martes, 22 de abril de 2025

LA (IM)POTENCIA POPULAR




Los vertiginosos 
cambios de este siglo arrollaron nuestras más caras banderas populares. Volver a levantarlas, sin embargo, y retomar un ideario que ya parece haberse dado casi por perdido, tal vez requiera de manera necesaria probar el sin sabor de la derrota. Quien supo dar cuenta como nadie de esta resiliente potencia popular fue R. Kusch, y releerlo hoy a la luz de la arqueología de la potencia desarrollada por G. Agamben permite apreciar la actualidad de su pensamiento.

 
1- En el debate político argentino de este siglo resulta llamativa la más absoluta prescindencia de un enfoque cultural alternativo a la mentalidad colonial. Los vientos de la globalización parecen haber echado por tierra toda problematización situada de emancipación, pero una reflexión sobre lo nacional y popular no tiene sin embargo que manifestar, necesariamente, un carácter provinciano: la crítica a la mentalidad colonial desarrolla e inaugura conceptos a partir de nuestra singularidad, al contrario, que no nos encierran dentro de nosotros mismos sino que afectan a la entera civilización. Y esto mismo es lo que hace de Rodolfo Kusch un pensador argentino de talla universal, pues la propuesta americanista no se reduce para él a la apertura propia del estar originario sino que supone y exige siempre el mestizaje propio de una simbiosis, obviamente conflictiva, del estar originario con la perspectiva colonizadora del ser.

Sería muy sesgado, y poco fiel al pensamiento kuscheano, interpretar su tematización del mero estar como una modalidad simplemente contraria a la del ser alguien: eso sería ver las cosas desde el mismo lado esquemático del colonizador que, para afirmarse verdadero, precisa considerar falso todo lo que él no es. En lo que Kusch está pensando, y por lo que termina destacándose de manera muy especial dentro de toda la problematización americanista del pasado siglo, es en la oportunidad sin par que brinda nuestra circunstancia histórica y geográfica tan especial para el surgimiento de una perspectiva política que se proponga efectivamente nueva.

Lejos de atribuir al estar una exclusividad americana, Kusch entiende que la entera raza humana se mantenía al principio sorda por completo a las exigencias del querer ser alguien. Sólo su posterior establecimiento en ciudades hace que sea algo valioso ser alguien, y así abandona paulatinamente esa modalidad primitiva del estar. Pero es recién con la confederación de ciudades que forman el Estado como se consolida una imagen del mundo ya totalmente antropomorfizado: dentro de esos muros, que envuelven ahora la novedosa alianza de la religión y la política, el hombre logra una novedosa garantía de seguridad que, aún cuando por supuesto relativa, resulta capaz ya de superar o al menos contener esa continua zozobra que constituía su vida anterior a la intemperie.

Sabiendo que nada de lo que hiciéramos tenía un fundamento cierto y necesario, convivíamos a la intemperie junto con los demás en permanente contacto con el caos. Frente a tamaño desafío, la autoexigencia de ser alguien era algo no sólo completamente indiferente para uno, sino contrario a nuestro modo tribal de vivir. Ser alguien es algo importante sólo desde que, gracias a la protección brindada por la ciudad, sentimos que podemos vencer gran parte de esa inestabilidad existencial que Kusch tan bien grafica, metafóricamente, como una disyuntiva entre maíz o maleza. Y así el miedo se revela entonces como la verdadera cara oscura del ser alguien, ya que fuera o antes de refugiarnos en la ciudad la naturaleza nos mantenía, desde el nacimiento hasta la muerte, inevitablemente siempre en vilo.

Quienes hoy buscamos esa reformulación política capaz de gestar un lazo comunitario de nuevo orden no podemos sino atender al hecho de que lo único que nos sostiene desintegrados de nosotros mismos, de los demás, y en definitiva del cosmos, no es otra cosa entonces que el miedo. Pero el miedo propiamente citadino a la intemperie no se expresa sólo en sentido literal sino que supone, a la vez y de manera señalada, el miedo al mismo tiempo a una lógica para la cual el pensar naufraga, a la vez que sale nuevamente a flote, al experimentarse transfigurado por lo emocional.

