viernes, 31 de julio de 2020

SER EN COMUN





1- Al reflexionar sobre nuestro ser en común suponemos, demasiado rápidamente, que para afirmarlo deberíamos evitar una eventual dispersión. Y por lo general no damos lugar así a la posibilidad de que la seductora ilusión de comunión sea aquello que verdaderamente atenta contra la comunidad. Esta última es, precisamente, la originalidad que ofrece una perspectiva para la cual ser en común representa, ni mas ni menos, resistir esa misma concepción de lo colectivo idéntico a sí misma que se sostiene, principalmente, de un melancólico recuerdo.

El mito más antiguo de Occidente es la suposición de que nuestra sociedad, al ser una simple asociación entre individuos, sería una suerte de degradación de una intimidad comunitaria primitiva. Este mito fue modernizándose hasta hoy en la idea de ‘fraternidad’, ese principio romántico por el cual cada ‘miembro’ de la comunidad se identificaría con un cuerpo vivo al cual cada uno pertenecería. Pero cuando hoy el fin del capitalismo no resulta ya más nuestro supuesto ‘horizonte insuperable’ - en tanto lo que actualmente se nos presenta precisamente como ‘insuperable’ resulta, en cambio, la condena del comunismo y el triunfo incondicional de la democracia liberal -, resulta necesario ir más lejos incluso que todos los horizontes, deshaciéndonos así también de ese que está atrás nuestro: ese horizonte expresado en la tradicional idea de una ‘comunidad perdida’.

En su texto más conocido, La Comunidad Desobrada, Jean-Luc Nancy indica que no sólo no habría motivo para añorar una supuesta ‘comunidad perdida’ sino que, antes bien, resulta incluso necesario precisar que ella nunca ha tenido propiamente lugar. Lo anterior a la sociedad misma sería, desde su perspectiva, algo para lo cual no tenemos siquiera una calificación apropiada, ya que abarcaría un cúmulo de cuestiones mayor al mero vínculo social. Y la comunidad propiamente dicha, al contrario, representa lo que sucedería en todo caso en y a partir de la denostada sociedad en la que mal o bien sobrevivimos, pues resulta de poder poner en duda justo la concepción romántica de una comunidad ‘orgánica’ de la cual todos seríamos supuestamente ‘miembros’.

Nancy reacciona contra esa vieja metáfora del ‘cuerpo social’ que resultó tan útil a la filosofía política clásica como metáfora del lugar donde el hombre debía teóricamente realizar su propia esencia y consistía, a la vez, la actualización del cumplimiento mismo de la propia esencia humana, debido a que toda esa tradicional concepción de lo social en definitiva mantenía, y por supuesto aún tiene en pie, a la soberanía impoluta de un individuo, individual o colectivo, como fundamento único de toda enunciación política:

“La totalidad orgánica es la totalidad en la que la articulación recíproca de las partes se piensa bajo la ley general de una instrumentación cuya cooperación produce y sostiene el todo en cuanto forma y razón final del conjunto (...) La totalidad orgánica es la totalidad de la operación como medio y de la obra como fin. Pero la totalidad de la comunidad - entiendo por ello: de la comunidad que resiste su propia puesta en obra - es un todo de singularidades articuladas.”

El organismo, la inmanencia o la intimidad, es todo lo que está perdido de la comunidad. Pero para Nancy estaría perdido no como lo que la anularía en tanto tal, sino en el sentido de que dicha pérdida resulta, de manera paradójica, constitutiva en cambio de la misma. Si la inmanencia efectivamente se diera destruiría instantáneamente a la comunidad, y la supuesta comunidad de la inmanencia humana no demuestra ser otra cosa para él que la comunidad de la muerte o de los muertos. Pero eso es justo lo que para él caracteriza a los totalitarismos comunistas y fascistas tanto como a las democracias liberales, dado que ambas comprensiones de lo público no se basan sino en el miedo a la muerte.

Cuando hablamos de comunidad, en los términos de Nancy, no lo hacemos como algo que corresponda a cierta entidad colectiva, sino respecto de algo que atañe a la forma como nos relacionamos con el mundo. Somos en comunidad no sólo con humanos, sino con todo aquello que nos excede. Por eso es que hablar de comunidad sea al mismo tiempo hablar de cierta forma de subjetivación en y por la cual una afirmación o negación de la muerte juegan un rol protagónico, dado que si una comunidad se da reaccionando contra la organicidad y la inmanencia es porque la vida en común exige mantenerse a la altura de la muerte.

