La concepción eleática del ser había concluido que todo lo que se podía decir del ser era, de acuerdo al principio de identidad, que el ser es y el no ser no es, negando en consecuencia que el cambio y predicación en general resultasen lisa y llanamente posibles. Aristóteles la refutó indicando que su error había consistido en suponer que el ser tiene un solo sentido: así, su filosofía inaugura por tanto una concepción 'equívoca' del ser por la cual él se dice en muchos sentidos que traducen, bajo la influencia del lenguaje, una experiencia conceptual.
Cuando decimos que algo ‘es’ implicando existencia, Aristóteles lo llama ‘ser sustantivo’, y cuando decimos que algo simplemente es blanco, lo cual indica una atribución, lo llama ‘ser predicativo’. A la vez, la atribución misma se distingue según la esencia (Sócrates es hombre) y según su cualidad (Sócrates es sabio): la primera señala lo que es y la segunda cómo es. En el primer caso, la atribución es un ‘género’ y, en el segundo, un ‘accidente’.
El género resulta un atributo que se aplica a un sujeto, mientras el accidente reside en un sujeto. Pero propiamente sólo el sujeto es, y por ello recibe el nombre de ‘ousia’ o substancia, dado que al no necesitar de otra cosa para existir es en-sí. Los géneros resultan en cambio una abstracción: porque resultan maneras de ser son en-otro, y no tiene más que una realidad entonces derivada o secundaria. Estas distintas maneras de ser resultan, a su vez, de clases bien diferentes (cantidad, relación, el dónde, el cuándo, la posición, el estado, una acción o una pasión) que Aristóteles denomina entonces ‘categorías’ y no son otra cosa que los géneros supremos en que se da todo lo que existe.
La originalidad de la doctrina aristotélica consiste en tensar al máximo así la afirmación de que el ser se dice en muchos sentidos: niega que el ser sea algo que todos ellos tengan en común, y rechaza por lo tanto la tentación de considerar al ser en tanto tal un género. Lo propio de un género es dividirse en especies, agregando al concepto genérico una diferencia tomada del exterior. Y como para Aristóteles no se pueden distinguir especies dentro del ser dado que fuera del ser no hay nada, el ser no es un género sino lo que él llama un ‘trascendental’. Lo que haya en común entre las categorías no es resultado entonces de la unidad de un género, sino una unidad de naturaleza ‘analógica’. Pero la equivocidad del ser nunca es total, sin embargo, porque sus distintas acepciones son relativas a una concepción primordial única: así, para Aristóteles ‘ser’ se dice propiamente de la substancia, y todos los otros usos remiten a ella en última instancia.
Si en el orden lógico, entonces, el ser se divide en sustancia y atributos, en el orden físico encontramos otra distinción que también tendrá importantes consecuencias: ser en potencia y ser en acto. Dado que lo que es no puede llegar a ser porque ya es y, por otra parte, como del no ser nada puede provenir, Aristóteles propuso que ese pasaje de lo uno a lo otro que supone el cambio resulta incomprensible sólo en tanto y en cuanto los consideremos como opuestos irreconciliables. Para explicarnos cómo es posible el cambio no basta entonces con suponer dos contrarios (ser y no ser) sino que necesitamos un tercer principio: esto es, algo permanente en el cambio mismo que resulta a su vez un compuesto en donde puede distinguirse lo que ha llegado a ser (por ejemplo, una estatua) del mero sustrato (el metal informe, en este caso).
El ser engendrado en el cambio no proviene del no ser: esa era la aporía de los eleatas que mantenía el universo inmutable. Para Aristóteles, el cambio no proviene del no ser absoluto, entonces, sino del no ser de la privación o ausencia de forma: de esta manera, adonde se llega por el cambio no es meramente contrario al punto de partida. Al sustrato sin forma Aristóteles llama ‘materia’. De manera tal que, mientras la materia es la condición del devenir, es decir, aquello sin lo cual no podría haber cambio, la razón determinante del mismo está en la forma. A la materia la denominará así ser en potencia y, a la forma, ser en acto.
