondería a esa otra organización que se pretenda militante. Y es sólo renegando del bien cual principio rector de la política como advertimos que lo pasado de moda hoy no es cambiar el mundo en sí mismo sino, aunque planteado muchas veces de una manera confusa y contradictoria, el concepto monocefálico a partir del cual a dicho cambio se lo suponía ligado.
No hay postura más derrotista que el
diagnóstico de un electorado supuestamente derechizado de manera irremediable.
La fuerza de nuestra esperanza comienza al reconocer, por el contrario, que tampoco adherimos
ya tampoco nosotros mismos a esa forma de instrumentalización de las personas y del
planeta que el valor de cambiar el mundo tenía casi siempre como su tácito principio. Y una vez superado ese primer prejuicio aparece con claridad el verdadero
desafío: que nuestra esperanza forjada y templada en el mal no sea la de muchos
más, sino la de todos.
2- Política maldita
La denuncia de la raigambre común entre
el fascismo y la democracia convirtió a la Revista Acephale, en tanto
órgano de difusión de las ideas del Colegio, en el primer intento de articular
un pensamiento de lo político desligado de ciertas formas de acción
consideradas como propiamente políticas para relacionarlo exclusivamente, en
cambio, con la necesidad de manifestar aquello que está más allá de cualquier
posible domesticación.
Retomar este original y clarificador
enfoque significaría animarnos a soltar, en primer lugar, esa alternativa
maniquea entre el neoliberalismo y la socialdemocracia con cuyo sonsonete se
obtura en Argentina hoy toda discusión, reducida sin mas a mera chicana
ideológica. Por otro lado, permitiría que nos asomáramos al fin, aunque más no sea
tímidamente, al abismo que ofrece y ante el que se abre un pensamiento político
que, al carecer de fundamento, ameritaría como apropiadamente acefálico. Y de
esta forma, por último, el nefasto experimento social que se está llevando
adelante en nuestro país adquiriría con ello de pronto esa dimensión universal
que hoy tanto nos está faltando para explicarnos y recuperar una épica perdida.
Si hay algo para resaltar en aquel
magnífico desborde teórico que significó el Colegio Sagrado de Sociología, fue
su audacia para combatir simultáneamente al fascismo y a la democracia y, sobre
todo, para señalar su implícito denominador común. Porque la innovación teórica
del proyecto acefálico de manera alguna se limitó a señalar al fascismo como
una mera oposición a la forma democrática de gobierno sino que lo interpretó, a
su vez, como una consecuencia lógica de la propia democracia. Y sin atrevernos
nosotros hoy a acompañar, en el s. 21, esta misma puesta en cuestión de los
valores democráticos sobre los que se asentó hasta el momento el pensamiento
popular, difícilmente saldríamos alguna vez del laberinto teórico en el que nos
hemos enredados sistemáticamente.
El proyecto del Colegio fue ofrecer por
primera vez, de la manera desaforada tan propia de ese enloquecido período de
entreguerras, un pensamiento político desfondado. Y la primera cuestión a tener en
cuenta de un pensamiento político postfundacional, como el que los miembros del
Colegio inauguraron, es que dicha apuesta no debería nunca
presentarse, simplemente, como una interpretación alternativa de la realidad
social: antes bien, su propuesta resulta sobre todo resaltar ese carácter
trágico de la existencia que toda interpretación de la realidad, sea de
izquierda como de derecha, no hace otra cosa que ocultar. Y lo más desconcertante es que a ella no sólo le resultaría indiferente
contestar la pregunta política por excelencia (“¿qué hacer”?) sino que,
deliberada y expresamente, así la corta de cuajo.
Si el mito de un dios sin cabeza - cuya
metáfora tan acabadamente expresa Acephale - pretende y puede reemplazar al
Dios que ha muerto es porque, lejos de querer volver a ocupar de una u otra
manera el lugar de garante del bien, del orden y del saber que dicho Dios
ocupaba, junta en cambio el arrojo para simplemente reírse de los despojos
mismos del bien, el orden y el saber. Es por eso que para Bataille no resulta
nunca primordial hallar una hipotética respuesta a la pregunta “qué hacer” sino, al contrario,
inaugurar ese nuevo ámbito del pensar que halla su especificidad, de forma
paradójica, en sostener hasta las últimas consecuencias el antagonismo radical.
Se trata entonces por eso mismo de una auténtica política maldita ya que se
nutre, como un ave de carroña, de eso desechable y sistemáticamente relegado al
olvido: la libertad explosiva de la vida.
