miércoles, 23 de junio de 2021

EL SACRIFICIO DEL FIN

 

El aburrimiento es la esencia misma de nuestra captación contemporánea del tiempo. El orden de los sucesos se nos acumula por ello sin ton ni son, y el registro de los años sólo decanta entonces como a escondidas de una secuencia de fracasos: no porque los hechos mismos constituyan una puesta en escena, sin embargo, de la debacle de nuestros sueños, sino por ofrecerse apenas como suplentes de un presente que nunca aparece. 

No es el paso de los años en definitiva el enemigo del hombre, entonces, ni son los fracasos, ni las cabezas ya calvas, o siquiera hijos no buscados los que nos enfrentan al absurdo. Es la impostura misma que adoptamos ante lo sucesivo - no ante los sucesos en sí mismos - lo que mina el discurrir de un tiempo convertido, por nosotros mismos, en un mero recipiente. Y en el decurso del tiempo experimentamos un vacío que nos empecinamos por eso luego en llenar, reproduciendo tontamente así un círculo vicioso donde gira la causa misma de nuestro desánimo.

¿Cómo hallar una base en la turbulencia de este torbellino, siendo algo que resulta provocado sin embargo por nosotros mismos?: ¿afirmándonos una y otra vez ciegamente en alguna creencia, quizás, o sobreviviendo, mas bien, a un completo naufragio?... De alguna manera, una base capaz de dejar de concebir al tiempo como un mero recipiente a ser llenado habría de ser esa tierra a la que solo se puede llegar renunciando, con cada abrazo, a la que quedó detrás. No porque a esta nueva tierra muy pocos la compartan, por supuesto, sino porque la vieja quedó atrapada en otra figura del tiempo. 


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Expresada como un rechazo al tiempo, la espiritualidad se presentó tradicionalmente como un cuestionamiento por la fragilidad de las cosas y el paralelo deseo de permanencia.

Pero hacer del tiempo un bien es descubrir el camino que se abre ante cada repliegue de nuestra ilusión de eternidad. La espiritualidad tiene para el camino del arquero, por eso, todos los colores del tiempo. 

De la misma manera que la flecha no está propiamente en ninguna de sus posiciones, sino siempre atravesándolas, uno mismo tampoco está sino virtualmente en los espacio-tiempo que transita cuando se experimenta despierto.

Las cosas no tienen libertad: son. Sólo el hombre oscila de modo permanente entre el ser y la nada, motivo por el cual goza - o padece, según sea el caso - su libertad. Y todo nuestro mal resulta de asustarnos ante esa levedad que nos obliga a ser libres sin descanso.


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A veces, uno se pierde. Cree, entonces, que debe encontrarse cuando la solución, al revés de lo que parece, consiste en dejar de buscarse.

Uno no es uno: es dos. Y esa distancia, de uno a uno mismo, se recorre como lo hace una flecha recorriendo ciento cincuenta metros hasta la diana.

El camino del arquero comienza cuando se comprende que el blanco es uno mismo, aunque ello recién ocurre justo cuando, paradójicamente, uno aprende a dejar de apuntarse a sí mismo.

Uno es dos. No se trata, sin embargo, de aceptar esa distancia interna. Al revés, es preciso sortear con maestría la distancia que nos separa de la diana para aprender a dejar de buscarnos.


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Cuando el blanco está cerca resulta difícil desprendernos de la exigencia de acertarle.  El enfrentamiento con el objetivo resulta entonces inevitable, y el tiro con arco a duras penas deja de ser así cómplice del deseo de plenitud que nuestra mente adora.

Pero si la diana está tan lejos que, para alcanzarla, no debemos apuntar a ella sino al cielo, uno tiene la impresión de que la flecha nos lleva siempre a ese centro del que la tierra entera es su necesaria mitad.

Cuando acertar es algo que sólo podemos saber por el ruido, dar en el blanco resulta entonces algo tan aleatorio que nuestra ocasional falta de pericia pasa desapercibida, y somos al fin libres para prescindir graciosamente del fin.