La vitalidad popular nunca jamás se parece a la típica impostura propia del querer ser alguien, y por ello está constantemente apareciendo y resurgiendo de su misma imposibilidad. Existir, en la modalidad característica del estar, resulta sólo posible a partir y en función paradójicamente, entonces, del reconocimiento de su misma imposibilidad. Y el abordaje de lo emocional encuentra en esta específica impotencia su misma condición de posibilidad. 


2- El uso más cotidiano de la palabra ‘potencia’ se asimila a una manifestación de poderío. Mas o menos potencia resultan así meros sinónimos de la mayor o menor fuerza con que medimos la capacidad de mover determinado objeto. De modo que la potencia, de esta manera, se nombra siempre de la dimensión de su resultado pues separada de él carecería de razón de ser. No en vano, cuando hoy se habla entonces de ‘empoderamiento’ y de ‘seres empoderados’, nunca se lo hace fuera de un marco neoliberal signado por el espíritu empresarial del just do it, consigna para la cual todo se mide en función del éxito o el fracaso. 

En lenguaje filosófico, la potencia resulta un concepto que hace referencia, en cambio, a algo bastante parecido a lo que coloquialmente llamaríamos 'potencial', es decir, lo que puede ser aunque sin garantías ciertas de que en definitiva llegue a realizarse. Y en el lenguaje filosófica más técnico, designa lo que no es actual pero podría llegar a actualizarse. Así, para que un bloque de mármol se convierta en estatua es necesario, según Aristóteles, que la materia adquiera una forma o, lo que resulta lo mismo, que la figura que está en potencia en lo material sea en acto por intermediación de un escultor.

En seres animados sucede algo bien distinto, porque en ellos el paso de la potencia al acto no requiere de un agente externo. Y en el específico caso de los seres humanos la diferencia se acentúa todavía más, dado que no sólo agente y paciente coinciden en nuestro caso sino que habrá que distinguir en nosotros incluso una insólita potencia rebelde que juega a decirse no a sí misma. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando un músico como J. Cage compone una obra de puro silencio titulada 4:33: nadie que no fuese un músico podría hacer de ella una composición musical, dado que es sólo porque Cage sabe componer que puede darse el lujo de sentarse al piano con el dedo en alto durante cuatro minutos y medio.

Para graficar este específico modo de la potencia de los seres humanos, G. Agamben se sirve entonces de una descripción de las facultades sensoriales e intelectuales como ver, escuchar y pensar, para ejemplificar que cuando no están propiamente en funciones (y no se actualizan), no por ello están bloqueadas sino, mas bien, anestesiadas. Si no hay luz, vemos las tinieblas; si no hay sonidos, escuchamos el silencio; si no pensamos en algo, pensamos lo no pensable. Y ello es, según Agamben aunque siempre en línea con Aristóteles, justamente lo que nos hace humanos: poder, de alguna extraña y paradójica manera, la propia impotencia.



3- Kusch no utilizó nunca la palabra ‘populismo’, pero toda la indagación sobre el estar americano no es otra cosa que recurrentes esbozos o derivas para desarrollar, especialmente en sus dos últimas obras, los elementos característicos de una lógica popular. No una lógica de 'lo' popular, precisamente, como si el pueblo fuese para ella un objeto más de estudio, sino mas bien popular a secas: de allí la originalidad de un pensamiento que asume como punto de partida el propio estar del pueblo.

En La Negación del Pensamiento Popular, Kusch se esmera en señalar entonces que si para esa lógica proposicional propia de la mentalidad colonial el sentido de la verdad responde a leyes apriorísticas, o independientes de la experiencia, para una popular en cambio la verdad toma un sentido ontológico pues se origina vinculada con las circunstancias. Lo popular se articula así como una específica forma de comprender esta vinculación y por lo tanto ya no a partir del ser alguien, sino del mero estar. Por eso es que las dicotomías analizadas anteriormente por Kusch entre el ser y el estar, o lo pulcro y lo hediendo, o lo fasto y lo nefasto, se subsumen en definitiva con la que tensa una mentalidad colonial y el pensamiento popular.

