1- El 'cuidado' resulta una noción que se puso en boga gracias a M. Foucault, quien en el último cuarto del siglo pasado enfocó sus investigaciones sobre la verdad y el poder invirtiendo ligeramente el sesgo que tenían al comienzo y, en lugar de analizar ya las relaciones entre el sujeto y los juegos de verdad a partir de prácticas coercitivas se abocó a considerar, entonces, los juegos de verdad desde un punto de vista productivo: como prácticas de libertad. Con la meticulosidad histórica que lo caracteriza, Foucault emprendió el análisis de las transformaciones personales necesarias para el acceso a la verdad que se dieron a lo largo de diferentes momentos, destacando que ya incluso para Platón el conocimiento de sí estaba en cierta forma subordinado al ‘cuidado de sí’ puesto que el principio délfico ‘Conócete a ti mismo’ no era un principio abstracto sino un consejo práctico, es decir, una regla que había que observar para consultar al oráculo. ‘Conócete a ti mismo’ en última instancia quería decir, según Foucault, ‘No supongas que eres un dios’.
Quien primero rescató esta noción técnica del 'cuidado' fue sin embargo M. Heidegger cincuenta años antes indicando, en la misma línea que siguió luego Foucault y señalando las mismas fuentes griegas y romanas como prueba, la necesidad de revisar el prejuicio que supone la concepción tradicional del hombre como un ‘animal racional’. Y el tratamiento heideggeriano de la cuestión posee una radicalidad incuestionable puesto que no sólo da cuenta de cómo ha podido ser el cuidado puesto a un costado por el conocimiento sino que, fundamentalmente, indaga las condiciones a partir de las cuales dicho concepto necesita ser considerado como la categoría capaz de expresar de la mejor manera la existencia.
Podría decirse que, mientras para Foucault el cuidado se relaciona básicamente con prácticas de libertad, en tanto estructura existenciaria central de la ontología fundamental el cuidado representa, en cambio, la condición de posibilidad de dichas prácticas. Y también, permitiéndonos un salto comparativo que Heidegger no explicitó, podría argumentarse quizás que, así como el deber representó para Kant el criterio de discriminación del ámbito práctico, el cuidado indica para Heidegger el criterio de discriminación del ámbito existencial.
Tal como Heidegger nos plantea la cuestión, no nos cuidamos porque existimos sino que, a la inversa, existimos porque somos propiamente cuidado. Es un enfoque entonces sustancialmente diferente al foucaultiano que, puesto que las prácticas de sí ya poseen en sí sus respectivas teleologías éticas como fundamento, tal vez nos sirva no tanto para explicarlas sino para aventurar, mas bien, la posible sustancia ética de unas problematizaciones morales que ni el propio Foucault se animó a pensar: las de nuestro descarriado presente.
Heidegger no distingue el cuidado de sí del cuidado del otro ni siquiera del cuidado de todo lo que nos rodea: afirma textualmente que son tautológicos. Y la manera por la cual llega a esta conclusión consiste en advertir que, de últimas, todas esas formulaciones no son sino otros tantos modos de darse el ser de la existencia misma. Lo que el cuidado cuida, en todo caso, es por lo tanto el existir como tal, lo cual no es otra forma de decir que lo que el cuidado cuida es de sí mismo.
2- Si la estructura del cuidado resulta tan fundamental para Heidegger, y da cuenta de la existencia como una totalidad, es porque comprende tres existenciarios íntimamente relacionados a su vez entre sí como son la caída, la angustia y la verdad. De manera tal que el enfoque ontológico del cuidado no consiste otra cosa que el despliegue del encuentro del ser en el mundo, esto es, ni una determinada práctica ni tampoco una concepción teórica, sino algo que sin duda habrá de amalgamar lo teórico y lo práctico y hallar en ello, sobre todo, su razón de ser.
Justo porque el cuidado se establece sobre la base del encuentro del ser en el mundo, salta a la vista que dicho encuentro no es precisamente armónico y libre de interferencias. Es porque se deja herir por el mundo que Heidegger dice que el ahí del ser “cae” en el mundo despersonalizándose, es decir, que se deja absorber por él de forma tal que su apertura se convierte en su contrario al dejarse guiar por las habladurías, la avidez de novedades y el relativismo que caracterizan al sentido común.
