"Y si invocamos al deseo como instancia revolucionaria es porque creemos que la sociedad capitalista puede soportar muchas manifestaciones de interés, pero ninguna manifestación de deseo, pues ésta bastaría para hacer estallar sus estructuras básicas incluso al nivel de la escuela materna" El Antiedipo
La propuesta de un análisis esquizo es, para G. Deleuze y F. Guattari, abolir la propiedad privada del deseo. Por supuesto, eso no es algo que pueda alcanzarse a partir de una mera declaración de principios, sino una deliberada toma de posición respecto del deseo, mas bien, que sobre todo exige una determinada tarea a la que sus fundadores denominaron apropiada y específicamente ‘militante’. Una propiedad colectiva del deseo, por supuesto, necesariamente ha de entrar en colisión con la forma como ha sido históricamente concebido lo social. Pero lo más característico de este análisis militante resulta siempre, y en primerísimo lugar, la especial manera como entender dicha colisión: ya no más como esa oposición frontal para la cual la identidad se define, externamente, a partir de lo que ella no es, sino una oposición de tipo mas bien blanda, relativa y porosa, por cuyo intermedio la identidad se define siempre internamente - y, lo que ella no sea, jamás pone en jaque entonces su propia potencia.
Llámese 'deseo', entonces, recortado por el esquizoanálisis rigurosamente de su determinación tradicional a partir de la falta, o llámese 'vida', separándose así la biodanza explícitamente del paradigma antropocéntrico, la idea que contienen y de la que parten los conceptos fundantes de ambos sistemas básicamente es, sin duda alguna, la de 'abundancia'. Por distintos caminos, ambas propuestas han surgido de la conclusión temprana de que el problema al que se enfrenta nuestra civilización hoy debe ser leído a la luz de una económica general que, desprendiéndose de esa comprensión restringida de la economía que como civilización hemos sostenido hasta ahora, pueda dar cuenta al fin de un modo de encontrarnos con los otros a partir del don en lugar de la carencia y, de esta manera, sin recurrir mas al intercambio como principio rector indiscutible.
Tanto el paseo del esquizo como la danza se nutren y se dibujan mutuamente sobre ese duelo imposible que se ha llamado, quizás un poco pomposamente, 'la muerte de Dios', una metáfora con la que precisamente expresamos la vivencia profunda de que el sentido de las cosas nunca aparece como dado sino que resulta siempre construido y que, como tal, no parece sólo falible sino también especialmente relativo a una determinada intención afectiva. Esta ausencia de fundamento último, precisa y justamente contraria a toda creencia, resulta solidaria sí en cambio de la fe, puesto que implica una apuesta deliberada y un compromiso decidido no sólo por mantenernos al margen tanto de la ausencia de sentido como de la imposición arbitraria de un sentido único sino, incluso, por permanecer auténticamente convencidos de que hacer una suerte de camino de esta ausencia de camino resulta, en todo lugar y para todos, una opción real.
Si bien la palabra ‘cuidado' califica tan apropiadamente en nuestras rondas a esa cualidad que consideramos esencial para una base segura, pocas veces la utilizamos en reemplazo explícito del ‘apego’, que regiría en cambio en una agrupación de tipo no vivencial. Porque el cuidado contempla como concepto tanto el encuentro con el otro como con uno mismo, mientras el apego aplica simplemente a mi relación con el otro. Y mientras el apego resulta el afecto asimétrico desarrollado en una relación de dependencia, el cuidado exige y supone una relación afectiva, a la inversa, que sólo puede establecerse entre pares.
Según el propio creador de la noción de 'base segura', el inglés J. Bowlby, el apego es en esencia la relación que establece el niño con respecto a quienes cumplen una función materna. Y la 'teoría del apego', que fundamentó todo su original desarrollo conceptual de una 'base segura', resultó así por sobre todo un llamado de atención, en principio, sobre la importancia que representa la contención afectiva en el desarrollo del niño en un adulto capaz de adaptarse socialmente de manera responsable... Pero la pregunta que naturalmente surge, en consecuencia, es si el concepto que tengamos de la afectividad habría de estar orientada también, desde una perspectiva biocéntrica, según este mismo punto de partida y hacia el mismo objetivo.
Mas que cuestionar en biodanza una interpretación familiarista del concepto de 'base segura', por supuesto, lo que resulta importante es el uso que nosotros le damos a dicha noción. Y no tanto para ofrecer así una fórmula teórica que nos satisfaga intelectualmente sino, mas bien, con la intención de indagar la especial manera como conformamos nuestra específica grupalidad. Es decir: cuestionándonos siempre cómo es que efectivamente nos integramos, con qué actitud nos damos y nos recibimos los unos a los otros. Porque, sí bien está fuera de toda duda que un grupo de biodanza es y debiera ser siempre un espacio nutricio, no lo sería incondicionalmente sino, al revés, siempre y cuando nos permita poder dejar de lado esas actitudes por medio de las cuales ponemos sistemáticamente a la vida de lado... ¿Y qué otra cosa sería dejar de lado a la vida que una recurrente y dañina dependencia afectiva?
Si algo aprendemos en nuestras clases de biodanza es a intentar encontrarnos genuinamente con los demás desde el cuidado, no desde el apego. Y aunque muchas veces ponemos el acento en la importancia que para nosotros representa la grupalidad en nuestro proceso personal, lo crucialmente decisivo resulta por eso el tipo de asociación facilitada, puesto que no cualquier grupo ofrece por sí sólo garantía alguna de estímulo para la revolución interior que supone en cada uno, individualmente considerado, nuestro modesto intento de poner la vida al centro.