Mientras la mentalidad colonial se organiza en función de esa lógica formal en la que la verdad implica así una mera negación de la falsedad, la verdad ontológica, dice Kusch, resulta en cambio una totalización de mi ser a partir de la negación que me ofrecerían las circunstancias. Porque tanto si se realiza como si no, el vivir se manifiesta constantemente expuesto a la amenaza de su falsación en las diversas formas como ellas se opongan a su proyecto. Si la lógica proposicional de la mentalidad colonial establece entonces una discontinuidad neta entre lo falso y lo verdadero, una comprensión de la verdad a partir del mero estar, al revés, supondría una paradojal contigüidad con su propia falsedad. "Maíz o maleza" es la disyuntiva de cuyo equilibrio la lógica popular hace su elemento. 

Todo lo que lleva implícito el pensamiento popular, parece rondar sobre un eje que evita apoyarse en un fundamento último y admite siempre, por lo tanto, al tercero excluido. La negatividad que Kusch atribuye entonces a lo americano es esa que niega lo dado a nivel perceptivo para apuntar con ello al trasfondo humano, entrando así a un campo de indeterminación. El crecimiento de un determinado proyecto no representaría por eso un proceso de concientización basada en el progreso de una idea determinada sino, en resumidas cuentas, de nuestra voluntad de vivir. Pero ésta es una conclusión a la que se llega sólo cuando entendemos al proyecto de vida liberado de la carga de sostener un ser para los demás. 

Cuando lo popular se asocia con algo distendido o lábil y se reduce así a la ‘mera opinión’, domina el prejuicio de esa lógica proposicional que toma a la contradicción como algo peyorativo. La negación del pensamiento popular se embarca por eso en defensa de la opinión como el ámbito más propio del estar para recordarnos que la supuesta falta de rigurosidad que se le adjudica delata a una mentalidad como la colonial para la cual el único orden seguro es el ámbito de la realidad. Porque el rechazo de la razón a lo aparente de la opinión, por un lado, y su preferencia de lo esencial, por otro, se da sólo en tanto y en cuanto la razón rechaza lo contradictorio creyendo así poder olvidar definitivamente al caos.



4- La validez de un juicio en el pensamiento popular no radica en sí mismo sino en la intersección misma entre lo afirmado y lo negado: en esa área vacía, lo que aparece ya no es un conocimiento sino un operador seminal. Un operador seminal, insiste por ello Kusch, es un pensamiento propiamente mandálico, en el que los elementos conscientes pasan a un segundo plano y se destaca en cambio el plano que no dice nada en concreto pero que está cargado de significación: ahí las denotaciones tienen un carácter de revelación, y rozan lo sagrado.

Si se piensa es para abordar lo emocional: no al revés. Por eso el pensamiento popular no ve nunca cosas, sino propiamente significados. Sería incomprensible una aprehensión de lo sagrado, concluye Kusch, sino sobre esta puesta en suspenso del carácter empírico de las cosas y la transformación de sí mismas en símbolos. La emocionalidad se muestra así como una fuente energética por excelencia al brindarnos una verdad para decidir cursos de acción. Mas la palabra cargada de sentido simbólicoobviamente, carece de esa univocidad de sentido que aduciría la de la conciencia, ya que la opinión no somete nunca el juicio a su verificación sino que deja librada la fuente de decisión al área emocional. 

Tanto la opinión como la emocionalidad son algo por lo que uno se deja llevar. Por eso mismo es que a la emocionalidad no la rige, entonces, la lógica formal sino la del estar, y lo que cuenta no es ya salvar la distancia entre uno y el mundo sino aprender a discriminar entre lo fasto y lo nefasto, que son los operadores seminales para cargar de sentido en definitiva al mundo. En lugar de regirse por el principio de no contradicción, los operadores seminales sirven entonces para brindar un sentido que sólo puede instalarse y ofrecer una indicación para la acción cuando se supera la contradicción con una tercera posibilidad.

Lo propio del estar resulta expresado entonces por la lógica de la negación porque para ella el sí de un proyecto está sometido incondicionalmente al arbitrio de los dioses, los cuales inevitablemente pueden decir 'no'. Las cosas, dice Kusch, llevan por eso siempre algo así como "un no colgado al cuello". Porque no podemos existir si no convertimos nuestro existir en proyectos, pero nuestro vivir está montado sobre dichos proyectos y de manera simultanea sobre el supuesto de que su realización pueda resultar siempre imposible. El propio proyecto supone estar, entonces, envueltos siempre en la falsedad que corresponde a las circunstancias. Todo lo que hagamos lo hacemos a partir del temor de que no sea posible. Y en eso consiste propiamente el estar.

