jueves, 28 de julio de 2022

ESQUIZODANZA

 


"Y si invocamos al deseo como instancia revolucionaria es porque creemos que la sociedad capitalista puede soportar muchas manifestaciones de interés, pero ninguna manifestación de deseo, pues ésta bastaría para hacer estallar sus estructuras básicas incluso al nivel de la escuela materna" El Antiedipo



1- Esquizoanálisis y biodanza son dos poderosas propuestas nacidas en los dorados años ’70: hermosos retoños ambos del enorme movimiento contracultural de posguerra que tuvo su momento cumbre en Mayo del '68. Incluso poseen, como común denominador, ser efectos de investigaciones y prácticas clínicas de tipo alternativo en institutos psiquiátricos de Francia y Chile respectivamente. Pero el mayor punto de contacto entre dichas indisciplinas sin duda consiste el hecho de presentarse ambas, explícitamente, como sendas propuestas de corte afirmativo que adoptan sólo como consecuencia, y nunca precisamente como principio, una actitud crítica y contracultural. Este aspecto es de tan fundamental importancia que de él se deriva prácticamente todo lo demás.

La necesidad de poner el acento en la naturaleza afirmativa que caracteriza tanto al esquizoanálisis como a la biodanza es resultado del compromiso compartido de ofrecer una alternativa genuina al paradigma del pensamiento único. Aunque la especial naturaleza de la afirmatividad también de pie a que su espíritu revolucionario fácilmente se diluya cuando, confundiéndose a la afirmatividad con la total ausencia de espíritu crítico, tanto la biodanza como el esquizoanálisis terminan convirtiéndose muchas veces en dócil instrumento de la conocida tiranía de la felicidad propia de los tiempos neoliberales que vivimos. 

La propuesta de un análisis esquizo es, para G. Deleuze y F. Guattari, abolir la propiedad privada del deseo. Por supuesto, eso no es algo que pueda alcanzarse a partir de una mera declaración de principios, sino una deliberada toma de posición respecto del deseo, mas bien, que sobre todo exige una determinada tarea a la que sus fundadores denominaron apropiada y específicamente ‘militante’. Una propiedad colectiva del deseo, por supuesto, necesariamente ha de entrar en colisión con la forma como ha sido históricamente concebido lo social. Pero lo más característico de este análisis militante resulta siempre, y en primerísimo lugar, la especial manera como entender dicha colisión: ya no más como esa oposición frontal para la cual la identidad se define, externamente, a partir de lo que ella no es, sino una oposición de tipo mas bien blanda, relativa y porosa, por cuyo intermedio la identidad se define siempre internamente - y, lo que ella no sea, jamás pone en jaque entonces su propia potencia. 

Ya sea dentro de la concepción específicamente esquizoanalítica, con su insistencia en que el deseo se carga en lo social y no en lo familiar, así como dentro de la concepción biocéntrica, con su característico señalamiento de poner la vida al centro y no mas ya al hombre, el punto en cuestión es entonces el mismo. El objetivo común de estas dos propuestas es dar cuenta de un modo de ser, y una forma de percepción de las cosas, además, donde el movimiento no resulte concebido nunca como resultado de violencia alguna sobre algo que se ofrecería de forma estática previamente: al revés, mana de manera natural por no ser nunca resultado de una fuerza externa sino que, por ser siempre producto de su mismo choque interno de fuerzas, resulta causa de sí mismo.

Llámese 'deseo', entonces, recortado por el esquizoanálisis rigurosamente de su determinación tradicional a partir de la falta, o llámese 'vida', separándose así la biodanza explícitamente del paradigma antropocéntrico, la idea que contienen y de la que parten los conceptos fundantes de ambos sistemas básicamente es, sin duda alguna, la de 'abundancia'. Por distintos caminos, ambas propuestas han surgido de la conclusión temprana de que el problema al que se enfrenta nuestra civilización hoy debe ser leído a la luz de una económica general que, desprendiéndose de esa comprensión restringida de la economía que
 como civilización hemos sostenido hasta ahora, pueda dar cuenta al fin de un modo de encontrarnos con los otros a partir del don en lugar de la carencia y, de esta manera, sin recurrir mas al intercambio como principio rector indiscutible. 

Que la abundancia sea apenas una mera apuesta resulta, por supuesto, una objeción tan cierta como irrefutable: nunca es ella un hecho, evidentemente, sino una disposición afectiva. Pero el problema no está en confundirla con la fe - porque de ello y no de otra cosa, efectivamente, se trataría cualquier intención de abundancia - sino que el peligro nefasto, por otra parte real y muy corriente, sería confundirla en cambio con una creencia. Porque aún cuando sea cierto que la vida es sinónimo siempre de abundancia, lo es en tanto y en cuanto podamos concebirla sin embargo como algo que difiere eternamente de sí misma y que, como tal, jamás puede constituirse en ese suelo firme que nos gustaría imaginar caminando de manera altanera y segura, sino que se ofrece, constantemente, como un espacio desfondado sobre el cual no se puede sino dar tumbos y danzar.

Tanto el paseo del esquizo como la danza se nutren y se dibujan mutuamente sobre ese duelo imposible que se ha llamado, quizás un poco pomposamente, 'la muerte de Dios', una metáfora con la que precisamente expresamos la vivencia profunda de que el sentido de las cosas nunca aparece como dado sino que resulta siempre construido y que, como tal, no parece sólo falible sino también especialmente relativo a una determinada intención afectiva. Esta ausencia de fundamento último, precisa y justamente contraria a toda creencia, resulta solidaria sí en cambio de la fe, puesto que implica una apuesta deliberada y un compromiso decidido no sólo 
por mantenernos al margen tanto de la ausencia de sentido como de la imposición arbitraria de un sentido único sino, incluso, por permanecer auténticamente convencidos de que hacer una suerte de camino de esta ausencia de camino resulta, en todo lugar y para todos, una opción real. 


2- Muchas veces recurrimos a la presentación de la biodanza como “un sistema de integración afectiva”, sin reparar en que el significado de estas palabras, desde un paradigma biocéntrico, difiere mucho del sentido que ellas reciben en una sociedad, como la nuestra, donde la 'integración' se identifica con la adaptación a la ley y la 'afectividad', por su lado, con esa concepción edípica del deseo que lo reduce a una necesidad de satisfacción que por definición resulta sin embargo imposible. Y es para intentar clarificar adecuadamente nuestro asunto, en consecuencia, que resulta provechoso señalar la enorme similitud que se da tanto en el punto de partida como en la propuesta contenida en El Antiedipo y la biodanza, pareciendo que no se entiende uno sin la otra y viceversa. Motivo por el cual, un repaso del uso que demos a las nociones más ligadas a la línea de la afectividad puede muy enriquecedor.

Aún cuando el concepto de 'base segura' califica muy apropiadamente las rondas donde intentamos poner la vida al centro, sería interpretar demasiado literalmente la 'seguridad' que en ellas se ofrece como un refugio. De la la misma manera que a la función de 'base', por otro lado, sería errado entenderla como un lugar donde poder hacer al fin pie y suponer que todo conflicto, en ella y por ella, como por arte de magia desapareciera. Porque si atendemos a lo que verdaderamente está implicado en un paradigma biocéntrico, nuestras bases sólo serían de naturaleza mas bien lábil e inestable para acompañarnos en nuestro propio desatino, y la seguridad que nos ofrecieran se reduciría a ofrecernos apenas un espacio artificial de cuidado.

Si bien la palabra ‘cuidado' califica tan apropiadamente en nuestras rondas a esa cualidad que consideramos esencial para una base segura, pocas veces la utilizamos en reemplazo explícito del ‘apego’, que regiría en cambio en una agrupación de tipo no vivencial
. Porque el cuidado contempla como concepto tanto el encuentro con el otro como con uno mismo, mientras el apego aplica simplemente a mi relación con el otro. Y mientras el apego resulta el afecto asimétrico desarrollado en una relación de dependencia, el cuidado exige y supone una relación afectiva, a la inversa, que sólo puede establecerse entre pares.

Según el propio creador de la noción de 'base segura', el inglés J. Bowlby, el apego es en esencia la relación que establece el niño con respecto a quienes cumplen una función materna. Y la 'teoría del apego', que fundamentó todo su original desarrollo conceptual de una 'base segura', resultó así 
por sobre todo un llamado de atención, en principio, sobre la importancia que representa la contención afectiva en el desarrollo del niño en un adulto capaz de adaptarse socialmente de manera responsable... Pero la pregunta que naturalmente surge, en consecuencia, es si el concepto que tengamos de la afectividad habría de estar orientada también, desde una perspectiva biocéntrica, según este mismo punto de partida y hacia el mismo objetivo.

Mas que cuestionar en biodanza una interpretación familiarista del concepto de 'base segura', por supuesto, lo que resulta importante es el uso que nosotros le damos a dicha noción. Y no tanto para ofrecer así una fórmula teórica que nos satisfaga intelectualmente sino, mas bien, con la intención de indagar la especial manera como conformamos nuestra específica grupalidad. Es decir: cuestionándonos siempre cómo es que efectivamente nos integramos, con qué actitud nos damos y nos recibimos los unos a los otros. Porque, sí bien está fuera de toda duda que un grupo de biodanza es y debiera ser siempre un espacio nutricio, no lo sería incondicionalmente sino, al revés, siempre y cuando nos permita poder dejar de lado esas actitudes por medio de las cuales ponemos sistemáticamente a la vida de lado... ¿Y qué otra cosa sería dejar de lado a la vida que una recurrente y dañina dependencia afectiva?

Si algo aprendemos en nuestras clases de biodanza es a intentar encontrarnos genuinamente con los demás desde el cuidado, no desde el apego. Y aunque muchas veces ponemos el acento en la importancia que para nosotros representa la grupalidad en nuestro proceso personal, lo crucialmente decisivo resulta por eso el tipo de asociación facilitada, puesto que no cualquier grupo ofrece por sí sólo garantía alguna de estímulo para la revolución interior que supone en cada uno, individualmente considerado, nuestro modesto intento de poner la vida al centro
.


jueves, 30 de junio de 2022

EDIPO EL COLONIZADOR


Para Fernando Tort, el combate al capital que propone el movimiento justicialista halla una formulación efectiva en la lucha por independizarse del teatro edípico que caracteriza al deseo en la concepción revolucionaria de la dupla de filósofos G. Deleuze y F. Guattari.


1-  Desde la derrota electoral de fines del '23 que nos vemos otra vez envueltos en la necesidad de contraponer patria a colonia, motivo por el cual resulta tan conveniente profundizar en ciertas razones del pensamiento dependiente que no se derivan ya solamente del mero interés material de un sector privilegiado como tampoco, incluso, de una cuestión discursiva o de conciencia. Antes que refritar, entonces, los diagnósticos inmunitarios ya conocidos en que incurre el pensamiento nacional-popular, resulta cuando menos interesante indagar los motivos por los cuales un pueblo se entrega a un proyecto sin corazón desde la batería de conceptos propuestos por el esquizoanálisis para, en definitiva, apuntar así a una determinada conformación del inconsciente capitalista.

