1- M. Heidegger dicta un seminario en plena guerra mundial que, con el pomposo título de “El inicio del pensar occidental”, no es sino un largo comentario sobre apenas dos fragmentos de Heráclito: el 16 y el 123. Hoy este seminario aparece editado como la primera de dos partes de la extensa obra que se intitula, como si con ello sólo bastase, lisa y llanamente Heráclito. El amor por la sabiduría es leído allí como una curiosa amistad de lo por pensar que no parte sin embargo como una decisión de los pensadores mismos sino que, al revés, resulta donada desde ese propio por pensar. Y como esto sería algo que en los pensadores iniciales destaca de modo especial, el desafío que Heidegger encara es el de experimentar al menos algo de ese singular inicio.
La dificultad principal que aparece en relación con propósito semejante consiste, aunque mas no sea metódicamente, cómo salirnos en primerísima instancia de ese paradigma propio de la metafísica como tal – pero que puede asimilarse al del espíritu occidental pues, en definitiva, es el de la técnica sin mas - por el cual el ser resulta pensado en ella como participio y no mas como verbo. El ser en tanto participio es el ‘sido’ y, como tal, resultó concebido así por Platón y Aristóteles como la instancia de donde procedería todo lo que es, es decir, como aquello a lo que debería su razón de ser cada cosa que es. El ser se convirtió así, a partir de entonces, en lo que supuestamente desde se funda todo lo que es y, por tanto, lo que él en definitiva simplemente ya era.
El olvido del ser que Heidegger denuncia consiste el olvido del carácter verbal del ser, o sea: como tiempo. Este olvido del ser temporal que, como la physis, surgía a partir de sí mismo, fue lo que llevó a Occidente a pasar desde entonces de manera violenta, sin pudor ni reparo alguno, por encima de todo lo que es. A dicho traspasar fue lo que se denominó propiamente meta-física, por consistir precisamente un ir mas allá de la physis. Y al seguir a Heráclito lo que Heidegger pretende es recuperar, ni mas ni menos, la olvidada experiencia de la physis.
2- El prerrequisito de un ser considerado en términos temporales está en íntima relación, para Heidegger, con su ocultamiento. Dicha noción – ‘cripteszai’ en griego - operaría como la clave en la cual se desenvuelve el pensar esencial y, a partir de la cual, sería indicado intentar acercarnos en consecuencia al inicio. Una vez identificada dicha noción, es imperioso sin embargo no caer en la trampa por la cual el ocultamiento resultaría sólo lo que al entendimiento le resulte un desafío llegar a conocer. Porque en el caso del ser, tanto como en el de la physis, el ocultamiento en cuestión no resulta un término gnoseológico sino ontológico: es la misma physis la que, según el propio decir de Heráclito en el frag. 123, da su favor al ocultamiento.
Pero dar cuenta del sentido por el cual la physis da su favor al ocultamiento quedaría completamente desvirtuado si primero no distinguimos la acepción que el término ‘physis’, en sí mismo, tomó para el pensar inicial. Y Heidegger se expresa enfáticamente en contra para ello de su traducción habitual por ‘naturaleza’ dado que, aún tomando ‘naturaleza’ como sinónimo de ‘vida’, el prejuicio habitual contemporáneo de creer que la vida y la muerte resultan aspectos diferentes y opuestos nos impediría conectar su específica esencia. Ni sujeto ni objeto, la physis ante todo no es un ente entonces sino aquello, de acuerdo a lo cual, todo algo definitivamente resulta siendo.
Traduciéndolo a partir del criterio temporal del ser, Heidegger propone que el término ‘physis’ sea interpretado e definitiva como ‘un puro surgir’, es decir, como un surgir tal que no puede ser jamás representado puesto que no expresa un surgir de algo determinado sino, antes bien, el modo mismo por el cual simplemente algo se da. Por último, aunque no precisamente en orden de importancia, para una comprensión esencial de ese frag. 123 que enigmáticamente reza “physis cripteszai filei” (la physis ama ocultarse) Heidegger propone revisar el significado de la conocida palabrita ‘filei’. Y recién dilucidando los alcances de este término será como la sentencia en cuestión comienza, para él, a despuntar cierto sentido.