Estar, en definitiva, no es otra cosa que ser parte de la marcha de Dios sobre el mundo. Y lo sagrado, por eso, no es sino estar abrazando al caos. De manera que el desafío implicado en descolonizarnos pasa entonces por reemplazar la concepción de un Creador separado de nosotros mismos y comprenderlo sobreviviendo, como nosotros mismos, con el vacío. Y si el estar resulta una modalidad pasiva para la mentalidad colonial es sólo porque la mentalidad colonial parte de un prejuicio limitado de lo que significa actuar: en realidad, el estar se encuentra en plena actividad montado sobre el vacío, en una convivencia plena con el misterio recorriendo impávido su camino interior en la huella del diablo.



4- La impotencia es un término que, en lenguaje corriente, resulta una condena y prácticamente remite a un insulto: sinónimo de no poder, se utiliza casi en exclusiva referido al ámbito sexual. Cuando Aristóteles y Agamben hablen de ‘impotencia’, sin embargo, nunca se refieren con esa palabra a no poder actualizar algo sino, mas bien y al contrario, a un extraño poder: un poder-no.

Para comprender el tipo y el alcance del poder-no es preciso tomar nota que la potencia no se confunde sin mas con el poder, es decir, que hay una parte suya que se sustrae al poder mismo. Potencia no es lo mismo que poder. Por eso es que la impotencia no significa para Aristóteles y Agamben no poder directamente, sino otra cosa muy distinta. ¿Qué nombra para ellos la impotencia?: en principio, podría decirse que alude al hecho de que no es lo que podemos o lo que no podemos lo que define nuestra vida sino, mas bien, la manera como encaremos lo que podamos y no podamos.

Cundo suponemos que pasar a la acción consiste actualizar simplemente una potencia, la potencia como tal desaparece. Pero si entendemos el pase a la acción como una negación de la impotencia, la propia potencia-de-no está lejos de desaparecer cuando pasa al acto: lo que se agota es el poder, pero el poder-no permanece intacto. Y esta manera de entender el pase a la acción mediada por la impotencia, si bien resulta una clase de poder se trata así, entonces, de un poder sin sujeto.

Agamben señala que sería equivocado atribuir a la impotencia algo así como el fundamento de la libertad, dado que

La cosa es que me respondió que el poder radica en esta ontología en la capacidad de elegir no actuar, con lo cual, evidentemente, la relación que una ontología negativa suponga tener con una política por venir resulta para mí, al menos, practicamente nula, ya que no me imagino a Bartebly pensando cómo ser con los demás ni mucho menos preocupado por cuestiones públicas. Quizás me equivoque, pero el caso de este personaje de ficción me resulta interesante sólo como un caso extremo de algo que, para dar cuenta de cómo lo político puede pensarse desde una ontología negativa, confunde innecesariamente.
Yo al menos interpreto que la conexión consiste en el modo como la impotencia asumida tiñe la forma como concebimos pasar a la acción. Habría así dos políticas: la de la soberanía utilitaria schmittina y la de la soberanía de batailleana. El mérito de Agamben es dar cuenta de la original concepción de la soberanía batailleana como una reflexión de la potencia de no sobre sí misma, con lo cual queda claro me parece que la cuestión no es nunca elegir no actuar (porque así nos quedaríamos en la subjetividad tradicional) sino de un actuar mediado por la impotencia.

sábado, 19 de abril de 2025

NUEVA BUENA NUEVA

 




Si hoy la política está fuera de moda es algo que puede tomarse precisamente como eso: una moda. Pero si de la moda en general cuestionamos tan sólo su celeridad y falta de fundamento, en este preciso caso nos quedamos cortos. Porque volver a hacer de la política una moda no sería hoy día verdadera noticia. La apuesta del siglo es, al contrario, resistir la tentación de convertir a lo nuevo en otro artículo de consumo, por lo cual se propone repasar aquí la meditación de J. Derrida sobre el mesianismo y lo mesiánico.




1- Los argentinos tenemos una frase lapidaria para señalar a quienes buscan mejorar o apenas agregar algo nuevo a lo que el uso repetido ha consolidado y garantizado: “¿Qué buscan inventar?: si ya está todo inventado…” Pero en lugar de rendirnos con ella a su aparente resignación a lo dado, al pronunciarla dejamos mas bien entrever que un verdadero cambio no consistiría una simple mejora de lo existente sino un completo arrancar de cero, repartiendo y dando de nuevo.