Cuando M. Foucault prologó El Antiedipo de G. Deleuze y F. Guattari señaló al compromiso con la poética del encuentro humano como exclusivo pivote de una problematización contracultural. Porque en lugar de alimentar la peregrina idea de una revolución social, dicha obra apunta a destacar la importancia que supone hacer de una específica forma de subjetivación la revolución en sí misma, cuando lo que está principalmente en juego en una crítica al capitalismo, desde el punto de vista de una perspectiva anedípica, resulta justo esa forma de asociarnos que parte de problematizar la identidad de cada cual.

Lo que Foucault tan apropiadamente resume en su famoso Prólogo es que Deleuze y Guattari, aún con el habitualmente críptico vocabulario que los caracteriza, nos llaman la atención sobre algo tan elemental como que la abolición de la propiedad privada de los medios de producción no es la única revolución posible. O más bien, y mejor dicho, que el gran sueño revolucionario no puede ser planteado tan simplemente. Porque si bien es cierto que el capital aparece amalgamando hoy claramente los lazos sociales y, por lo tanto, lo económico resulta en nuestra sociedad ya inevitablemente su fundamento explícito, la función del capital se demuestra justamente por ello no siendo hoy tanto la explotación de una clase por otra sino, antes bien, el sometimiento de nuestra sociedad entera a la esclavitud. Y la pregunta más profunda que nos plantea un análisis esquizo, en consecuencia, consiste indagar si existe otra forma de amalgama para lo social que, en definitiva, el mero intercambio propio del capital.

Antes que una cuestión de aparatos, la nueva revolución de la que Deleuze y Guattari nos hablan resulta entonces la apuesta de una especial conformación, en definitiva, de la subjetividad militante. Mas no para volver a hacer del militante, por supuesto, una suerte de 'buen revolucionario' que, siguiendo la perspectiva clasista del marxismo, condujera un proceso de cambio social sino, antes bien, alguien capaz de asumir humildemente su responsabilidad por la responsabilidad del otro. La enseñanza más importante del esquizoanálisis es que el defecto del deseo, a contramano de la ideología, nunca es ser propiamente engañado sino asombrosamente preferir siempre, en cambio, ser colonizado. Y si una y otra vez aparece en El Antiedipo, entonces, la advertencia de que el motivo por el cual obedecemos en contra de nuestros intereses no es ideológico sino de deseo, de ello naturalmente se sigue que la responsabilidad absoluta militante necesita ser descripta como una descolonización del inconsciente.


2- Cuando las alianzas y filiaciones ya no pasan por los afectos sino por el dinero, y dejamos de tener en cuenta que las personas son, en primera y fundamental instancia, personas sociales, Deleuze y Guattari dicen que Edipo el colonizador ha hecho su aparición. En El Antiedipo nos advierten que la forma como constituimos nuestra subjetividad resulta al modo dependiente de una colonia, porque si bien el capital favorece sobre todo en esta etapa una completa descodificación en las relaciones sociales para que facilite la circulación constante de los flujos de dinero y mercancías, exige al mismo tiempo de forma imperiosa evitar una dispersión total y absoluta que pondría en peligro, precisamente, la dispersión sabiamente regulada y relativa que sustenta al capitalismo.  

Para que el deseo se boicotee a sí mismo, y de esta forma todo siga funcionando tal como hasta ahora, la subjetividad colonizada acepta mansamente reducirse a mero motor del consumo indefinido de satisfacciones y vínculos edípicos, convirtiéndose su enfermizo deseo de ser reconocida y completada de una manera que lleva impreso en sí misma el fracaso en la trampa perfecta dentro de la que, vez tras vez, nos atrapamos entre todos a nosotros mismos. Sólo una descolonización del inconsciente podría hacernos retomar hoy la significación perdida de la palabra 'revolución', en consecuencia, y a ello se aboca en resumidas cuentas y sin mas, la tarea por excelencia del esquizoanálisis.

Si Deleuze y Guattari piensan al esquizoanálisis como un análisis militante claramente no es porque busquen con ello posicionarse como una más de las postura políticas de izquierda, sino porque pretenden cambiar el ángulo habitual de la mirada que se presume política y dar cuenta, en cambio, de la revolución implicada en una subjetividad descolonizada y descolonizadora que se anoticie de sí a partir del otro. Mas que de definiciones utópicas, de lo que se trata para ellos es así de facilitar con ello agrupaciones entonces cuanto más heterogéneas sean internamente mejor. Pero, aun cuando la intención de esa revolución que ellos llaman de tipo 'molecular' residiría en la potencia generada por los encuentros como tales y en sí mismos, resulta imperioso advertir que no todo encuentro resulta del tipo justamente adecuado para mantener al infinito la circulación de los flujos y poner realmente en jaque así al capitalismo. 

A tal efecto, Deleuze y Guattari distinguen dos tipos de grupalidad: por un lado 'grupos sometidos y, por el otro, 'grupos sujetos'. Y aunque en ambos casos la catexis del deseo resulte necesariamente siempre colectiva, será requisito incondicional de y para una deconstrucción de la subjetividad militante el aprender a reconocer y finalmente oponerse decididamente, a toda forma de agruparnos donde las singularidades se subordinen a los recurrentes fenómenos paranoicos de masa.

Cuando Deleuze y Guattari nos hablan de unos 'grupos sujetos' capaces de organizarse con otra lógica a la del capital podríamos, con absoluta falta de rigor, suponer que resultan asociaciones humanas que llevan adelante nuevos proyectos colectivos contra viento y marea. Esto es lo que abonan ciertas especulaciones sobre la revolución molecular de personajes lamentables como Alexis López , por ejemplo, que atribuye a las recientes movilizaciones espontáneas en Latinoamérica (como la chilena del '19, o la colombiana del '21) una dirección paranoica secreta. Con mayor criterio puede plantearse, por el contrario, que ese no es jamás el asunto en cuestión cuando desde el esquizoanálisis no se trataría de buscar ni de fomentar un nuevo sujeto histórico sino, más modestamente, facilitar ese remolino centrífugo de conexiones novedosas que nos hagan vivir ya, aquí y ahora, la revolución que esperábamos.


3- En El Antiedipo se distinguen dos tipos de inscripciones sociales: las codificaciones y la axiomaticaLa codificación es el movimiento por el cual las fuerzas económicas son atribuidas a una instancia extraeconómica que le sirve de soporte: sólo hay código allí donde un cuerpo lleno, entonces, como instancia de anti-producción, se vuelca sobre la economía y se la apropia. Su característica principal es que necesita escribirse en plena carne, y por ello fue la forma por excelencia de inscripción social tanto en la máquina social primitiva como luego en la despótica. Nada de ello ocurre en la axiomática propia del capitalismo, sin embargo, por la sencilla razón de que, precisamente, ella no es una codificación. Si el capitalismo se distingue de las anteriores formas de conformación social es entonces porque resulta una instancia explícita y directamente económica, que se vuelca sobre la producción sin hacer intervenir factores extras. 

Para dar cuenta acabada del enfoque que pretende explicar, finalmente, el sometimiento social como un auto-sometimiento, Deleuze y Guattari hacen una sesuda distinción entre el capital 'de alianza', que sería característico de la anterior producción no capitalista, con el capital a secas que en el capitalismo se vuelve, en cambio, de tipo 'filiativo'. Desde que el dinero engendra dinero, el capital mismo se convierte en el cuerpo lleno o la cuasi causa, como dicen ellos, que se apropia de todas las fuerzas productivas. Es así que la axiomática representa el límite de toda sociedad, pues si bien descodifica los flujos que las anteriores formaciones sociales se apresuraban en cambio a codificar, sustituye por otro lado los códigos ahora mediante una forma que, ofreciéndose detrás de la cortina de humo de la libertad, termina manteniendo la energía de los flujos potencialmente capaces de liberar al deseo ligadas al capital, no obstante, de una manera aún más férrea que la habilitada por los códigos. 

El capitalismo se define así para Deleuze y Guattari, entonces, como un campo de inmanencia atrapado siempre entre dos polos: la conjunción de los flujos descodificados a través de una axiomática y, por otro lado, los flujos descodificados mismos: dicho de otra manera, entre la máquina social, entonces, y la máquina deseante. Y con este análisis militante difieren ambos, aunque sin confesarlo expresamente, del clásico análisis revolucionario, ya que la contradicción principal para ellos no consistiría tanto esa que se da a partir del carácter social de la producción y el privado de la propiedad sino, antes bien, la que se da entre la máquina social y la máquina deseante, o entre sus polos paranoico y esquizofrénico, o entre la clase y los fuera-clase, es decir: entre los siervos de la máquina y los que la hacen estallar.

Esta expresión de 'hacer estallar' resulta en cierta forma un contrasentido tomada en sentido literal, sin embargo, al estar demasiado ligada todavía al discurso dominante de Edipo el colonizador como para dar cuenta de una verdadera revolución de tipo molecular propio de un análisis militante. Porque el estallido de la máquina social se parece más bien, desde una perspectiva anedípica, a pequeños y múltiples explosiones provenientes de continuas y minúsculas proclamaciones de independencia del deseo que, en definitiva, resultan la mayoría de las veces más propias de seres afásicos o tartamudos que de verborrágicos oradores de barricadas.


viernes, 10 de junio de 2022

DIONISIO CONTRA EDIPO





“El esquizo no tiene principios: no es algo más que siendo algo distinto”
El Antiedipo

 


El
 esquizoanálisis puede ser presentado como una postura alternativa al psicoanálisis que tomó a la psiquiatría en lugar de a las neurosis como campo de investigación para ofrecer una concepción política del inconsciente que transforma por completo las reglas del juego. 

El repudio a esa reducción familiarista con que fuera considerado el inconsciente por el psicoanálisis no agota de ninguna manera su propuesta. La crítica al encuadre edípico es sólo una consecuencia mas bien discursiva que, importante sin duda por sus consecuencias teóricas, corre sin embargo el riesgo de ocultar el cometido principal de una propuesta esquizoanalítica: ofrecer, por sobre todas las cosas, una concepción de sujeto diferente al del psicoanálisis. Freud había elaborado una teoría clínica heredera del idealismo alemán que partió de una concepción del sujeto cerrado sobre sí mismo y consecuentemente vive con culpa al relacionarse con lo que estaría supuestamente fuera suyo sólo por interés. Y el punto de partida propuesto por Deleuze y Guattari resulta, en cambio, el de un sujeto nietzscheano que no se define a partir de la culpa sino, básicamente, a partir de su potencia.

