domingo, 1 de junio de 2025

UNIDAD MILITANTE

 




Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. Esa es la tragedia y, a su vez, el milagro de la condición humana. No apostar por ella es desertar de nuestro desafío supremo, aunque suponer garantizado su triunfo es también un espejismo necesario de sacrificar. Y mantenernos en este delicado equilibrio es el propósito de una teoría de la militancia con la que aquí se propone repasar nuestro presente.





1- Quien en el mes de marzo de 2019 presidía el partido justicialista, José Luis Gioja, acuñó la frase luego célebre de “unidad hasta que duela”. Por entonces, se trataba de poner un freno a lo que en ese momento nos parecía el peor de los males: la ola amarilla del macrismo. Y ya en su tiempo la frase en cuestión recibió objeciones.

Felipe Sola, por ejemplo, llamó a abogar en cambio por una unidad que fuese potente y que no nos pidiese que nos tragásemos sapos. Pero ya sabemos que la historia fue muy distinta: la primera en adherir a la unidad hasta que duela fue nuestra líder cuando, haciéndose obviamente tripas corazón, terminó por nominar a Alberto Fernández para encabezar la fórmula presidencial. Y entonces no hubo quien no celebrase ese ejemplar gesto de Cristina que la ponía a  ella en un insólito segundo plano. ¿Por qué?: porque todos reconocíamos que esa era la única manera de conseguir el apoyo del Frente Renovador, sin el cual Mauricio Macri tendría inevitablemente el inmerecido logro de un segundo mandato.

Que la política no está hecha sólo de buenos deseos, sino también de astucia y cintura, es la lección que todo justicialista aprende y comulga. Que luego, mirando para atrás, pueda concluirse que hubiera sido mejor dejarlo ganar a Macri en lugar de construir un frente electoral espurio, es mera literatura. Porque ese tipo de especulaciones no tiene cabida en una concepción política, como la nuestra, donde de lo que siempre se trata es de organizar contra viento y marea el movimiento. De alguna manera, es preciso reconocer que hasta nos resulta mejor entonces que una estrategia salga mal a quedarnos de brazos cruzados viendo como se nos ríen en la cara.

Alberto fue nominado con la misión de incluir a Sergio Massa en el Frente de Todos. Y cumplió su misión. El resto dependía de nosotros, de modo que si la cosa salió tan mal no es tanto por haber conformado una unidad que nos dolía sino, muy por el contrario, porque luego no supimos o no quisimos – pandemia mediante – cómo hacer pasar a Fernández a un modesto rol decorativo. Así es como hoy muchos valoran todavía, por ejemplo, el gesto de Máximo Kirchner al renunciar a la jefatura del bloque de diputados en el 2022 sin reparar que esa actitud, si bien dejó en claro su postura personal, no modificó en lo más mínimo el accionar del gobierno y graficó, por el contrario, la total deserción del alma militante de ese momento.

Actualmente, la discusión sobre la unidad está otra vez al orden del día. Y está muy bien que así sea, porque esa y no otra es la discusión fundante de la política que pretendemos. Para la izquierda, la unidad no es nunca un problema: su asunto es al contrario sostener a rajatabla el purismo. Para la derecha, la unidad tampoco resulta un problema: su asunto es al contrario romperla a mas no poder. Sólo a los justicialistas la unidad ha resultado siempre lo que nos quita el sueño y, como organizarla no es una cuestión que puede establecerse con una fórmula matemática, históricamente reservamos su dilucidación a nuestro o nuestra líder.

De cara a las legislativas del 2025, Máximo habla por ejemplo de que la unidad no debería ser hasta que duela, sino hasta que sirva. Y Carlos Bianco retruca diciendo que no basta que la unidad no duela, sino que tampoco debe ser un rejunte electoral. Pero el actual debate sobre la unidad, más allá de las chicanas habituales en política, es la forma como se expresa más bien un debate no saldado sobre la experiencia frentista del 2019 hasta el 2023 que resulte capaz de ir más allá de los cuadros que demuestran la caída del poder adquisitivo como causa de la disminución del caudal de votos y trate de analizar cómo y por qué la unidad lograda no pudo, o no quiso, ser conducida luego con un sentido militante.



