jueves, 26 de mayo de 2022

LA MUERTE DE EDIPO

 



“Es gracias al derrumbe general de la pregunta ‘¿qué quiere decir esto?’ que el deseo hace su entrada” El Antiedipo

1- Nuestra casa, la tierra, es un inmenso campo de individuación desde donde ascienden todas las diferencias individuales que la componen y la pueblan. Y la cuestión filosófica que inspira a G. Deleuze, incluso antes de su encuentro con F. Guattari, puede resumirse muy bien en la necesidad de distinguir dos tipos de distribución ontológica que implican, básicamente, una distinta postura en el reparto territorial: según sea la tierra distribuida por la instancia exterior de un juicio, o que sea ella misma, en cambio, la que se divide y distribuye. 

De un lado habrá claramente entonces, para Deleuze, un espacio estriado o cuadriculado donde cada cual obtiene el lote que le corresponde en virtud de un fundamento que cumpliría así la función de un derecho. Del otro, un espacio liso, que sin propiedad ni división alguna y en ausencia de todo fundamento crea esa nueva tierra donde los seres se distribuyen libremente. Dos tipos de espaciamiento, por lo tanto: el extensivo, numerado y medido por el exterior, y el intensivo, animado por la potencia interior de sus multiplicidades. 

Ante la total ausencia de fundamento, las pretensiones de cada cual en el tipo de espacio intensivo no pueden ser juzgadas a partir de un principio superior, lo cual no significa por supuesto que toda jerarquía haya por ello completamente desaparecido. También hay en este espaciamiento una suerte de fundamento que, al reconocerse en definitiva desfondado, considera las cosas de acuerdo a su capacidad para ir ahora hacia el extremo de su posibilidad.  Y en dicha tensión extrema, termina identificando así la señal misma de esos movimientos que, por potenciarse más allá de los límites que el juicio asigne a los seres, toman el nombre de aberrantes.

La exigencia de todo fundamento es siempre constituir un suelo y distribuirlo en función del derecho. La nueva tierra, por el contrario, ya dejó de ser propiamente un suelo o una base fundante porque su naturaleza aberrante se abre a lo sin fondo y se confunde ella a sí misma con la desterritorialización propiamente dicha. Los únicos que pueden habitarla son entonces los nómadas, es decir, los más libres respecto de la noción de territorialidad. Pero esta nomalización no solamente  afecta a aquel que se libera de sus territorialidades sino que - a diferencia de la normalización - resulta, desde el vamos, el propio movimiento aberrante de la tierra.

Hacer ascender lo sin fondo a la superficie resulta el desafío por excelencia de toda desterritorialización. No porque importe especialmente, sin embargo, el descubrimiento de nuevas profundidades sino mas bien, y al contrario, por las superficies nuevas que así se descubran o, mejor aún, por la lógica que habiliten. Deleuze abandonará sin embargo más tarde por confusas las nociones mismas de 'profundidad' y 'superficie' y, a partir de su colaboración con Guattari, las reemplazará por los términos más esquizoanalíticos de cuerpo sin órganos y  flujos que por él circulan, pero la idea que late en ambas formulaciones conceptuales es siempre dar cuenta de lo que ocurre, en definitiva, cuando la disyunción deja de ser un procedimiento de análisis para convertirse en esa milagrosa síntesis inclusiva donde dos series diferentes son afirmadas de manera simultánea y en su misma divergencia.

'Dios' era el nombre dado al amo del silogismo disyuntivo que, garantizando una determinación completa y exclusiva de cada cosa, ordenaba todo con un único y determinado sentido. A su muerte la unidad del mundo vuela en pedazos, y con ella la síntesis conjuntiva que aseguraba su convergencia. La disyunción deja entonces de ser exclusiva (o bien una cosa, o bien la otra), y se convierte en inclusiva (ya sea esto, ya lo otro) haciendo de las diferencias de intensidad en el seno de lo mismo lo que le permite a la nueva tierra a diferenciarse de sí misma y ser siempre, propia y literalmente, nueva. De modo muy significativo, por lo tanto, el sentido se disloca cuando la disyunción accede al principio que le da un valor sintético y así el yo, el mundo y Dios encuentran una muerte común.

Adorar a este silogismo conjuntivo llamado Dios, y mantenerlo con vida contra viento y marea, es aquello que mejor define, para el esquizoanalisis, el propósito de Edipo. Porque Edipo nos dice: "si no reconoces a la trinidad mamá-papá-yo, caerás en la noche negra de lo indiferenciado". Por eso la intención de Deleuze, a partir de la confluencia con Guattari en El Antiedipo, resultó básicamente proclamar la muerte de Edipo, una tarea sin embargo ciclópea que luego ambos reconocieron en su momento demasiado superior a sus fuerzas y que se pareció bastante al devaneo de Zaratustra cuando baja de la montaña y no encuentra la manera de llegar a los demás. Mas allá del fracaso relativo, sin embargo, en que haya derivado este enfrentamiento con la piedra de toque del psicoanálisis, lo importante sin embargo no es que Edipo todavía siga vivo y coleando. ¿Acaso su Dios, a pesar de todas las repetidas declaraciones que, sincera o hipócritamente, ya lo dan por desaparecido, no sigue también presidiendo actualmente toda la escena? 