La propuesta de El Antiedipo resulta política no sólo por saber apuntar como problemático que el deseo desee su propia represión. Su propuesta es política sobre todo porque su mismo enfoque se muestra indistinguible así de esa 'gran política' nietzscheana que apunta a revertir la tendencia histórica por la cual los débiles han triunfado de manera sistemática siempre por sobre los fuertes. Una gran política que resulta sin embargo preciso reformular ahora, 
para Deleuze y Guattari, en términos que ellos denominan 'minoritarios', ya que el desafío de los fuertes no pasa nunca por lograr ser mayoría sino, al contrario, por poder concebir de otra manera lo común. A diferencia de esa vieja y pequeña política entonces que, desde una perspectiva meramente institucional, plantea la toma del poder como medio indispensable para un cambio social, la cuestión que a una propuesta de corte instituyente anima se dirime, en cambio, como una producción alternativa de subjetividades.

De alguna manera, bien podría decirse que para el esquizoanálisis la conocida fórmula nietzscheana de “Dionisio contra el crucificado” necesita ser revisitada y, a la luz de la nueva fe y de la nueva iglesia laica del s. 20 que, para Deleuze y Guattari, resulta la institución del psicoanálisis, pide ser reformulada entonces como 'Dionisio contra Edipo'. Se trata de una nueva versión del mismo problema identificado entonces por Nietzsche, por supuesto, y que a semejanza de su anterior formula se presenta como una oposición que no puede ser leída en términos puramente teóricos, para empezar, pero que por sobre todo no pretende, si la reconocemos como una apuesta eminentemente práctica, reemplazar sólo una norma por otra: más bien, su asunto consiste despejar o deslindar simplemente ese mágico ámbito por y para el cual la norma misma, como tal, quedaría fuera de lugar.

Sumergirnos en la lectura de El Antiedipo resulta así una experiencia tan embriagante como desconcertante. No sólo porque obliga a lidiar con la dificultad de su prosa y del asunto sumamente técnico en cuestión, sino porque nos enfrenta al dilema propio de una apuesta de tipo minoritaria que no se coloca al mismo nivel de las proclamas universalistas pero que, al
 expresarse de manera crítica, debe correr el riesgo de caer también en la pretensión de ofrecerse en cierta forma, a su vez, como verdad. Es este mismo riesgo el que asume el lector del Antiedipo, entonces, cada vez que se pregunta para dónde va entonces la cosa que allí se propone y necesita sofrenar el constante impulso de querer hacer del esquizo un nuevo héroe viendo como éste se deshace, sin embargo, ante cada torpe intento suyo de etiquetarlo.

Es que la gran política no precisa héroes sino más bien antihéroes que, al decir de Artaud, se solacen en describirse a sí mismos como los eslabones más bajos de la creación. Y si quisiéramos hacer así de El Antiedipo una suerte de presentación de un nuevo sujeto político nos veríamos entonces necesariamente frustrados, ya que el sujeto político mismo como tal se quiebra y literalmente se esfuma desde que la propuesta misma de la igualdad, como principio rector de la acción política tradicional, resulta reemplazada por la de la diferencia. O mejor, por el deseo mismo de ser constantemente diferentes de sí mismos que caracteriza a quien ya no lo define la culpa sino la potencia . Esa es la línea divisoria de aguas a que la lectura de este texto nos enfrenta, y por ello el desafío principal que nos presenta consiste entregarnos, en la medida de nuestras posibilidades, a nuestro propio delirio dionisíaco.

Así, cuando en El Antiedipo leemos que el deseo no quiere la revolución, sino que es revolucionario por sí mismo e incluso, de manera involuntaria, por el simple hecho de querer lo que quiere, uno pierde automáticamente entonces toda referencia. Porque si el deseo es revolucionario por el mero albur de no estar separado de lo que puede, la revolución deja de ser en consecuencia algo parecido a una meta y, sobre todo, de ser algo también cuyo valor se defina por mejorar de alguna manera cualquier situación previa. Pero aunque por definición el deseo resulte revolucionario, no ocurre por supuesto que siempre pueda fluir de esa manera. Edípicamente considerado, es decir, interpretado bajo la luz del análisis moral tradicional, uno supondría que el camino que propone el esquizoanálisis consiste restablecer unas condiciones sociales a partir de las cuales el deseo se recomponga, pero ocurre que para Deleuze y Guattari esta sería precisamente una manera errónea de plantear el problema que invierte el orden de los factores y confunde las causas con las consecuencias. Y aquí reside la originalidad de su planteo.

Ya Nietzsche había mostrado en La Genealogía de la Moral que la relación acreedor-deudor no tiene como función recordar al deudor que debería devolver en el futuro aquello que se le prestó, sino que dicha relación en sí misma resulta originaria y, por lo tanto, que no tendría como finalidad restablecer un equilibrio cambiario previo roto por un préstamo sino fundamentar, al revés, un deber anterior a cualquier acto de intercambio. Desde el encuadre propiamente genealógico ninguna deuda procede de una situación original sin deuda sino que es la innoble materia misma del vínculo social, y el desafío nietzscheano consistió en rechazar y combatir este modelo de intercambio que convirtió históricamente a lo social en un experimento que tuvo como finalidad criar un animal político al que le sea lícito hacer promesas.

En esta misma línea, así como la deuda no está nunca en nuestra sociedad al final sino al principio, la fuerza del análisis de W. Reich radicó en haber mostrado que la represión familiar del deseo dependía de la represión social. De la misma manera, en la comprensión de Deleuze y Guattari Edipo resulta lo que la sociedad precisa instituir para evitar que el deseo, en esencia revolucionario, turbe una supuesta discordia social. Para ellos, aun cuando admiten obviamente que el deseo pone por definición en cuestión al orden establecido al comprometer las estructuras de explotación y jerarquía, el deseo de todas maneras justamente no es por ello asocial, sino todo lo contrario.

La conclusión preliminar que surge del esquizoanálisis, paradójicamente, es que Edipo no es en consecuencia necesariamente el problema, ya que no resulta tanto un estado del deseo mismo como, simplemente, una idea al servicio de la represión. Es la sociedad convertida en una guardería edípica quien resulta el verdadero problema, y lograr que el deseo deje de desear su propia represión exige habilitar novedosas líneas de fuga.



jueves, 26 de mayo de 2022

LA MUERTE DE EDIPO

 



“Es gracias al derrumbe general de la pregunta ‘¿qué quiere decir esto?’ que el deseo hace su entrada” El Antiedipo

1- Nuestra casa, la tierra, es un inmenso campo de individuación desde donde ascienden todas las diferencias individuales que la componen y la pueblan. Y la cuestión filosófica que inspira a G. Deleuze, incluso antes de su encuentro con F. Guattari, puede resumirse muy bien en la necesidad de distinguir dos tipos de distribución ontológica que implican, básicamente, una distinta postura en el reparto territorial: según sea la tierra distribuida por la instancia exterior de un juicio, o que sea ella misma, en cambio, la que se divide y distribuye. 

De un lado habrá claramente entonces, para Deleuze, un espacio estriado o cuadriculado donde cada cual obtiene el lote que le corresponde en virtud de un fundamento que cumpliría así la función de un derecho. Del otro, un espacio liso, que sin propiedad ni división alguna y en ausencia de todo fundamento crea esa nueva tierra donde los seres se distribuyen libremente. Dos tipos de espaciamiento, por lo tanto: el extensivo, numerado y medido por el exterior, y el intensivo, animado por la potencia interior de sus multiplicidades. 

Ante la total ausencia de fundamento, las pretensiones de cada cual en el tipo de espacio intensivo no pueden ser juzgadas a partir de un principio superior, lo cual no significa por supuesto que toda jerarquía haya por ello completamente desaparecido. También hay en este espaciamiento una suerte de fundamento que, al reconocerse en definitiva desfondado, considera las cosas de acuerdo a su capacidad para ir ahora hacia el extremo de su posibilidad.  Y en dicha tensión extrema, termina identificando así la señal misma de esos movimientos que, por potenciarse más allá de los límites que el juicio asigne a los seres, toman el nombre de aberrantes.

La exigencia de todo fundamento es siempre constituir un suelo y distribuirlo en función del derecho. La nueva tierra, por el contrario, ya dejó de ser propiamente un suelo o una base fundante porque su naturaleza aberrante se abre a lo sin fondo y se confunde ella a sí misma con la desterritorialización propiamente dicha. Los únicos que pueden habitarla son entonces los nómadas, es decir, los más libres respecto de la noción de territorialidad. Pero esta nomalización no solamente  afecta a aquel que se libera de sus territorialidades sino que - a diferencia de la normalización - resulta, desde el vamos, el propio movimiento aberrante de la tierra.

Hacer ascender lo sin fondo a la superficie resulta el desafío por excelencia de toda desterritorialización. No porque importe especialmente, sin embargo, el descubrimiento de nuevas profundidades sino mas bien, y al contrario, por las superficies nuevas que así se descubran o, mejor aún, por la lógica que habiliten. Deleuze abandonará sin embargo más tarde por confusas las nociones mismas de 'profundidad' y 'superficie' y, a partir de su colaboración con Guattari, las reemplazará por los términos más esquizoanalíticos de cuerpo sin órganos y  flujos que por él circulan, pero la idea que late en ambas formulaciones conceptuales es siempre dar cuenta de lo que ocurre, en definitiva, cuando la disyunción deja de ser un procedimiento de análisis para convertirse en esa milagrosa síntesis inclusiva donde dos series diferentes son afirmadas de manera simultánea y en su misma divergencia.

'Dios' era el nombre dado al amo del silogismo disyuntivo que, garantizando una determinación completa y exclusiva de cada cosa, ordenaba todo con un único y determinado sentido. A su muerte la unidad del mundo vuela en pedazos, y con ella la síntesis conjuntiva que aseguraba su convergencia. La disyunción deja entonces de ser exclusiva (o bien una cosa, o bien la otra), y se convierte en inclusiva (ya sea esto, ya lo otro) haciendo de las diferencias de intensidad en el seno de lo mismo lo que le permite a la nueva tierra a diferenciarse de sí misma y ser siempre, propia y literalmente, nueva. De modo muy significativo, por lo tanto, el sentido se disloca cuando la disyunción accede al principio que le da un valor sintético y así el yo, el mundo y Dios encuentran una muerte común.

Adorar a este silogismo conjuntivo llamado Dios, y mantenerlo con vida contra viento y marea, es aquello que mejor define, para el esquizoanalisis, el propósito de Edipo. Porque Edipo nos dice: "si no reconoces a la trinidad mamá-papá-yo, caerás en la noche negra de lo indiferenciado". Por eso la intención de Deleuze, a partir de la confluencia con Guattari en El Antiedipo, resultó básicamente proclamar la muerte de Edipo, una tarea sin embargo ciclópea que luego ambos reconocieron en su momento demasiado superior a sus fuerzas y que se pareció bastante al devaneo de Zaratustra cuando baja de la montaña y no encuentra la manera de llegar a los demás. Mas allá del fracaso relativo, sin embargo, en que haya derivado este enfrentamiento con la piedra de toque del psicoanálisis, lo importante sin embargo no es que Edipo todavía siga vivo y coleando. ¿Acaso su Dios, a pesar de todas las repetidas declaraciones que, sincera o hipócritamente, ya lo dan por desaparecido, no sigue también presidiendo actualmente toda la escena? 