3- La insistencia de Heidegger sobre la importancia de no asimilar la teoría de los contrarios heraclítea con la hegeliana está en realidad adelantando el supuesto fundamental de su argumentación, dado que la forma esencial de interpretar una relación entre el surgir y la ocultación – o entre la vida y la muerte - no consiste una oposición entre dos modalidades, cerradas cada una por sí a la otra, que luego alcanzarían un estado supuestamente superior donde se contenga la negación suprimida. En el caso de Heráclito, para Heidegger ocurriría justo al revés: el surgir directamente ‘es' la ocultación, y viceversa.
La especial dificultad que ofrece semejante paradoja resulta encarada por Heidegger a partir de una hermosa reflexión sobre la ‘filia’ que resalta como la perlita en este seminario pues en el desarrollo de su solución, prácticamente deconstructiva, da la impresión de estar leyendo a algunos de los mejores representantes contemporáneos de la reflexión sobre la comunidad. Y por supuesto que no podría ser sino de esta manera, dado que ni J-L. Nancy, ni J. Derrida, ni G. Agamben, por mencionar sólo a los tres más relevantes, retacearon nunca su enorme deuda para con él.
Ya al comienzo de su seminario, y a propósito de su propia comprensión de la filosofía como tal, Heidegger señaló que la amistad con lo por pensar no podría ser atribuida al propio pensador, identificándose con el carácter del pensar de los inicios que se constituía como una palabra de la escucha en la que lo por pensar mismo asumía todo el protagonismo. Y de la misma manera, esa amistad (filei) entre el surgir (physis) y el ocultamiento (cripteszai) , dice Heidegger ahora que debiera ser leída, en consecuencia, como el favor que otorga a lo otro de sí la esencia misma que él en todo caso ya tiene.
Así como la physis no es sinónimo de naturaleza, también es indispensable evitar antropomorfizarla: no es ella quien decidiría cederle lugar al ocultamiento. Por eso la extraña expresión ‘dar el favor’, con la que Heidegger traduce ‘filia’ en el frag. 123, pretende mostrar de esta manera que ese favor mutuo entre las dos instancias no partiría en realidad de ellas en sí mismas sino, al contrario, del propio favor como tal. Lo uno favorece a lo otro, dice Heidegger, pues dicho favor no resulta algo externo o extraño al surgir y al ocultamiento sino que es la propia intimidad de la simple diferenciación.
Apenas nacemos, empezamos no sólo a vivir sino a morir. Y el surgir se esencia ocultándose, para Heidegger, por el mismo motivo que lo contrario de la vida no es la muerte, sino no haber nacido.
4- En 1934, faltando nueve años todavía para que dictara Heidegger su seminario famoso sobre Heráclito, había aparecido ya un pequeño y hermoso texto de E. Husserl que muestra lo que representa una fenomenología considerada por fuera del marco interpretativo hegeliano al intitularlo, de forma especialmente provocadora, “La tierra no se mueve”. Allí Husserl intentaba una inversión explicita de la teoría copernicana, considerada como eje de la cosmovisión actual, para introducirnos en una ontología del mundo de la vida.
Que ‘la tierra no se mueve’ resulta la percepción inmediata que todos tenemos cuando hacemos abstracción que, según aprendimos en la escuela, en realidad es ella la que gira alrededor del sol y en simultáneo sobre su eje con una rapidez desapercibida pero insólita. En forma paralela, que ‘el sol declina’ resultó luego para Heidegger la misma indubitable percepción que abre paso así, poniendo entre paréntesis el conocimiento por el cual ello es apenas un efecto del propio movimiento de la tierra, a una nueva concepción de la verdad como des-ocultamiento.