Sólo cuando se puede vivir el recorrido como fin en sí mismo, mágicamente la distancia se convierte  en profundidad: el mundo adquiere perspectiva, entonces, permitiendo experimentarnos propiamente dentro suyo. 

Este es el secreto del camino del arquero: con cada disparo redescubrimos el campo de tiro del que, hasta entonces, no sentíamos que formábamos parte. Y cada flechazo es, así, una refutación a Zenón. 


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Zenón expresa el desafío más grande que puede tener todo arquero, porque negaba que fuese posible el movimiento mismo. Partía de un concepto del tiempo alambrado en infinitas parcelas de presentes donde la flecha se atascaba, inevitable y necesariamente, en cada una de ellas.

Sólo cuando uno logra dejar de buscarse a sí mismo comprende que la flecha nunca está, propiamente, en ninguno de esos corrales espacio-temporales.

Este es el modo como el movimiento adquiere realidad: abdicando del fin. Por eso el camino del arquero se recorre dejando de abrirnos camino por nosotros mismos. Cuando ello ocurre, uno deja de querer ser: deviene.


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Cuando nos referimos a las cosas, ‘autenticas’ se llaman aquellas que se pretenden ‘originales’ porque no han sido copiadas. Pero aplicada al hombre, la ‘autenticidad’ pareciera remitirse justo a lo contrario: a lo que no puede ser idéntico a sí mismo. Es decir, a lo que no reconoce original alguno.

La noción de ‘originalidad’ es una falsa caracterización de la autenticidad que postula un supuesto núcleo fundacional – “el verdadero yo” -  a ser hallado y fortalecido.

Si algún sentido tiene concebir a la espiritualidad como ‘camino’ no es entonces el de indicar que puede ser algo que nos brinde una meta: es mero tránsito, al contrario, y se describe como lo que no tiene fin.

La pregunta por lo que la espiritualidad sea parece abrirse cuando nos damos cuenta que de la vida sólo nos importa llegar. El sacrificio del fin se convierte en perentorio, por lo tanto, una vez que advertimos en la ilusión de encontrarnos lo que impide conectarnos con la vida tal como es.

Concebir lo espiritual como un raro camino donde carecer de meta se ha convertido en única señal exige al arquero vivir cara a cara con la ansiedad. Pero sin este ánimo beligerante la espiritualidad es mera moral y sensiblería.


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Si nos esforzamos por rechazar algo material encaramos una lucha externa que, lejos del camino del arquero, está todavía en el terreno de la moral. Recién cuando la lucha es puramente formal - es decir, que no rechaza algo determinado, sino algo sin mas - entramos en un ámbito propiamente espiritual.

La materialidad se degrada en 'materialismo' cuando se la proclama como antagonista del espíritu. Lo espiritual se pervierte como 'espiritualismo' cuando considera a lo material cual albergue transitorio.

La cuestión de lo que la espiritualidad sea se vislumbra en toda su complejidad recién cuando dejamos de concebirla como lo otro de lo material, dado que ella no puede entenderse cabalmente como una elevación al cielo: al contrario, resulta una bajada a tierra. 


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El camino del arquero es el que recorremos con el compromiso militante a prescindir de la meta como regla de oroEn definitiva, por supuesto, dicho compromiso resulta uno con nuestra realidad más inmediata, ya que en la práctica implica admitir todo aquello que atenta contra los fines que uno se ha propuesto.

Ser consecuente con uno mismo no es ser auténtico, sino más bien lo que nos lleva a repetirnos, como lo hace la naturaleza, al ritmo ineluctable de sus leyes. Propiamente auténticos somos recién, entonces, cuando dejamos de querer salvar la distancia que nos separa de nosotros mismos.

El camino del arquero hace de la separación – y no de la unidad – su valor máximo. Vivir consiste en transformarnos, entonces, como ocurre que lo hace una obra con su propio creador, pues la autenticidad humana es esa extraña cualidad que consiste, y nos permite, ser diferentes a nosotros mismos.



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