La innovación del planteo antiedípico con respecto a las obras anteriores de Deleuze es considerable. Porque si la cuestión de la tierra, como campo de individuación desde donde ascienden todas las diferencias que la pueblan, sigue siendo por supuesto central, con el aporte de Guattari se produce una vuelta de tuerca revolucionaria. La necesidad de oponerse al reparto propio a una tierra distribuida por la instancia exterior de un juicio obviamente permanece, y en ello consiste lo que se puede distinguir como la parte crítica que el esquizoanálisis plantea al psicoanálisis. Pero la forma misma cómo la tierra efectivamente se reparte y se distribuye a sí misma, es decir, lo más propio del movimiento aberrante de la tierra, se formula entonces de manera sustancialmente diferente. En adelante, Deleuze no hablara por eso ya ni de sentido ni de sin sentido en su batalla contra el fundamento y el derecho, sino de elementos asignificantes y sus acoplamientos.

 

2- El sentido circula entre los cuerpos y el lenguaje y, como no siendo uno ni otro, se ubica exactamente en la frontera. Hace que se tienda el lenguaje por entero hacia lo que no puede sino ser dicho y lo conduce así hacia su propio límite, siendo este afuera del lenguaje mismo, por lo tanto, lo más propio del sentido. Existen palabras que no remiten a nada en el orden de la designación, de la manifestación o la significación, pero de las que el lenguaje no obstante puede hablar. Son tan interiores que constituyen su afuera, y resultan las responsables de volcar todo el lenguaje en el sinsentido. Como lo propio de tales sinsentidos es no tener mas que sentido, G. Deleuze señaló por eso la necesidad de una lógica nueva capaz de decir así el sin fondo aberrante del ser.

Un objeto con sentido obedece a la ley de disyunción exclusiva: es un círculo o un cuadrado. Pero un objeto sin sentido incluye la disyunción: así, un círculo cuadrado. Y para Deleuze la buena nueva del estructuralismo resultó el descubrimiento de que, para que la estructura sea funcional y no solamente un juego combinatorio, debe ser secante entonces al sin fondo que se distribuye sobre ella e introduce así el necesario desequilibrio en su seno. Por eso, el sinsentido no se parece en absoluto al absurdo: simplemente es lo que no teniendo sentido resulta, a la vez, lo que se opone entonces a la ausencia de sentido efectuando una donación de sentido.

Pero si Deleuze pudo decir que no fue él quien sacó a Guattari del psicoanálisis, sino al revés, es justamente porque fue gracias a su influencia como se produce en su propia filosofía el giro definitivo del estructuralismo hacia el maquinismo. De alguna manera, la especial relación entre el sentido y el sinsentido que destacaba tempranamente Deleuze apuntaría ya, para Guattari, a la conversión posible del estructuralismo en un maquinismo toda vez que Deleuze prescinde de la trascendencia que se cuela en la estructura cuando se introduce en ella una casilla vacía fundante, tal como se puede ver en la función que cumple el 'objeto a' de Lacan, o el significante flotante de Levi-Strauss.

El leitmotiv de El Antiedipo es que debe terminarse con la pregunta “¿qué quiere decir esto?” y la exigencia correspondiente de sentido que ella supone, para reemplazarla por la única pregunta importante: “¿cómo marcha eso?”. El esquizoanálisis renuncia a descubrir un material inconsciente, entonces, porque el inconsciente mismo, más allá del sentido y el sinsentido, sólo construye máquinas. No es expresivo ni representativo, sino productivo. De esta manera, en lugar de sentido hay sólo usos determinados, lo cual no quiere decir tampoco que el sentido se defina por el uso: porque el uso es, al contrario, algo completamente distinto del sentido. 

Por supuesto, no se trata 
para el maquinismo de liquidar la noción de sentido, ni de negar tampoco la función determinante del lenguaje en provecho de la sola noción de flujo. De lo que se trata sí es de no someter ya su funcionamiento a ese modelo estructural que recae sin quererlo en una nueva trascendencia cuando concede al sinsentido la función una supuesta causa del sentido. El sinsentido del que hace falta partir para Deleuze y Guattari ya no es, en consecuencia, uno dador de sentido sino un sinsentido real, es decir, no lingüístico, y por tanto asignificante.

Para el esquizoanálisis no tenemos de un lado la superficie del pensamiento y del otro la profundidad ruidosa del cuerpo, porque ya no hay siquiera profundidad que considerar. A diferencia la lógica del sentido, por eso, que repelía el cuerpo sin órganos en las profundidades del infra-sentido, el nuevo plano propiamente maquínico se despliega por entero en la superficie no dejando nada fuera suyo. Sin necesidad de salvaguardar la estructura y su función simbólica, el cuerpo sin órganos se confunde así, ahora, definitivamente con el plano.

En el plano, el fondo asciende a la superficie sin dejar de ser fondo y, en lugar de confundirse con un abismo indiferenciado del que nada sale todavía, ni con un mundo diferenciado, tampoco, donde todo ya haya salido, se aloja así delicadamente en el entre dos de lo indistinto y lo distinto: el plano es por encima de todo lo que ‘se’ distingue, es decir, la determinación misma, y aquello de lo cual una cosa se distingue de esta señalada manera no es sino de ella misma. Toda la crítica al familiarismo psicoanalítico debe entenderse así como el intento de dar cuenta de este delicado 'entre dos' entre lo indistinto y lo distinto con el que Edipo arrasa sistemáticamente al hacer depender la determinación de la carencia, la castración y la ley.

El inconsciente es huérfano: no porque salga de un repollo sino, al contrario, porque la producción deseante exige ser concebida con criterios inmanentes. Todo el esfuerzo del esquizoanálisis consiste por ello en concebir cómo el inconsciente se engendra a sí mismo en la identidad de naturaleza y hombre. Se trata entonces de un análisis militante porque des-edipizar representa, en la práctica, admitir incluso que el deseo pueda verse determinado a desear su propia represión sin que ello ocurra necesariamente en el plano ideológico, como consideraba el freudo-marxismo, sino como un problema del deseo mismo.

Un análisis militante toma como axioma la existencia de una catexis libidinal inconsciente de la producción social histórica que resulta distinta a las catexis conscientes que coexisten con ella. En el caso más extremo, el del fascismo, esto significaría comprender que las masas no se identifican entonces con el líder desde la carencia: Edipo nunca resulta un punto de partida sino de llegada y, como tal, tan sólo es un arribo para un punto de partida constituido por una forma social determinada. En el conjunto de partida siempre está una formación social: las razas, las clases, los continentes y los pueblos.

No son las formas de grupo sometido las que dependen de proyecciones e identificaciones edípicas, sino al revés: son las aplicaciones edípicas las que dependen de las determinaciones del grupo sometido. De modo que un análisis materialista se concentrará en distinguir los usos legítimos de las síntesis inconscientes que se demuestren capaces de despegarse de esos usos, lamentablemente habituales, cuyo único logro es prestarle voz al sometimiento. Así, señalará por ejemplo a) un uso parcial y no específico de las síntesis conectivas para despejar la causa formal de Edipo, b) un uso inclusivo de las síntesis disyuntivas para diferenciarse del modo edípico de proceder y, por último, c) un uso nómada de las síntesis conjuntivas para oponerse a las formas edípicas de grupalidad.
 

jueves, 5 de mayo de 2022

CRITICA DE LA ECONOMÍA LIBIDINAL



1- Completar al pensamiento de Marx con el de Freud resultó, en la primera mitad del siglo pasado, la audaz apuesta de pensar una
 revolución social de la mano con una expansión de tipo más personal que se inició varios años antes, incluso, del Mayo del ’68. Esta escuela de pensamiento conocida como 'freudomarxismo' básicamente se propuso una lectura materialista de Freud que, buscando responder un conocido interrogante dejado por Spinoza, ayudara a sanar esa extraña complicidad involuntaria para con la explotación que se da entre los propios explotados mediante una liberación del inconsciente. 

Pero si por lo general concebimos que un pensamiento resulta 'materialista' cuando adjudica a lo económico el carácter de un factor determinante, lo que caracterizó al materialismo posterior al Mayo del '68 resultó algo mucho más sutil. Y para 
G. Deleuze y F. Guattari, los autores de una famosa obra de 1972 titulada El Antiedipo que en cierta forma reacciona contra el freudomarixismo aunque no a su apuesta, el carácter materialista de un pensamiento consistió ya en tomar en cambio como punto de partida que el deseo es una cuestión siempre subjetiva porque lo que resulte deseado nunca posee, por sí mismo, nada que lo convierta propiamente en tal.

Del mismo modo que Ricardo fundó la economía política, puede decirse que Freud funda más tarde la economía libidinal cuando señala a la libido como principio de toda representación de los objetos o fines de deseo. Por eso, si la economía política había señalado que el valor de un objeto no está en él mismo sino en algo agregado, para Freud lo deseado tampoco está en el objeto, sino del lado de la subjetividad deseante, o más precisamente en la energía libidinal: el objeto de deseo, para él, es entonces un objeto espectral, hecho únicamente de deseo. Y sí para la economía política clásica la producción social literalmente produce su propio objeto, la economía libidinal freudiana paralelamente descubre que la producción deseante tampoco quiere expresar propiamente nada sino, apenas, circular indefinidamente: la representación en ella está subordinada a la producción y no al revés, pues literalmente produce su propio objeto.


2- Aristóteles no había señalado al trabajo considerado en abstracto como verdadero pivote del valor que fija el criterio de intercambio entre dos productos en el mercado debido a que, antes del capitalismo, el trabajo era determinado y por ello ligado al objeto. Algo semejante ocurrió con el deseo dado que, en cuanto flujo, resultó también invisible al estar codificado. Así, desde Platón la filosofía se formó del deseo una concepción idealista que lo definió a partir de la carencia, ligándolo siempre al objeto aun cuando no fuese sino en o por su falta. Kant inicia luego el camino crítico capaz de mostrar el carácter productivo del deseo sin hallar sin embargo su conclusión discursiva definitiva. Pero la concepción materialista del deseo, como la que realmente inicia luego Freud, queda también a mitad de camino para Deleuze y Guattari cuando el inconsciente, inicialmente concebido como fábrica, fue sustituido por el teatro antiguo, reemplazando básicamente con Edipo el orden de la producción entonces nuevamente por el de la representación.