2- De alguna manera, la unidad siempre duele, y si no duele no es unidad sino purismo. El problema no es entonces que duela o no duela, ni tampoco saber de antemano si va o no a servir, e incluso si resulta siquiera un rejunte electoral. El meollo de la cuestión es qué hacemos luego con ese dolor: si nos dejamos vencer por él y buscamos una unidad consuelo más chiquita en la que sentirnos cómodos, o asumimos en cambio el dolor como compañero inevitable de nuestra militancia. Y viene a cuento recordar por ello la forma como el compañero Damián Selci analizaba la situación política en enero de 2020 a partir de las ideas que vuelca, a pocos meses de la victoria de Alberto y varios antes de tener él mismo un cargo ejecutivo, en un artículo que lleva por título “Lectura militante del concepto de unidad”.

Damián cuenta que en ese momento se trataba de entender por qué había ganado el Frente de Todos. Y señala que respecto de la unidad caben dos interpretaciones: la novelesca y la militante.

La novelesca es la habitual perspectiva que atribuye la falta de unidad al ego de los dirigentes, y supone que ella se alcanza sólo cuando los dirigentes ceden sus posturas sectarias sentándose a tomar un café. Damián destaca tres rasgos que distinguen a esta lectura de la unidad que considera por demás incompleta: el principio de que los dirigentes son esencialmente distintos a las bases, la visión de un pueblo inocente que nunca se equivoca, y la concepción correlativa de que el pueblo carece de conflictos internos que lo dividan.

La concepción de una unidad militante, en cambio, entiende que todo lo que pueda decirse de la dirigencia cabe atribuirlo antes al pueblo. Que si los dirigentes están llenos de ego es porque el pueblo mismo lo está en primera instancia. Y que si la unidad se logra es porque, cuando ella finalmente se logra, el pueblo se ha reconciliado consigo mismo: no porque haya sido escuchado. Por eso, Damián considera importante tener presente que el Frente de Todos ganó porque el pueblo tomó figuradamente un café consigo mismo, y no porque Cristina se sentó con Alberto.

La unidad concebida en términos militantes reemplaza entonces el supuesto de una alienación superestructural por el de una alienación estructural, ya que es la voluntad popular la que está por lo general dividida en su propio corazón. Así se identifica entonces que un objetivo de la batalla cultural que no consiste tanto en denunciar a los medios de difusión masiva, ni en pretender legislarlos en función de criterios populares, como en construir mas bien, antes o al mismo tiempo, el poder popular capaz de hacer que incluso nada de ello sea necesario puesto que lo popular se bastaría a sí mismo y no podría ser manipulado.

Damián considera que la batalla cultural debiera dejar de girar en torno al rol de los medios de comunicación y centrarse, en cambio, en el rol del pueblo. Y al final de dicho artículo resume entonces lo que luego, a fin de ese mismo año, despliega con todo detalle en su último libro, La Organización Permanente: la necesidad de abandonar el marco romántico de la unicidad del pueblo, y asumir que éste no puede ser concebido como un sujeto que simplemente desea sino como un actor que debe tomar también una posición con respecto a lo que desea. Lo cual, en última instancia, supone al mismo tiempo tomar posición respecto a lo que cada uno de nosotros, individualmente considerados, ejercemos para con nuestro deseo.



3- Asustarse en el 2025 por la falta de unidad dentro del justicialismo no tiene mayor sentido. Es cierto que el adversario actual resulta muchísimo peor que el que teníamos diez años atrás, y también es verdad que este adversario pudo ganarnos precisamente porque no supimos o no quisimos organizarnos a tiempo. Pero la unidad es el elemento mismo que brinda razón de ser a nuestro movimiento, y los cuestionamientos como los llamamientos que ella provoca forman parte de nuestro ADN. Cada una de las reflexiones y flexiones que le ofrezcamos a la unidad resultan por lo tanto inevitables, y renunciar a ellas dándonos por vencidos ante la ausencia de señales alentadoras es algo que como militantes no nos podemos jamás permitir.

La Teoría de la Militancia apareció en el 2018 con la propuesta de analizar la derrota del movimiento popular en el 2015. Ya en ese momento era evidente que el pueblo se había dado la espalda a sí mismo, y Damián en éste primer libro concluye que la excesiva importancia atribuida al Estado durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner como agente de satisfacción de demandas relegó sin querer al pueblo a un lugar pasivo. De esta manera, señalando así explícitamente la necesidad de no dar por hecho al pueblo, sino de militarlo, la unidad se demuestra siendo el asunto fundante de una teoría de la militancia.

