"Probablemente, de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose". J. Cortázar
Nada indicaba verdaderamente que la catástrofe sanitaria provocada por un virus en el 2020 habría de inaugurar un nuevo período civilizatorio, pero la virulencia de textos que intentaron al comienzo interpretarla y hallarle su sentido provocó, a pesar de la burla de muchos, una justificada expectativa al respecto en ese momento. ¿Existe, sin embargo, podriamos preguntarnos hoy, algo así como un sentido de las cosas?... ¿O la pretensión de atribuirles un sentido interno resultaba, mas bien, algo así como el verdadero virus que ha infectado a la razón, y respecto del cual, en consecuencia, podríamos pensar que nos hemos inmunizado de ahora en mas?
Mas allá de que la pandemia no representó, por supuesto, ni el final del capitalismo ni dio paso a una comprensión del vínculo armónico del hombre con la naturaleza, ella presentó un ‘significante vacío’, como tan bien lo expresara R. Segato, que muchos pensadores encontraron la ocasión inesperada de llenar y dar así una batalla por el sentido. Con la perspectiva que nos da el tiempo transcurrido, en todas las interpretaciones notamos que hubo un denominador común al cual, más allá de su carácter utópico o distópico, se impone prestar hoy especial atención y cuidado: hallar siempre, en una catástrofe, el resultado necesario de una culpa.
Toda pregunta por el sentido de la vida está viciada, siguiendo a Nietzsche, por la suposición de que ella estaría en falta y resultaría por ello así culpable, y la objeción a vencer por parte de quienes reconocemos la sacralidad de la vida salta a la vista que, básicamente, consiste en rechazar que ella necesite ser justificada o redimida. Rescatar su radical inocencia resulta entonces clave para entender el paradigma en función del cual puede gestarse una nueva humanidad: porque, más que defendiendo la vida, es vivenciando al contrario que la vida no precisa ser justificada o defendida, mas bien, como recién participaríamos de lo sagrado implicado en el hecho de estar vivos.
Los valores anti-vida surgieron de esta confusión histórica por la cual la santidad se originaba, según todas las religiones y escuelas espirituales tradicionales, en la convicción de que el dolor podía ser remediado tomándolo como una prueba, y que el sufrimiento, por su parte, debía ser interiorizado considerándolo un necesario castigo. Considerar la vida cual valle de lágrimas nos llevó a negar, aunque más no fuese implícitamente, que la vida sea suficientemente santa en sí misma.
La renuncia explícita a dar un sentido al dolor y al sufrimiento resulta una condición necesaria para la afirmación de la vida. Porque no es la oscuridad lo que rechaza el paradigma de la luz, sino ese otro paradigma por el cual se supone que la oscuridad puede ser finalmente negada. De ahí que, aún cuando toda pregunta por el sentido de la vida suponga que ella deba ser inevitablemente redimida, la inocencia de la vida sí es algo que resulta urgente y necesario declararla aunque no tanto, por supuesto, con la pretensión de imponerla a nadie, sino como imperiosa necesidad de afirmarnos, de esta forma, en nuestros propios valores.
Cuando Nietzsche habla de valores anti-vida no se refiere tan sólo a unos aspectos meramente psicológicos sino, fundamentalmente, a esos principios de los que dependen tipos psicológicos específicos por los cuales se tiene como enemigos al azar, a lo múltiple y, en definitiva, a la voluntad. Pero dar cuenta de los valores pro-vida no se reduce a tomar como propios, ahora, los valores que fueron rechazados por quienes la profanaron de manera sistemática. Mas bien, surgen naturalmente cuando, poniendo a la vida al centro, las oposiciones desaparecen y el azar se comprende como una forma de la necesidad, lo múltiple resulta una afirmación de la unidad y la voluntad, por último, se descubre siendo meramente nuestra capacidad de ser afectados.