La innovación del planteo antiedípico con respecto a las obras anteriores de Deleuze es considerable. Porque si la cuestión de la tierra, como campo de individuación desde donde ascienden todas las diferencias que la pueblan, sigue siendo por supuesto central, con el aporte de Guattari se produce una vuelta de tuerca revolucionaria. La necesidad de oponerse al reparto propio a una tierra distribuida por la instancia exterior de un juicio obviamente permanece, y en ello consiste lo que se puede distinguir como la parte crítica que el esquizoanálisis plantea al psicoanálisis. Pero la forma misma cómo la tierra efectivamente se reparte y se distribuye a sí misma, es decir, lo más propio del movimiento aberrante de la tierra, se formula entonces de manera sustancialmente diferente. En adelante, Deleuze no hablara por eso ya ni de sentido ni de sin sentido en su batalla contra el fundamento y el derecho, sino de elementos asignificantes y sus acoplamientos.

 

2- El sentido circula entre los cuerpos y el lenguaje y, como no siendo uno ni otro, se ubica exactamente en la frontera. Hace que se tienda el lenguaje por entero hacia lo que no puede sino ser dicho y lo conduce así hacia su propio límite, siendo este afuera del lenguaje mismo, por lo tanto, lo más propio del sentido. Existen palabras que no remiten a nada en el orden de la designación, de la manifestación o la significación, pero de las que el lenguaje no obstante puede hablar. Son tan interiores que constituyen su afuera, y resultan las responsables de volcar todo el lenguaje en el sinsentido. Como lo propio de tales sinsentidos es no tener mas que sentido, G. Deleuze señaló por eso la necesidad de una lógica nueva capaz de decir así el sin fondo aberrante del ser.

Un objeto con sentido obedece a la ley de disyunción exclusiva: es un círculo o un cuadrado. Pero un objeto sin sentido incluye la disyunción: así, un círculo cuadrado. Y para Deleuze la buena nueva del estructuralismo resultó el descubrimiento de que, para que la estructura sea funcional y no solamente un juego combinatorio, debe ser secante entonces al sin fondo que se distribuye sobre ella e introduce así el necesario desequilibrio en su seno. Por eso, el sinsentido no se parece en absoluto al absurdo: simplemente es lo que no teniendo sentido resulta, a la vez, lo que se opone entonces a la ausencia de sentido efectuando una donación de sentido.

Pero si Deleuze pudo decir que no fue él quien sacó a Guattari del psicoanálisis, sino al revés, es justamente porque fue gracias a su influencia como se produce en su propia filosofía el giro definitivo del estructuralismo hacia el maquinismo. De alguna manera, la especial relación entre el sentido y el sinsentido que destacaba tempranamente Deleuze apuntaría ya, para Guattari, a la conversión posible del estructuralismo en un maquinismo toda vez que Deleuze prescinde de la trascendencia que se cuela en la estructura cuando se introduce en ella una casilla vacía fundante, tal como se puede ver en la función que cumple el 'objeto a' de Lacan, o el significante flotante de Levi-Strauss.

El leitmotiv de El Antiedipo es que debe terminarse con la pregunta “¿qué quiere decir esto?” y la exigencia correspondiente de sentido que ella supone, para reemplazarla por la única pregunta importante: “¿cómo marcha eso?”. El esquizoanálisis renuncia a descubrir un material inconsciente, entonces, porque el inconsciente mismo, más allá del sentido y el sinsentido, sólo construye máquinas. No es expresivo ni representativo, sino productivo. De esta manera, en lugar de sentido hay sólo usos determinados, lo cual no quiere decir tampoco que el sentido se defina por el uso: porque el uso es, al contrario, algo completamente distinto del sentido. 

Por supuesto, no se trata 
para el maquinismo de liquidar la noción de sentido, ni de negar tampoco la función determinante del lenguaje en provecho de la sola noción de flujo. De lo que se trata sí es de no someter ya su funcionamiento a ese modelo estructural que recae sin quererlo en una nueva trascendencia cuando concede al sinsentido la función una supuesta causa del sentido. El sinsentido del que hace falta partir para Deleuze y Guattari ya no es, en consecuencia, uno dador de sentido sino un sinsentido real, es decir, no lingüístico, y por tanto asignificante.