Que la unidad no existe, sino que se sostiene como un acto de fe, es el axioma del cual parte una teoría de la militancia. Pero dicho axioma no es un precepto abstracto que busca un impacto meramente intelectual, sino que pretende ser la expresión más acabada de lo que anima al movimiento justicialista. Porque si bien cuando se nos pregunta qué significa ser justicialista puede salirse elegantemente del paso respondiendo que resulta la expresión más acabada del modo de ser argentino, en todo caso lo que ser argentino resulte necesita quizás una formulación más precisa. Y eso es lo que la teoría de la militancia nos ofrece al poner en evidencia lo que, seguramente, más nos duele como pueblo: que nada nos une, salvo el deseo.


sábado, 3 de mayo de 2025

ETERNAUTA MALVINERO

 




¿Qué significa decir que nadie se salva solo?: ¿a) que tenemos que unirnos a los demás para salvar nuestra persona, b) que debemos sacrificar nuestra persona, al revés, en pos del interés colectivo, o c) qué la salvación por sí misma, en definitiva, resulta tan solo poder ser con los demás?... Aprovechando el impulso reflexivo que deja la onda expansiva de la obra de Oesterheld, la propuesta aquí es cuestionar prejuicios e ilusiones siempre tentadores a la hora de pensar – y vivir – en lo común.


1- Cada tanto surgen asuntos que, por equis razones, convocan de manera insólita y urgente a sumar nuestro propio voto o veto: en estos días, por ejemplo, todos queremos expresarnos sobre El Eternauta en Argentina. Resulta intrigante la naturaleza de eso que en esta forma imperiosa se apodera de nuestras ganas de ser parte de un evento al menos con nuestra palabra. ¿Está en ello el secreto, quizás, de lo colectivo? ¿O de una determinada concepción de lo colectivo, cuando menos?

Como un leitmotiv, se insiste hasta el cansancio y hasta cierto punto irreflexivamente que la esencia de El Eternauta resulta el héroe colectivo. Quien lo dijo fue su propio creador, H. Oesterheld, hace muchísimos años, cuando le preguntaron qué le gustaba de esa historia. Darin, el actor principal de la serie, simplemente lo imitó cuando le consultaron por lo mismo antes del estreno. Y hoy, la publicidad junto con los espectadores, lo repetimos a coro.

Se apunta que, supuestamente, no habría un protagonista individual pues a la resistencia la lleva adelante un grupo de amigos que van imponiéndose entre ellos, alternativamente, para y según el desarrollo de la historia. En cierto modo, eso no tendría nada en sí mismo de especialmente novedoso: es algo que puede observarse en cualquier grupo comando de toda película de guerra. Por otra parte, sin embargo, es obvio que la serie está centrada en Juan Salvo, y que su persona incluso es esencial para que la historia misma, como se verá quizás al final - si es que la serie de Netflix resulta fiel al argumento original -, llegue a realizarse.

Otra forma más consistente de considerar al Eternauta como una historia sobre el héroe colectivo es el supuesto de que ella nos enseña que nadie se salva solo. Algo que en la serie está incluso más presente aún que en la historieta original, sin duda, al detallar muy bien el proceso por el cual ese incipiente estado de ley de la selva inicial se va paulatinamente organizando. Pero esto mismo habría que ponerlo también en suspenso dado que, en definitiva, quien logra poner orden a la resistencia es una institución jerárquica con mandos centralizados: el Ejército. Este sentido resulta manifiesto deliberadamente casi en el tono destemplado y autoritario que utilizan los efectivos militares, en contraste con el intimista de los protagonistas.



2- Aún coincidiendo con Oesterheld, por otra parte, y aceptando humildemente el juicio general de que la esencia de El Eternauta sea el héroe colectivo, hay otra cuestión digna de considerar desde un análisis político más fino: que el héroe no resulte individual, sino colectivo, no quita que siga siendo un héroe. Y no cabe duda de que éste es el motivo por el cual El Eternauta se convirtió en tendencia y todos queremos ser parte diciendo algo al respecto: en un tiempo desangelado como el que vivimos, la restauración de una épica resulta una tabla de salvación y nos aferramos a ella sin reparar en daños. 