Según Nancy, como buen discípulo de G. Bataille, mantenerse a la altura de la muerte consiste en sintonizar el coraje necesario para distinguir en la comunidad el espaciamiento mismo de la experiencia del afuera. Es decir, en poder sobreponerse al temor a la muerte por medio de la conciencia clara que supone la vivencia de una comunidad independizada ya de la metáfora del cuerpo social. Sin nostalgia alguna, el punto crucial de esa vivencia será para Nancy, entonces, una conciencia clara de la partición inherente a lo común, lo cual no es sino otra forma de decir entonces que la inmanencia o la organicidad no necesitan ser recobradas:

“La articulación no es más que la juntura o, más exactamente, el juego de la juntura: lo que tiene lugar allí donde las piezas diferentes se tocan sin confundirse, donde se deslizan, pivotan, o basculan una sobre otra, una en el límite de la otra - o exactamente en el límite - allí donde estas piezas singulares y distintas se pliegan o se enderezan, se doblan o se estiran conjuntamente y una a través de la otra, una en la misma, sin que este juego mutuo - que sigue sin cesar, al mismo tiempo, un juego entre ellas - forme la sustancia y la potencia superior de un Todo”

Si existe algo así como una comunidad, no es sino aquello que deshace en su principio la inmanencia absoluta. Esta desgarradura en la inmanencia consustancial a la puesta en acto de la comunidad se expresa en la diferencia entre ser y ente, porque es el ser es quien abre la inmanencia, es decir, quien impide entregar el ser de los entes a la inmanencia y quien acaba por definirse, al fin de cuentas, como relación y como comunidad. Y al expresarse como ‘éxtasis’ indica la imposibilidad de la inmanencia absoluta a quien no tiene nunca ya la estructura de la individualidad. Por eso es que, a la partición de la comunidad, le resulta consustancial entonces una partición correlativa de la existencia de los seres singulares.

Sería imposible acompañarlo en este camino, no obstante, si no vivenciamos ya a nivel personal que dichos seres singulares estarían ellos mismos constituidos por una partición o, mejor dicho, espaciados ya por la partición que los hace ser 'otros' para sí mismos. Esta conciencia clara de partición no sería ya la de un ‘individuo’, obviamente, porque el individuo no es más que un objeto, es decir, un ser que no tiene comunicación ni comunidad. Dicha conciencia clara es al contrario lo propio del éxtasis y, por tanto, algo que no podría atribuirse nunca como ‘mi’ conciencia sino que consiste una especialísima forma de conciencia, en todo caso, que el yo no tiene más que en y por la vivencia de ser en común.

Jean-Luc Nancy pudo decir que Bataille fue el primero en hacer la experiencia moderna de la comunidad porque lo que en ella se halla implicado sólo se entiende, al fin, como esa apuesta que ningún fracaso episódico puede apagar y responde a una tensión entre la inmanencia y la trascendencia que, de alguna manera, resulta incluso ajena al hombre mismo en tanto lo atraviesa y lo constituye. La perenne exigencia de comunidad, que la mismísima caída de los comunismos reales no ha podido disminuir siquiera en el s. 21, no puede entenderse por ello sino desde esta perspectiva del éxtasis que actuaría como retorno de lo reprimido.

La comunidad se revela como tal siempre al otro, tiene lugar sólo a través del otro y para el otro porque, en definitiva, es el espacio de los yo (no de los mí mismo) que son siempre otros: no fusiona los mi mismos, sino que es siempre la comunidad de los otros. De modo que la verdad de la comunidad es su comunión imposible, dado que se trata una de la que no se hace obra jamás sino que se vivencia asumiendo la imposibilidad de su propia inmanencia, y que nos presenta - y a la que se presenta - nuestra verdad mortal.