Algo de ello ocurre, por ejemplo, cuando en este cumplido primer cuarto de siglo nos detenemos a observar que la democracia se desmorona y todo lo sólido se desvanece en el aire. Porque entonces constatamos que no hay nada auténticamente nuevo bajo el sol en tanto todo esto resulta, mas bien, la crónica de una muerte anunciada. Y si hoy resulta tanto más sencillo imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, no es porque nuestra capacidad para la esperanza haya muerto sino, al contrario, solo porque lo nuevo hoy exige asomarse a un abismo.

Nuestra época fuerza a reflexionar por la naturaleza de lo nuevo: de dónde viene, en primer lugar, pero sobre todo en qué y cómo se diferencia de lo viejo. Obviamente, tampoco sería ésta una reflexión propiamente nueva: comienza ya en el Renacimiento como una valoración de la antigüedad clásica en contra del oscurantismo feudal, y se retoma a comienzos del pasado siglo como una puesta en cuestión de la Modernidad para extremarla y resolver sus contradicciones.

La novedad que este siglo presenta es volver a pensar lo nuevo sin vestirlo, esta vez, ni de una recuperación de lo clásico ni de una superación de las contradicciones de lo actual. Se trata en nuestro caso, por lo tanto, de un verdadero repartir y dar de nuevo propiamente inhumano, pues consiste en dejar de concebir a lo nuevo como una venganza contra lo viejo para comenzar a entenderlo como un gesto mesiánico de apertura incondicional. Y si dicho gesto califica como inhumano se debe a que supone un acto de resistencia a la pregunta qué hacer, que es la más tradicional de la política, para descubrir así en la espera como tal una auténtica forma de emancipación.



2- Antes y al comienzo de nuestra Era, el mesianismo había introducido una verdadera novedad al ofrecerse como una sujeción relativa a las normas sociales y, por lo tanto, como una forma de resistencia basada en una aceptación de las leyes del Cesar siempre y cuando no fueran incompatibles con las de Dios. Pero tanto la promesa de un Reino Celestial como de un Salvador, si bien desplaza la propuesta de una mejora de las condiciones de vida por medios humanos, hicieron del mesianismo todavía un dispositivo que, en su resistencia misma al statu quo, resulta funcional aún a una instrumentalización técnica del mundo.

Si hoy queremos pensar lo nuevo debe ser radicalmente nuevo: no algo que simplemente por su contenido reemplace a lo anterior, sino algo que en la forma misma de presentarse ofrezca una modificación sustancial respecto de lo que venga a reemplazar. Es por esto que J. Derrida considera relevante mantener la forma de la mesianicidad como estructura de no conservación de lo dado y apertura incondicional quitándole, sin embargo, el contenido más propio al mesianismo tradicional, es decir: sin promesa y sin salvador.

La dificultad principal de una mesianicidad sin mesianismo no se reduce a ofrecerse como una paradoja de orden meramente lógico sino que, antes bien, consiste tener que justificar o demostrar una necesidad de no conservación que confrontaría con toda idea instalada de la economía pero daría pie, a su vez y sólo así, a algo radicalmente nuevo. ¿Existe acaso en el hombre un impulso deconstructor semejante, capaz de negar lo dado ya no como un medio para un determinado fin, ni tan siquiera como un fin en sí mismo, sino como un simple medio que se sostuviera sin finalidad alguna?

Es evidente que tal impulso innato no existe, pues por algo la humanidad está en las condiciones como está. Pero si hubiera que darle un nombre, por supuesto, no podría ser otro que el del amor. Y se trataría de un amor por deber cuya apertura incondicional supondría, precisamente, un decidido gesto de resistencia ahora contra lo nuevo concebido como algo a conquistar, porque ese y no otro es el trillado y ya comprobado modo en que lo nuevo se vuelve viejo desde que, en su propia manera de proponerse, se confiesa viejo en sí mismo.

