sábado, 17 de octubre de 2020

PRESTANDO OÍDO A LA LLAMADA DEL SER


1- Cuando vuelvo a casa en auto por Muñiz topo a veces con un grupo de limpiavidrios muy peculiar. No sólo son sumamente amables, sino que se juntan en torno a un hombre ya mayor, sentado contra una pared con el barbijo rigurosamente bajo la pera, al que las otras tardes le escuché decir con voz magnífica que la muerte le había dado toda la vida de ventaja porque estaba muy segura de su victoria.

No por ya hecha una frase pierde su fuerza cuando quien la pronuncia se esconde en ella para vencer el pudor a manifestar su intimidad desnuda. Y yo, que como buen alma bella recién estoy aprendiendo a admitirme mortal, alcancé a percibir en el corto cambio de luz del semáforo que la jovial profundidad de su voz delataba una sabiduría no proveniente de la certeza de su final en un futuro indeterminado sino, más precisamente, del desafío implícito en la idea de vivir de alguna manera al revés: no del verde al rojo, sino del rojo al verde.

"¿Cómo vivir en relación al fin - me pregunté poniendo resignadamente primera - cuando el fin no es tomado como eso que señala lo que termina sino, antes bien, aquello por lo cual ahora nada del presente ya nos determina?"

De regreso en casa tomé el libraco verde de Borges para releer “El Milagro Secreto”, ese cuento en el que un checo termina su novela durante un año milagroso que transcurre desde que es llevado al paredón de fusilamiento por la Gestapo y el instante en que efectivamente llega la descarga, y me dejé emocionar por el trabajo indudablemente absurdo que el sentenciado se toma al no disponer sino de sí mismo como probable lector.

De alguna manera, pensé, la vida en relación al fin quizás sea ese mismo milagro secreto para todos, aún cuando no todos sabemos muy bien si lo que tiene de milagroso y de secreto aplica sólo al tiempo comprendido entre dos fechas o, mas bien, al tiempo nuevo que resulta de anticipar nuestro propio haber sido como un secreto a voces de cada instante.


2- Si hoy quisiéramos escenificar de forma actualizada a la 
Alegoría de la Caverna encontraríamos, tal vez, que sus sombras, el fuego y el sol no serían tan importantes como un elemento supuestamente secundario al que pocas veces le prestamos la necesaria atención: las cadenas, esas cadenas que le impiden al prisionero girar para descubrir que lo que ve son sombras y que lo que toma por realidad es sólo un hueco en la tierra. ¿De qué están hechas las cadenas? ¿Cómo se pueden cortar, en todo caso?...Spinoza planteó implícitamente estas mismas preguntas a Platón dos mil años después de manera más perentoria: ¿por qué servimos a lo que nos esclaviza?...

A esta cuestión, sin duda la cuestión política por excelencia, M. Heidegger ofrece en Ser y Tiempo, si bien elípticamente, una acabada respuesta cuando analiza las condiciones por las cuales el ahí del ser se mantiene perdido en ese símil contemporáneo de la Caverna como son las habladurías del sentido común: esas cadenas está hechas del miedo a la muerte y a la inhospitalidad de la existencia. Por una extraña ironía, sin embargo, dicha respuesta se asemeja mucho a lo que hoy se considera algo así como la invocación por excelencia de la vida plena de los manuales de auto ayuda: “¿qué harías si no tuvieras miedo?”… Pero esta exhortación a la valentía tan característica de la condición de vida neoliberal, implícita también por supuesto en el “Just do it” de la mundialmente famosa publicidad, no sólo es opuesta a lo que a Heidegger le preocupa analizar sino que las formas mismas como se manifiestan hoy lo valioso para él supondrían, precisamente, la expresión cabal de nuestras cadenas.

Enfrentar a la muerte no consiste para Heidegger la simple aceptación de que nos vamos a morir, sino el develamiento de que nuestro poder ser resulta atravesado íntimamente por una imposibilidad. La muerte, en tanto "posibilidad de nuestra imposibilidad", no significa entonces que de alguna manera podemos hasta eso que no podríamos ser sino, más sutilmente, que el 'poder' que nos es propio de alguna manera y, en algún punto, resulta paradójicamente a la vez impotente. Y eso no nos lo revela el hecho de que vamos a morir: lo que a Heidegger le interesa señalar no es tanto la muerte en sí, sino la mortalidad, es decir, y en última instancia, no lo que nos saca la vida sino lo que nos singulariza. La muerte es nuestra posibilidad más propia para él, en consecuencia, no por su inevitabilidad, sino porque sólo en tanto siendo en relación a nuestro fin es como nosotros captamos apropiadamente la peculiar naturaleza de nuestro insólito poder ser.