‘Declinar’ es una palabra que no significa simplemente pasar desde el ser al no ser. Porque así como decimos que el sol declina en el ocaso, por ejemplo, y nadie supone entonces que declinando se aniquile, de modo griego esa misma palabra habría que interpretarla también, para Heidegger, como un mero y simple desaparecer en todo caso de la presencia, o mejor: como un ingresar en el ocultamiento. Lamentablemente, sin embargo, la expresión por la cual decimos que “el sol declina” resultó para nuestra cultura desde Copérnico sólo una ilusión óptica y, como tal, válida sólo para poetas.
Jamás podría acusarse a los fenomenólogos del s. 20 de negar los conocimientos de la ciencia, obviamente, porque ellos buscan acercarse a las cosas mismas sin prejuicios de ninguna naturaleza. ¿Qué están sugiriendo Husserl y Heidegger, entonces, con esta suerte de trasnochado terraplanismo filosófico?: que el ‘fenómeno’ propio de la fenomenología del s. 20 nunca es absoluto pues su mostrarse es tomado en el estricto sentido de su manifestación y, por lo tanto, sin que habilite lo más mínimo así a convertirlo en verdadero o falso.
Es una actitud fenomenológica semejante la que permite a Heidegger leer el fragmento 16 de Heráclito, con el que organiza su Seminario del ‘47, confiriéndole el sentido de un declinar esencialmente verbal que, al dejar de funcionar como un declinar de algo, descubre el auténtico cariz de un ser en cuya manifestación se incluye, paradójicamente, su propio ocultamiento. En qué modificaría ello nuestra forma de concebir tanto a nosotros mismos como al mundo y a la vida, y qué consecuencias prácticas traería recoger así el legado de los inicios del pensar, es una pregunta cuya misma respuesta quizás no es tan importante como el tipo de pensar que se formula a partir de dicho interrogante.
Sin forzar demasiado el riguroso análisis heideggeriano sobre Heráclito, resulta lícito y hasta casi obvio suponer que su elección del frag. 16, que reza “¿Cómo alguien puede mantenerse oculto frente a lo que nunca declina?”, consiste tanto el punto de partida para una interpretación del corpus entero de este pensador como, a la vez, una certera y decidida línea de ataque posible a la metafísica – y al pensamiento occidental en general - que parte de poner precisamente el foco en la cuestión esencial del indispensable declinar.
5- Con Hegel a la cabeza, la metafísica como tal representa para Heidegger esa modalidad del pensar para la cual, contra viento y marea, aquello que la filosofía piensa jamás puede contrariar a la voluntad de expresión, pues todo lo que es se supone así determinado por la voluntad de exteriorizarse y aparecer. Por este motivo esa ‘fenomenología’ dialéctica del s. 19, en el sentido específico que le dio el hegelianismo a este concepto, resulta el aparecer de lo absoluto, o mejor, de lo absoluto en tanto que quiere o busca revelarse y ser revelado.
Para los pensadores iniciales, por el contrario, no sólo no existiría una supuesta voluntad de aparecer, sino que ni siquiera puede asegurarse que lo que aparece pudiera ser para ellos un producto, precisamente, de tal voluntad. Por eso Heidegger insiste una y otra vez que no habría nada más alejado de la unidad de los contrarios que correspondería al pensamiento de Heráclito que la supuesta en la dialéctica hegeliana, y advierte que comparar a Heráclito con Hegel es justamente el peligro que debemos estar a toda costa preparados a evitar si es que, sinceramente, nos animamos a escuchar lo que los pensadores del inicio tengan para legarnos.
Resulta difícil, por supuesto, hablar de una violencia del pensar como la que denuncia Heidegger en la metafísica sin relacionarla con lo que, en ese verano del ‘43, estaba ocurriendo en Europa: los aliados habían comenzado el desembarco en Italia y, ante su exitoso avance en Europa, Hitler había suspendido la ofensiva en territorio ruso. Era ya entonces, obviamente, el comienzo del fin del sueño del Reich de los mil años.
Es imposible suponer que para Heidegger esos acontecimientos hayan sido solo eventos sin relevancia dado que sus alumnos tuvieron que escucharle entonces decir que “la cuestión no es saber si el pueblo alemán permanece siendo o no El pueblo histórico de Occidente, sino si ahora, con dicho pueblo, todo hombre de la tierra es puesto en juego y, en realidad, puesto en juego por el propio hombre”.
