viernes, 24 de noviembre de 2023

VIDAS EN ARMAS

 


1- En las colonias surge un raro privilegio forjado en incontables humillaciones: con el propósito de ser independientes y no para someter algún otro pueblo, poder tomar las armas como una expresión de soberanía. Pero como, inevitablemente, la mentalidad colonial siempre echa unas raíces tan profundas que terminan torciendo hacia nuevas dependencias, dicho privilegio está en inestable equilibrio y a punto de convertirse en su contrario. Muchas de las vidas en armas de estos países resultan casi desconocidas por la historiografía pues sus luchas, más modestas que las de aquellos que ocupan con todo derecho el panteón, se ganaron así a pura fuerza de espíritu. Y un ejemplo de ello entre tantos fue el del General Ignacio Abdón del Corazón de Jesús Oribe y Viana.

Ignacio era nieto del primer gobernador de una Montevideo que comenzó siendo, apenas,  un Fuerte que protegía el Plata de incursiones inglesas y portuguesas. No es del todo seguro que ese abolengo fuese para él tan ilustre cuando el mayor aporte de su abuelo, el Mariscal José Joaquín de Viana Sáenz de Villaverde, había consistido en comandar esa Guerra Guaranítica que no sólo destruyó las Misiones Orientales sino que terminó entregando gratuitamente su territorio a Portugal. Para consuelo seguramente de Ignacio y todos sus hermanos, partidarios activos ya de la causa republicana, la leyenda decía que ganó esa guerra, sin embargo, sabiéndola un verdadero disparate de la Corona.

Diciéndole que ella no iba a permitir que el nombre de los Oribe se confundiera con los de los traidores a la causa americana, Ignacio tenía 18 años en 1813 cuando su madre lo presentó al
 General Rondeau, comandante del ejército criollo que entonces buscaba sumar Montevideo a la Revolución. Desde ese momento, participó en sucesivas conquistas y defensas de su ciudad contra godos y portugueses. Se fogueaba para ello, mientras tanto, en las luchas intestinas de Buenos Aires contra Artigas y, luego, bajo las órdenes de Alvear contra el Imperio del Brasil. Su mayor hazaña fue en la victoria de Ituzaingó de esta última campaña, desempeño por el cual es ascendido a Coronel. Y fue nombrado General a los 41 años por su triunfo en Carpintería combatiendo a Rivera, cuando defendía al legítimo gobierno de su hermano en un Uruguay, ya por entonces, independiente tanto de España como del gobierno de Buenos Aires.

Su hermano Manuel, sin duda más famoso en Argentina por haber perseguido y finalmente dado muerte a Lavalle a nombre de Rosas, había sido el segundo presidente del Uruguay y fundador del partido blanco. Ignacio, por su parte, se casó en 1826 con la heredera de una de las mayores fortunas del país; tuvo varios hijos y uno de ellos, Juan Pedro Oribe Ramirez, resultó abuelo de mi abuelo Abelardo, que migró de joven a Buenos Aires sin un peso.


2- C
uando todo en la América española se estaba definiendo, lo que se entendiese por Independencia era un terreno de batalla no sólo ideológica, sino bien vital: los hombres y las mujeres, incluso, ponían literalmente el cuerpo por ella. Y si bien, por supuesto, todas las vidas de esa época en armas resultan fascinantes, al mismo tiempo es obvio que precisamente fascinan porque extrañan a las claras nuestro modo actual de concebir la militancia por una determinada idea de sociedad. Y ello mismo, tal vez, impide apreciar que para los guerreros de la época tomar las armas consistía sólo una circunstancia que vivían, apenas, como condición de posibilidad para abandonarlas. 

Ese primer período de nuestra historia, que calificamos rápidamente como de guerra civil, bien podría ser interpretado por sus protagonistas como la única forma que se dirime el poder cuando a lo independiente se lo concibe, vivencialmente, como lo que no tiene centro. Será por eso que los episodios de la vida del General Ignacio más reveladores para mí no sean justo sus campañas, sino los períodos en que no guerreaba: ese primer interregno como simple estanciero, por ejemplo, que después de batallar contra Artigas se interrumpe sólo cuando su hermano cruza con los Treinta y Tres Orientales y liberan Uruguay de los ocupantes portugueses, abona la sospecha de que la guerra, tanto para él como para varios de esos Aurelianos Buen Dia del s. XIX, no era sino algo más en su vida. 

Pero si tomar armas era para ellos tan natural como comer o dormir y no los definía existencialmente, preciso resulta tomar también debida nota que, aún cuando la imagen que ellos tuvieran de sí mismos no fuese quizás la de guerreros, por ello justamente es que lo fueron de manera cabal. Y sospecho que en ese corto período que va del año '20, cuando Ignacio está en Buenos Aires participando de los enormes desórdenes políticos siguiendo las órdenes, para colmo, todavía de un directorial como Alvear, hasta cuando en el año '25  combate a los imperiales lusitanos junto a su hermano en Sarandí, es exactamente el período en el cual germina en todos los primeros líderes populares de nuestros países eso que aún no tenía ni nombre ni ideario siquiera determinado pero que forjó luego nuestro destino  al ir cobrando lentamente identidad.

Cuando 
el asedio de la ciudad y del puerto de Montevideo que organizó Rivera, aliado con unitarios exiliados, lusitanos y franceses, logró finalmente hacer caer el gobierno de su hermano, abandonan en 1836 Montevideo y, refugiándose en Buenos Aires, pasan juntos a militar para la Confederación Argentina. Ambos vuelven a la lucha oriental años más tarde, y derrotan a Rivera en Arroyo Grande para establecer, a partir de entonces, un extraño gobierno paralelo de Manuel que desde 1843 duró por largos ocho años en las afueras mismas de las murallas de Montevideo. 

Agrupado en torno suyo todo el federalismo oriental, Manuel no era sin embargo ni por porte ni por personalidad lo que nos figuramos rápidamente un caudillo. En la práctica, sin embargo, lo fue excelentemente porque su carisma despertaba tanta adhesión como la hidalguía que lo distinguió. Ignacio, en cambio, se contentó con ser tan sólo el más fiel seguidor de su hermano y, cuando Rosas mismo resulta definitivamente derrotado, se retiró tranquilamente a su enorme estancia uruguaya a partir de 1851 dejando, desde entonces, las armas para siempre. 







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