Sólo lo que no es un sujeto abre y se abre a una comunidad, en definitiva, porque recién lo que no es un sujeto concibe a la muerte como aquello que, sin concesiones, le impide poder. Si la comunidad está consignada a la muerte, por eso, no lo es nunca como una ‘obra’. La comunidad, para Nancy, no es una obra porque ella no hace obra de la muerte - como ocurre en la sociedad - ni actúa tampoco como la misma muerte: en comunidad, la muerte no opera el tránsito a una entidad comunional (en el cielo), ni la comunidad opera tampoco la transfiguración de sus muertos (en la patria). Si la comunidad está consignada a la muerte es porque la imposibilidad misma de hacer obra de la muerte, y de obrar como la muerte, resulta lo que se inscribe y asume finalmente como comunidad:

“El ser-en-común significa que los seres singulares no son, no se presentan, no aparecen más que en la medida en que com-parecen, en que están expuestos, presentados u ofrecidos unos a otros. Esta comparencia no se añade a su ser, sino que en ella su ser viene al ser. [...] Por ello la comunidad no desaparece. No desaparece jamás. La comunidad resiste: en cierto sentido, es la resistencia misma. Sin la comparencia del ser - o de los seres singulares - no habría nada, o mas bien, no habría más que el ser apareciéndose a sí mismo, ni siquiera en común consigo, sino el Ser inmanente sumergido en una especie de parencia. La comunidad resiste a esta inmanencia infinita”



2- 
El escollo con el que sistemáticamente tropieza un pensamiento imantado por la comunidad resulta no poder desembarazarse a tiempo del imperio de un sujeto que persiste como ese lugar desde donde la fusión con el otro sería supuestamente posible. Y Nancy nos conmina, por eso, a emprender con él - y más allá de él - una tarea militante de largo aliento que apuesta a la soberanía compartida entre unas exigencias singulares que no sean ya propiamente sujetos y cuya relación, por lo tanto, no sería ya tampoco la de una ‘comunión’

Desde que la comunidad dejó de ser tanto un melancólico recuerdo como un glorioso destino histórico, su llamado comenzó a ser escuchado en cada ser humano respetuoso de la vida. Cuando de ella no quedan ya ni sus cenizas resurge como un ave fénix, entonces, purificada del lastre tanto del pasado como del futuro, adoptando una misteriosa forma que nada tiene de parecido a la nostalgia ni a la épica, pues su llamado se contenta con ser algo así como una voz melodiosa que no se molesta siquiera por ser escuchada. Es que este llamado no proviene de ninguna parte como no sea ahora de nosotros mismos. Escucharlo es un privilegio, y responderlo no es un don: el don, al contrario, es poder vivir en su escucha.

Es obvio que la comunidad porta todavía, para el imaginario social, el pesado lastre de una naturaleza mítica convertida en ese relato, a menudo confuso y no siempre coherente, que habla de poderes extraños, muchas veces crueles y otras risueños, y que no sólo es mítico en sí mismo sino que, a su vez, reproduce esa escena también mítica por la cual un relato fundaría una comunidad. Y es justamente esta condición del mito repetido por generaciones, nombre del cosmos estructurándose en logos, lengua y habla de las cosas mismas, lo que confiere para muchos su naturaleza cohesionaste: nada sería supuestamente más común que el mito pues, al mismo tiempo que la fundaría, revelaría la comunidad.

Lo que deshace la comunidad, lo que no permite que se realice, es lo que la protege al mismo tiempo, precisamente, de constituirse como un todo. Por eso, lo que Bataille llamaba la ‘ausencia de comunidad’, lejos de ser la pura y simple disolución de la comunidad da cuenta, dice Nancy, de que a través de la fusión que tradicionalmente se buscaba para hablar de lo colectivo se lograba sólo un nuevo individuo que, aunque de naturaleza colectiva, no dejaba de ser por eso individual, es decir, cerrado al afuera e indivisible hacia dentro:

“En la ausencia de comunidad, la obra de la comunidad, la comunidad en tanto obra, el comunismo, no se realiza, pero la pasión de la comunidad se propaga, desobrada, exigente, pidiendo pasar todo límite, toda realización que encierre la forma de individuo. No es por tanto, una ausencia, es un movimiento, es el desobramiento en su singular actividad, es una propagación: es la propagación, incluso el contagio, o aún la comunicación de la comunidad misma, que se propaga o que comunica su contagio por su interrupción misma”.

Frente a las concepciones tradicionales de la comunidad como esa totalidad que, al permitirnos formar parte de algo mayor, le conferiría un sentido a nuestra humanidad, podemos y deberíamos apostar a que la comunidad sea algo que acontece, en cambio y simplemente, cuando exponemos justamente nuestra propia finitud. La comunidad no sería, nunca así una justificación, sino la exposición misma de la finitud. Es decir, ni una precuela que nos otorgaría una identidad, ni una secuela que nos concedería la satisfacción de dejar nuestro legado, sino algo que sólo ocurriría en tanto y en cuanto renunciáramos explícitamente, como propuso Bataille, cada uno individualmente considerado y por separado, a la pretensión inútil de uno serlo todo.