El caso del cambio de un ser vivo, que ya no está producido artística o técnicamente, presenta la dificultad adicional de estar animado, esto es, de poseer como facultad propia movimiento y sensación. A diferencia de la estatua, entonces, que requiere un agente externo para que llegar a ser, el ojo, por ejemplo, posee en sí mismo su función. Y si Aristóteles piensa al alma admitiendo en definitiva su supervivencia no es para considerarla distinta del cuerpo sino para explicar, manteniendo una postura equidistante a materialistas y espiritualistas, la solidaridad entre ambos términos.
Mientras el cuerpo tiene la potencia de recibir la vida es considerado como materia. Pero lo que hace de él un ser vivo es el alma, que cumple por ello así la función de la forma, esto es, aquello que produce la actualización de lo que el cuerpo es aún en potencia. El alma no puede existir por consiguiente fuera del organismo dado que es el conjunto de las funciones de las que el organismo resulta capaz: nutrirse, sentir, moverse y razonar (en el caso del ser humano). Y lejos de ser dos sustancias distintas - como propuso luego Descartes -, el alma y el cuerpo representan para Aristóteles, en consecuencia, dos partes de una sola y misma sustancia.
Si bien la forma (o el alma) no puede ser concebida separada de la materia o el cuerpo, aún cuando ella no posea realidad alguna de manera independiente o trascendente, preexiste sin embargo a la generación. Tanto la materia como la forma son eternas para Aristóteles, esto es, no engendradas, pero para que en la materia se actualice lo que en ella está sólo en potencia es preciso que se de una preeminencia de la causa final. Y donde más claro se ve ésta preeminencia de la forma por sobre la materia es entonces en la cosmología finalista donde, en definitiva, desemboca toda la metafísica aristotélica.
Si bien para Aristóteles el universo necesita ser concebido como un ser animado, él se opone al universo inteligible platónico porque considera que la razón de todo cuanto existe no debe concebírsela como separada de todo lo que existe. El universo es en sí eterno, sin comienzo ni fin, dado que no se puede atribuir al cambio un comienzo sin caer en contradicción: el tiempo no puede haber comenzado ni puede haber habido un movimiento sin tiempo porque el fundamento del tiempo es, básicamente, la distancia de la potencia al acto. Y animado el universo con una revolución que le es natural (no recibida de una causa extrínseca), la ontología aristotélica no excede a la cosmología.
Dentro del orden de la sucesión temporal, la potencia es anterior al acto, pero para el orden de la causalidad el acto resulta anterior a la potencia. Por eso es que la sucesión infinita de movimientos finitos no se desarrolla en el nivel del ser sino que encuentra su principio por fuera, esto es, en un primer motor inmóvil. Este primer motor es inmutable y por lo tanto eterno porque no tiene que llegar a ser lo que es: resulta puramente formal porque, al ser la materia pura potencia, se sigue que sólo puede estar permanentemente en acto lo inmaterial. Y como tal es un puro intelecto que se piensa exclusivamente a sí mismo, dado que pensar algo fuera de sí es lo propio de la potencia.
2- Bergson reinicia en el siglo 20 el viejo filosófico esfuerzo de pensar el movimiento y señala que resulta sin embargo una empresa destinada al fracaso si el pensamiento mismo no se deja atrapar por el movimiento. Esto es lo que Bergson entendía por invertir la dirección habitual del pensar, que no es algo propio de un salto místico sino simplemente un método, es decir, una forma de pensar alternativa tan racional como la mejor.
El bergsonismo resulta para Deleuze el nombre que tomaría propiamente el método de una ontología afirmativa. Dicha ontología no será otra cosa que la forma de entender lo que es llegando a ser justo eso que es como un movimiento que se provoca a sí mismo. Esto seguramente constituye una novedad respecto a esa ontología negativa (que comienza con Aristóteles y resulta explicitada como tal por Hegel) por la que dicho movimiento no consiste tanto en ser lo que es como, mas bien, el esfuerzo empecinado de apenas no ser lo que no es, o sea: en diferenciarse negativamente de todo el resto, mas que en desplegarse gratuitamente.
