La tensión que inevitablemente estalla tanas veces entre lo público y lo privado de manera alguna resigna la ilusión de su potencial armonía. Pero dicho ideal no alcanza sin embargo a constituirse en utopía sin asumirse, al mismo tiempo, como nuestro explícito punto de partida. Rastrear los comienzos de esta comprensión infundada y por ello propiamente comunológica de lo político, presente ya en el pensamiento de Spinoza, sería una forma de comenzar a desandar la grieta entre quienes apuestan y quienes en cambio cierran filas contra lo colectivo.
Que lo personal sea político es un slogan que pone manifiestamente en evidencia eso que se ha dado en llamar ‘sociedad de rendimiento’ y que, sin lugar a dudas, representa la revolución cultural más trascendente de los últimos años. Porque nada explica mejor el proceso de derechización de la sociedad que el paulatino paso de una sociedad donde el hombre es explotado a otra donde el hombre se explota consciente e inocentemente a sí mismo. Tomar la propia vida como una empresa es la revolución silenciosa a la que estamos asistiendo desde fines del s. 20. Y este principio está tan bien instalado que sólo ponerlo en tela de juicio, hasta para aquellos que nada poseen, es hoy tomado como un completo disvalor.
Quienes aún se rebelan contra este actual sistema de cosas pretenden que el cuestionamiento a la sociedad de rendimiento no es un signo de debilidad sino de fortaleza e integridad. Pero antes que predicar en el desierto el rescate de una forma de ser que ha perdido ya definitivamente valor hasta para los socialmente más desplazados, la batalla cultural debiera poder librarse hoy en el mismo terreno que el neoliberalismo propone y hacerlo tambalear, en su propia casa, con esta sencilla pregunta: ¿emprender es obrar, o imaginar que se obra?
Obrar o imaginar que se obra resulta la distinción que explícitamente organiza la tercera parte de la Ética de Baruch Spinoza. Este es uno de los motivos por el cual, y a pesar de haber vivido él antes del comienzo de la Revolución Industrial, su nombre ha adquirido hoy tanta actualidad. Porque la falla característica de la imaginación que su pensamiento señala no se fundamenta, como era tradicional para cualquier ensayo moral, en un supuesto dualismo ontológico que hiciera de nuestra realidad la copia degradada de un cielo platónico. Al contrario: lo que para Spinoza hace que el alma se confunda, y tome entonces por real algo puramente imaginario, no es el resultado de un error teórico sino de suponer, en la práctica, que se obra realmente cuando emprendemos acciones con vistas a un fin, tomándose uno a sí mismo de esta forma como si fuese una primera causa.
La tercera sección de la Ética contiene todos los tópicos que más han contribuido a hacer famosa a la filosofía de Spinoza: i) nadie sabe lo que puede un cuerpo, ii) toda cosa se esfuerza por perseverar en el ser, iii) la esencia del hombre es deseo y iiii) no deseamos lo que pensamos bueno, sino que lo bueno es tal porque lo deseamos. Pero cualquier articulación de estos principios - hoy definitivamente bastante bien instalados en nuestra cultura - no garantizaría sin embargo un verdadero obrar. Porque para Spinoza - y esto es tal vez lo más interesante - la casi efectiva derrota de los despreciadores del cuerpo y su espíritu contemplativo, o de la antropología esencialista de los guardianes de la moral, no garantizaría en absoluto en nuestro tiempo un verdadero cambio: todo ello es siempre condición necesaria pero nunca suficiente de un obrar empoderado.
Cuando Spinoza dice que el alma ‘imagina que obra’ no está esgrimiendo ningún juicio de valor. No se trata que el alma lo imagine porque esté alienada. Al contrario, su empeño en obrar resulta de alguna manera incompleto debido a que el alma desea, por lo general, de idéntica forma incompleta. El problema del alma que imagina obrar tomándose a sí misma como primera causa consiste no saber cómo o qué significaría desear de manera completa. Y lo peor que podríamos hacer quienes vemos la encerrona de la normatividad neoliberal sería cuestionar moralmente al espíritu emprendedor, por lo tanto, pretendiendo restaurar valores ya obsoletos: la resistencia contra el actual sistema de cosas pasa hoy por adherir y profundizar, al contrario, la transvaloración ya en marcha, insuflando la indispensable perspectiva infinita de la que carece la propia épica neoliberal.
