Sr. Camus: 22 de junio de 2014
Acabo
de leer los poco felices comentarios que Sartre y su grupo de Les Temps
Modernes dedicara a la publicación de El
Hombre Rebelde, y me tomo el atrevimiento de hacerle llegar, desde el
futuro, mi absurda solidaridad. Esa famosa polémica (*) puso de manifiesto por
primera vez, seguramente, la incomprensión y la molestia que provoca el rebelde, un rasgo que,
supongo por caballerosidad, en su libro ni siquiera sugiere. Lo que en él queda
claro, en cambio, es que el rebelde no puede ser sino un enemigo público. No
porque se lo proponga, obviamente, sino sólo por el coraje de poner en evidencia lo que
nadie – ni siquiera él mismo – quiere admitir: su soledad.
Ud.
ha dicho Yo me rebelo, luego, nosotros
somos. Pero Ud. conoció en carne propia, Camus, que la rebelión, en tanto
primera evidencia de un ser auténticamente colectivo, supone al mismo tiempo
una condena social.
Es cierto que la
rebeldía consiste, indudablemente, una forma de participación. Pero no una
entre varias: es la forma de participar de quienes, íntimamente heridos por el
absurdo, se experimentan incapaces de participar de otra manera que
absurdamente. La rebeldía es así, básicamente, una participación absurda. ¿Cómo
podría entender esto, sin embargo, quién hace tanto de la defensa como del ataque al statu quo una
manera de hacer, precisamente, la vista gorda al absurdo?
Sartre interpretó que Ud. renunciaba a participar históricamente de forma activa por el desgano que, ciertamente, le provocaban las revoluciones que se traicionaban a sí mismas. El Hombre Rebelde, sin embargo, declara en realidad algo mucho más duro que él seguro no pudo apreciar: que una revolución resulta de por sí un fracaso porque es contra los amos, no contra la esclavitud en sí. Por supuesto, esto era algo que, sólo cuando todo el ruido revolucionario del s. 20 callara, nos sería dado escuchar.
Afirmar
ahora que la historia le dio a Ud. la razón resultaría, sin dudas, un
flagrante contrasentido. En primer lugar, porque la historia no podría validar
a quien, cuando todos los intelectuales creían más en ella aun que en Dios, se
animó como Ud. a levantarse quijotescamente en su contra. La importancia de su
legado, Camus, creo yo que no tiene que ver entonces tanto con la actual interpretación
de la historia como simple relato sino, mas bien, con el original intento suyo de pensar una alternativa emancipatoria por fuera de una órbita como la histórica donde todo obedece a un motivo ya prefijado de antemano.
Cuando
Ud. le pide a Sartre que explique cómo congeniar la libertad esencial del
existir con la necesidad histórica, supongo yo, lo hace retóricamente, sabiéndolo de por sí inútil. Pero
si hay algo sustancial en la carta que luego Ud. le obligó a escribir son
por eso los párrafos sobre la libertad: para él, nuestra libertad sólo es la
libre elección de luchar para ser más adelante libres.
Lo
que nos distingue a los rebeldes como tales resulta algo que quienes no logran vivenciar nunca a la libertad en sí misma: el
corrimiento de la alternativa amo-esclavo que caracteriza al revolucionario.
Las páginas más originales de El Hombre
Rebelde están contenidas por eso, para mí, en esas dedicadas a cuestionar a
Hegel y su famosa disyuntiva en el capítulo “Los deicidas”. Gracias a ellas
comprendí que la rebelión es absurda o no es nada, y que sólo de esa manera, es
decir, oponiéndonos a la injusticia sin
dejar de ser coherentes nunca con la justicia, es como resulta posible ser
con los demás.
La
rebeldía es absurda, nos enseñó Ud., Camus, pues lo que nos subleva a los
rebeldes, por sobre todas las cosas, es la reconciliación. En su lucha contra
la injusticia, el revolucionario mata a Dios. El rebelde, al contrario, en
lugar de matarlo lo convierte en su prisionero: le echa en cara la injusticia
pero para ello lo mantiene vivo. Una y otra vez los revolucionarios nos incitan
a eliminar la trascendencia proclamando por decreto la reconciliación del mundo
consigo mismo. Una y otra vez, sin embargo, los rebeldes nos negamos a eliminar
la razón de ser de nuestra rebeldía porque esa es la única manera como puede
ser concebida la justicia: como ese reclamo propiamente absurdo y, por lo tanto, nunca
satisfecho, de unidad.
Le asombraría a Ud., Camus, que apenas cincuenta años en el futuro se haya eliminado ya por completo a la figura de Dios como referente opositor del rebelde. En esto, tengo que advertírselo, su tratamiento de la rebeldía ha perdido alguna vigencia. La trascendencia ha sido eliminada prácticamente por completo. Me pregunto qué opinaría sobre esta cuestión. ¿Consideraría preciso restaurar la trascendencia, acaso, para afirmar un espíritu rebelde que muchos consideran desaparecido?... ¿O prestaría oídos nuevos, tal vez, a nuestro clamor de justicia?... ¿Es inevitable concluir que la rebelión metafísica ha culminado con la muerte de Dios?... ¿O es válido protestar que, despersonalizado, el mal resulta, hoy día, más absurdo que nunca?
Atte, Fernando Luis Tort
(*) http://www.fundanin.org/Polemica.pdf
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