Los valores pro-vida, que expresaría a quienes danzamos la vida, no resultan una mera inversión de los anti-vida. Si tal fuese, la tarea sería sencilla. Pero ocurre que ellos no son ya, precisamente, meras pautas intelectuales para afrontar vicisitudes adversas, sino la forma que la vida misma adopta para cada uno, mas bien, en sus más variadas circunstancias. A la hora de pretender formularlos, debiéramos tomar nota entonces del peligro que representa el deseo de evitar, con la excusa de una mayor claridad conceptual, los meandros del pensamiento paradojal. Se trata, por supuesto, de un riesgo inevitable para nosotros, los afirmadores del sufrimiento, porque en los hechos resulta lo que nos templa como tales cuando cada palabra o cada acto se convierte en una oportunidad para descartar esa odiosa pregunta por el sentido de la vida y pasar, en cambio, a preguntarnos todo los días sinceramente: “¿Qué sentido le doy yo a la vida?: ¿uno que la honra, o uno que la deshonra? O mejor, ¿uno que la profana, o uno que rescata su sacralidad?”
2- Cómo salir de la normalidad
El confinamiento obligatorio de casi la mitad de la población del planeta puso en el 2020 de pronto inusitadamente de moda a la palabra ‘normalidad’. Ya sea por la angustia de perder la normalidad para siempre como, al revés, por la sospecha de que recuperarla sería un tremendo error, el hecho es que la alternativa, en cierto sentido maniquea, entre la vuelta o el rechazo a la normalidad fue durante un tiempo la disyuntiva política por excelencia. Y lo cierto es que, a la vez que puso en cuestión la forma como nos veníamos organizando económicamente como civilización a nivel macro, esta situación apuntó también a interrogarnos íntimamente por la manera como nos conducimos también, en nuestra cotidianidad, con nosotros mismos.
La interrupción momentánea de la normalidad no se redujo claramente a denunciar tales o cuales aspectos de la misma para proponer, a la postre, una 'nueva normalidad'. Por sobre todo, se puso insólitamente de manifiesto con ella que la cuestión que hoy urgía pensar, mas bien, era cómo salir de la normalidad como tal aún, y sobre todo, cuando ello implicase una fuga hacia adelante sin garantías. Y, por supuesto, la pregunta de si realmente estábamos en condiciones de aceptar esa fuga incondicional era una cuya respuesta tampoco podría estar dada de antemano ya que dependía, fundamentalmente, de cuán dispuestos estuviéramos o no, a partir de entonces, a revisar y poner por lo tanto en duda las creencias mas caras a nuestra cultura.
De la noche a la mañana, y gracias a un pequeño desajuste de lo que considerábamos ‘normal’, nos anoticiamos así en carne propia que la política de hoy en día es, propiamente hablando, ‘biopolítica’. Y que dicho concepto de lo político provoca una modificación sustancial por la cual lo público se convirtió en el ámbito que pretende hoy imponerse por sobre la existencia integral del ser humano. Porque el hecho brutal de que la vida se haya transformado en materia de la política, como señala Foucault, lejos de significar que incluya dentro de sus preocupaciones las cuestiones medioambientales lo que hace es cambiar su accionar, al contrario, a partir de una puesta en cuestión del carácter de ser viviente del hombre mediante técnicas de normalización.
La concepción tradicional de lo político - es decir, la forma gubernamental previa a la biopolítica - consideraba al ser humano un ser viviente que tenía, como diferencia específica, una capacidad política. De acuerdo con esto, la labor del gobernante se reducía, a grandes rasgos, a hacer morir o a dejar vivir a quienes se ajustasen o no a determinado orden social. A partir de la Ilustración, sin embargo, M. Foucault detectó que se produjo una transformación radical de la forma de gobernar por la cual nuestra politicidad, que siempre consistió sólo una diferencia específica del hombre, ocupa desde entonces prácticamente el rol de género próximo, permitiendo entonces que el hecho mismo de ser seres vivientes, es decir, el desnudo factum de ser vertebrados mamíferos, sea algo que el orden político y su concepto de normalidad pone en segundo lugar. Así es como surge el marco conceptual propiamente ‘biopolítico’, ámbito en y por el cual se gestaron y se siguen gesteando nuevas tecnologías de gobierno orientadas, no ya a matar y dejar vivir sino, al revés, a dejar ahora morir o hacer vivir según determinadas normas.