Marx demostró que la producción no se organiza para cubrir una escasez previa sino que, al revés, es la escasez la que se aloja siempre en una determinada organización de la producción social cuando su única función resulta producir ‘valores’, y nunca objetos, dado que la propiedad privada impide sustancialmente apreciar la vincularidad de su actividad a quienes participan en el proceso productivo. Partiendo o continuando dicha idea, lo que Deleuze y Guattari se proponen es, entonces, el desarrollo de una psiquiatría de corte materialista para la cual el deseo se manifieste siempre  como abundancia, incluso aun cuando el imperio de la propiedad privada no haya sido aún sustituido en los hechos. Para El Antiedipo, el problema político fundante ya no va a estar dictado tanto, en consecuencia, por la necesidad mostrar la influencia de una estructura económica en la superestructura intelectual sino, al revés, mostrando a lo superestructural como propiamente productivo.

Para Deleuze y Guattari resulta urgente realizar una crítica de la economía libidinal para señalar el carácter histórico de Edipo pero además, y fundamentalmente, porque el problema político del que pretenden dar cuenta a partir de ella no se agota o no alcanza a planteárselo hasta tanto no se comprenda a la producción social como la misma cosa que la producción deseante. Una psiquiatría materialista no sería antiedípica sólo por confrontar, por lo tanto, con una configuración negativa del deseo: si sólo así fuese, permanecería dentro de la órbita propiamente edípica que pretendería reemplazar. Su verdadero asunto, por el contrario, resulta indagar desde una perspectiva anedípica de la producción del deseo las condiciones de posibilidad de una nueva configuración de lo público que estaría más allá de la oposición clásica entre lo uno y lo múltiple a partir de la novedosa categoría de 'multiplicidad'.

En una primera instancia, reintroducir la producción deseante en la producción social pareciera llevarnos a una conclusión completamente reaccionaria: no sólo el deseo desea inconscientemente esa organización social que lo reprime, sino que el deseo desearía así incluso su propia represión, sellando así su condena. Pero eso es sólo el principio, es decir, el punto de partida que resulta preciso asumir, para luego descubrir y poner de manifiesto que la libido no es nunca una potencia privada, sino que es justamente dicha confusión la que reduce el deseo a un sucio secretito familiar e, impidiendo apreciar a la libido directamente como catexis de masas, mantiene finalmente al deseo, de esta manera, preso de su misma represión.

Una vez que la producción deseante se concibe como idéntica a la producción social, el problema fundamental de lo político descripto por Spinoza no se reemplaza por otro diferente, pero sin duda entonces se resignifica: ya no basta con señalar cómo o por qué una determinada forma de explotación resulta sostenida involuntariamente por los propios explotados, sino que el desafío resulta ahora ofrecer, a partir de una comprensión del campo social inmediatamente recorrido por el deseo, el andamiaje psíquico que una ontología de la diferencia exige para no sucumbir en la más absoluta disgregación. 

¿Resulta preciso sostener aún la necesidad de un punto de amarre, cuando uno se promete arder? Desde esta perspectiva, la cuestión no pasa tanto por limpiar el terreno para que la revolución encuentre listo su lugar sino, sobre todo, del modus operandi de la revolución en sí misma.

sábado, 2 de abril de 2022

LAS AVENTURAS DEL AFUERA


La línea del afuera es la línea oceánica. ¿Qué es el adentro? El adentro es la embarcación, la barca. ¿Pero qué es la barca? La barca es el pliegue del mar, es el pliegue del océano. Cada vez que hay un barco, el océano ha hecho un pliegue.
G. Deleuze



1- G. Deleuze propuso tres abordajes a la obra de M. Foucault que, girando teóricamente alrededor del saber, del poder y de la subjetivación, respectivamente, permiten clarificar temáticas y cuestiones de diferente interés dentro de la entera esfera de problematizaciones foucaultiana.  Respecto al período correspondiente al último eje, el de la subjetivación, la originalidad de la presentación que de ella hace Deleuze consiste en integrarlo por eso con los otros dos en función del surgimiento de un nuevo tipo de pensar, el filosófico, desde lo que éste tiene en común, precisamente, con el saber tanto como con el poder.

El punto de partida es siempre ese lugar fundacional que fue Grecia donde, como todos sabemos, se organizó hace dos mil quinientos años una nueva configuración cósmica y política. Allí el espacio social dejó de ser piramidal, y por lo tanto jerárquico, con lo cual surge como contrapartida un espacio de un nuevo tipo homogéneo, propiamente democrático, cuyas partes son equidistantes de un centro. El problema político que desveló a Platón fue hacer realmente efectiva esta equidistancia, para lo que propone reintroducir una jerarquía de nuevo tipo que no tuviese el objetivo de volver a un espacio piramidal sino, al contrario, garantizar con ella el espacio homogéneo de manera real y persistente.

Mientras el pensamiento mítico, así, organizaba propiamente el caos a partir de un dios soberano, el filosófico se crea, dice Foucault, a partir de la concepción de una ley de cuño inmanente por la cual la tierra, en equilibrio y en el centro de un espacio homogéneo, ya no tiene necesidad de un dios para sostenerla.

Si los griegos fueron quienes inventan la filosofía es porque aportan, para Deleuze, una nueva concepción de la fuerza como tal, entonces, que no tiene que ver ya con la mera dominación sino con la de una afirmación de la vida. El diagrama propiamente griego resulta así una relación agonística entre hombres libres, es decir: ni de guerra de todos contra todos, ni de agentes sometidos a un amo o a un dios, sino de antagonismo. Ellos fueron quienes por primera vez, por lo tanto, en este mundo de confrontación permanente advierten que el hombre capaz de gobernar a los otros es el que puede primero gobernarse a sí mismo, con lo cual desenganchan al eje de la subjetivación tanto del eje del saber como del poder.

Los griegos, básicamente, fueron quienes inventan entonces la rivalidad. Si se dice erróneamente que ellos no conocieron la subjetividad, en consecuencia, es sólo porque no se advierte que la suya es una subjetividad derivada de un determinado diagrama para el cual lo que está en primer lugar es el poder, y si ellos derivaron al
 gobierno de sí del gobierno de los otros fue porque habían previamente planteado el gobierno de los otros como una relación entre hombres libres.

Para Foucault, Grecia no es tanto el espacio donde el ser se reveló por primera vez cuanto el lugar donde la subjetividad propiamente se plegó, en cambio, por primera vez. Y será esta concepción de la subjetividad como 'pliegue', en consecuencia, lo que dé carácter al tercer eje de problematizaciones foucaultianas ya que, en definitiva, la constitución de la subjetividad se concibe así como un producto en cierta manera impotente mas que como el resultado plenamente efectivo de una verdadera práctica constituyente. 

No hay un adentro que no sea de un afuera para un pensamiento filosófico: es decir, no hay una mismidad enfrentada a ninguna otredad, sino que se trata de un pensar para el que siempre se parte del afuera y de la otredad. De esta manera, los diferentes modos de subjetivación resultan siempre, inevitablemente, las aventuras del afuera.

La línea del afuera está adentro nuestro porque el afuera mismo está recorrido por un movimiento que produce un adentro: la dirección a tomar en cuenta para comprenderla es siempre de lo otro a lo mismo, entonces, y nunca de lo mismo a lo otro. Más allá de las relaciones de poder y las formas de saber, o mas allá de las reglas coactivas del poder y de los códigos instituidos del saber, existe para Foucault una relación madre que es la relación con el afuera. Pero este afuera del tercer eje resulta un afuera inmediato pues no depende de ningún diagrama, de manera tal que no será en consecuencia posible entablar otra relación con el que no sea, paradójicamente, una relación sin relación.

Un afuera inmediato o directo es en sí mismo una fuerza y, como no afecta otras fuerzas ni surje afectada por otras fuerzas, la subjetividad resulta entonces una fuerza que se pliega sobre sí misma. Más lejana que todo mundo exterior, sin embargo, la relación con la línea de este afuera resulta absoluta puesto que, más afuera que todo afuera, no consiste sino algo que justamente se encuentre viajando: es el ‘se muere’, es decir, la muerte entendida como co-extensiva a la vida pues ya ha comenzado y propiamente nunca termina porque con ella no hay relación posible. Este ‘se muere’, afirma Deleuze, soy yo cuando tomo mi lugar en el cortejo del ‘se’.

Cuando Heidegger dice que ‘lo que más da qué pensar es que todavía no pensamos’ reivindica, en contra de la tradición, una cierta imposibilidad ontológica del pensar que indirectamente coincide, a grandes rasgos, con la propuesta de Foucault: el afuera da qué pensar, pero el adentro de ese afuera es que todavía no pensamos. La línea del afuera se pliega e introduce así entonces lo impensado en el pensamiento: es porque lo impensado no está fuera del pensamiento que la verdad entendida como ‘develamiento’ no significa nunca para Heidegger que ella deje de estar velada. Develar, por el contrario, es develar siempre la cosa misma en tanto velada. Lo develado en el develamiento no será en consecuencia sino el propio velamiento pues, de otra forma, estaríamos en el ámbito de la simple experiencia, y por tanto de las formas de exterioridad relativas y nunca ante el afuera absoluto.

Suponer que cuando Heidegger hablaba del olvido del ser quería decir que había que volver al período griego cuando el ser era tenido en cuenta, sería confundir de manera brutal su forma de pensar. Cuando hablaba del olvido del ser él se refería a un olvido trascendental y, por lo tanto, de algo que jamás había tenido propiamente presencia: el olvido del ser es algo del orden mismo del ser. De la misma manera, concluir que cuando Foucault desarrolla los modos de subjetivación antiguos está pretendiendo un retorno acrítico a sus prácticas de sí igualmente tergiversa completamente su preocupación fundamental, a saber, esa autonomía de la relación con uno mismo que deriva si embargo de las formas de saber tanto como de las relaciones de poder.



2- La independencia relativa del tercer eje de problematizaciones fue lo que originó ese impase famoso de varios años que, buscando evadir la exclusividad del lado del poder, llevó a Foucault a interrumpir La Historia de la Sexualidad y produjo un salto entre las cuestiones planteadas en La Voluntad de Saber y las que vinieron a continuación. Romper el círculo de la vieja dialéctica donde saber, poder y sí mismo formaban una unidad indisoluble, en definitiva, sólo resulta posible al nivel de la subjetivación, y éste será por lo tanto la propuesta que signa el último período de Foucault.

El pensamiento del afuera, sin embargo, es un texto del ’66 que corresponde al período previo a la problematización del poder y de la subjetivación donde Foucault explora la literatura como un espacio donde el lenguaje escapa al modo de ser del discurso o, lo que es lo mismo, a la dinastía de la representación, y donde la palabra se desarrolla a partir de sí misma formando una red en la que cada punto se sitúa en relación a los otros en un espacio que los contiene aunque separándolos al mismo tiempo. De esta manera el lenguaje se aleja de sí y, en este fuera de sí, descubre su propio ser revelándose como una dispersión más que como un retomo de los signos.