La real confusión del alma que imagina obrar no sería tanto su individualismo exacerbado, como generalmente argumentan quienes enfrentan al neoliberalismo, sino el hecho de que su deseo meramente no alcanza la perfección. Pero los intelectuales que hoy organizan el pensamiento crítico resultan, por lo general, ellos mismos lamentablemente víctimas del mismo error que criticaba en su tiempo Spinoza: confunden los efectos con las causas, y pretenden que cuestionando sólo los efectos conseguirían ordenar más equitativamente el lazo social. Por eso, la pregunta política por excelencia que habría que intentar responder hoy resulta qué consiste desear.
Comprender los motivos y los límites reales del emprendedorismo resulta una ocasión especial para revisar la forma en que anuda nuestra forma de entender lo público. Pero al criticarlo frontalmente desperdiciamos la oportunidad de advertir que el alma que imagina obrar no precisa ser denunciada sino estimulada, al contrario, a obrar verdaderamente. El alma que imagina obrar no está alienada, y las mismas nociones de ‘alienación’ e ‘ideología’ poseen una carga metafísica que las torna inviables para acompañar afirmativamente un concepto de lo público que ya no puede seguir proponiéndose como valor indiscutible si no lo concebimos, de una vez, a tras luz de lo singular.
M. Weber distinguió dos tipos de éticas posibles en la práctica política: una de la convicción y otra de la responsabilidad o, dicho de manera menos técnica, esa donde prima la adhesión a una causa y aquella otra más flexible que privilegia el arte de lo posible. Pero sólo señala una distinción para el análisis, ya que la dinámica política concreta sin duda las integra de manera cabal. Y esta respectiva interdependencia entre ambos órdenes prácticos bien puede servir de apropiada línea interpretativa entonces para abordar una consideración de lo político, como la de Spinoza, en donde la preocupación por el ámbito público cabalga constantemente sobre la tensión entre el Derecho divino y el civil.
La pregunta por excelencia que anima al análisis político que se asuma spinoziano no resulta, simplemente, la de por qué obedecemos las normas de una sociedad tan lejos de la ideal, sino una cuestión sin dudas mucho más profunda y sutil: cómo obedecer de corazón, esto es, ni por acatamiento a un mandato ni por sumisión inconsciente - o mejor, ni por interés egoísta ni por temor -, sino desde una compenetración absoluta de lo privado en lo público, y viceversa. Y éste es el interrogante que organiza de manera explícita el capítulo XVII del Tratado Teológico Político de Spinoza, dedicado a rastrear justo esa determinada clase de organización social que se dio en el pueblo hebreo donde la fe no era aún instrumento de sujeción a un tercero y contaba, al revés, como modo de sujeción a la comunidad.
Toda la indagación sobre la obediencia resulta central para Spinoza. Pero en lugar de acercarlo a Maquiavelo, manifiesta el intento de ahondar simplemente, al contrario, el ser-en-relación que hace a lo más propio de nuestro modo humano de ser. La preocupación política del Tratado Teológico Político se descubre así siendo quizás más propiamente ética que política cuando, en lugar de leerlo tan sólo como la fundamentación de una sociedad no autoritaria, advertimos en él una reflexión sincera sobre las condiciones de posibilidad de la sociabilidad en tanto tal.
Fundado en un pacto con Dios, el modelo hebreo de lo social sirve entonces a Spinoza para actualizar democráticamente el Leviatán de Hobbes. Porque si bien los individuos ceden efectivamente para Spinoza su derecho natural, el soberano que en su caso lo recibe no es ya alguien que se exceptúa a si mismo del pacto social, reservándose para sí el uso de la espada pública sino, al contrario, el conjunto de sus semejantes. El soberano de Spinoza, como lo será luego para Rousseau, no es por lo tanto nunca un poder trascendente sino inmanente o, mejor dicho: no resulta nunca una instancia más allá del individuo y la sociedad, sino la sociedad misma.