Si por lo general asociamos sin mucho rigor técnico la palabra ‘biopolítica’, entonces, con esa herramienta primitiva de control que se ejerce aún en algunas instituciones típicamente disciplinarias - como el ejército, la cárcel, el hospicio y la escuela - es importante tener claro que esta forma coactiva de gobierno se ha ido actualmente sofisticando muchísimo de manera que, al contrario, lo característico del control biopolítico es haber inaugurado hoy el autocontrol como técnica de gobierno a partir, simplemente, de instaurar un criterio masivo para distinguir lo ‘normal’ de lo ‘anormal’.
Cuando la vida comienza a ser la principal preocupación del poder político, el ejercicio del poder se transforma radicalmente en virtud de nuevas tecnologías que no se corresponden, y que no actúan ya, al mismo nivel que lo hacía previamente la ley. Lo que diferencia a la ley de la norma es que, mientras la primera garantiza que todos los ciudadanos sean exactamente iguales o que nadie esté por encima de otro, para la norma, al contrario, ningún individuo es igual a otro sino que, antes bien, cada uno debe encontrar su lugar particular y único en relación a la distancia manifestada por algún rasgo particular en relación a su idealidad de lo considerado ‘normal’. Por eso se dice que, mientras el modelo jurídico es coercitivo, el normativo es básicamente positivo en el sentido técnico de que no tiene otro propósito que el de producir subjetividades "normales". Por eso, la cuestión de lo que en la práctica significa 'normal' y ‘normalizar’ resulta de fundamental importancia, puesto que sólo a partir de esta tecnología positiva de gobierno es como surge a la vista la especificidad del control biopolítico y, por defecto, de cualquier peregrina aunque posible forma de resistencia.
3- Un poder puramente destituyente
Toda propuesta que se centra en modificar instituciones para lograr otro modo de sociedad no hace sino repetir la apelación ya clásica a una toma de conciencia capaz de proyectar, desde el intelecto, un mundo mejor. Y éste es justamente el paradigma que nos ha llevado a un punto límite como civilización pues, aunque seria demasiado desconsiderado alegar que ha fracasado, hoy evidencia síntomas de desgaste y, al mismo tiempo, compartidas ansias de renovación. Una perspectiva que alegase ser realmente revolucionaria, en consecuencia, sería aquella que, en primerísimo lugar, cambiara el sentido mismo de este esquema que se sostiene en la posibilidad de intervenir y modificar nuestro sistema de cosas desde las estructuras. Y de eso se trata, ni mas ni menos, la idea de poner la vida al centro.
Poner la vida al centro resulta un paradigma revolucionario porque resigna, en primer lugar, la confianza en un cambio provocado por el hombre. En segundo lugar, y desde una formulación ya más elaborada, poner la vida al centro resulta en consecuencia una crítica explícita a la filosofía política que propuso tradicionalmente toda posibilidad de encuentro humano a partir de un sometimiento de su naturaleza instintiva: lo que se ha dado en llamar, justamente, control biopolítico. En tercer lugar, y en definitiva, poner la vida al centro consistirá entonces en indagar las condiciones de posibilidad de una cultura tan revolucionaria que no pretenda ya cambiar nada sino que habite el cambio insensato mismo que es la vida.
El papel de una perspectiva biocéntrica no se reduce entonces a una defensa de la vida natural (como la que llevan a cabo los movimientos ecológicos) ni tan siquiera de la vida humana (como la que ejercen y sostienen muchos bien intencionados políticos y ciudadanos). Su desafío es completamente diferente: resistirse a intentar remediar los males que hemos o estamos cometiendo y advertir, en consecuencia, la necesidad de volver a empezar todo de raíz mediante un reaprendizaje de las funciones originarias de vida para salir de la normalidad. Porque, aún cuando la normalidad no puede ser rechazada de plano, proponernos salir de ella sin embargo sí es una estrategia posible.
La enorme dificultad que presenta una salida de la normalidad, y el motivo por el cual un rechazo frontal a la misma está destinado al fracaso, es que lo característico de la 'normalización' consiste en que la forma de detectar a las normas responde a un orden diferente o inverso a cómo operan. Esto significa que, por un lado, como sólo se formulan retroactivamente a partir de su puesta en interdicción, es decir, a partir de una conminación que solicita su acción reguladora, no podemos tener conciencia de ellas sino a condición de querer impugnarlas Pero si, por otro lado, para el orden lógico el concepto de lo a-normal es siempre posterior al concepto de lo normal, en la experiencia vital lo a-normal es históricamente anterior, porque lo que aparece como primigeniamente caótico es lo que sin embargo suscita a posteriori el hecho de lo normal, siempre resultado y no causa de la intención normalizante.