¿Qué relación tiene ese comentario, hecho como al margen en uno de los repasos que acostumbraban sus clases, con el tema del ser en cuestión?... No cabe duda que Heidegger está en ese momento minando una creencia y haciendo política al sembrar una sospecha. Pero es una digresión totalmente justificada, sin embargo, por la propuesta misma de una palabra como la que Heráclito propone y cuya esencia radicaría no sólo en carecer de modelos, sino en renunciar explícitamente a ellos como forma de lograr reconciliarse así con su propia indigencia.
Una cosmovisión postcopernicana, como la que los fenomenólogos del s. 20 propusieron, es básicamente una apuesta irrespetuosa e intempestiva: no la de volver al inicio, ya que eso a esta altura de la civilización resultaría más que absurdo, pero sí la de buscar y encontrar allí, tal vez, el arrojo necesario para poder volver a escuchar y quizás lograr responder desde nuestro presente, en cierta forma, el llamado de un ser que se manifiesta ocultándose. Porque en ello reside toda la cuestión: en recuperar la fragilidad propia de un mundo a la intemperie.
6- ¿Puede la política ser otra cosa que una administración de la sociedad? ¿Y qué cosa, en todo caso, sería esa política otra que no se redujera a meramente administrar?... Por el momento, y dado el estado actual de una reflexión intelectual dominada por el espanto, es obvio que esas son del tipo de preguntas que nos quedan demasiado grandes y que, sobre todo, resultan obviamente prescindibles a una población angustiada por la necesidad de hallar soluciones a problemas que exigen respuestas urgentes.
La filosofía se mueve más cómoda en otro ámbito, sin embargo, o por lo menos puede permitírselo sin pudor. Ella es, entre otras cosas, el ejercicio de una especialísima forma de convivencia. Y ejemplo cabal de esta forma de presentarla es un seminario dictado en 1970 por dos famosos asistentes y díscolos continuadores de E. Husserl: E. Fink y M. Heidegger. Que su posterior edición impresa se intitule escuetamente Heráclito permitiría tratarlo como tercera parte de otro seminario quizás más conocido que, con el mismo nombre, Heidegger dictara treinta años antes, pero la riqueza y vitalidad de esta coautoría genial hace que valga sin duda por sí mismo.
Leerlo hoy es tener el privilegio de un inédito work in progress del pensar. Nos remonta a esos hermosos y nunca más imitados diálogos platónicos cuando Heidegger, a pesar de ser técnicamente el invitado, asume para sí el lugar de maestro sin que a Fink, siendo él mismo por supuesto toda una eminencia, le moleste en lo más mínimo. Y lo prueba cuando, como cuenta el editor, pasa a buscarlo en coche cada semana religiosamente para asegurar su concurrencia.
Ya desde los primeros minutos de la primera clase, los roles están establecidos de esta manera. Como el propósito de Fink es leer a Heráclito tomando el hilo conductor de ese fragmento 64 donde se dice que a todas las cosas las gobierna el rayo, se preocupa en ofrecer un complicado análisis categorial de lo que pueda significar el todo de ‘todas las cosas’. Pero Heidegger constantemente señala que ese asunto se puede dejar para después porque lo urgente resulta indagar el sentido del ‘gobernar’, en cambio, que está allí en juego.
Heidegger propone relacionar el 64 con el fragmento 1, que dice que todo sucede conforme al logos y, de manera especial, en función del sentido que adquiere allí la palabra griega ‘ginomenon’, a la que traduce como ‘todo sucede’. Esa palabra, que tiene la misma raíz de ‘génesis’, alude para Heidegger a ‘movimiento’. Y, si bien para la Biblia el significado de génesis se relaciona con esa creación a partir de la cual todas las cosas surgen, queda por analizar cómo leerla en sentido griego.