Según Derrida, este dejar venir a lo nuevo implica una preparación para recibir lo completamente desconocido. ​No se trata nunca por lo tanto de una pasividad total, sino de una nueva concepción de la acción política que habilite el advenir sin intentar controlarlo o anticiparlo. ​Y como dicha apertura requiere una desconstrucción de las estructuras y convenciones que normalmente regulan y limitan la invención, este permitir el advenir de manera auténtica y no predefinida supone en definitiva un acto de resistencia. ​

Dejar venir a lo nuevo significa un mesiánico estar dispuesto a aceptar la alteridad en su plena diferencia, sin reducirla ni un instante a lo ya conocido o ya esperado. ​Y se convierte en un incansable acto de acogida, entonces, que reconoce la singularidad de lo nuevo y su capacidad de transformar y enriquecer nuestra comprensión del mundo. ​

Esta mesianicidad sin mesianismo no resulta sin contenido, sin embargo, sólo porque hoy hayamos perdido toda esperanza, sino al revés: perdimos toda esperanza por no saber que ella se sostiene propiamente de la nada. Y si bien es muy probable que, en el siglo primero de nuestra Era, la buena nueva que difundían los discípulos de Jesús de Nazaret tuviera esta misma estructura desfondada que atribuye Derrida a la fe verdadera, con el paso del tiempo fue ganando la idea de que el Reino de Dios era una cuestión de las almas en las que el cuerpo no estaba por consecuencia implicado y todo, a partir de entonces, se tergiversó para siempre. 

Las condiciones en este siglo están dadas por lo tanto para transmitir una nueva buena nueva: no hace falta creer ya en algo para poder creer.




sábado, 5 de abril de 2025

EL ARTE DE LO POSIBLE

 




El Justicialismo es un movimiento. Lo que ello signifique exige una redefinición constante que estos años tenemos el privilegio de asistir en tiempo real. Pues lejos de representar una circunstancia adversa, la apasionante interna que libran hoy nuestros conductores es el mejor síntoma de salud que un movimiento podría desear. Y para poder dimensionarlo, en esta nota Tort propone actualizar nuestro compromiso personal con una reinvención de la política que, abrevando en pensadores iniciales como Heráclito y Parménides, llega y desemboca en la propuesta deconstructiva de J. Derrida.


1- Si no sólo la Argentina, sino el mundo entero se debate en el s. 21 ante una feroz crisis política, ello se debe menos a la velocidad de un reordenamiento geopolítico y el alarmante crecimiento de la derecha que a no desear todavía, mas bien, poner valientemente en cuestión todo lo tenido tradicionalmente como verdadero. Y en Argentina, como en cualquier otro país del mundo, precisamos interpretar entonces nuestros problemas desde esta perspectiva global y epocal si realmente queremos pensar la cosa más allá de esos mezquinos análisis que sólo saben señalar con el dedo luchas de egos para no resolverse a enfrentar, en cambio, lo que profundamente nos pasa.

El Justicialismo no es sólo un partido político, sino un movimiento, precisamente porque surge y parte de la constatación de que la civilización se encuentra ante una crisis que no es sólo económica sino, fundamentalmente, de orden cultural. Y si bien esto es algo que al calor de las urgencias cotidianas parece haber sido relegado al cajón de los recuerdos, aún así resulta siempre esa fuente - para nuestros contrincantes inexplicable - de donde mana la potencia de una propuesta como la nuestra que, a pesar de tantos avatares a lo largo de nuestros ya flamantes 80 años, mantiene obstinadamente sin embargo su vigencia.

El Justicialismo es un movimiento y no sólo un partido político porque, en última instancia, lo anima el sentimiento de que la política misma, habiendo dejado olvidado un tesoro en el camino, precisa reiniciarse. Pero para acercarnos a un pensamiento del inicio necesitamos desaprender los valores más caros a la cultura política heredada y asumir una disposición en cierta manera antifilosófica dado que, al menos en Occidente, hemos definitivamente perdido u olvidado, a partir de Sócrates y Platón pero sobre todo de Aristóteles, la por entonces seguramente feroz aunque prolífica sospecha de que el pensamiento mismo fuese, para decirlo de entrada y sin vueltas, el peor enemigo del hombre.


2- Ante la idea tan instalada actualmente de que la humanidad ha logrado un status superior gracias a su intelecto, como esos bichos que se inmolan ante una fuente de luz ahora nos resulta muy difícil suponer otro origen del pensar que una civilizada y políticamente correcta explicación no mítica de la realidad. Pero sin duda hay que dar precavidamente lugar, también, a la humilde hipótesis de que el pensar, en los inicios de la civilización, fuera y tuviera como único y verdadero objetivo intentar rescatar al ser humano, al contrario, de esa suerte de expulsión del edén que para los humanos representa portar el lenguaje y ser conscientes.