La existencia entera resulta para un pensamiento acefálico un vaivén eterno, aunque al mismo tiempo ilusorio, entre una integración que la sacraliza al mismo tiempo que una desintegración la profana. Y la estructura social, como no podría ser de otra manera, no haría sino replicar esta integración que a partir de su misma descomposición se recompone: el fascismo y la democracia misma serían las propuestas en cambio que, a contra corriente de la sin razón que nos constituye, pretenderían encontrar su razón de ser en la supuesta neutralización premeditada de dicho antagonismo radical. De modo tal que, para todo el grupo que se reúne en torno a la Revista Acephale, el fascismo se identifica sin mas con el Dios de los filósofos, y la única estrategia de lucha contra el fascismo, entonces, se relaciona con la afirmación gozosa de su muerte.
Aún cuando puede legítimamente decirse, como primera
aproximación, que la utopía política del Colegio consistía así en una sociedad
policéfala capaz de dar salida a los antagonismos propios de la vida, su
propósito central resulta ajustarse mas bien a enseñar o señalar, humildemente,
la herida siempre abierta de la que manan todos los seres. Y por eso, cuando
los acefálicos proponen que la solución al fascismo no hay que buscarla más acá
de la democracia, sino “mas allá” de ella, nunca estarían sugiriendo que una
supuesta reconciliación de la sociedad con sigo misma pueda efectivamente
alguna vez establecerse por encima de sus antagonismos: se dejan llevar, en
cambio, por un nuevo concepto de rebeldía que, ligada a la maravillosa
incógnita del porvenir, se declara contra todas las patrias y contra cualquier
otro país, en consecuencia, que no sea el de los hijos.
3- Filosofía sagrada
Si hoy nos parece quizás demasiado
arriesgado, e incluso contrario a toda vocación militante, abandonar la
tradicional pregunta “¿qué hacer?” frente a una situación social y política
desesperante, puede resultar hasta simpático recordar los tiempos heroicos de
la Francia ocupada. El 5 de marzo de 1944, faltando todavía tres meses para el
desembarco de Normandía y otro tanto para la liberación de París, unos personajes
de nombres hoy justamente ilustres y famosos como Blanchot, Sartre, Simone,
Hyppolite, Camus, Klossowski, Marleau y varios más se reúnen de noche en la
casa de un sacerdote a charlar sobre el pecado. El protagonista del evento es
G. Bataille, quien lee al bizarro auditorio algo que al año siguiente
publicaría como una sección, intitulada “La Cumbre y la Decadencia”, de su
libro Sobre Nietzsche.
Bataille terminó la lectura de su texto
y Sartre, que acababa de publicar El Ser y la Nada y jugaba obviamente
como estrellita del grupo, no decía esta boca es mía. Tanto retumbaba su
silencio que Klosowski tuvo entonces que solicitar su opinión, a lo que Sartre
entonces secamente respondió que no entendía si para Bataille los hombres
seríamos plenitudes buscando la nada o vacíos buscando el ser. Y la
contestación tan certera como desprejuiciada de Bataille de alguna manera
condensa, para nosotros hoy, el principio de lo que él llamó una 'filosofía
sagrada':
"el ser que
busca más allá de sí mismo no toma por objeto expresamente a la nada, sino a
otro ser".
No era la primera vez que sus
personalidades se cruzaban. El año anterior, Sartre había publicado un artículo
donde lo trataba de ‘nuevo místico’, y Bataille había tenido ya tiempo incluso
de responderle también respetuosamente por escrito. Pero su intercambio de
opiniones está lejos de ser un mero episodio colorido de la intelligentsia
francesa de ese entonces: más bien, resume el conflicto epocal de fondo que la
intelectualidad en general, inmersa como está aún en los valores cristianos en
su inmensa mayoría, se muestra incapacitada aun para siquiera descubrir.
Si admitimos que la obra de Nietzsche
no se reduce a una crítica externa al cristianismo y ponemos el acento, en
cambio, en la filiación que establece entre el cristianismo y la modernidad,
nos encontramos con que dicha relación resulta una tarea que él dejó cuando
mucho enunciada pero prácticamente sin desarrollar y que a su vez, como señaló
muy bien R. Esposito años más tarde, conlleva por ello lamentables derivas que
contradicen y minan los cimientos de su misma propuesta. El esfuerzo de
Bataille consistió pensar entonces a profundidad la veta abierta por Nietzsche
dentro de la filosofía occidental para indicar cuáles serían, a su entender,
las implicancias y las derivaciones coherentes de una transvaloración que se
asuma a-teológica.