La armazón tradicional entre lo colectivo y el heroísmo es algo que esta muy bien, sin embargo, para organizar la ficción. Pero la vida de todos los días no se guiona como una película de acción. Y si bien tampoco se parece a una telenovela mexicana, su argumento se trama en pequeñas y sutiles alternativas más ligadas en cambio a la comedia que a la epopeya. Volver a identificar hoy a lo colectivo con el heroísmo, por lo tanto, sólo distrae nuestra energía con falsos sueños que tienen relación directa con una reflexión nunca saldada respecto de la lucha armada como forma de emancipación. Y no querer encararla es lo que nos mantiene hoy, en la vida real, sin poder pasar a una verdadera ofensiva.

La identificación de lo colectivo con el heroísmo remite por supuesto a su configuración más tradicional: esa donde la unidad se logra a partir y en función de la necesidad de enfrentar a un enemigo. Pero es precisamente ésta la trampa en la que vez tras vez caemos. Y en la que obviamente seguiremos cayendo, porque el enemigo sin duda existe y nosotros no somos de palo. Pero una cosa es permanecer en la trampa sin verla y creer que el enemigo es quien nos constituye, y muy otra cosa es caer sabiendo o sintiendo que somos capaces de apostar a una forma de lo común sin fronteras y, por lo tanto, sin épica alguna.

El fenómeno Eternauta tiene una indudable virtud: la de graficar esa sensación que hoy muchos tenemos de encontrarnos en el mundo real ante una situación límite y excepcional que, a la vez, no nos atañe sólo en términos individuales o regionales sino que implica un momento de quiebre para la entera humanidad. Pero precisamente por eso es tan necesario meditar seriamente respecto a la forma como El Eternauta nos interpela emocionalmente, dado que si hoy buscamos una forma de enfrentar al fascismo es porque resulta imperioso no hacerlo justo en los mismos términos de aquello que resulta tan sencillo sin embargo denunciar.



3- Lo que a los argentinos más nos enorgullece es lo que mejor evidencia, lamentablemente, nuestra falta de amor propio: nos encanta que venga gente de afuera a hacer una serie de ciencia ficción con una historia que ocurre en sitios por todos nosotros reconocidos. Si la batalla de la General Paz estuvo tan bien realizada, es de suponer que la de River y la del Congreso sean apoteóticas, y es previsible también que la audiencia crezca en relación directamente proporcional al orgullo que nos da saber que se está haciendo una serie de nivel internacional que se ve en todo el mundo de manera simultánea.

El director de la serie, Stagnaro, se complace entonces diciendo que puso como condiciones para realizarla que los actores y productores fueran argentinos. Pero fue Netflix la que eligió a Darín en el papel principal y los cambios en la historia original giran, silenciosamente, en relación con esta elección: todos los protagonistas son generación Malvinas, y los jóvenes en la serie son mero decorado. Pero si este Eternauta malvinero - que por supuesto es un agregado a la historia de Stagnaro dictado, muy probablemente, por la edad del actor impuesto - puede resultar una nota de color interesante para los argentinos, en realidad cambia sustancialmente la historia original por el mero hecho de que le da un sentido: sabe combatir.

El Juan Salvo de Netflix es un veterano de Malvinas. Descubre en seguida cómo matar a los bichos apuntando a su cabeza, y se va imponiendo paulatinamente por sobre los demás del grupo. Pero este guiño cómplice, supuestamente antiimperialista, en realidad entronca en el imaginario colectivo justamente con su contrario: el de tantos yanquis o europeos, veteranos en la ficción de Vietnam o Afganistán, que luego en circunstancias cotidianas de su país la historia los hace héroes. Si nos encanta El Eternauta malvinero de Netflix no es tanto porque mencione algo de nuestra historia reciente sino entonces, muy probablemente, porque empasta nuestra argentinidad con esa misma brocha que en el norte global pinta todo y estamos ya acostumbrados a consumir.