Si fuese así realmente el caso, habría que leer en sentido totalmente inverso, en consecuencia, esa tradicional separación entre opinión y ciencia que, ya desde Heráclito y Parménides, marcara a fuego todo eso que hoy conocemos como 'filosofía'. Esa altanería que trasunta ya en los pensadores iniciales no tendría así nunca como fundamento elevar al ser humano por encima de su naturaleza. Y cuando califican a quienes no comprenden como son realmente las cosas de meramente ‘mortales’, en el caso de Parménides, o de ‘dormidos’ en el de Heráclito, sólo señalarían de esta forma la trampa que la civilización nos estaba tempranamente entonces tendiendo y en la que, finalmente, sin duda ya caímos.

Aún cuando la filosofía comienza canónicamente a contarse a partir de Sócrates, y todo lo anterior caratula académicamente así como ‘pre-socrático’, no se debe sin embargo a que Sócrates, por supuesto, haya sido especialmente responsable de algo nuevo. Mas bien, si con él marcamos el comienzo de una época es porque expresó a cabalidad la situación en la que desde entonces se encuentra la humanidad. Pero de ninguna manera permitiría eso asegurar que los pensadores iniciales habitaran sin embargo aún a sus anchas en esa suerte de paraíso griego que llamamos ‘physis’ y malamente traducimos como 'naturaleza'.

La imagen de unos pensadores que vivirían, prácticamente desnudos, recibiendo en su reino de inocencia variopintas cosmogonías telepáticamente es la que domina todavía hoy la idea que tenemos del origen de la filosofía. Pero si seguimos al pie de la letra esta imagen idílica perdemos lastimosamente de vista que, acercarnos a los pensadores iniciales - ahora sin el ya de por sí prejuicioso mote de ‘presocráticos’ -, requiere de nosotros tomar en consideración que ese supuesto reino de inocencia original habría terminado incluso también para ellos aún cuando, todavía, quizás no fuera definitivamente olvidado, o al menos no tanto, ni en forma tan masiva.

El carácter esencialmente polémico del filosofar, que en definitiva apunta a un especial compromiso para con la verdad y un respectivo rechazo de la falsedad, en los pensadores iniciales podría no haber tenido nunca como fuente de inspiración, tal vez, esa herramienta de comprensión y cálculo que habitualmente toma al mundo como materia y hoy asimilamos irreflexivamente y sin mas al pensar como tal. Pero atreverse a la necesaria puesta entre paréntesis de esta tradicional actitud técnica, adoptada sin pudor por la mayoría de los intelectuales hoy día hasta con el presunto pensar, supone afrontar un desafío prácticamente inhumano: recuperar vivencialmente ese período histórico de transición sin par durante el cual la civilización ya había conseguido domesticar al hombre sin haber logrado que dejara de escuchar totalmente, aún, la terca vocación por la intemperie.

Antes que la ignorancia misma o el falso saber, el pensar inicial pareciera haber tomado como antagonista a la propia polis, en consecuencia, y esa falta de claridad que le atribuimos a su legado no se debería entonces tanto a lo que tematiza como a una motivación, mas bien, que hoy estaría así por completo fuera de nuestro socrático universo intelectual. Lo cual tampoco significa que por ello haya que atribuir a la polémica original una vocación directamente anti-política, por supuesto, a menos que consideremos que la palabra ‘política’ sólo pueda tomar el restringido sentido de ‘administración de la polis’. Y dar lugar a esta posibilidad exigiría de nosotros ahora, por parte de quienes nos atrevemos sinceramente a participar de una reinvención de la política, sintonizar primero el sentido fundamental y preciso que, en los pensadores del inicio, haya tenido entonces un pensamiento de la escucha antes de convertirse fatalmente técnico.

Si la afirmación incondicional de ese otro de la política como tal fuese sin embargo encarada sólo como un método, estaríamos aún dentro de un clásico paradigma moral. Pero hoy la política precisa reinventarse debido precisamente, en gran parte, a que permanece desde su nacimiento presa de la perspectiva para la cual el otro necesitaría supuestamente ser incluido, integrado y reconocido como miembro de lo mismo. Y es esta misma soberbia del fundamentalismo político lo que luego mantiene, y refuerza como nunca hoy en día, la aparentemente insalvable grieta entre colectivismos e individualismos que, en definitiva, no son sino dos formas de inclinarse dócilmente a la identidad.