4- Moral de la cumbre
Para Bataille, a Nietzsche lo anima una
aspiración vital que ni las definiciones del bien moral ni las del servicio a
Dios alcanzarían a definir y que, mas bien, habría que distinguirla
vivencialmente entonces como una suerte de fulguración que no puede ser
entendida en términos de provecho sino, todo lo contrario, de pérdida, de
extravío o, directamente, de un tremendo arder. A esta exigencia suprema, que
no apunta a ningún bien, sino que literalmente consume a aquel que la
experimenta, Bataille la llamó: ‘moral de la cumbre’.
Como el poder es un concepto que para
todos implica siempre una coerción con miras a un objetivo, Bataille dice que a
Nietzsche, más que como un filósofo del poder, deberíamos comprenderlo como un
filósofo del mal y del pecado, ya que el mal no resulta otra cosa que la turbia
y peligrosísima ruptura de ese tabú por el cual un medio sin fin es anatema, y
llegar a una meta determinada es, por contrapartida, tomado como requisito
incondicional de toda acción y sinónimo del bien.
La moral de la cumbre es un dejar de
hacer de cada instante entonces un medio para un fin posterior, y pasar a
concebirlo apenas como una aspiración vacía, es decir, un mero deseo de
consumirse sin otra razón que el deseo mismo de dejar de ser con tal de poder
abrirnos así consecuentemente a la nada. Pero en tanto la moral de la cumbre
linda entonces con el sin sentido, Bataille reconoce y se encarga de alertar
que, al abandonar el bien, asumimos un riesgo equivalente sin mas a la locura.
Es obvio que la dificultad del proyecto
al que Bataille se entrega en cuerpo y alma supone una fortaleza sin par. Pues
cuando en lugar de detenerse simplemente en lo que Nietzsche critica, se aboca
a desarrollar a dónde con ello se apunta, o sea, a indagar qué es lo que
Nietzsche con su crítica pretende, se tropieza con una cruel aporía: si la
moral de la cumbre se enuncia corre el riesgo de contradecirse a sí misma
asemejándose peligrosamente a un nuevo bien, y la transgresión que ella propone
quedaría capturada, así, por el mismo sistema que pretende sin embargo poner de
cabeza.
La cumbre debe por ello ser tomada como
un espejismo más que propiamente un lugar, y el propósito de quien se guíe por
ella no es habitarla sino, apenas, la meta que se desdibuja a sí misma. Ella
representaría para Bataille sólo una mera sed de comunicar, es decir, de una
salida de sí que sólo se hace efectiva conviviendo con la aporía implicada en
el abandono del bien y que expresa así, de paso, la convivencia con lo sagrado.
Es precisamente esta sed misma lo que el pensamiento político contemporáneo,
sin embargo, se encuentra limitado para acompañar, ocupado como está en intentar
aún ofrecernos, ordenada y amablemente, sólo sus soluciones a nuestros
problemas de todos los días.
Cuando el pensamiento se propone como
un saber, nos advierte Bataille, no sólo nos mantiene lejos de nuestra sed sino
que se contradice incluso finalmente a sí mismo. Porque aun cuando una
infinidad de problemas que requieren una solución urgente nos aquejan no sólo
como país sino como civilización, el pensamiento sólo propondrá remedios
momentáneos y artificiales mientras no se resuelva a abandonar el bien y deje
sin señalar y poner en relieve las posibilidades que abre, en cambio, el
pensamiento del no-saber y de la transgresión para disponerse al fin entonces a
pensar, en definitiva, una nueva forma de hacer comunidad.
5- Comunidad inconfesable
El prejuicio de tener que servir para
algo, de ser útil y de tener que valer la pena, ata al pensar a esos valores
llamados 'cristianos' pero que en definitiva nos alejan de lo sagrado: por eso
es que el pecado, para una filosofía maldita, no puede ser entendido nunca de
otra manera que como este mismo intento desaforado por buscar la nada y
aniquilar el propio ser descripto por Bataille en La Experiencia Interior.
Pero esta transvaloración, que pondría de cabeza nuestra cultura, se retrasará
indefinidamente en tanto y en cuanto el desgarramiento de su aporía
constitutiva no sea puesta de manifiesto como una dificultad comunicativa
imposible de ser sorteada: “lo que no es servil es inconfesable” dice Bataille,
lo cual es lo mismo que decir que “lo que no es útil tiene que ocultarse (bajo
una máscara)”.
Es sólo en la medida en que el
pensamiento político se comprometa a abandonar sin pudor el prejuicio que le
impone tener que servir y ser útil como podría, paradójicamente, servir y ser
útil realmente a su muy especial manera. Y aun cuando sean pocos los nombres de
quienes podamos decir que hoy tomaron a su cargo esta responsabilidad tan
absurda, el de su amigo M. Blanchot es sin duda uno de ellos.
