Cuando mi abuela me narró la fábula de la cigarra y la hormiga, me pareció espantosa. La mera idea de tener que trabajar y, sobre todo, de dejar morir a quien no lo hiciera, rebelaba mi infantil intuición de la justicia. Y cuando mucho después, ya mayor, a partir de la lectura de Mas allá del Principio del Placer de S. Freud comprendí que nuestra sociedad se construyó y sigue construyéndose sobre esa fábula que glorifica el trabajo y condena el placer, pensé que en nuestros tiempos líquidos la represión ya no se expresa ahora coercitivamente sino mediante prácticas que nos impiden preocuparnos por otra cosa que insectificarnos y poder evitar, de esta manera, la tremenda responsabilidad implicada en el hecho de ser.
Si bien la pretensión de ser
quien uno es pareciera algo que, de tan sencillo, no merece la menor
atención, en la práctica sin embargo demuestra convertirse un desafío
inacabable, ya que la probabilidad misma de ser de una sola y determinada manera resulta
puesta en cuestión no sólo por cambiantes estados de ánimo a lo largo del
tiempo sino, también, por las variadas reacciones ante diferentes
estímulos en un mismo espacio de tiempo. Pero la revelación de esta radical
mutabilidad resulta brutal recién con la constatación de que no
sólo nuestros estados de ánimo cambian, sino que esos mismos ‘estados’ son llamados
así por una mera convención ya que ellos mismos están en continua transformación. En
lugar de estados, por lo tanto, lo que describe a nuestra intimidad es, por ello, un puro devenir.
Integrarnos emocionalmente, entonces, aprendiendo a no fingir una supuesta felicidad ni un aún más ilusorio poder y, sobre todo, reconociendo que nos disgusta lo que atente contra nuestra felicidad y nuestra potencia, no se agota en
asistir pasivamente a lo que en cada caso somos: integrarnos, mas bien, exige así asumir la tarea de crearnos literalmente a nosotros mismos. Proponerme ser quien en cada caso soy consiste por ello una aventura en la que toda peregrina pretensión de permanencia, o todo intento de ser de una manera plena y determinada,
resulta un espejismo del que modestamente me aparto para lograr, en consecuencia, aún cuando mas no
sea a regañadientes, hacer de mi vida una obra de arte. Porque lejos de
pretender inventarme artificiosamente, sacando a relucir excentricidades o
intentando modificar arbitrariamente mis circunstancias, concebir la propia
vida como una obra de arte significa proponernos apenas ser el que seamos en cada caso,
aún sabiendo que ello representa un desafío por definición inacabable.
La satisfacción siempre acechará detrás de nuestros tímidos intentos de ser
quienes somos, y el miedo permanentemente boicoteará nuestra decisión más firme de
crearnos. “¿Acaso resulta posible sostener el deseo - nos decimos - de otra cosa que
no sea la conquista de aquello que se carece?”... Esta es una pregunta que
comenzamos a responderla sólo cuando nos animamos a mirar lo que tememos a la cara y
logramos advertir así que el deseo no se sostiene propiamente de nada sino que,
mas bien, es él quien nos sostiene y, sobre todo, que aquello que sostiene resulta, nada mas y
nada menos, que precisamente a sí mismo.
La paradoja de un deseo que nada sostiene o, mejor, de un deseo que, al dejar
de ser animado por la satisfacción, se sostiene o se crea desde la nada, es algo
que esporádicamente vivenciamos cuando nos armamos de valor y aceptamos entonces, con
verdadero regocijo, apartarnos de la satisfacción como criterio exclusivo. Nos sentimos así entonces en nuestro elemento, siguiendo una corriente que permite respirar un aire nuevo, libre
de toda carga para ser. Pero cómo podríamos efectivamente renunciar a la satisfacción y
experimentar que eso nos hace sentir así en nuestro elemento es algo que no advertimos claramente, por supuesto, mientras no logramos quitarle a nuestra renuncia su carácter meramente privativo.
Porque para hacer efectivamente de nuestra vida una obra de arte no se trataría tanto de entregarme pasivamente a la no-satisfacción sino, justamente, de descubrir falsa
la antinomia satisfacción Vs. no-satisfacción con que la sociedad y su
tradición cultural nos ha mantenido ignorantes y ciegos de nuestro real
desafío. Este es, tal vez, el quid de la cuestión, y el motivo de mi temprana solidaridad empática con la alegre y despreocupada cigarra.
La antinomia principio del placer/principio de realidad sobre la que se asienta nuestra civilización demuestra no ser excluyente, sin embargo y en definitiva, cuando advertimos que la satisfacción rige en ambos principios por igual: tanto la cigarra que se atiene al presente, como la hormiga que vive del futuro, pretenden ambas absurdamente ser quienes son plenamente, de una sola y determinada manera. La cuestión no pasaría tanto entonces por denunciar la represión del placer en esta cultura sino, mas bien, por proponer una sociedad que estimulara asumirnos errantes y asomarnos así a nuestra insoportable levedad sin aferrarnos nunca a nada. Y si bien esta forma de encarar nuestra vida con responsabilidad no marcaría otro camino que no sea el de hacer camino al andar, nos libra por el momento, al menos, de la desesperanza que produce una civilización que cada vez se asemeja más a sociedades distópicas de filmes futuristas.
La ‘errancia’ es un concepto que todavía
en Heidegger conservaba su carácter negativo, nombrando ese paso obnubilado
de una cosa a la otra propio del olvido del ser. Pensadores posteriores como
Blanchot, Levinas y Derrida, en cambio, dotaron a este concepto de una
afirmatividad nueva que, lejos de mentar el estado de apartamiento de la verdad
describe, al contrario, la alegre sin razón de quien se sabe arrojado a un
afuera infinito pero que ignora la nostalgia del origen porque no gira ya en torno a ningún adentro.
Un deseo que no tiene un objeto como zanahoria, y logra sin embargo mantenerse
en pie, hace entonces de la errancia no su objeto, sino su elemento, y por eso lo opuesto o lo verdaderamente diferente a la satisfacción de la cigarra no es propiamente la insatisfacción de la hormiga, sino la errancia.
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