Para el esquizoanálisis no tenemos de un lado la superficie del pensamiento y del otro la profundidad ruidosa del cuerpo, porque ya no hay siquiera profundidad que considerar. A diferencia la lógica del sentido, por eso, que repelía el cuerpo sin órganos en las profundidades del infra-sentido, el nuevo plano propiamente maquínico se despliega por entero en la superficie no dejando nada fuera suyo. Sin necesidad de salvaguardar la estructura y su función simbólica, el cuerpo sin órganos se confunde así, ahora, definitivamente con el plano.

En el plano, el fondo asciende a la superficie sin dejar de ser fondo y, en lugar de confundirse con un abismo indiferenciado del que nada sale todavía, ni con un mundo diferenciado, tampoco, donde todo ya haya salido, se aloja así delicadamente en el entre dos de lo indistinto y lo distinto: el plano es por encima de todo lo que ‘se’ distingue, es decir, la determinación misma, y aquello de lo cual una cosa se distingue de esta señalada manera no es sino de ella misma. Toda la crítica al familiarismo psicoanalítico debe entenderse así como el intento de dar cuenta de este delicado 'entre dos' entre lo indistinto y lo distinto con el que Edipo arrasa sistemáticamente al hacer depender la determinación de la carencia, la castración y la ley.

El inconsciente es huérfano: no porque salga de un repollo sino, al contrario, porque la producción deseante exige ser concebida con criterios inmanentes. Todo el esfuerzo del esquizoanálisis consiste por ello en concebir cómo el inconsciente se engendra a sí mismo en la identidad de naturaleza y hombre. Se trata entonces de un análisis militante porque des-edipizar representa, en la práctica, admitir incluso que el deseo pueda verse determinado a desear su propia represión sin que ello ocurra necesariamente en el plano ideológico, como consideraba el freudo-marxismo, sino como un problema del deseo mismo.

Un análisis militante toma como axioma la existencia de una catexis libidinal inconsciente de la producción social histórica que resulta distinta a las catexis conscientes que coexisten con ella. En el caso más extremo, el del fascismo, esto significaría comprender que las masas no se identifican entonces con el líder desde la carencia: Edipo nunca resulta un punto de partida sino de llegada y, como tal, tan sólo es un arribo para un punto de partida constituido por una forma social determinada. En el conjunto de partida siempre está una formación social: las razas, las clases, los continentes y los pueblos.

No son las formas de grupo sometido las que dependen de proyecciones e identificaciones edípicas, sino al revés: son las aplicaciones edípicas las que dependen de las determinaciones del grupo sometido. De modo que un análisis materialista se concentrará en distinguir los usos legítimos de las síntesis inconscientes que se demuestren capaces de despegarse de esos usos, lamentablemente habituales, cuyo único logro es prestarle voz al sometimiento. Así, señalará por ejemplo a) un uso parcial y no específico de las síntesis conectivas para despejar la causa formal de Edipo, b) un uso inclusivo de las síntesis disyuntivas para diferenciarse del modo edípico de proceder y, por último, c) un uso nómada de las síntesis conjuntivas para oponerse a las formas edípicas de grupalidad.
 

jueves, 5 de mayo de 2022

CRITICA DE LA ECONOMÍA LIBIDINAL



1- Completar al pensamiento de Marx con el de Freud resultó, en la primera mitad del siglo pasado, la audaz apuesta de pensar una
 revolución social de la mano con una expansión de tipo más personal que se inició varios años antes, incluso, del Mayo del ’68. Esta escuela de pensamiento conocida como 'freudomarxismo' básicamente se propuso una lectura materialista de Freud que, buscando responder un conocido interrogante dejado por Spinoza, ayudara a sanar esa extraña complicidad involuntaria para con la explotación que se da entre los propios explotados mediante una liberación del inconsciente. 

Pero si por lo general concebimos que un pensamiento resulta 'materialista' cuando adjudica a lo económico el carácter de un factor determinante, lo que caracterizó al materialismo posterior al Mayo del '68 resultó algo mucho más sutil. Y para 
G. Deleuze y F. Guattari, los autores de una famosa obra de 1972 titulada El Antiedipo que en cierta forma reacciona contra el freudomarixismo aunque no a su apuesta, el carácter materialista de un pensamiento consistió ya en tomar en cambio como punto de partida que el deseo es una cuestión siempre subjetiva porque lo que resulte deseado nunca posee, por sí mismo, nada que lo convierta propiamente en tal.