La comunidad tuvo la identidad consigo
misma como su paradigma tradicional: una totalidad autosuficiente, sin resto y,
fundamentalmente, sin secreto. Esa sería justamente la comunidad que puede ser
proclamada a viva voz porque, como resulta aquella de la que uno se apropia,
hasta admite ser incluso otorgada. Pero M. Blanchot (La Comunidad
Inconfesable, 1983), exactamente cuarenta años después de haber asistido al
citado discurso sobre el pecado, y siguiendo de manera expresa en ello a su
entrañable amigo Bataille, interpreta que a la comunidad la sostiene en cambio
un secreto que, de ser confesado, la desarmaría. La paradoja es que dicho
secreto no resultaría algo que la comunidad propiamente guardase en su interior
sino que, al revés, sería más bien lo que a ella la resguarda.
Lo 'confesable' consiste siempre un
secreto guardado celosamente pero que en determinas circunstancia se admite
revelar, mas no un secreto cualquiera sino uno que delata esencialmente una
inconsistencia, es decir, una alteración inmediata del orden. Lo
'inconfesable', por eso, resultaría entonces así, por contraste, un secreto que
se mantendría oculto para evitar que determinado orden se desarme. Pero cuando
el secreto resulta un secreto a voces, al revés, ya no es común ni privado, y
evitar confesarlo no mantiene un statu-quo precisamente consistente y ordenado
sino, todo lo contrario, que resulta siempre pronto a mutar y hasta a
disolverse. Sólo así se pone de manifiesto que el secreto de una comunidad
inconfesable, en consecuencia, no consiste entonces su fundamento sino eso que
la amenaza constantemente, desde adentro, con su propia disolución.
Una comunidad 'inconfesable' no sería
sólo esa que se pretenda sostenida de un secreto. La comunidad misma, más bien,
equivaldrá a dicho secreto, y no porque fuese ella de ninguna manera esotérica
sino porque se mantiene literalmente en vilo, por el contrario, en tanto y en
cuanto el secreto que la expresa resulta aquello por lo cual subsiste y se
mantiene latente. Se comprende así que la sed de comunicar de la que nos habla
Bataille es una por definición insaciable, y que su misma insaciabilidad,
fuente y garantía de lo sagrado, resulta en definitiva ese fundamento sin fondo
de la comunidad. No se trata ya en este preciso caso, por lo tanto, que haya
que callar de lo que no se puede hablar: más bien, se trata de hablar y hablar
hasta el cansancio, al contrario, para callar eso mismo que, una vez dicho,
destruiría la posibilidad misma del sentido.
Lejos de hacer de lo sagrado como
quería Durkhein, entonces, un fundamento originario que recuperara para la
sociedad contemporánea la vivencia de poder ser algo más que una suma de sus
partes, la inconfesabilidad propia de lo común abre las puertas, desde una
perspectiva acefálica, a una concepción afirmativa de lo comunitario que apunta
justo en dirección inversa: el desafío y la apuesta actual, tanto para Bataille
como para Blanchot, consistiría en aceptar para lo colectivo, en cambio, la
vivencia de ser algo que nunca pueda hacerse presente, plenamente, bajo riesgo
de convertirse en su contrario.
6- Conjuración sagrada
En la década del ’30 del siglo pasado
el Colegio Sagrado de Sociología comandado por G. Bataille modificó
radicalmente el clásico concepto marxiano del ‘hombre total’ poniéndolo a
contraluz del concepto nietzscheano de ‘superhombre’. De esta original y arriesgada
síntesis entre el hombre total y el superhombre, sin duda, puede decirse que
pende en resumidas cuentas todo el asunto que convocó a los miembros del
Colegio.
Rescatar a Nietzsche de la apropiación
que por esa época había hecho el nacional socialismo de su pensamiento no tenía
para ellos entonces un objetivo de mera reparación teórica. Se trataba, al
contrario, de poner en cierta forma a Marx de cabeza y mostrar que una
auténtica contrapropuesta al capitalismo no podía fundarse simplemente en el trabajo
como supuesto eje de la realización social del hombre. Fue desde esta especial
comunidad con Nietzsche, como le gustaba decir a Bataille, que el Colegio
Sagrado de Sociología brindó una original interpretación política del
superhombre de la cual hoy, todos los que ansiamos poner la vida al centro,
somos eternos deudores y herederos.