Los análisis que se pretenden críticos de una cultura ‘individualista’ no ven – o no quieren ver – en la sobrevaloración de la competencia otra cosa que un beneficio de tipo material. Pero el individuo no es, como se supone rápidamente, sólo esa consideración que haría del hombre un todo que se enfrenta a los demás. Individual, mas bien, es la interpretación que hace de sí quien se experimenta como una entidad cerrada desprendida de un fondo informe, dice Nancy, y que asume su individuación entonces como un proceso al que toma, inocentemente, como su tarea y su deber. ‘Totalidad’ y ‘particularidad’ son por eso nociones solidarias que, presentadas como manifestaciones culturales contrarias, nos mantienen sordos al llamado de la comunidad.

Hablar de la comunidad, en resumen, no es hacerlo de la totalidad ni de la particularidad: es hablar de lo singular. Como sólo lo singular puede no querer serlo todo y, sobre todo, porque sólo lo singular no procede de nada, es que lo singular no responde a ningún posible desprendimiento. Sólo comprendida de esta manera, dice Nancy, la comunidad no es una obra, entonces, que resulte de una operación, dado que no es ni extraída, ni producida, ni derivada.

Detrás de la singularidad no hay nada, ella desde el vamos está toda afuera. En lugar de arrancarse o de elevarse, la singularidad simplemente aparece en la exposición de su finitud. Sólo un ser finito puede exponerse y por lo tanto sólo la singularidad, que no tiene otro fondo sin fondo que la finitud misma, resulta capaz de escuchar el llamado de la comunidad para vivir propiamente en esa escucha:

“Su nacimiento no tiene lugar a partir de ni como efecto de: ella da por el contrario la medida según la cual el nacimiento, como tal, no es ni una producción ni una auto-posición, la medida según la cual el nacimiento infinito de la finitud no es un proceso que opera sobre un fondo y a partir de fondos. Pero el fondo (en cualquier sentido de la palabra) es él mismo, por sí mismo y, en tanto que tal, la finitud de las singularidades – ya”

Mas que propiamente aparecer, dice Nancy, la singularidad entonces ‘com-parece’, dado que se presenta siempre siendo-en-común y como no siendo sino este ser ella misma: el modo de ser de la singularidad es entonces comunitario. No porque comparta con otras singularidades, precisamente, algo que entre todas tuviesen en común sino, al contrario, porque carecen en sentido técnico de todo vínculo. Técnicamente hablando, las singularidades no comparten nada y nada comunican: ‘se’ comparten y ‘se’ comunican puesto que su existencia está siempre fuera. Sólo los sujetos individuales comunican algo y, al hacerlo, decimos por ello que se ‘vinculan’. Pero el orden de la com-parencia característico de la singularidad, tal como ocurre con la palabra cuando la consideramos en su dimensión poética, es más originario que lo vincular:

Al ‘Cógito ergo sum’ de la subjetividad, el ‘Ego sum expositum’ de la singularidad le recuerda, entonces, que su supuesta evidencia posee tras suyo el llamado de la comunidad. Es por eso que Nancy dice que la comunidad, más que una obra, es su desobramiento o, lo que es lo mismo, la experiencia misma de la finitud: porque no es algo que tenga que ver con la producción ni con la consumación sino, al revés, con esa instancia íntimamente ligada con la fragmentación y con la interrupción.

La comunidad de la que Nancy nos habla es definitivamente la pasión de la singularidad como tal, puesto que la presencia del otro no sería para ella una suerte de obstáculo para su exposición sino que, al contrario, es la exposición al otro lo que desencadena sus pasiones: la pasividad, el sufrimiento, el exceso. Entre el querer serlo todo propio del individualismo y el no-querer serlo todo que abre la singularidad hay, por eso, algo que impide confundir sus perspectivas radicalmente diferentes: que la pasión de la singularidad resulta en la práctica un acto de resistencia a todo tipo de inmanencia.