Si tememos a la muerte, nos está advirtiendo Heidegger, no es tanto porque nos duela nuestro fin: mas bien, lo que nos duele es existir. Y si la negamos es porque nos conecta en definitiva con el primer ‘no’ implícito en nuestro ser en el mundo. Más que forzarnos a aceptar la muerte, el cuidado, como estructura existenciaria, no se reduce por eso para una analítica existenciaria a un tomar conciencia de que vamos a morir - por lo cual tendríamos, supuestamente, que aprovechar al máximo nuestras posibilidades - sino que, al revés, es lo que nos exige un vivir nuestra vida como un simultáneo morir desde el nacimiento mismo.


3- Pero la muerte, en definitiva, representa sólo el primer ‘no’ a nuestra omnipotencia, ese que, siguiendo con la analogía de la Caverna platónica, sería el que una vez superado permite recién girar la cabeza y enfrenta ahora al prisionero con el fuego. Entonces aparece el segundo ‘no’, uno más terrible que el anterior aunque de alguna manera ya por él prefigurado y que supone para Heidegger darnos cuenta que tenemos que aprender el curioso malabar de ser el fundamento de nosotros mismos sin ser, sin embargo, sus dueños.

Si bien es cierto que reconocer y romper nuestras cadenas exige, de alguna manera, eso que nombramos general y livianamente ‘valentía’, la de la que nos habla Ser y Tiempo es de una calidad por completo diferente a ese aprovechar al máximo nuestra vida y ese ser dueños de nuestro destino con que se nos presenta el mandato neoliberal: esos valores representan justo eso que para Heidegger nos mantienen sordos a la llamada de la conciencia o del ser, como la nombrará en años posteriores (1). Sólo reconociéndonos deudores o culpables - palabras que el idioma alemán no distingue - es como terminamos al fin prestando oído a la llamada del ser dado que, para usar una metáfora quizás un tanto bizarra, somos propiamente en el mundo en tanto y en cuanto nos comportemos, legítimamente, como una suerte de okupas de nosotros mismos.

Si reconocernos deudores es en definitiva el resorte que nos libera de nuestras cadenas, ello no significa que lo seamos por permanecer en la esclavitud y separados en consecuencia de nuestro más propio sí mismo. Al contrario, para Heidegger la deuda que nos define no tiene una connotación moral sino existenciaria, y por eso da cuenta no de una falencia o una falta que debería ser reparada sino, al contrario, de la característica más original de la existencia y, por consecuencia, el motivo también por el cual ella es en última instancia técnicamente cuidado.

La consideración ontológica heideggeriana tiene la virtud de evitar cualquier confusión por la cual el cuidado podría ser interpretado como una suerte de negocio capaz de mimetizarse, en última instancia, con la idea neoliberal que adjudica al hombre un capital que debe ser utilizado y sobre todo maximizado, haciendo del héroe posmoderno el ser que mejor se explota a sí mismo. Todo lo contrario, si el cuidado es en definitiva sinónimo de la existencia para Heidegger es porque la doble carga de reconocernos mortales y deudores supone tener que evitar constantemente la tentación de sacárnosla de encima ignorando que portamos la diferencia ontológica como nuestra más íntima y propia forma de ser.

Tanto la Caverna, como el sol fuera suyo, forman parte del mismo mundo en el que como ahí del ser justamente somos. Por eso en escritos posteriores a Ser y Tiempo (2) Heidegger destaca la vuelta a la Caverna de quien ya salió como el momento principal de la Alegoría: esto es así no sólo porque sea importante políticamente sino, sobre todo, porque es preciso destacar que la llamada del ser no proviene de algo exterior a nosotros, es decir de algo supuestamente fuera de lo que en tanto seres en el mundo somos, sino del ahí del ser que tanto en la Caverna como a la luz del sol en cada caso somos.

Sería muy alejado del espíritu de lo que Heidegger pretende advertirnos traducir la llamada del ser a un mensaje para reconocernos mortales y deudores y tomar debida nota, así, del doble ‘no’ que califica a nuestro poder ser. Por el contrario, en Ser y Tiempo es muy claro y explícito cuando señala que la llamada del ser no tiene contenido alguno porque consiste, simplemente, en llamarnos a silencio, o sea, más específicamente, en callar el ruido interno que nos impide escucharla. Todo lo que sucesivamente ocurre una vez que le prestamos oído, en consecuencia, y vivimos en su escucha, es producto de una decisión y depende, pura exclusivamente, de cada uno de nosotros.