A Bergson, como a Deleuze, le preocupa no tanto declarar que el ser sea causa de sí mismo y poder considerarlo así dinámicamente sino que, mas bien, eso es algo a lo que arriban ambos tras indagar y desarrollar los datos inmediatos de la conciencia, esto es, esos datos no desvirtuados o contaminados aún por la mediación del pensamiento teórico-técnico. Sólo dando cuenta de un enfoque ético-teórico se advierte entonces el carácter creativo de estas propuestas que rechazan precisamente el calificativo de meramente intelectuales justo porque no consisten elaboraciones a la vieja usanza, como cuando los conceptos se referían o pretendían referirse a las cosas, sino surgiendo al contrario de las cosas mismas, y no justamente para luego apresarlas sino para participar así del movimiento real.
¿Cómo es que la diferencia pasa de ser un mero adjetivo a valer como sustantivo, o sea: cómo pasa de ser principio lógico a ontológico?... Bergson parte de la dualidad materia-duración y dice que, mientras que la materia es eso que no puede sino repetirse, la duración resulta lo que, al contrario, difiere de sí mismo. Lo que por sobre todas las cosas molesta a Bergson, por eso, es que habitualmente pensemos como generalmente actuamos, esto es, teniendo siempre el interés como criterio. Si el verdadero pensar para él consiste invertir esa dirección tradicional del pensar, e ir ahora de las cosas a los conceptos, es porque con ello pretende conferirle al pensamiento una forma de operar tan afirmativa como la de la manifestación estética.
Básicamente, la contraposición sobre la que Bergson elabora su propuesta es entre el pensar asociado a la técnica Vs. el pensar asociado al arte. ¿Y qué distingue al hacer y al crear, o a una obra mecánica de una obra de arte?... La misma que media entre el trabajo y el disfrute. El ‘trabajo’ supone un esfuerzo que consiste en pasar a lo real desde lo posible. Quien ‘crea’ propiamente no trabaja, sin embargo, porque en su mente no existe una idea previa sobre la que se basa lo que luego se plasma en la realidad, sino que su idea se mueve, por decirlo así, junto con su creación. Crear resulta siempre así una suerte de sana enajenación por la cual nos incorporamos, subrepticia y anónimamente, a la corriente del movimiento real.
Frente a estas lógicas abstractas de la multiplicidad y de lo Uno, para Bergson tan erróneas como complementarias en su fundamento teórico, él nos propone entonces un "empirismo verdadero" que sólo la intuición - no el mero intelecto – haría posible. Para la intuición el yo resulta múltiple y uno al mismo tiempo, de manera que tanto el empirismo y el racionalismo tendrían una parte de verdad. De modo tal que, en lugar de sugerir que el empirismo y el racionalismo estén equivocados, para el bergsonismo ambos presentan por separado dos caras de un ‘yo de superficie’ permanentemente enfrentado a la angustia de su vacío y/o de su pretensión de completitud. Pero es posible constatar sin embargo también un ‘yo de las profundidades’ que, sin la mediación del intelecto, resulta sobre todo un yo para el que la unidad no se contrapone a la multiplicidad en tanto y en cuanto busca crearse a sí mismo.
Bergson señala que lo propio del yo consiste en durar. Y es en relación con la 'duración' como puede entenderse - en esta primera instancia psicológica - la noción de ‘diferencia' en Bergson, categoría que no concibe lo múltiple de manera meramente cuantitativa sino como una multiplicidad interna, sucesiva y continua, que rescata a la noción de unidad pero ya no como esa indeterminada y abstracta del racionalismo, sino como Impulso Vital. De manera que todo comienza por poder previamente distinguir con Bergson, en consecuencia, una ‘diferencia cuantitativa o de grado’, discontinua y actual, de una ‘diferencia cualitativa o de naturaleza’ que resulta virtual, continua, e irreductible al número.
Cuando la metafísica, por ejemplo, se pregunta por qué hay ser y no mas bien nada, o por qué hay orden y no mas bien caos, está siempre planteando un falso problema al dar por supuesto que al ser lo precede la nada, que al orden el desorden, etc. etc.. Bergson atribuye este supuesto arbitrario, propio de los falsos problemas, al error propiamente intelectual de verlo todo en términos de mas o menos, esto es, a partir de diferencias de grado o intensidad allí donde propiamente hay, y deberíamos poder observar, ‘diferencias de naturaleza’, pues lo que hace que una cosa sea lo que es y no otra resulta el propio Impulso Vital 'diferenciándose' a sí mismo.