1- Cuando vuelvo a casa en auto por Muñiz topo a veces con un grupo de limpiavidrios muy peculiar. No sólo son sumamente amables, sino que se juntan en torno a un hombre ya mayor, sentado contra una pared con el barbijo rigurosamente bajo la pera, al que las otras tardes le escuché decir con voz magnífica que la muerte le había dado toda la vida de ventaja porque estaba muy segura de su victoria.
No por ya hecha una frase pierde su fuerza cuando quien la pronuncia se esconde en ella para vencer el pudor a manifestar su intimidad desnuda. Y yo, que como buen alma bella recién estoy aprendiendo a admitirme mortal, alcancé a percibir en el corto cambio de luz del semáforo que la jovial profundidad de su voz delataba una sabiduría no proveniente de la certeza de su final en un futuro indeterminado sino, más precisamente, del desafío implícito en la idea de vivir de alguna manera al revés: no del verde al rojo, sino del rojo al verde.
"¿Cómo vivir en relación al fin - me pregunté poniendo resignadamente primera - cuando el fin no es tomado como eso que señala lo que termina sino, antes bien, aquello por lo cual ahora nada del presente ya nos determina?"
De regreso en casa tomé el libraco verde de Borges para releer “El Milagro Secreto”, ese cuento en el que un checo termina su novela durante un año milagroso que transcurre desde que es llevado al paredón de fusilamiento por la Gestapo y el instante en que efectivamente llega la descarga, y me dejé emocionar por el trabajo indudablemente absurdo que el sentenciado se toma al no disponer sino de sí mismo como probable lector.
De alguna manera, pensé, la vida en relación al fin quizás sea ese mismo milagro secreto para todos, aún cuando no todos sabemos muy bien si lo que tiene de milagroso y de secreto aplica sólo al tiempo comprendido entre dos fechas o, mas bien, al tiempo nuevo que resulta de anticipar nuestro propio haber sido como un secreto a voces de cada instante.
2- Si hoy quisiéramos escenificar de forma actualizada a la Alegoría de la Caverna encontraríamos, tal vez, que sus sombras, el fuego y el sol no serían tan importantes como un elemento supuestamente secundario al que pocas veces le prestamos la necesaria atención: las cadenas, esas cadenas que le impiden al prisionero girar para descubrir que lo que ve son sombras y que lo que toma por realidad es sólo un hueco en la tierra. ¿De qué están hechas las cadenas? ¿Cómo se pueden cortar, en todo caso?...Spinoza planteó implícitamente estas mismas preguntas a Platón dos mil años después de manera más perentoria: ¿por qué servimos a lo que nos esclaviza?...
A esta cuestión, sin duda la cuestión política por excelencia, M. Heidegger ofrece en Ser y Tiempo, si bien elípticamente, una acabada respuesta cuando analiza las condiciones por las cuales el ahí del ser se mantiene perdido en ese símil contemporáneo de la Caverna como son las habladurías del sentido común: esas cadenas está hechas del miedo a la muerte y a la inhospitalidad de la existencia. Por una extraña ironía, sin embargo, dicha respuesta se asemeja mucho a lo que hoy se considera algo así como la invocación por excelencia de la vida plena de los manuales de auto ayuda: “¿qué harías si no tuvieras miedo?”… Pero esta exhortación a la valentía tan característica de la condición de vida neoliberal, implícita también por supuesto en el “Just do it” de la mundialmente famosa publicidad, no sólo es opuesta a lo que a Heidegger le preocupa analizar sino que las formas mismas como se manifiestan hoy lo valioso para él supondrían, precisamente, la expresión cabal de nuestras cadenas.
Enfrentar a la muerte no consiste para Heidegger la simple aceptación de que nos vamos a morir, sino el develamiento de que nuestro poder ser resulta atravesado íntimamente por una imposibilidad. La muerte, en tanto "posibilidad de nuestra imposibilidad", no significa entonces que de alguna manera podemos hasta eso que no podríamos ser sino, más sutilmente, que el 'poder' que nos es propio de alguna manera y, en algún punto, resulta paradójicamente a la vez impotente. Y eso no nos lo revela el hecho de que vamos a morir: lo que a Heidegger le interesa señalar no es tanto la muerte en sí, sino la mortalidad, es decir, y en última instancia, no lo que nos saca la vida sino lo que nos singulariza. La muerte es nuestra posibilidad más propia para él, en consecuencia, no por su inevitabilidad, sino porque sólo en tanto siendo en relación a nuestro fin es como nosotros captamos apropiadamente la peculiar naturaleza de nuestro insólito poder ser.