Mas que demostrar orgullo de ser argentinos, cuando nos vanagloriamos por jugar en las ligas mayores damos cuenta, al revés, que nunca aprendimos a desprendernos 
de una mentalidad colonial. De lo cual no se sigue de ninguna manera la supuesta indicación o recomendación de dejar de ver Netflix, o de no continuar disfrutando las temporadas sucesivas de El Eternauta en esa plataforma sino, mas bien, la sugerencia a reírnos un poquito de nuestro chauvinismo y nunca dejar de preguntarnos, sobre todo, por la posibilidad de ser al fin por nosotros mismos, sin esperar ser reconocidos.

 

martes, 22 de abril de 2025

LA (IM)POTENCIA POPULAR




Los vertiginosos 
cambios de este siglo arrollaron nuestras más caras banderas populares. Volver a levantarlas, sin embargo, y retomar un ideario que ya parece haberse dado casi por perdido, tal vez requiera de manera necesaria probar el sin sabor de la derrota. Quien supo dar cuenta como nadie de esta resiliente potencia popular fue R. Kusch, y releerlo hoy a la luz de la arqueología de la potencia desarrollada por G. Agamben permite apreciar la actualidad de su pensamiento.

 
1- En el debate político argentino de este siglo resulta llamativa la más absoluta prescindencia de un enfoque cultural alternativo a la mentalidad colonial. Los vientos de la globalización parecen haber echado por tierra toda problematización situada de emancipación, pero una reflexión sobre lo nacional y popular no tiene sin embargo que manifestar, necesariamente, un carácter provinciano: la crítica a la mentalidad colonial desarrolla e inaugura conceptos a partir de nuestra singularidad, al contrario, que no nos encierran dentro de nosotros mismos sino que afectan a la entera civilización. Y esto mismo es lo que hace de Rodolfo Kusch un pensador argentino de talla universal, pues la propuesta americanista no se reduce para él a la apertura propia del estar originario sino que supone y exige siempre el mestizaje propio de una simbiosis, obviamente conflictiva, del estar originario con la perspectiva colonizadora del ser.

Sería muy sesgado, y poco fiel al pensamiento kuscheano, interpretar su tematización del mero estar como una modalidad simplemente contraria a la del ser alguien: eso sería ver las cosas desde el mismo lado esquemático del colonizador que, para afirmarse verdadero, precisa considerar falso todo lo que él no es. En lo que Kusch está pensando, y por lo que termina destacándose de manera muy especial dentro de toda la problematización americanista del pasado siglo, es en la oportunidad sin par que brinda nuestra circunstancia histórica y geográfica tan especial para el surgimiento de una perspectiva política que se proponga efectivamente nueva.

Lejos de atribuir al estar una exclusividad americana, Kusch entiende que la entera raza humana se mantenía al principio sorda por completo a las exigencias del querer ser alguien. Sólo su posterior establecimiento en ciudades hace que sea algo valioso ser alguien, y así abandona paulatinamente esa modalidad primitiva del estar. Pero es recién con la confederación de ciudades que forman el Estado como se consolida una imagen del mundo ya totalmente antropomorfizado: dentro de esos muros, que envuelven ahora la novedosa alianza de la religión y la política, el hombre logra una novedosa garantía de seguridad que, aún cuando por supuesto relativa, resulta capaz ya de superar o al menos contener esa continua zozobra que constituía su vida anterior a la intemperie.

Sabiendo que nada de lo que hiciéramos tenía un fundamento cierto y necesario, convivíamos a la intemperie junto con los demás en permanente contacto con el caos. Frente a tamaño desafío, la autoexigencia de ser alguien era algo no sólo completamente indiferente para uno, sino contrario a nuestro modo tribal de vivir. Ser alguien es algo importante sólo desde que, gracias a la protección brindada por la ciudad, sentimos que podemos vencer gran parte de esa inestabilidad existencial que Kusch tan bien grafica, metafóricamente, como una disyuntiva entre maíz o maleza. Y así el miedo se revela entonces como la verdadera cara oscura del ser alguien, ya que fuera o antes de refugiarnos en la ciudad la naturaleza nos mantenía, desde el nacimiento hasta la muerte, inevitablemente siempre en vilo.