Heidegger nos advierte que la caída misma es un existenciario. Esto significa en primer lugar que no tiene ninguna connotación moral dado que se refiere más que nada a como comprendemos el mundo de manera impropia, es decir, a partir de lo que se dice, de lo que se supone que está bien, de lo que nos hacen creer que pensamos. Pero en segundo lugar, y esto es quizás lo fundamental, la caída es un existenciario en el sentido de que no es algo que haya o no ocurrido en momento alguno, sino que ser en el mundo es, de manera ineludible, ser de una manera u otra cadente.
El encuentro del ser en el mundo, en que consiste en definitiva la sustancia de la existencia, resulta por esencia oscilante y, por lo tanto, inevitablemente inestable. Suponerlo de otra manera sería una contradicción en los términos en tanto todo comprender es afectivo y por ende siempre un determinado ‘ahí’ que implica, en cada caso, un también determinado ‘poder ser’. Es precisamente este ‘ser posible’ lo que define a la existencia como puro proyecto, es decir, como proyecto que sólo proyecta la posibilidad como posibilidad, sin contenido alguno como soporte. Y teniendo esta ausencia de soporte como marca, o esta inestabilidad como suerte, no es raro entonces que la caída sea en consecuencia una tentación irresistible para librarnos de la angustia que dicha falta de fundamento nos ocasiona.
La ‘angustia’ en tanto existenciario no tiene una causa determinada como sí ocurre con el miedo: el único motivo de la angustia es ser en el mundo y, por eso, lo amenazador para ella no está en ninguna parte. Pero es precisamente este no lugar de la angustia lo que nos abre propiamente al mundo, en consecuencia, al descubrirnos la mundanidad como tal. Parafraseando otra vez - quizás irresponsablemente - la específica relación kantiana entre la libertad y la ley moral cabría ahora decir entonces que, si la angustia es la ‘ratio essendi’ de la caída, la caída resulta a la par, en última instancia, la ‘ratio cognoscendi’ de la angustia revelando al ‘ahí’ del ser la responsabilidad ante su más peculiar poder ser.
La angustia nos singulariza. Nos saca de la caída en el uno impersonal, y por eso dice Heidegger que la intemperie en la que nos sentimos arrojados debe ser considerada como nuestra disposición afectiva más original. Pero entre la angustia y la caída hay una solidaridad inexcusable puesto que la una no se da sin la otra, y nuestro estado más propio no consiste más que en tomar nota de una impropiedad que nos resulta también constitutiva.
4- Aún pudiendo expresar el desencuentro que caracteriza nuestro ser en el mundo diciendo que vivimos entre la espada de la caída y la pared de la angustia, la imagen no alcanza a ser del todo fiel dado que la intemperie manifestada por la disposición afectiva de la angustia poco tiene en común con una pared: más bien, ella nos coloca en situación itinerante, sin casa posible, nómades con la impresión de que cualquier bajo techo circunstancial sólo puede brindarse como lo que nos desarraiga y nos coloca, siempre, en la actitud más propia de la falsedad.
Más que la manera por las cuales cedemos a la tentación de ser absorbidos por el mundo adoptando la forma impersonal del uno, lo que la angustia pone de manifiesto es que las habladurías, la avidez de novedades y el relativismo tienen como denominador común la falsedad porque se basan, en definitiva, en alterar el encuentro en el mundo al adoptar como evidente y exclusivo el criterio correspondentista de verdad. Si para Heidegger la ‘verdad’ no es algo entonces de orden meramente lógico sino que, justamente, responde a la modalidad de un existenciario, es porque la verdad resulta no sólo el modo de darse efectivo de nuestro ser en el mundo en la forma de un constante develamiento comprensivo de lo que es, sino que ella expresa incluso la forma como nuestro nuestro propio poder ser se manifiesta en la medida en que debemos suponernos incluso a nosotros mismos.
La caída en la falsedad resulta posible sólo en tanto y en cuanto ser en el mundo es ser en la verdad. Lejos de ser la falsedad una demostración de que la verdad es imposible, para Heidegger la falsedad no es entonces sino la demostración más plena de que la verdad existe y, sobre todo, que no resulta más que un episodio en el que ella se ausenta. El cuidado es entonces quien sostiene esta concepción afirmativa que del ser en el mundo, y cualquier hipotética argumentación sobre unas problematizaciones morales contemporáneas deberán sin duda partir de esta concepción no dualista que hace del conflicto existencial una esperanza sin redención alguna pero, por eso mismo, capaz de mantenernos simplemente en el camino de eso que J. Derrida llamó luego, tan apropiadamente, una ‘mesianicidad sin mesianismo’, esto es, sin contenido alguno que garantice su fuente.
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