Dicho de otra manera: lo a-normal es lo que se aleja de lo normal, pero lo normal no consiste otra cosa que la práctica misma de una normalización pues la norma, a diferencia de la ley que segrega a quien no la obedece, procede incluyendo a un orden determinado y creando propiamente, de esta manera, el espacio social. El carácter positivo de la norma es por lo tanto doble: por un lado, no es trascendente a sus objetos pues no se encuentran más allá de ella misma y, por el otro, la norma no es exterior a su campo de aplicación ya que la existencia de la misma coincide con su puesta en acción. La ley aplica normativas, la norma normaliza.
El problema de este carácter inmanente de la norma es entonces la aparente imposibilidad de resistirla ya que, si ella se genera al producir el campo social, lo a-normal no se podrá concebir ya como exterior a la norma misma. Este es el motivo por el cual lo a-normal se halla, para Foucault, capturado inevitablemente siempre dentro de los límites de lo normal: como la norma funciona integrando aquello que quiera excederla, toda existencia en el orden social es susceptible de ser puesta entonces en relación con ella ya que, tanto para mostrar su adecuación o su inadecuación a la misma, aquello que está fuera de la norma resulta sólo inteligible por su relación negativa con el propio valor de la norma.
Existe una tenue posibilidad de replegarnos hacia un espacio no-normalizante, sin embargo, que consiste en poner de manifiesto simplemente a la norma en su carácter de norma, es decir, como una pauta de conducta sin necesidad natural que sólo expresa, por tanto, una posibilidad entre otras. Pero, para que un espacio no-normalizante se conserve como tal, el desafío a todas luces paradójico consiste en resistir entonces la tentación de querer incluir luego lo a-normal dentro de la norma convirtiéndola en una nueva normativa, trampa en la que lamentablemente han caído vez tras vez, por ejemplo, las reivindicaciones por la igualdad de derechos de las minorías.
Poner de manifiesto el vacío que encontramos como fundamento de la norma capitalista, en cambio, que es la lógica para la cual todo es un medio para un fin, surge precisamente a partir de una incomodidad de tipo visceral hacia toda instrumentación y toda finalidad. Este es el tema que puso Agamben a consideración como complemento y como continuación de los análisis foucaultianos sobre la biopolítica y las formas posibles de resistencia a sus tecnologías de gobierno: la imperiosa necesidad de divorciar al pensamiento político de la secuencia habitual que ha existido históricamente desde un poder destituyente hacia un poder constituido y mantener en dicho divorcio, entonces, el inestable equilibrio de su mero carácter destituyente.
El héroe de la resistencia anticapitalista por excelencia es, para Agamben, el Bartebley de Melville, ese escribiente que, en lugar de seguir escribiendo, un día “prefiere no hacerlo”. Agamben encuentra en dicha afirmación condicional la formula de oposición más radical a la lógica inhumana del capital, esa para la cual lo que se puede se reduce a un pasaje necesario de la potencia al acto. Bartebley, pudiendo escribir, descubre que puede-no hacerlo, y con dicha suspensión de su potencia o, mejor dicho, con su impotencia, el capitalismo queda descolocado: no encuentra una fuerza que le haga frente sino una lógica que se le sustrae y ante la cual se rinde porque desnuda la falta de fundamento que a él mismo constituye.
Un poder sería puramente destituyente cuando, pudiendo convertirse en poder constituido, preferiría no hacerlo. No porque se lo impidiera moralmente a sí mismo: al contrario, preferiría no hacerlo porque quienes se encontrasen en dicha instancia advertirían que la normalidad es un mundo cuya lógica detestan íntimamente por impedirles autodeterminar su singularidad. Anclar la práxis política sólo en la instancia disruptiva sería así la única forma de no tener que ocultar en lo sucesivo que lo que llamamos 'normalidad' carece de fundamento, permitiéndonos conformar al fin una nueva utopía, a saber: un poder cuya fortaleza resida en su fragilidad, y un orden que exponga su contingencialidad o mejor, y en definitiva, un poder cuya potencia resida en la paradójica potencia de no ser un poder.
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