(1) “¿Qué es la filosofía?”
(2) “Doctrina de la verdad según Platón” y “De la esencia de la verdad: sobre la parábola de la Caverna”

LO QUE EL CUIDADO CUIDA




1- El 'cuidado' resulta una noción que se puso en boga gracias a M. Foucault, quien en el último cuarto del siglo pasado enfocó sus investigaciones sobre la verdad y el poder invirtiendo ligeramente el sesgo que tenían al comienzo y, en lugar de analizar ya las relaciones entre el sujeto y los juegos de verdad a partir de prácticas coercitivas se abocó a considerar, entonces, los juegos de verdad desde un punto de vista productivo: como prácticas de libertad. Con la meticulosidad histórica que lo caracteriza, Foucault emprendió el análisis de las transformaciones personales necesarias para el acceso a la verdad que se dieron a lo largo de diferentes momentos, destacando que ya incluso para Platón el conocimiento de sí estaba en cierta forma subordinado al ‘cuidado de sí’ puesto que el principio délfico ‘Conócete a ti mismo’ no era un principio abstracto sino un consejo práctico, es decir, una regla que había que observar para consultar al oráculo. ‘Conócete a ti mismo’ en última instancia quería decir, según Foucault, ‘No supongas que eres un dios’.

Quien primero rescató esta noción técnica del 'cuidado' fue sin embargo M. Heidegger cincuenta años antes indicando, en la misma línea que siguió luego Foucault y señalando las mismas fuentes griegas y romanas como prueba, la necesidad de revisar el prejuicio que supone la concepción tradicional del hombre como un ‘animal racional’. Y el tratamiento heideggeriano de la cuestión posee una radicalidad incuestionable puesto que no sólo da cuenta de cómo ha podido ser el cuidado puesto a un costado por el conocimiento sino que, fundamentalmente, indaga las condiciones a partir de las cuales dicho concepto necesita ser considerado como la categoría capaz de expresar de la mejor manera la existencia.

Podría decirse que, mientras para Foucault el cuidado se relaciona básicamente con prácticas de libertad, en tanto estructura existenciaria central de la ontología fundamental el cuidado representa, en cambio, la condición de posibilidad de dichas prácticas. Y también, permitiéndonos un salto comparativo que Heidegger no explicitó, podría argumentarse quizás que, así como el deber representó para Kant el criterio de discriminación del ámbito práctico, el cuidado indica para Heidegger el criterio de discriminación del ámbito existencial.

Tal como Heidegger nos plantea la cuestión, no nos cuidamos porque existimos sino que, a la inversa, existimos porque somos propiamente cuidado. Es un enfoque entonces sustancialmente diferente al foucaultiano que, puesto que las prácticas de sí ya poseen en sí sus respectivas teleologías éticas como fundamento, tal vez nos sirva no tanto para explicarlas sino para aventurar, mas bien, la posible sustancia ética de unas problematizaciones morales que ni el propio Foucault se animó a pensar: las de nuestro descarriado presente.

Heidegger no distingue el cuidado de sí del cuidado del otro ni siquiera del cuidado de todo lo que nos rodea: afirma textualmente que son tautológicos. Y la manera por la cual llega a esta conclusión consiste en advertir que, de últimas, todas esas formulaciones no son sino otros tantos modos de darse el ser de la existencia misma. Lo que el cuidado cuida, en todo caso, es por lo tanto el existir como tal, lo cual no es otra forma de decir que lo que el cuidado cuida es de sí mismo.

2- Si la estructura del cuidado resulta tan fundamental para Heidegger, y da cuenta de la existencia como una totalidad, es porque comprende tres existenciarios íntimamente relacionados a su vez entre sí como son la caída, la angustia y la verdad. De manera tal que el enfoque ontológico del cuidado no consiste otra cosa que el despliegue del encuentro del ser en el mundo, esto es, ni una determinada práctica ni tampoco una concepción teórica, sino algo que sin duda habrá de amalgamar lo teórico y lo práctico y hallar en ello, sobre todo, su razón de ser.

Justo porque el cuidado se establece sobre la base del encuentro del ser en el mundo, salta a la vista que dicho encuentro no es precisamente armónico y libre de interferencias. Es porque se deja herir por el mundo que Heidegger dice que el ahí del ser “cae” en el mundo despersonalizándose, es decir, que se deja absorber por él de forma tal que su apertura se convierte en su contrario al dejarse guiar por las habladurías, la avidez de novedades y el relativismo que caracterizan al sentido común.