El ‘hablo’ funciona a contrapelo del ‘pienso’. En lugar de la certidumbre del yo, el sujeto que habla desaparece así a medida que se descubre el ser del lenguaje. O mejor, podría decirse que el ser del lenguaje no aparece sino en tanto desaparezca el sujeto. El pensamiento del afuera (es decir, no el pensamiento que toma al afuera como objeto sino, al revés, que no es ya pensamiento del pensamiento, sino palabra de la palabra) se mantiene en el umbral de toda positividad para encontrar el vacío que le sirve de lugar y en el que se esfuman sus certidumbres inmediatas.

De alguna manera se relaciona con el pensamiento que llamamos místico, aún cuando en éste de lo que se trata es de ponerse ‘fuera de sí’ para volver a encontrarse al final y por ello en definitiva ofrece una similitud con ese pensamiento reflexivo que busca devolver la experiencia del afuera a la dimensión de la interioridad. El pensamiento del afuera, en cambio, busca reconvertir el pensamiento reflexivo dirigiéndolo, no ya hacia una confirmación interior sino hacia un extremo en que necesite refutarse constantemente.

El desafío es que una vez alcanzado el límite de sí mismo no vea surgir ya la positividad que lo contradice, sino el vacío en el que va a desaparecer: un puro afuera donde las palabras se despliegan indefinidamente. Se trata entonces de sacar al discurso de sus casillas, despojándolo de lo que acaba de decir e, incluso, del poder mismo de enunciarlo. No más reflexión, sino olvido; no mas mente a la conquista laboriosa de su unidad, sino la erosión indefinida del afuera.

La experiencia pura y más desnuda del afuera resulta siempre para Foucault, pero siguiendo en todo a M. Blanchot, la atracción. No se trata de una seducción que supuestamente ejercería el afuera sino que, al revés, es en la experiencia del vacío y la indigencia como experimentamos la presencia del afuera. Ello es así porque el afuera no revela jamás su esencia, porque no puede ofrecerse como una presencia positiva sino como la ausencia que se retira y se abisma en la señal que emite para que avancemos hacia ella - aunque inútilmente.

Para poder ser atraído, el hombre debe ser negligente. No conceder por ello ninguna importancia a lo que se hace, aunque tal negligencia resulte en definitiva la otra cara del celo en dejarse atraer por la atracción - o, ya que la atracción carece de positividad, en ser en el vacío el movimiento sin fin y sin móvil de la atracción misma. Se es atraído en la misma medida en que por negligencia se nos rechaza, y por eso el celo consiste en ser negligente con la propia negligencia, avanzando hacia la luz en la negligencia de la sombra.

En el momento en que la interioridad es atraída fuera de sí, un afuera se hunde en el lugar mismo en que la interioridad tiene por costumbre hallar su repliegue: surge entonces una forma que desposee al sujeto de su identidad simple y de su derecho inmediato a decir ‘yo’. Y se siente crecer en uno mismo un desierto al fondo del cual espejea un pronombre personal sin persona: 'el compañero'.

El compañero sería, dice Foucault, la atracción en el colmo de su disimulo: se da como una presencia cercana, pero a la que es necesario mantener a distancia porque al mismo tiempo repele en tanto nos presenta el peligro de confundirnos con él. No es otro sujeto hablante, por supuesto, sino propiamente el límite con el que viene a tropezar el lenguaje y que, sin embargo, no tiene nada de positivo. No tiene nombre, es un él sin rostro y sin mirada que no puede ver más que a través del lenguaje de otro que pone a las órdenes de su propia noche.

El que dice ‘yo’, por su parte, debe continuamente acercarse a su compañero con el propósito de hallarlo y ligarse con él en un lazo suficientemente positivo como para poder ponerlo de manifiesto y desatarse. Pero la experiencia del afuera abdica de esta posibilidad misma de perderse para volverse a encontrar. El movimiento de la atracción y la retirada del compañero pone al desnudo entonces aquello que es ante todo palabra: el goteo continuo del lenguaje en un espacio neutro donde ninguna existencia puede arraigarse pues no se resuelve en el silencio.

lunes, 24 de enero de 2022

MANTIS ARGENTINA

Juntando material sobre el Colegio Sagrado de Sociología, me topé con un artículo de Roger Caillios sobre la 'mantis religiosa', un insecto cuya hembra decapita al macho luego del apareamiento y que, según allí se desarrolla, habría dado lugar al mito de la femme fatale... Yo siempre escribo lo que me hubiera en realidad gustado leer, pero nunca me había pasado querer ponerme en la piel de un determinado autor, como en esta oportunidad, cuando no pude dejar de pensar que la historia de Victoria Ocampo y Caillios exigía decididamente el enfoque de un Juan Forn. Porque cuando uno lee cartas de Victoria correspondientes al primer período de enamoramiento apasionado entre ambos es inevitable imaginar a Caillios atrapado en esa misma mezcla de atracción y horror ante una mantis argentina que le escribía cosas de este calibre: 

 "Ayer por la tarde me dijo cosas tan injustas. Es tan injusto conmigo. Si estuviera bien de salud, si no tuviera el semblante que tiene (la fatiga sobre su rostro), tendría deseos de retorcerle el cuello y de huir no sé adónde, para no causar una desgracia (por ejemplo, cortarlo en pequeños trozos). Entre la fatiga de su cuerpo y la dureza de su corazón, estoy perdida. Es esto lo que me hizo llorar ayer por la tarde. Es esto lo que me hace débil. Cuando usted se haya curado, yo estaré enferma".

Victoria conoció a Caillios asistiendo a una conferencia suya en el Colegio Sagrado de Sociología. ¿Qué es lo que le interesó tanto a Victoria Ocampo de ese ensayista que quería reformar la sociedad desde el sótano de una librería? Cualquier dato que lo explicase sólo ratificaría que el destino se rige por motivos inciertos. Dicho Colegio, fundado por Bataille, Caillios y Leiries en 1936, editaba la Revista Acephale con un extraño ser decapitado en la portada y confluían dentro suyo el vanguardismo surrealista con el deseo de hacer reales y efectivos sus postulados sacralizando la sociedad. Los miembros del Colegio denunciaban que el surrealismo mantenía un idealismo incongruente con la necesidad que decían advertir de una alternativa verdaderamente potente a la sociedad, y la apuesta de los miembros del Colegio consistió, basándose en las investigaciones desarrolladas por Durkheim y su equipo, en llevar adelante una solución delirante: ofrecerse a sí mismos como punta de lanza de una reforma radical de las relaciones humanas. 

Transcurrían los años locos de entre guerras, y París era una fiesta. Apenas tres años después de la fundación del Colegio, los nazis ocuparon Francia y el loable intento de hallar una alternativa entre la democracia burguesa y los totalitarismos de Hitler y Stalin quedó, ante la urgencia bélica, postergado para un momento más feliz que nunca llegó. Lo cierto es que meses antes de la ocupación Caillios había sido convencido por Victoria de viajar a Buenos Aires y, al estallar la guerra, se convirtió por ello en huésped de honor del grupo que aquí ella lideraba mientras editaba la Revista Sur. 

Para los miembros del Colegio Sagrado no podía pensarse la dimensión política despojada sin mas de la afectividad. Como consecuencia, no sólo se trataba de pensar las diferentes instancias contractuales de la política sino también su dimensión imaginaria, de la cual los mitos eran instancia privilegiada. El Colegio propuso, entonces, construir una sociedad fundada en la distinción entre lo temporal y lo espiritual, para lo cual era preciso que los intelectuales, nucleados en una sociedad cerrada y de elite, abandonaran el placer y se consagraran al ascetismo. 

Caillois ensayó tímidos esfuerzos por formar la filial del Colegio Sagrado de Buenos Aires, sin poder evitar que aquí se le acusase de promover, sin embargo, una oligarquía intelectual. Y muy pronto él mismo se convenció de que el sueño de un rito que contagiara a todos los hombres había quedado sepultado bajo los escombros de la guerra. El colapso que significó la ocupación nazi de su país llevó a Caillois, finalmente, al reconocimiento de la importancia de la construcción de una esfera pública (y no cerrada) para la palabra del intelectual y, de esta manera, su ruptura definitiva con la propuesta principal del Colegio fue manifiesta. Victoria Ocampo jugó un rol fundamental en este cambio de la personalidad y pensamiento de Caillios, y bien puede decirse que ganó finalmente la batalla cuando lo convenció incluso de traer a Buenos Aires a una novia que había dejado embarazada en Francia, convirtiéndose así en la mejor amiga de ambos desde entonces.

Hay muchas formas de proponernos cambiar la sociedad. Tal vez, quitarle la cabeza empiece por uno mismo, dejándonos ser otro abriéndonos a los demás. Esa transformación social a partir de una vanguardia con la que que soñaban Caillios y Bataille en Francia fue luego lentamente abandonada por ambos fundadores del Colegio Sagrado, animándose cada uno por su lado ya sea por un exilio, por la influencia de una mujer o por un amigo, a perder literalmente el total control de sus vidas. ¿Qué otro significado podía tener la apuesta acefálica, acaso, que no fuese el de una completa renuncia a provocar cambios en función de una determinada idea?

Finalizada la guerra, Caillios volvió a Francia. No tenía aún 35 años, pero ya era un ser humano completamente diferente al que había partido. Transformado para siempre por Victoria y su estadía en Buenos Aires, fundó la Colección Cruz del Sur en la que traduce y publica a varios autores sudamericanos para la Editorial Gallimard. Voces, de A. Porchia, alabada luego por A. Breton y H. Miller, fue literalmente un libro descubierto por Caillios arrumbado en un cuarto de la Editorial Sur. Y J. L. Borges, sobre todo, recibió su temprano prestigio internacional gracias a una especialísima edición de lujo que Caillios le hiciera de El Aleph titulada Laberintos en francés con una caprichosa selección de cuentos, y tan así fue que Borges llegó a decir en una ocasión con sorna de sí mismo que él, en realidad, era un invento de Caillios.