Quienes hoy buscamos esa reformulación política capaz de gestar un lazo comunitario de nuevo orden no podemos sino atender al hecho de que lo único que nos sostiene desintegrados de nosotros mismos, de los demás, y en definitiva del cosmos, no es otra cosa entonces que el miedo. Pero el miedo propiamente citadino a la intemperie no se expresa sólo en sentido literal sino que supone, a la vez y de manera señalada, el miedo al mismo tiempo a una lógica para la cual el pensar naufraga, a la vez que sale nuevamente a flote, al experimentarse transfigurado por lo emocional.

La vitalidad popular nunca jamás se parece a la típica impostura propia del querer ser alguien, y por ello está constantemente apareciendo y resurgiendo de su misma imposibilidad. Existir, en la modalidad característica del estar, resulta sólo posible a partir y en función paradójicamente, entonces, del reconocimiento de su misma imposibilidad. Y el abordaje de lo emocional encuentra en esta específica impotencia su misma condición de posibilidad. 


2- El uso más cotidiano de la palabra ‘potencia’ se asimila a una manifestación de poderío. Mas o menos potencia resultan así meros sinónimos de la mayor o menor fuerza con que medimos la capacidad de mover determinado objeto. De modo que la potencia, de esta manera, se nombra siempre de la dimensión de su resultado pues separada de él carecería de razón de ser. No en vano, cuando hoy se habla entonces de ‘empoderamiento’ y de ‘seres empoderados’, nunca se lo hace fuera de un marco neoliberal signado por el espíritu empresarial del just do it, consigna para la cual todo se mide en función del éxito o el fracaso. 

En lenguaje filosófico, la potencia resulta un concepto que hace referencia, en cambio, a algo bastante parecido a lo que coloquialmente llamaríamos 'potencial', es decir, lo que puede ser aunque sin garantías ciertas de que en definitiva llegue a realizarse. Y en el lenguaje filosófica más técnico, designa lo que no es actual pero podría llegar a actualizarse. Así, para que un bloque de mármol se convierta en estatua es necesario, según Aristóteles, que la materia adquiera una forma o, lo que resulta lo mismo, que la figura que está en potencia en lo material sea en acto por intermediación de un escultor.

En seres animados sucede algo bien distinto, porque en ellos el paso de la potencia al acto no requiere de un agente externo. Y en el específico caso de los seres humanos la diferencia se acentúa todavía más, dado que no sólo agente y paciente coinciden en nuestro caso sino que habrá que distinguir en nosotros incluso una insólita potencia rebelde que juega a decirse no a sí misma. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando un músico como J. Cage compone una obra de puro silencio titulada 4:33: nadie que no fuese un músico podría hacer de ella una composición musical, dado que es sólo porque Cage sabe componer que puede darse el lujo de sentarse al piano con el dedo en alto durante cuatro minutos y medio.

Para graficar este específico modo de la potencia de los seres humanos, G. Agamben se sirve entonces de una descripción de las facultades sensoriales e intelectuales como ver, escuchar y pensar, para ejemplificar que cuando no están propiamente en funciones (y no se actualizan), no por ello están bloqueadas sino, mas bien, anestesiadas. Si no hay luz, vemos las tinieblas; si no hay sonidos, escuchamos el silencio; si no pensamos en algo, pensamos lo no pensable. Y ello es, según Agamben aunque siempre en línea con Aristóteles, justamente lo que nos hace humanos: poder, de alguna extraña y paradójica manera, la propia impotencia.



3- Kusch no utilizó nunca la palabra ‘populismo’, pero toda la indagación sobre el estar americano no es otra cosa que recurrentes esbozos o derivas para desarrollar, especialmente en sus dos últimas obras, los elementos característicos de una lógica popular. No una lógica de 'lo' popular, precisamente, como si el pueblo fuese para ella un objeto más de estudio, sino mas bien popular a secas: de allí la originalidad de un pensamiento que asume como punto de partida el propio estar del pueblo.

En La Negación del Pensamiento Popular, Kusch se esmera en señalar entonces que si para esa lógica proposicional propia de la mentalidad colonial el sentido de la verdad responde a leyes apriorísticas, o independientes de la experiencia, para una popular en cambio la verdad toma un sentido ontológico pues se origina vinculada con las circunstancias. Lo popular se articula así como una específica forma de comprender esta vinculación y por lo tanto ya no a partir del ser alguien, sino del mero estar. Por eso es que las dicotomías analizadas anteriormente por Kusch entre el ser y el estar, o lo pulcro y lo hediendo, o lo fasto y lo nefasto, se subsumen en definitiva con la que tensa una mentalidad colonial y el pensamiento popular.