3- Cómo es que realmente ocurre una afirmación incondicional del otro para que ella no resulte de lo mismo hacia el otro, sino en cierta forma a la inversa, es lo que J. Derrida, de manera recurrente y explícita, reflexiona específicamente en un artículo como “Psyche, la invención del otro”. Allí queda ejemplarmente expuesto que el mayor problema de una reinvención de la política es esta cuestión de la afirmación como tal que, dicho sea de paso, no puede ser propuesta metódicamente sin riesgo de traicionarla. Pues, ¿de qué afirmación consecuente estaríamos propiamente hablando si ella parte todavía de lo mismo, y no proviene ya de lo otro? 

La invención resulta sinónimo de deconstrucción, y abordar la problemática de la invención, al mismo tiempo, supone tematizar la deconstrucción porque todo indica que de ella no se pudiera dar cuenta mas que dejando que resulte hablada por eso mismo que ella no aborda sino bajo la forma de la escucha. O lo que es lo mismo, de una afirmación 'del' otro en la cual es el otro quien protagoniza. Porque, aun cuando el propio término ‘deconstrucción’ parece privilegiar una instancia negativa al poner en cuestión una estructura conceptual asentada rígidamente en identidades y esencias, la deconstrucción no sería tal si no implicase, al mismo tiempo, un carácter propiamente inventivo al romper siempre, y de manera inevitable, con el orden de lo posible.

Lo que entra dentro del orden de lo posible es lo que el otro hace temblar, ya que lo posible permanece como una instancia derivada de un orden previo que, aún cuando latente y en potencia, pueda servir al actualizarse de fundamento y razón explicativa. Lo imposible, en cambio, reserva esa caracterización precisa debido a que irrumpe abriéndose paso para romper con el orden establecido sin fundamento ni razón alguna. En lugar de parecerse a lo que todavía no es pero puede y deseamos llegue a ser, desde este punto de vista lo imposible mas bien es prácticamente lo contrario: lo que ya es, pero de lo cual no tenemos noticia alguna de qué se trata ni de si podría llegar a ser.

Dado que, por definición, 
lo imposible está del lado de lo inconmensurable e imprevisible, no resulta algo que tampoco podamos propiamente pedir: es lo que sólo se puede escuchar, al revés, porque viene inevitablemente de parte del otro. Pero este dejar ser a lo imposible no supone una actitud pasiva sino, todo lo contario, del mas completo y absoluto compromiso con lo posible. Pues sería confundir totalmente las cosas suponer ahora que una reinvención de la política aboga por una prescindencia de toda práctica tradicional a favor de la igualdad y la justicia.

Hacer de la afirmación del otro una pura escucha de lo imposible desconectada de la realidad sería caer otra vez, insensiblemente, en un reduccionismo metafísico. Que la política precise reinventarse no supone abandonar de ninguna manera la política actual, entonces, pues el fundamentalismo político no es algo que pudiese ser efectivamente superado, de un día para el otro, y relevado a la prehistoria de la humanidad. Al revés, la deconstrucción comprende a lo imposible asediando constantemente a lo posible, y es por eso que tal vez la única novedad, o lo que marca la diferencia de una reinvención de la política, consista más bien en el arte de lo posible que sólo habilita y hace realmente efectiva una apertura incondicional a lo imposible.

La conocida frase de que la política es el arte de lo posible, acuñada por Aristóteles y replicada por Bismarck y Churchill, era para estos tres clásicos representantes del fundamentalismo político sólo el arte de cómo permanecer siendo eternamente lo mismo, pues la política en su caso se limitaría a ofrecer así la mejor combinación de elementos dentro de lo que determinado orden ofrece. Pero el arte de lo posible en clave deconstructiva no responde en absoluto a esta lógica del mal menor. Mas bien, y a la inversa, consiste el juego de acompañar y subirnos al movimiento que lo imposible imprime en lo posible cuando romper con lo establecido ya no es siquiera un deber moral, sino la forma de hacer un arte de nuestra propia vida.


UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...