Si podemos decir que la comunidad es una suerte de llamado, entonces, es porque de últimas ella nunca es una entidad sino un tránsito inacabable: una actividad desobrada o desobrante, como dice Nancy, que resiste precisamente su acabamiento pues en su inacabamiento mismo no hay por qué ver una insuficiencia sino la dinámica propia de la singularidad en tanto tal.


sábado, 25 de julio de 2020

SALIR DE LA NORMALIDAD


"Probablemente, de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose".  
 J. Cortázar                                 


1- En el año 1755 Lisboa fue destruida por un terremoto y el número de víctimas ascendió a casi 100.000 seres humanos. Ocurrió en un día de festividad católica, y esta catástrofe se convirtió en la excusa ideal para que Voltaire, Rousseau y Kant dieran comienzo formal a la Ilustración inaugurando, con sus textos cruzados, los primeros intentos de interpretación de los hechos sin apelar ya a la voluntad divina.

Nada indicaba verdaderamente que la catástrofe sanitaria provocada por un virus en el 2020 habría de inaugurar un nuevo período civilizatorio, pero la virulencia de textos que intentaron al comienzo interpretarla y hallarle su sentido provocó, a pesar de la burla de muchos, una justificada expectativa al respecto en ese momento. ¿Existe, sin embargo, podriamos preguntarnos hoy, algo así como un sentido de las cosas?... ¿O la pretensión de atribuirles un sentido interno resultaba, mas bien, algo así como el verdadero virus que ha infectado a la razón, y respecto del cual, en consecuencia, podríamos pensar que nos hemos inmunizado de ahora en mas?

Mas allá de que la pandemia no representó, por supuesto, ni el final del capitalismo ni dio paso a una comprensión del vínculo armónico del hombre con la naturaleza, ella presentó un ‘significante vacío’, 
como tan bien lo expresara R. Segato, que muchos pensadores encontraron la ocasión inesperada de llenar y dar así una batalla por el sentido. Con la perspectiva que nos da el tiempo transcurrido, en todas las interpretaciones notamos que hubo un denominador común al cual, más allá de su carácter utópico o distópico, se impone prestar hoy especial atención y cuidado: hallar siempre, en una catástrofe, el resultado necesario de una culpa.

Toda pregunta por el sentido de la vida está viciada, siguiendo a Nietzsche, por la suposición de que ella estaría en falta y resultaría por ello así culpable, y la objeción a vencer por parte de quienes reconocemos la sacralidad de la vida salta a la vista que, básicamente, consiste en rechazar que ella necesite ser justificada o redimida. Rescatar su radical inocencia resulta entonces clave para entender el paradigma en función del cual puede gestarse una nueva humanidad: porque, más que defendiendo la vida, es vivenciando al contrario que la vida no precisa ser justificada o defendida, mas bien, como recién participaríamos de lo sagrado implicado en el hecho de estar vivos.

Los valores anti-vida surgieron de esta confusión histórica por la cual la santidad se originaba, según todas las religiones y escuelas espirituales tradicionales, en la convicción de que el dolor podía ser remediado tomándolo como una prueba, y que el sufrimiento, por su parte, debía ser interiorizado considerándolo un necesario castigo. Considerar la vida cual valle de lágrimas nos llevó a negar, aunque más no fuese implícitamente, que la vida sea suficientemente santa en sí misma.

La renuncia explícita a dar un sentido al dolor y al sufrimiento resulta una condición necesaria para la afirmación de la vida. Porque no es la oscuridad lo que rechaza el paradigma de la luz, sino ese otro paradigma por el cual se supone que la oscuridad puede ser finalmente negada. De ahí que, aún cuando toda pregunta por el sentido de la vida suponga que ella deba ser inevitablemente redimida, la inocencia de la vida sí es algo que resulta urgente y necesario declararla aunque no tanto, por supuesto, con la pretensión de imponerla a nadie, sino como imperiosa necesidad de afirmarnos, de esta forma, en nuestros propios valores.

Cuando Nietzsche habla de valores anti-vida no se refiere tan sólo a unos aspectos meramente psicológicos sino, fundamentalmente, a esos principios de los que dependen tipos psicológicos específicos por los cuales se tiene como enemigos al azar, a lo múltiple y, en definitiva, a la voluntad. Pero dar cuenta de los valores pro-vida no se reduce a tomar como propios, ahora, los valores que fueron rechazados por quienes la profanaron de manera sistemática. Mas bien, surgen naturalmente cuando, poniendo a la vida al centro, las oposiciones desaparecen y el azar se comprende como una forma de la necesidad, lo múltiple resulta una afirmación de la unidad y la voluntad, por último, se descubre siendo meramente nuestra capacidad de ser afectados.