Los miembros del Colegio coincidían con
el marxismo en lo básico: el capitalismo es un sistema que reduce al hombre a
una cosa útil, convirtiéndolo en mercancía. Pero, desde su original
perspectiva, dicha reducción no consiste en ser simplemente usado por los
demás: el problema parte, para ellos, de que todos nos usamos a nosotros
mismos, al contrario, cada vez que nos medimos con la vara de lo que queremos
conseguir, o de hasta dónde podemos llegar, o de qué rédito, en definitiva,
podemos sacarle a nuestra vida. En lugar de apostar por un hombre que se
concibiese como un fin en sí mismo, en consecuencia, para ellos lo
revolucionario consiste en que se tome a sí mismo, paradójicamente, como un
puro medio sin fin. Y si a los miembros del Colegio les resulta preciso
asociarse, por consiguiente, en los términos de una conjuración de tipo sagrada
es porque se declaran en contra de toda concepción utilitaria de la existencia.
Si la ya de por sí síntesis entre el
‘hombre total’ y el ‘superhombre’ resultaba compleja, y sin duda todavía para
nuestro tiempo aún para muchos cuestionable, la incorporación de ‘lo sagrado’ a
este combo feroz es lo que termina por convertirlo en explosivo. Pero el cambio
social deseado sólo puede plantearse invirtiendo radicalmente ese esquema por
el que se buscaba liberar al hombre de su alienación haciéndolo tomar
conciencia de su condición de explotado y apunte, en cambio, contra una
represión cultural que convierte a nuestra participación en sociedad en un acto
de servidumbre cada vez que nos explotamos a nosotros mismos.
¿Por qué apelar a lo sagrado, sin
embargo, después de haber anunciado Nietzsche la muerte de Dios?... La
respuesta a esta pregunta quizás parezca tautológica, pero precisamente el
grupo acefálico considera que el acceso a lo sagrado sólo podía ofrecérsenos de
forma manifiesta recién cuando resultó obsoleta la naturaleza de tipo
sustancial que le adjudicó el cristianismo. Y si nos preguntamos por qué apelar
a un lazo social sagrado, después de haber calificado Marx a la religión como
el opio de los pueblos, se podría decir también que sólo habiéndose comprobado
qué tipo de lazo social habilitaba la religión establecida es que resulta posible
apostar hoy por una asociación humana sin fundamento alguno para afirmar, a
partir de ahora, su carácter de acontecimiento contingente y episódico.
La idea de ‘conjuración’ remite,
tradicionalmente, a una agrupación cuyos miembros se aglutinan en lucha contra
un enemigo común. En el caso de una conjura sagrada, sin embargo, esta
consideración sería muy poco apropiada. En primer lugar, porque lo que la
convoca es una propuesta afirmativa más que una reactiva; en segundo lugar, y
por sobre todo, porque la comunidad que ella conforma, y cuyo tipo se propone
para la sociedad en general, no se compone nunca a partir de algo que sus
miembros meramente compartan sino, al revés, del asomarse cada uno de los
conjurados, por su cuenta y riesgo, a su propia nada.
Como señala el texto que sirve de
manifiesto al primer número de la Revista Acephale, titulado
apropiadamente "La Conjuración Sagrada", el complejo combo de hombre
total y superhombre al que apostó el Colegio de Sociología sería así ese hombre
que “sólo encuentra su grandeza en el éxtasis y el amor extático”. La totalidad
a la que se aspira en este caso no es, entonces, la de ese hombre de acción que
se reconocía libre creando un mundo humano, sino uno que ahora se embarca, al
contrario, en la liberación de dicha misma servidumbre mediante la entrega a lo
que la suerte le dicte.
Aunque sólo eso que Bataille denomina
‘voluntad de suerte’, en lugar de voluntad de poder, puede asegurar una
existencia efectivamente integrada, este asomarse del hombre ante su propia
nada de forma sistemática se ahoga, por supuesto, en la exigencia mundana de
una vida cuya seguridad resulte garantizada por el cálculo racional. Pero si
los miembros del Colegio Sagrado se encuentran ante la misma disyuntiva a la
que se enfrentó Zaratustra cuando baja de la montaña, a diferencia suya sin
embargo ahora ellos no están tan solos. O, mas bien, habría que decir que, al
igual que él estaban, cada uno por su lado, conjurados en soledad. Y esa
soledad necesariamente implícita a lo común desnuda el carácter mesiánico de lo
político expresado por Bataille sin ambages con su estilo definitivo:
"Los hoy solitarios, que vivís
separados, seréis un día un pueblo. Quienes se han designado a sí mismos
formarán un día un pueblo designado - y de este pueblo nacerá la existencia que
supere al hombre".
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