Heidegger nos advierte que la caída misma es un existenciario. Esto significa en primer lugar que no tiene ninguna connotación moral dado que se refiere más que nada a como comprendemos el mundo de manera impropia, es decir, a partir de lo que se dice, de lo que se supone que está bien, de lo que nos hacen creer que pensamos. Pero en segundo lugar, y esto es quizás lo fundamental, la caída es un existenciario en el sentido de que no es algo que haya o no ocurrido en momento alguno, sino que ser en el mundo es, de manera ineludible, ser de una manera u otra cadente.

El encuentro del ser en el mundo, en que consiste en definitiva la sustancia de la existencia, resulta por esencia oscilante y, por lo tanto, inevitablemente inestable. Suponerlo de otra manera sería una contradicción en los términos en tanto todo comprender es afectivo y por ende siempre un determinado ‘ahí’ que implica, en cada caso, un también determinado ‘poder ser’. Es precisamente este ‘ser posible’ lo que define a la existencia como puro proyecto, es decir, como proyecto que sólo proyecta la posibilidad como posibilidad, sin contenido alguno como soporte. Y teniendo esta ausencia de soporte como marca, o esta inestabilidad como suerte, no es raro entonces que la caída sea en consecuencia una tentación irresistible para librarnos de la angustia que dicha falta de fundamento nos ocasiona.

La ‘angustia’ en tanto existenciario no tiene una causa determinada como sí ocurre con el miedo: el único motivo de la angustia es ser en el mundo y, por eso, lo amenazador para ella no está en ninguna parte. Pero es precisamente este no lugar de la angustia lo que nos abre propiamente al mundo, en consecuencia, al descubrirnos la mundanidad como tal. Parafraseando otra vez - quizás irresponsablemente - la específica relación kantiana entre la libertad y la ley moral cabría ahora decir entonces que, si la angustia es la ‘ratio essendi’ de la caída, la caída resulta a la par, en última instancia, la ‘ratio cognoscendi’ de la angustia revelando al ‘ahí’ del ser la responsabilidad ante su más peculiar poder ser.

La angustia nos singulariza. Nos saca de la caída en el uno impersonal, y por eso dice Heidegger que la intemperie en la que nos sentimos arrojados debe ser considerada como nuestra disposición afectiva más original. Pero entre la angustia y la caída hay una solidaridad inexcusable puesto que la una no se da sin la otra, y nuestro estado más propio no consiste más que en tomar nota de una impropiedad que nos resulta también constitutiva.

4- Aún pudiendo expresar el desencuentro que caracteriza nuestro ser en el mundo diciendo que vivimos entre la espada de la caída y la pared de la angustia, la imagen no alcanza a ser del todo fiel dado que la intemperie manifestada por la disposición afectiva de la angustia poco tiene en común con una pared: más bien, ella nos coloca en situación itinerante, sin casa posible, nómades con la impresión de que cualquier bajo techo circunstancial sólo puede brindarse como lo que nos desarraiga y nos coloca, siempre, en la actitud más propia de la falsedad.

Más que la manera por las cuales cedemos a la tentación de ser absorbidos por el mundo adoptando la forma impersonal del uno, lo que la angustia pone de manifiesto es que las habladurías, la avidez de novedades y el relativismo tienen como denominador común la falsedad porque se basan, en definitiva, en alterar el encuentro en el mundo al adoptar como evidente y exclusivo el criterio correspondentista de verdad. Si para Heidegger la ‘verdad’ no es algo entonces de orden meramente lógico sino que, justamente, responde a la modalidad de un existenciario, es porque la verdad resulta no sólo el modo de darse efectivo de nuestro ser en el mundo en la forma de un constante develamiento comprensivo de lo que es, sino que ella expresa incluso la forma como nuestro nuestro propio poder ser se manifiesta en la medida en que debemos suponernos incluso a nosotros mismos.

La caída en la falsedad resulta posible sólo en tanto y en cuanto ser en el mundo es ser en la verdad. Lejos de ser la falsedad una demostración de que la verdad es imposible, para Heidegger la falsedad no es entonces sino la demostración más plena de que la verdad existe y, sobre todo, que no resulta más que un episodio en el que ella se ausenta. El cuidado es entonces quien sostiene esta concepción afirmativa que del ser en el mundo, y cualquier hipotética argumentación sobre unas problematizaciones morales contemporáneas deberán sin duda partir de esta concepción no dualista que hace del conflicto existencial una esperanza sin redención alguna pero, por eso mismo, capaz de mantenernos simplemente en el camino de eso que J. Derrida llamó luego, tan apropiadamente, una ‘mesianicidad sin mesianismo’, esto es, sin contenido alguno que garantice su fuente.

UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...