Los valores pro-vida, que expresaría a quienes danzamos la vida,  no resultan una mera inversión de los anti-vida. Si tal fuese, la tarea sería sencilla. Pero ocurre que ellos no son ya, precisamente, meras pautas intelectuales para afrontar vicisitudes adversas, sino la forma que la vida misma adopta 
para cada uno, mas bien, en sus más variadas circunstancias. A la hora de pretender formularlos, debiéramos tomar nota entonces del peligro que representa el deseo de evitar, con la excusa de una mayor claridad conceptual, los meandros del pensamiento paradojal. Se trata, por supuesto, de un riesgo inevitable para nosotros, los afirmadores del sufrimiento, porque en los hechos resulta lo que nos templa como tales cuando cada palabra o cada acto se convierte en una oportunidad para descartar esa odiosa pregunta por el sentido de la vida y pasar, en cambio, a preguntarnos todo los días sinceramente: “¿Qué sentido le doy yo a la vida?: ¿uno que la honra, o uno que la deshonra? O mejor, ¿uno que la profana, o uno que rescata su sacralidad?”


2- Cómo salir de la normalidad

El confinamiento obligatorio de casi la mitad de la población del planeta puso en el 2020 de pronto inusitadamente de moda a la palabra ‘normalidad’. Ya sea por la angustia de perder la normalidad para siempre como, al revés, por la sospecha de que recuperarla sería un tremendo error, el hecho es que la alternativa, en cierto sentido maniquea, entre la vuelta o el rechazo a la normalidad fue durante un tiempo la disyuntiva política por excelencia. Y lo cierto es que, a la vez que puso en cuestión la forma como nos veníamos organizando económicamente como civilización a nivel macro, esta situación apuntó también a interrogarnos íntimamente por la manera como nos conducimos también, en nuestra cotidianidad, con nosotros mismos.

La interrupción momentánea de la normalidad no se redujo claramente a denunciar tales o cuales aspectos de la misma para proponer, a la postre, una 'nueva normalidad'. Por sobre todo, se puso insólitamente de manifiesto con ella que la cuestión que hoy urgía pensar, mas bien, era cómo salir de la normalidad como tal aún, y sobre todo, cuando ello implicase una fuga hacia adelante sin garantías. Y, por supuesto, la pregunta de si realmente estábamos en condiciones de aceptar esa fuga incondicional era una cuya respuesta tampoco podría estar dada de antemano ya que dependía, fundamentalmente, de cuán dispuestos estuviéramos o no, a partir de entonces, a revisar y poner por lo tanto en duda las creencias mas caras a nuestra cultura.

De la noche a la mañana, y gracias a un pequeño desajuste de lo que considerábamos ‘normal’, nos anoticiamos así en carne propia que la política de hoy en día es, propiamente hablando, ‘biopolítica’. Y que dicho concepto de lo político provoca una modificación sustancial por la cual lo público se convirtió en el ámbito que pretende hoy imponerse por sobre la existencia integral del ser humano. Porque el hecho brutal de que la vida se haya transformado en materia de la política, como señala Foucault, lejos de significar que incluya dentro de sus preocupaciones las cuestiones medioambientales lo que hace es cambiar su accionar, al contrario, a partir de una puesta en cuestión del carácter de ser viviente del hombre mediante técnicas de normalización.

La concepción tradicional de lo político - es decir, la forma gubernamental previa a la biopolítica - consideraba al ser humano un ser viviente que tenía, como diferencia específica, una capacidad política. De acuerdo con esto, la labor del gobernante se reducía, a grandes rasgos, a hacer morir o a dejar vivir a quienes se ajustasen o no a determinado orden social. A partir de la Ilustración, sin embargo, M. Foucault detectó que se produjo una transformación radical de la forma de gobernar por la cual nuestra politicidad, que siempre consistió sólo una diferencia específica del hombre, ocupa desde entonces prácticamente el rol de género próximo, permitiendo entonces que el hecho mismo de ser seres vivientes, es decir, el desnudo factum de ser vertebrados mamíferos, sea algo que el orden político y su concepto de normalidad pone en segundo lugar. Así es como surge el marco conceptual propiamente ‘biopolítico’, ámbito en y por el cual se gestaron y se siguen gesteando nuevas tecnologías de gobierno orientadas, no ya a matar y dejar vivir sino, al revés, a dejar ahora morir o hacer vivir según determinadas normas.