Del mismo modo que Ricardo fundó la economía política, puede decirse que Freud funda más tarde la economía libidinal cuando señala a la libido como principio de toda representación de los objetos o fines de deseo. Por eso, si la economía política había señalado que el valor de un objeto no está en él mismo sino en algo agregado, para Freud lo deseado tampoco está en el objeto, sino del lado de la subjetividad deseante, o más precisamente en la energía libidinal: el objeto de deseo, para él, es entonces un objeto espectral, hecho únicamente de deseo. Y sí para la economía política clásica la producción social literalmente produce su propio objeto, la economía libidinal freudiana paralelamente descubre que la producción deseante tampoco quiere expresar propiamente nada sino, apenas, circular indefinidamente: la representación en ella está subordinada a la producción y no al revés, pues literalmente produce su propio objeto.


2- Aristóteles no había señalado al trabajo considerado en abstracto como verdadero pivote del valor que fija el criterio de intercambio entre dos productos en el mercado debido a que, antes del capitalismo, el trabajo era determinado y por ello ligado al objeto. Algo semejante ocurrió con el deseo dado que, en cuanto flujo, resultó también invisible al estar codificado. Así, desde Platón la filosofía se formó del deseo una concepción idealista que lo definió a partir de la carencia, ligándolo siempre al objeto aun cuando no fuese sino en o por su falta. Kant inicia luego el camino crítico capaz de mostrar el carácter productivo del deseo sin hallar sin embargo su conclusión discursiva definitiva. Pero la concepción materialista del deseo, como la que realmente inicia luego Freud, queda también a mitad de camino para Deleuze y Guattari cuando el inconsciente, inicialmente concebido como fábrica, fue sustituido por el teatro antiguo, reemplazando básicamente con Edipo el orden de la producción entonces nuevamente por el de la representación.

Marx demostró que la producción no se organiza para cubrir una escasez previa sino que, al revés, es la escasez la que se aloja siempre en una determinada organización de la producción social cuando su única función resulta producir ‘valores’, y nunca objetos, dado que la propiedad privada impide sustancialmente apreciar la vincularidad de su actividad a quienes participan en el proceso productivo. Partiendo o continuando dicha idea, lo que Deleuze y Guattari se proponen es, entonces, el desarrollo de una psiquiatría de corte materialista para la cual el deseo se manifieste siempre  como abundancia, incluso aun cuando el imperio de la propiedad privada no haya sido aún sustituido en los hechos. Para El Antiedipo, el problema político fundante ya no va a estar dictado tanto, en consecuencia, por la necesidad mostrar la influencia de una estructura económica en la superestructura intelectual sino, al revés, mostrando a lo superestructural como propiamente productivo.

Para Deleuze y Guattari resulta urgente realizar una crítica de la economía libidinal para señalar el carácter histórico de Edipo pero además, y fundamentalmente, porque el problema político del que pretenden dar cuenta a partir de ella no se agota o no alcanza a planteárselo hasta tanto no se comprenda a la producción social como la misma cosa que la producción deseante. Una psiquiatría materialista no sería antiedípica sólo por confrontar, por lo tanto, con una configuración negativa del deseo: si sólo así fuese, permanecería dentro de la órbita propiamente edípica que pretendería reemplazar. Su verdadero asunto, por el contrario, resulta indagar desde una perspectiva anedípica de la producción del deseo las condiciones de posibilidad de una nueva configuración de lo público que estaría más allá de la oposición clásica entre lo uno y lo múltiple a partir de la novedosa categoría de 'multiplicidad'.

En una primera instancia, reintroducir la producción deseante en la producción social pareciera llevarnos a una conclusión completamente reaccionaria: no sólo el deseo desea inconscientemente esa organización social que lo reprime, sino que el deseo desearía así incluso su propia represión, sellando así su condena. Pero eso es sólo el principio, es decir, el punto de partida que resulta preciso asumir, para luego descubrir y poner de manifiesto que la libido no es nunca una potencia privada, sino que es justamente dicha confusión la que reduce el deseo a un sucio secretito familiar e, impidiendo apreciar a la libido directamente como catexis de masas, mantiene finalmente al deseo, de esta manera, preso de su misma represión.

Una vez que la producción deseante se concibe como idéntica a la producción social, el problema fundamental de lo político descripto por Spinoza no se reemplaza por otro diferente, pero sin duda entonces se resignifica: ya no basta con señalar cómo o por qué una determinada forma de explotación resulta sostenida involuntariamente por los propios explotados, sino que el desafío resulta ahora ofrecer, a partir de una comprensión del campo social inmediatamente recorrido por el deseo, el andamiaje psíquico que una ontología de la diferencia exige para no sucumbir en la más absoluta disgregación. 

¿Resulta preciso sostener aún la necesidad de un punto de amarre, cuando uno se promete arder? Desde esta perspectiva, la cuestión no pasa tanto por limpiar el terreno para que la revolución encuentre listo su lugar sino, sobre todo, del modus operandi de la revolución en sí misma.

UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...