La amistad entre Victoria y Caillios fue ejemplar. Gracias al desprendimiento de ambos duró hasta el final de sus vidas, ocurridas cuando terminaba la década del '70 y apenas con un mes de diferencia entre ambos a pesar de ser Victoria trece años mayor. Para entonces, la colección había comenzado a recibir las críticas de nuevos escritores latinoamericanos que, amparados en el boom, exigían un perfil editorial más radical. Pero el rol que había ya jugado a favor de nuestra literatura fue crucial ya que no se trató sólo de un proyecto de difusión cultural sino que, aunque con un estilo por supuesto mucho menos irreverente y altanero, se propuso continuar a su manera la original confluencia que había caracterizado al Colegio Sagrado entre lo artístico, las ciencias sociales y la política pero que ubicaba a nuestro continente, entonces, como escenario privilegiado de esta aventura.



lunes, 17 de enero de 2022

COMUNIDAD (DES)ORGANIZADA


1- "No es 'lógico' que el interés de los trabajadores sea ganar mejores sueldos. Perfectamente pueden querer objetivamente ganar menos... Una vez que aceptamos esto, la cuestión de por qué la gente puede preferir su propio mal pierde todo misterio. En principio, nada lo impide. Ninguna sustancia está ahí, en el fondo, para resistirse románticamente a la opresión. Los campesinos pueden no rebelarse, pueden incluso colaborar con la expoliación de los terratenientes. Por esa razón, cuando efectivamente se rebelan, ello no es algo 'lógico', sino algo político y permite vislumbrar la pertinencia y la necesidad de una teoría de la militancia que pueda pensar la irrazón de la práxis"


Podría decirse que la tradicional antinomia entre 'la razón' y 'la opinión' que anima al pensar consistiría, básicamente, en desmontar los presupuestos respetados sin deliberación, como si fuesen incondicionales, para dejar así en evidencia su fragilidad histórica y social. El pensamiento filosófico sigue entonces un camino de desfondamiento crítico que, de filósofo a filósofo, más que demostrar verdades es un método que se caracteriza por su capacidad para poner de manifiesto en cambio las falsedades tomadas sin mas por verdaderas.

De esta manera, un 'pensamiento político postfundacional' se trataría de una corriente teórica que con todo derecho puede y debe ser interpretada en línea con el método tradicional del pensar. Es decir, que no viene sino a dar cuenta de cierto desfasaje entre lo hasta ahora tenido como verdadero en materia política y la realidad política efectiva, al menos en lo que al día de hoy respecta.

El debate postfundacional en cuestión surgió durante los últimos veinte años del siglo pasado en contienda con ese liberalismo que se arrogaba ganador indiscutido frente al derrumbe del socialismo real. La crítica de ciertos intelectuales de izquierda, luego apropiadamente calificados como postfundacionales dentro del pensamiento político, consistió en mostrar que la mera pretensión de hallar una zona de neutralidad, como pretende el liberalismo, capaz de homogenizar a todos los miembros de una sociedad resulta, no sólo tácitamente autoritaria, sino innecesaria desde un punto de vista teórico. Es decir, que el supuesto de que resultaría indispensable hallar y basarnos en un fundamento para pensar lo común no obedece sino a un prejuicio.

El pensamiento político postfundacional inaugura así una perspectiva sobre lo común que al mismo tiempo se opone al liberalismo y al republicanismo que, en ese mismo período, intentaba poner un freno al liberalismo recostándose en la moral. Ambas líneas interpretativas de lo político comparten, ya sea por la vía formal de la razón como por la necesidad de recostarse en un criterio de vida buena, el prejuicio metafísico que tornaría supuestamente incondicional la necesidad de fundar lo común sobre bases sólidas. Mientras, el pensamiento postfundacional dirá en cambio todo lo contrario: que es precisamente el carácter inestable, lábil e permanentemente irreductible a lo universal, lo que permite a la democracia mantener su carácter de tal.

Esta larga y sesuda introducción al contexto filosófico actual resulta pertinente no sólo para entender de dónde viene el intento de una novedosa perspectiva postfundacional de la comunidad organizada sino, incluso, para facilitarnos una saludable toma de distancia respecto de la convulsión social que vivimos en una Argentina shockeada por la revolución libertaria. Porque debajo del triunfo electoral del libertarismo, e incluso más allá de la aplicación de tal o cual ajuste económico o de quienes serían los perjudicados y cuáles sus beneficiarios, lo que puede verse escenificado en toda esta terrible y complicadísima situación política de nuestro país esconde, precisamente, el mismísimo debate sobre lo que estaría implicado, para unos y para otros, en el concepto de lo común.



2- “… ¿quién se puede sentir entusiasmado al decir: yo milito para construir una nueva hegemonía, es decir, una totalidad que pretende ser racional, pero que por supuesto no lo es? ¿Quién puede apasionarse, arriesgarlo todo, por un fin… tan agridulce como lo es crear una nueva totalización hegemónica que sabemos, a la larga, pretenciosamente falsa? No, la militancia no puede plantearse objetivos que la filosofía considera antiguos, poco interesantes e inclusive repudiables…”

La construcción de eso que se ha dado en llamar 'campo popular' es algo que, por supuesto, ocurre por su sola cuenta a través de los cuerpos mismos de quienes compartimos su devenir histórico. Pero si bien no acontece, obviamente, dentro del orden teórico, desde que Cristina Kirchner postuló e invocó para la patria la esfera del otro comenzó una transformación discursiva profunda de lo popular que aún permanece, sin embargo, prologando pacientemente su oportuna traducción conceptual. En La Organización Permanente, Damian Selci recogió valientemente este guante para ofrecernos un exhaustivo y original paseo intelectual en cuyas reflexiones no sólo tiemblan los principios sobre los que se elaboraba hasta hoy un pensamiento nacional sino, incluso, el del mismo pensamiento político que se ha dado en llamar 'postfundacional'.

Una forma de abordar la temática contenida en La Organización Permanente consiste en leerla como una interpretación  de eso que conocemos como ‘política nacional y popular’ en clave post-fundacional, dado que todo su propuesta se orienta a restarle justamente valor a cualquier determinado programa de lo nacional e, incluso, a cualquier objetivo de tipo colectivo sobre lo popular como no sea asumirnos, cada uno de los que a él nos sintamos comprometidos, responsables de la responsabilidad del otro.

Esta política diferente, o esta otra concepción de la política no resulta, por supuesto, sino aquello del campo popular que el paradigma fundacionalista con el que fue interpretado tradicionalmente no alcanzaba nunca a expresar. Pero para Damián la tarea de hoy no sería por eso ofrecer una mera lectura remozada del pensamiento nacional citando autores de moda que, tratando de acomodarlos con calzador a nuestra situación, logre que no seamos actualmente expulsados de la historia: la tarea que descubre consiste, al revés, en expresar una deconstrucción del pensamiento nacional capaz de hacer temblar el lastre sustancialista que lo redujo, y aún hoy muchas veces lo sigue restringiendo, a una mera apología del pueblo, la nación y el Estado.

La cuestión de fondo que para Damián late en una propuesta como la de una comunidad organizada consistiría en hacer de lo político mismo una forma de política o, lo que para el caso sería lo mismo, en lograr que la consideración que tengamos de la política sea instituyente y no tanto una mera institución. De modo tal que lo único que debería importar a la política, de acuerdo a este novedoso planteo, es entonces algo que a todas luces se halla más cerca del orden de la ética que de la política propiamente dicha - o, al menos, de eso que tradicionalmente tomáramos como tal.

La riqueza de una comunidad organizada resulta para Damián precisamente del entrecruzamiento de la política y la ética, y se hace difícil distinguir con precisión entonces cuándo prima una sobre la otra: si una refutación de ese paradigma teórico post-fundacional clásico, por el cual la política tendría como único objetivo lograr ser lo menos totalitaria posible o el deseo, mas bien, de brindar una interpretación política de la comunidad en clave post-fundacional. Las dos propuestas tienen su riqueza y obviamente se complementan pero, sin duda, la originalidad y la potencia se encuentra en la segunda.

Una comunidad propiamente organizada habría de expresar, sin dudas, una vigorosa defensa de la política. Y acompañando esta apuesta por extremar y renovar dicha capacidad de organizarnos colectivamente, La Organización Permanente se planta entonces, en primer lugar, contra ese paradigma al que le resulta siempre central distinguir entre 'lo político' y 'la política' que caracteriza al pensamiento postfundacional. Dicha distinción, que apunta a distinguir entre 'la política' como institución, es decir, en tanto ámbito capaz de garantizar el orden, y lo puramente instituyente, es decir, el territorio de 'lo político' como propio del antagonismo irreconciliable, tiene para Damián el problema de que termina abonando el descrédito en que cayó hoy para las mayorías la posibilidad y el deseo de intervenir en la cosa pública.

Pero por sobre todo el lastre que dicha distinción acarrea consiste en que termina reduciendo, también, toda posible intervención en el ámbito público exclusivamente a lo institucional. Y esto último es, precisamente, lo que una teoría de la militancia viene a poner ahora novedosamente en tela de juicio. De modo que la propuesta de La Organización Permanente tiene una doble dirección crítica importante a tener en cuenta del pensamiento postfundacional, ya que de ninguna manera se trataría para ella de dar marcha atrás ahora respecto de las premisas del postfundacionalismo sino, todo lo contrario, de profundizarlo y llevarlo hasta las últimas consecuencias.

La solución que una comunidad organizada propone para reelaborar la diferencia entre lo político y la política no pasaría tanto por privilegiar a lo político en beneficio exclusivo de ese ámbito de las instituciones propio de la política sino, al contrario, por concebir ahora a la política misma de otra manera, ya que para un militante la praxis política resulta, en definitiva, no otra cosa que una puesta en acto de un antagonismo irreconciliable. Tan así resulta que la vara para medir el éxito de una determinada política no sea ya para Damián, al menos en una primera instancia, ni la independencia económica, ni la justicia social, ni tan siquiera la mismísima soberanía política, sino algo que sacude con su aparente pragmatismo toda definición tradicional de la cosa pública, a saber: la convocatoria que logra atraer una propuesta determinada.



3- “Seamos claros: ¿para qué sirve el populismo? Para construir un pueblo como sujeto. ¿Para qué queremos un pueblo? Para vehiculizar demandas insatisfechas. ¿Cuál es el contenido de estas demandas? Acá se acaba el aporte de Laclau. Y es visible por qué. Interrogar las demandas nos depositaría en la dimensión del sentido.”

Desde el punto de vista específicamente intelectual, el aspecto tal vez más arriesgado de La Organización Permanente resulta el arrojado intento de revisar la teoría populista de E. Laclau y C. Mouffe a la luz del período kirchnerista. En su anterior obra, Teoría de la Militancia, Damián había ensayado explicar el triunfo de un gobierno liberal en Argentina después de 12 años de gobiernos populistas atribuyéndolo a la exclusiva relevancia puesta en la satisfacción de demandas desde el Estado. La tesis suya entonces era que, si una comunidad se organiza sólo a partir de demandas termina, como en los hechos sucedió, cerrándose sobre sí misma. Y el ajuste de cuentas con dicho período se radicaliza en La Organización Permanente dando lugar con ello ahora al original desarrollo del concepto de ‘organización’, justamente el concepto con el cual Damián pretende profundizar el intento postfundacional del populismo dando cuenta de los aspectos todavía metafísicos que oculta y que es preciso desfondar aún dentro suyo.