La pregunta de Heidegger es qué tipo de sujeción sobre todas las cosas resulta legítimo en definitiva atribuirle al logos, tanto como al rayo, dado que para el caso son lo mismo. Pero Fink no está muy convencido con esa digresión; argumenta que ‘ginomenon’ aplica al movimiento interno de las cosas en lugar del que emanaría del logos, y como esa distinción es la que, precisamente, Heidegger intenta rebatir, con este debate asistimos en vivo y en directo a una suerte de teatro espontáneo donde los personajes mismos terminan escenificando justo aquello sobre lo cual argumentan: un gobierno lógico.
7- Está claro que el Heidegger que dialoga con Fink en 1970 no es el mismo del seminario del ’43: explícitamente nos aclara que prefiere no hablar mas del ser. Y por eso, aunque en definitiva lo anima la misma inquietud que treinta años antes, su cuestión en este momento ya no se formula ahora a partir del ‘declinar’ sino directamente, incluso contra la opinión inicial de Fink, indagando por la posibilidad de un gobierno sin violencia: ¿de qué modo el logos ilumina, como lo hace el rayo de noche, a todas las cosas?
El génesis en sentido griego no puede ser interpretado al modo bíblico o cristiano como lo ya devenido, dice Heidegger, sino como un llegar a ser, o un aparecer como presencia. Y es justo en la interpretación misma sobre la modalidad de este ‘hacerse presente’ en lo que Heidegger y Fink sustancialmente difieren: para Fink, el rayo está frente o enfrentado a todo lo que se muestra bajo su luz, y en definitiva su propia concepción sobre lo que el gobierno significa resulta gráficamente ilustrada, en consecuencia, por un timonel que ejerce el control de su nave.
Si bien lo que determinaría el fenómeno del gobernar siempre es para Fink el momento de la regulación violenta y previamente calculada, él admite sin embargo que, en el ámbito propio de los dioses, pueda darse una forma de gobernar no violenta. Y de esta manera quedan mucho mejor manifiestas la discrepancia del asunto entre ambos pensadores: para determinar si lo que une o gobierna a todas las cosas estaría en las cosas mismas o fuera de ellas, es preciso establecer primero y sobre todo qué tipo de hombre y qué tipo de conocer resultan ejemplificados por el logos y el rayo en el propio Heráclito.
Heidegger comparte con Fink que se lea a Heráclito a partir de una reflexión entre lo uno y el todo, y del tipo de relación que se da entre ambos. Pero él entiende que esa cuestión resuena con la cuestión política porque dicha relación puede ser tanto una de sujeción tradicional como una de tipo divino. ¿Resulta lícito suponer que en Heidegger existe así una apuesta, aún de manera indirecta y no explícita, por una comprensión de la política que no se restringe a la administración de los hombres?: si bien nada permite asegurarlo, nada impide tampoco hacer de su peculiar forma de entender la relación del logos en la physis una comprensión en espejo de como lo político haya podido ser concebido por Heráclito.
En cierta forma, la misión redentora que ya en el ’43 le atribuía al pensar de los inicios es muy parecida a la del ‘70. Entonces, representaba el intento de salvar a una civilización desorientada y rendida a la voluntad de la modernidad y su mezquindad espiritual. Ahora, sin embargo, el Heidegger de madurez parece haber profundizado su propia propuesta y, superando una formulación meramente negativa, se permite afirmarla como una decidida vocación por una política divina que mana del reconocimiento mismo que la civilización realice de su propio inicio.
Se esté de acuerdo o no con la forma como Heidegger interpreta a los pensadores iniciales, nadie puede sin embargo poner en cuestión que el interés inmenso que despiertan sus reflexiones y conclusiones resulta de la importancia fundamental que le otorga para nuestro presente a ese período de la civilización en ciernes. Y su intempestiva propuesta de considerar al inicio no como lo que estaría detrás, entonces, sino como lo que verdaderamente sostiene nuestro destino, resulta actualmente tan o mas atractiva incluso que cuando el propio Heidegger la planteara en vida, sin duda, dado que la desorientación mundial cada día que pasa y a ojos vistas es aún mayor.
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