Si por lo general asociamos sin mucho rigor técnico la palabra ‘biopolítica’, entonces, con esa herramienta primitiva de control que se ejerce aún en algunas instituciones típicamente disciplinarias - como el ejército, la cárcel, el hospicio y la escuela - es importante tener claro que esta forma 
coactiva de gobierno se ha ido actualmente sofisticando muchísimo de manera que, al contrario, lo característico del control biopolítico es haber inaugurado hoy el autocontrol como técnica de gobierno a partir, simplemente, de instaurar un criterio masivo para distinguir lo ‘normal’ de lo ‘anormal’.

Cuando la vida comienza a ser la principal preocupación del poder político, el ejercicio del poder se transforma radicalmente en virtud de nuevas tecnologías que no se corresponden, y que no actúan ya, al mismo nivel que lo hacía previamente la ley. Lo que diferencia a la ley de la norma es que, mientras la primera garantiza que todos los ciudadanos sean exactamente iguales o que nadie esté por encima de otro, para la norma, al contrario, ningún individuo es igual a otro sino que, antes bien, cada uno debe encontrar su lugar particular y único en relación a la distancia manifestada por algún rasgo particular en relación a su idealidad de lo considerado ‘normal’. Por eso se dice que, mientras el modelo jurídico es coercitivo, el normativo es básicamente positivo en el sentido técnico de que no tiene otro propósito que el de producir subjetividades "normales". Por eso, la cuestión de lo que en la práctica significa 'normal' y ‘normalizar’ resulta de fundamental importancia, puesto que sólo a partir de esta tecnología positiva de gobierno es como surge a la vista la especificidad del control biopolítico y, por defecto, de cualquier peregrina aunque posible forma de resistencia.



3- Un poder puramente destituyente

Toda propuesta que se centra en modificar instituciones para lograr otro modo de sociedad no hace sino repetir la apelación ya clásica a una toma de conciencia capaz de proyectar, desde el intelecto, un mundo mejor. Y éste es justamente el paradigma que nos ha llevado a un punto límite como civilización pues, aunque seria demasiado desconsiderado alegar que ha fracasado, hoy evidencia síntomas de desgaste y, al mismo tiempo, compartidas ansias de renovación. Una perspectiva que alegase ser realmente revolucionaria, en consecuencia, sería aquella que, en primerísimo lugar, cambiara el sentido mismo de este esquema que se sostiene en la posibilidad de intervenir y modificar nuestro sistema de cosas desde las estructuras. Y de eso se trata, ni mas ni menos, la idea de poner la vida al centro.

Poner la vida al centro resulta un paradigma revolucionario porque resigna, en primer lugar, la confianza en un cambio provocado por el hombre. En segundo lugar, y desde una formulación ya más elaborada, poner la vida al centro resulta en consecuencia una crítica explícita a la filosofía política que propuso tradicionalmente toda posibilidad de encuentro humano a partir de un sometimiento de su naturaleza instintiva: lo que se ha dado en llamar, justamente, control biopolítico. En tercer lugar, y en definitiva, poner la vida al centro consistirá entonces en indagar las condiciones de posibilidad de una cultura tan revolucionaria que no pretenda ya cambiar nada sino que habite el cambio insensato mismo que es la vida.

El papel de una perspectiva biocéntrica no se reduce entonces a una defensa de la vida natural (como la que llevan a cabo los movimientos ecológicos) ni tan siquiera de la vida humana (como la que ejercen y sostienen muchos bien intencionados políticos y ciudadanos). Su desafío es completamente diferente: resistirse a intentar remediar los males que hemos o estamos cometiendo y advertir, en consecuencia, la necesidad de volver a empezar todo de raíz mediante un reaprendizaje de las funciones originarias de vida para salir de la normalidad. Porque, aún cuando la normalidad no puede ser rechazada de plano, proponernos salir de ella sin embargo sí es una estrategia posible.

La enorme dificultad que presenta una salida de la normalidad, y el motivo por el cual un rechazo frontal a la misma está destinado al fracaso, es que lo característico de la 'normalización' consiste en que la forma de detectar a las normas responde a un orden diferente o inverso a cómo operan. Esto significa que, por un lado, 
como sólo se formulan retroactivamente a partir de su puesta en interdicción, es decir, a partir de una conminación que solicita su acción reguladora, no podemos tener conciencia de ellas sino a condición de querer impugnarlas  Pero si, por otro lado, para el orden lógico el concepto de lo a-normal es siempre posterior al concepto de lo normal, en la experiencia vital lo a-normal es históricamente anterior, porque lo que aparece como primigeniamente caótico es lo que sin embargo suscita a posteriori el hecho de lo normal, siempre resultado y no causa de la intención normalizante.