Aún cuando la teoría populista se haya gestado relativamente cerca en el tiempo, es indudable que el contexto histórico ha cambiado bastante desde los '80 y que, por lo tanto, amerita considerar seriamente hasta qué punto da cuenta ella hoy de nuestro momento político. Ni la caída del Muro, ni el liberalismo al viejo estilo, son ya nuestro escenario: hoy rendimos examen ante el neoliberalismo y la globalización. De manera tal que el intento laclausiano de sobreponerse a la debacle del marxismo, sin caer por ello en las redes conceptuales del consensualismo de J. Rawls y H. Habermas, expresa muy poco nuestros actuales problemas, mucho mas ligados, al contrario, a la necesidad de hallar la manera de resistir ese formateo incesante de nuestras vidas que convirtió al espíritu de empresa en criterio exclusivo de evaluación personal.

El punto donde se articula la teoría populista, que Laclau y Mouffe ofrecieron en los años '70 y hoy continúa J. Aleman, es la distinción entre la ‘política’ - como ámbito de las instituciones - y lo ‘político’ – en tanto ámbito instituyente. Pero la tensión que dicha distinción acentúa, sin embargo, resulta para dicha teoría puesta a favor de la oposición que se da entre la institución contra lo instituyente, impidiendo al populismo mantener abierta entonces la pregunta por lo irreductible del sin sentido al sentido que da lugar, y en definitiva expresa, ese antagonismo irreconciliable propio de lo político.

Toda la preocupación de la formulación teórica populista consiste en traducir adecuadamente lo instituyente en la institución, es decir, y por lo tanto, en doblegar entonces lo político desde la política. Pero dicha traducción no debería ser en realidad un problema: al revés, la política debiera ser concebida desde la teoría de la militancia al servicio siempre del poder instituyente que habilita lo político, dado que es este último ámbito lo que verdaderamente garantiza el espaciamiento propio y necesario de una comunidad organizada.

Es importante identificar para insertarnos en la disyuntiva política actual, entonces, que la línea divisoria de aguas que la teoría del populismo no se animó nunca a cruzar, en definitiva, resultó que se mostró incapaz de reconocer lo político como ese ámbito imposible de domesticar, por un lado, y de la necesidad de una concepción de la política, al mismo tiempo, como algo completamente diferente a una domesticación entonces del antagonismo. La pregunta sin embargo es: ¿puede la política fomentar al antagonismo y seguir siendo tal?



4- “Hay que insistir en esto: no es que dejamos de desear la sociedad reconciliada porque ella sea ‘imposible’. Eso no sería ningún impedimento para la militancia, cuyo voluntarismo es conocido. Dejamos de quererla porque este objetivo no está a la altura de lo que es posible pensar en la época de la Insustancia, una vez que se ha consumado lo que Laclau llamaba ‘la revolución de nuestro tiempo’. Dejamos de quererla porque tiene gusto a poco. Porque no parece una idea interesante.”

Dentro de las muchas preguntas que deja abiertas La Organización Permanente, tal vez la principal sea hasta qué punto resulta efectivamente posible implementar una política subordinada a lo político o, lo que es lo mismo, en qué sentido la institución puede estar así al servicio de lo instituyente. Damián insiste, por supuesto, que en eso precisamente consiste el devenir militante, es decir, en esa absurda apuesta por una política que no se toma a sí misma como fin sino sólo como un medio.

¿Un medio para qué? … La respuesta a esta pregunta es el gran aporte teórico con el que la teoría de la militancia completaría aquello que el pensamiento político postfundacional hasta ahora había evitado explicitar: simplemente, un medio para habilitar la inestable paradoja de ser en común, dado que la comunidad resulta algo que si bien jamás puede sustancializarse, a la vez acaba siendo un efecto de dicha misma imposibilidad. De modo que si la constitución de un pueblo era todo aquello a lo que la teoría populista podía aspirar, Damián señala que un auténtico objetivo militante es algo completamente diferente.

Cuando el devenir de la época nos ha volcado hoy a una comprensión insustancial del mundo, las relaciones sociales ya no nos resultan más ni plenas ni idénticas a sí mismas sino, apenas, simples destellos sin otra eternidad que la de su sola apuesta. Pero eso no significa para nosotros un triste y solitario final sino, al contrario, la hermosa posibilidad también del verdadero comienzo de una política que se precie de tal dado que, ante su misma falta de consistencia y necesidad, toda relación social ha de demostrarse así en la acción y en los hechos. En lugar de lamentarnos por la imposibilidad de fundar entonces nuestro obrar en común sobre la garantía de unos criterios seguros porque podrían ser compartidos por todos, lo que la época de la insustancia habilitaría es hacer exclusivamente de la 'organización' ese milagroso modo por el cual las relaciones adquirirían cierta - y solo cierta - permanencia.

Si las relaciones deben ser organizadas es porque no resulta ya posible fundarlas en nada que no sea ellas mismas, y si dicha organización debe ser permanente es porque nada permite ilusionarnos ante la posibilidad de que puedan, ocasionalmente, volver a sustancializarse y así estabilizarse para siempre. El eje de la propuesta de Damián, en resumidas cuentas, consiste por lo tanto mostrar en nuestros tiempos líquidos la ocasión inmejorable para revitalizar la política a partir, paradójicamente, de asumir su propia esencial fragilidad.

La caída de los fundamentos y, con ella, de la muerte de Dios, es un permiso a convertirnos nosotros mismos en pseudo fundamentos e intentar jugar como titulares, en consecuencia, en el mismísimo lugar que reservábamos antes a Dios. No porque creamos así posible restituir la confianza ilimitada en el hombre que caracterizó previamente al ethos fundacionalista. Al contrario, dicha caída y dicha muerte nos coloca, ahora, frente a una oportunidad única y antaño impensable: la de asumirnos responsables de garantizar la episódica unidad de lo que ninguna necesidad liga de antemano y que, por no poder apoyarse ya en nada, para Damián califica apropiadamente así como 'absoluta'.

El 'pase a la ofensiva' que propone La Organización Permanente es entonces extremadamente singular. En primer lugar, se refiere a la necesidad imperiosa de revertir ese espíritu netamente defensivo que caracteriza y ofrecen los teóricos del pensamiento político postfundacionalista cuando, orientados a simplemente a evitar lo malo (el totalitarismo), ponen en evidencia que carecen en consecuencia de un programa propiamente afirmativo. En segundo lugar, pero al mismo tiempo, presenta por eso una reelaboración radical de la definición tradicional que recibió cualquier programa político hasta el presente, dado que una fidelidad al acontecimiento consecuente basado en la responsabilidad absoluta nombra tanto un programa político para la época de la falta de fundamentos como una profundización del ethos postestructuralista.

No cabe duda que La Organización Permanente es un llamado a la acción. Pero salta a la vista, también, que se trata de una acción ligada a sostener paradójicamente siempre más a la tensión con la alteridad que al mismo acontecimiento. Mejor aún: habría que decir que, desde el paradigma abierto por la política concebida como una organización permanente, la fidelidad al acontecimiento no resulta otra cosa que una asociación que se reconoce en la responsabilidad de cada cual por mantener en vilo ese inestable vínculo con el otro basado, exclusivamente, en el deseo de ofrecernos como meros eslabones de esta frágil cadena que llamamos comunidad. Porque el objetivo de militar, en definitiva, consistiría entonces exclusiva y únicamente en eso tan hermoso como al mismo tiempo absurdo: en que los militantes seamos cada día mas, abonando así la utopía de ser capaces de poner el cuerpo a la insustancialidad que nos une.



5- “No habrá comunidad mientras prevalezca el individuo. Esto no significa que el individuo deba ser aplastado; simplemente evoca la autodivisión política que debe cumplirse en cada cual, cada vez, y que se llama responsabilidad absoluta. La vida no individual es militante por cuanto rechaza tener meros asuntos ‘propios’. Es más bien de lo impropio que ella se responsabiliza, de lo que no podría serle atribuido o no tendría que resolver. Es una vida que se vive y me excede por todas partes, en cada relación entre pares”

La cuestión que ocupa a Damián Selci en La Organización Permanente bien puede resumirse en la pretensión de formular todavía un sentido a la palabra emancipación cuando la clásica pregunta “¿qué hacer?” no sólo carece de respuesta sino de objetivo final alguno: el interrogante de todos hoy sería, más bien, “¿qué hacer para qué?”, motivo por el cual se hace preciso, en todo caso, distinguir primero a dónde quisiéramos llegar. Para comenzar a dilucidar esta cuestión, Damián nos propone así una batalla cultural con dos frentes simultáneos: contra el ethos postestructuralista, por un lado, que agota su propuesta en evitar la violencia, y contra ese pensamiento político postfundacional, por el otro, que se reduzca a sostener, como hasta ahora, una distinción inconciliable entre la política y lo político.

La Organización Permanente está muy lejos de ofrecer, sin embargo, un objetivo definido para la acción que no sea, al mismo tiempo, el principio mismo del que cada uno da cuenta en la acción misma, y en ello radica la originalidad que nos ofrece su planteo. Sólo cuando el “¿para qué?” coincide así con el “¿qué hacer?” la militancia encuentra que su razón de ser no es bregar por objetivo alguno separado de su práctica, sino la práctica militante misma.

De alguna manera, lo que el militante expresaría para Damián no es otra cosa que la forma de vida de alguien que asume su ser en común. Es decir, no una persona animada por una causa a la cual sacrificarse sino, todo lo contrario, mas bien y simplemente un ciudadano cabal o literalmente ‘consciente’, dicho sea en el sentido técnico de que no vivencia como algo natural su pertenencia a una determinada comunidad sino que, advirtiendo el carácter contingente y fugaz de aquello que lo liga a los demás, comprende que organizarlo es de su entera responsabilidad.

Vivir en una época sin fundamentos no es una mera cuestión intelectual de moda dentro de los círculos académicos, sino que nos coloca a los ciudadanos de a pie, querámoslo o no, ante una disyuntiva radical que explica tanto el más desembozado individualismo que vemos enseñoreado hoy en nuestro país y en el mundo como, así también, la oportunidad sin par de organizar al fin una comunidad que se precie de su carácter de tal.

Si Damián define a la militancia como ejercicio de una responsabilidad por la responsabilidad del otro es porque una cosa va de la mano con la otra: no se puede ser responsable sin ser responsable de la del prójimo, y viceversa. Y si la ética y la política pueden coincidir es porque las condiciones de una época que carece de fundamentos no resultan totalmente comprendidas sólo por el ethos postestructuralista: en todo caso, la aventura consiste en salvar la distancia inconmensurable que del otro nos separa. Para quien vivencia a profundidad el desfondamiento en su propio ser, revelar el desfondamiento del otro es siempre parte del mismo juego llamado encuentro. Y ser responsable de la responsabilidad del otro es algo no muy distinto a organizar paradójicos encuentros, entonces, entre seres radicalmente desencontrados de sí mismos.


UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...