Si tememos a la muerte, nos está advirtiendo Heidegger, no es tanto porque nos duela nuestro fin: mas bien, lo que nos duele es existir. Y si la negamos es porque nos conecta en definitiva con el primer ‘no’ implícito en nuestro ser en el mundo. Más que forzarnos a aceptar la muerte, el cuidado, como estructura existenciaria, no se reduce por eso para una analítica existenciaria a un tomar conciencia de que vamos a morir - por lo cual tendríamos, supuestamente, que aprovechar al máximo nuestras posibilidades - sino que, al revés, es lo que nos exige un vivir nuestra vida como un simultáneo morir desde el nacimiento mismo.
3- Pero la muerte, en definitiva, representa sólo el primer ‘no’ a nuestra omnipotencia, ese que, siguiendo con la analogía de la Caverna platónica, sería el que una vez superado permite recién girar la cabeza y enfrenta ahora al prisionero con el fuego. Entonces aparece el segundo ‘no’, uno más terrible que el anterior aunque de alguna manera ya por él prefigurado y que supone para Heidegger darnos cuenta que tenemos que aprender el curioso malabar de ser el fundamento de nosotros mismos sin ser, sin embargo, sus dueños.
Si bien es cierto que reconocer y romper nuestras cadenas exige, de alguna manera, eso que nombramos general y livianamente ‘valentía’, la de la que nos habla Ser y Tiempo es de una calidad por completo diferente a ese aprovechar al máximo nuestra vida y ese ser dueños de nuestro destino con que se nos presenta el mandato neoliberal: esos valores representan justo eso que para Heidegger nos mantienen sordos a la llamada de la conciencia o del ser, como la nombrará en años posteriores (1). Sólo reconociéndonos deudores o culpables - palabras que el idioma alemán no distingue - es como terminamos al fin prestando oído a la llamada del ser dado que, para usar una metáfora quizás un tanto bizarra, somos propiamente en el mundo en tanto y en cuanto nos comportemos, legítimamente, como una suerte de okupas de nosotros mismos.
Si reconocernos deudores es en definitiva el resorte que nos libera de nuestras cadenas, ello no significa que lo seamos por permanecer en la esclavitud y separados en consecuencia de nuestro más propio sí mismo. Al contrario, para Heidegger la deuda que nos define no tiene una connotación moral sino existenciaria, y por eso da cuenta no de una falencia o una falta que debería ser reparada sino, al contrario, de la característica más original de la existencia y, por consecuencia, el motivo también por el cual ella es en última instancia técnicamente cuidado.
La consideración ontológica heideggeriana tiene la virtud de evitar cualquier confusión por la cual el cuidado podría ser interpretado como una suerte de negocio capaz de mimetizarse, en última instancia, con la idea neoliberal que adjudica al hombre un capital que debe ser utilizado y sobre todo maximizado, haciendo del héroe posmoderno el ser que mejor se explota a sí mismo. Todo lo contrario, si el cuidado es en definitiva sinónimo de la existencia para Heidegger es porque la doble carga de reconocernos mortales y deudores supone tener que evitar constantemente la tentación de sacárnosla de encima ignorando que portamos la diferencia ontológica como nuestra más íntima y propia forma de ser.
Tanto la Caverna, como el sol fuera suyo, forman parte del mismo mundo en el que como ahí del ser justamente somos. Por eso en escritos posteriores a Ser y Tiempo (2) Heidegger destaca la vuelta a la Caverna de quien ya salió como el momento principal de la Alegoría: esto es así no sólo porque sea importante políticamente sino, sobre todo, porque es preciso destacar que la llamada del ser no proviene de algo exterior a nosotros, es decir de algo supuestamente fuera de lo que en tanto seres en el mundo somos, sino del ahí del ser que tanto en la Caverna como a la luz del sol en cada caso somos.
Sería muy alejado del espíritu de lo que Heidegger pretende advertirnos traducir la llamada del ser a un mensaje para reconocernos mortales y deudores y tomar debida nota, así, del doble ‘no’ que califica a nuestro poder ser. Por el contrario, en Ser y Tiempo es muy claro y explícito cuando señala que la llamada del ser no tiene contenido alguno porque consiste, simplemente, en llamarnos a silencio, o sea, más específicamente, en callar el ruido interno que nos impide escucharla. Todo lo que sucesivamente ocurre una vez que le prestamos oído, en consecuencia, y vivimos en su escucha, es producto de una decisión y depende, pura exclusivamente, de cada uno de nosotros.
(1) “¿Qué es la filosofía?”
(2) “Doctrina de la verdad según Platón” y “De la esencia de la verdad: sobre la parábola de la Caverna”
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