El pacto social que nos propone Spinoza es uno a partir del cual somos inducidos a hacer tan sólo aquello que el amor y el sentido del deber aconseja. Y si bien el Derecho civil parece ganar siempre la partida frente al divino, Spinoza mantiene de todas maneras la tensión entre ambos con una insistencia que sería necio atribuir a la mera pretensión de guardar las apariencias. El motivo habría que buscarlo, mas bien, en que la redacción simultanea de sus dos obras fundamentales, la Ética y el Tratado Teológico Político, da pie para atribuir a Spinoza el decidido intento de mantener esa suerte de incompatible compatibilidad entre la convicción y la responsabilidad como la manera más propia de expresarse el mismísimo ritmo vital.
3- La novedad de una perspectiva infinita
La filosofía en tanto tal ha sido el intento de separar a la ignorancia de la sabiduría o, dicho de manera más técnica, a la mera opinión de la razón. Y con Spinoza nada cambia. Lo que a su propia filosofía haría original, en todo caso, es la denuncia de esa razón que, en última instancia, no funcionaría sino como una opinión por concebir insensatamente al hombre como sustancia, y que por ello no alcanza a comprender en la esencia de las cosas apenas un detalle de aquello, ahora sí sin lo cual, la cosa no podría verdaderamente ser concebida: Dios. De alguna manera, puede decirse entonces que una forma de entender su pensamiento político sea el de ligar a lo político con la fe.
Si bien la segunda parte de la Ética se denomina 'Del Alma', y su tema general son los pensamientos, la cuestión que está siempre en ella como trasfondo es eso que hace imposible dejar de reconocer filosóficamente al pensamiento de Spinoza, a saber: que si amamos sincera y profundamente la verdad, resulta preciso entender que las cosas no son nunca simplemente en sí mismas, sino ‘en’ Dios: sin Dios, - dice Spinoza - nada puede ser ni concebirse. Y si Dios es la única causa de todas las cosas, y ello tanto de su esencia como de su existencia, conocer una cosa no consiste entonces sólo en señalar las notas sin las cuales dicha cosa no podría ser concebida, ya que las cosas no pueden ser ni concebirse sin Dios aún cuando Dios no pertenezca a su esencia.
¿Cuál sería el rasgo de falsedad que supone el desconocimiento de Dios, entonces, y cuál la novedad que incorpora en cambio una razón infinita al reconocerlo?... Más allá de que, como es lógico, una respuesta acabada a esta pregunta exigiría copiar y pegar la Ética misma, se puede resumir la cuestión de manera tentativa afirmando que para una razón finita las cosas siempre son aisladas y estáticas, mientras que para la razón infinita spinoziana lucen en cambio relacionadas, relacionantes, dinámicas y dinamizantes.
El pensamiento finito es víctima para Spinoza de una triple ilusión: a) la de finalidad (tomar los efectos por causas), b) la de libertad (tomarse a sí mismo como causa primera) y c) la teológica (invocar un Dios dotado de voluntad discrecional). Y por eso el ignorante que sostiene dicha razón es descripto como aquel que, aparte de ser zarandeado de muchos modos por las causas exteriores, y de no poseer el menor contento de ánimo, vive además de manera casi inconsciente tanto de sí mismo como de Dios y de las cosas.
Perseverar en el ser, dice Spinoza, es en cambio lo más propio del sabio. La ontología política de Spinoza parte entonces de una identidad abierta del ser y del pensar expresada por el concepto de sustancia y sus atributos, y eso sería lo que el sabio propiamente 'sabe': que todo lo que experimentamos como esclavitud en definitiva es tan sólo el síntoma de estar desconectados de la potencia divina contenida en esa específica identidad a la que podemos tranquilamente reconectarnos con la guía de una razón anclada en lo infinito.
Spinoza reacciona contra la creencia en la inmortalidad del alma cuando denuncia que la felicidad no es un premio que se otorga a la virtud sino la virtud en sí misma, pero también está indicando con ello que la razón infinita triunfa por sobre esa ilusión de satisfacción que engaña al ignorante y se conecta de manera plena, en cambio, con un concepto afirmativo de deseo. Para el sabio, en consecuencia, la felicidad ha cambiado de signo, pues ya no quiere ocupar el lugar de Dios sino amarlo: ser él mismo expresión de Dios.