Dicho de otra manera: lo a-normal es lo que se aleja de lo normal, pero lo normal no consiste otra cosa que la práctica misma de una normalización pues la norma, a diferencia de la ley que segrega a quien no la obedece, procede incluyendo a un orden determinado y creando propiamente, de esta manera, el espacio social. El carácter positivo de la norma es por lo tanto doble: por un lado, no es trascendente a sus objetos pues no se encuentran más allá de ella misma y, por el otro, la norma no es exterior a su campo de aplicación ya que la existencia de la misma coincide con su puesta en acción. La ley aplica normativas, la norma normaliza.

El problema de este carácter inmanente de la norma es entonces la aparente imposibilidad de resistirla ya que, si ella se genera al producir el campo social, lo a-normal no se podrá concebir ya como exterior a la norma misma. Este es el motivo por el cual lo a-normal se halla, para Foucault, capturado inevitablemente siempre dentro de los límites de lo normal: como la norma funciona integrando aquello que quiera excederla, toda existencia en el orden social es susceptible de ser puesta entonces en relación con ella ya que, tanto para mostrar su adecuación o su inadecuación a la misma, aquello que está fuera de la norma resulta sólo inteligible por su relación negativa con el propio valor de la norma.

Existe una tenue posibilidad de replegarnos hacia un espacio no-normalizante, sin embargo, que consiste en poner de manifiesto simplemente a la norma en su carácter de norma, es decir, como una pauta de conducta sin necesidad natural que sólo expresa, por tanto, una posibilidad entre otras. Pero, para que un espacio no-normalizante se conserve como tal, el desafío a todas luces paradójico consiste en resistir entonces la tentación de querer incluir luego lo a-normal dentro de la norma convirtiéndola en una nueva normativa, trampa en la que lamentablemente han caído vez tras vez, por ejemplo, las reivindicaciones por la igualdad de derechos de las minorías.

Poner de manifiesto el vacío que encontramos como fundamento de la norma capitalista, en cambio, que es la lógica para la cual todo es un medio para un fin, surge precisamente a partir de una incomodidad de tipo visceral hacia toda instrumentación y toda finalidad. Este es el tema que puso Agamben a consideración como complemento y como continuación de los análisis foucaultianos sobre la biopolítica y las formas posibles de resistencia a sus tecnologías de gobierno: la imperiosa necesidad de divorciar al pensamiento político de la secuencia habitual que ha existido históricamente desde un poder destituyente hacia un poder constituido y mantener en dicho divorcio, entonces, el inestable equilibrio de su mero carácter destituyente.

El héroe de la resistencia anticapitalista por excelencia es, para Agamben, el Bartebley de Melville, ese escribiente que, en lugar de seguir escribiendo, un día “prefiere no hacerlo”. Agamben encuentra en dicha afirmación condicional la formula de oposición más radical a la lógica inhumana del capital, esa para la cual lo que se puede se reduce a un pasaje necesario de la potencia al acto. Bartebley, pudiendo escribir, descubre que puede-no hacerlo, y con dicha suspensión de su potencia o, mejor dicho, con su impotencia, el capitalismo queda descolocado: no encuentra una fuerza que le haga frente sino una lógica que se le sustrae y ante la cual se rinde porque desnuda la falta de fundamento que a él mismo constituye.

Un poder sería puramente destituyente cuando, pudiendo convertirse en poder constituido, preferiría no hacerlo. No porque se lo impidiera moralmente a sí mismo: al contrario, preferiría no hacerlo porque quienes se encontrasen en dicha instancia advertirían que la normalidad es un mundo cuya lógica detestan íntimamente por impedirles autodeterminar su singularidad. Anclar la práxis política sólo en la instancia disruptiva sería así la única forma de no tener que ocultar en lo sucesivo que lo que llamamos 'normalidad' carece de fundamento, permitiéndonos conformar al fin una nueva utopía, a saber: un poder cuya fortaleza resida en su fragilidad, y un orden que exponga su contingencialidad o mejor, y en definitiva, un poder cuya potencia resida en la paradójica potencia de no ser un poder.


UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...