Mientras la mentalidad colonial se organiza en función de esa lógica formal en la que la verdad implica así una mera negación de la falsedad, la verdad ontológica, dice Kusch, resulta en cambio una totalización de mi ser a partir de la negación que me ofrecerían las circunstancias. Porque tanto si se realiza como si no, el vivir se manifiesta constantemente expuesto a la amenaza de su falsación en las diversas formas como ellas se opongan a su proyecto. Si la lógica proposicional de la mentalidad colonial establece entonces una discontinuidad neta entre lo falso y lo verdadero, una comprensión de la verdad a partir del mero estar, al revés, supondría una paradojal contigüidad con su propia falsedad. "Maíz o maleza" es la disyuntiva de cuyo equilibrio la lógica popular hace su elemento. 

Todo lo que lleva implícito el pensamiento popular, parece rondar sobre un eje que evita apoyarse en un fundamento último y admite siempre, por lo tanto, al tercero excluido. La negatividad que Kusch atribuye entonces a lo americano es esa que niega lo dado a nivel perceptivo para apuntar con ello al trasfondo humano, entrando así a un campo de indeterminación. El crecimiento de un determinado proyecto no representaría por eso un proceso de concientización basada en el progreso de una idea determinada sino, en resumidas cuentas, de nuestra voluntad de vivir. Pero ésta es una conclusión a la que se llega sólo cuando entendemos al proyecto de vida liberado de la carga de sostener un ser para los demás. 

Cuando lo popular se asocia con algo distendido o lábil y se reduce así a la ‘mera opinión’, domina el prejuicio de esa lógica proposicional que toma a la contradicción como algo peyorativo. La negación del pensamiento popular se embarca por eso en defensa de la opinión como el ámbito más propio del estar para recordarnos que la supuesta falta de rigurosidad que se le adjudica delata a una mentalidad como la colonial para la cual el único orden seguro es el ámbito de la realidad. Porque el rechazo de la razón a lo aparente de la opinión, por un lado, y su preferencia de lo esencial, por otro, se da sólo en tanto y en cuanto la razón rechaza lo contradictorio creyendo así poder olvidar definitivamente al caos.



4- La validez de un juicio en el pensamiento popular no radica en sí mismo sino en la intersección misma entre lo afirmado y lo negado: en esa área vacía, lo que aparece ya no es un conocimiento sino un operador seminal. Un operador seminal, insiste por ello Kusch, es un pensamiento propiamente mandálico, en el que los elementos conscientes pasan a un segundo plano y se destaca en cambio el plano que no dice nada en concreto pero que está cargado de significación: ahí las denotaciones tienen un carácter de revelación, y rozan lo sagrado.

Si se piensa es para abordar lo emocional: no al revés. Por eso el pensamiento popular no ve nunca cosas, sino propiamente significados. Sería incomprensible una aprehensión de lo sagrado, concluye Kusch, sino sobre esta puesta en suspenso del carácter empírico de las cosas y la transformación de sí mismas en símbolos. La emocionalidad se muestra así como una fuente energética por excelencia al brindarnos una verdad para decidir cursos de acción. Mas la palabra cargada de sentido simbólicoobviamente, carece de esa univocidad de sentido que aduciría la de la conciencia, ya que la opinión no somete nunca el juicio a su verificación sino que deja librada la fuente de decisión al área emocional. 

Tanto la opinión como la emocionalidad son algo por lo que uno se deja llevar. Por eso mismo es que a la emocionalidad no la rige, entonces, la lógica formal sino la del estar, y lo que cuenta no es ya salvar la distancia entre uno y el mundo sino aprender a discriminar entre lo fasto y lo nefasto, que son los operadores seminales para cargar de sentido en definitiva al mundo. En lugar de regirse por el principio de no contradicción, los operadores seminales sirven entonces para brindar un sentido que sólo puede instalarse y ofrecer una indicación para la acción cuando se supera la contradicción con una tercera posibilidad.

Lo propio del estar resulta expresado entonces por la lógica de la negación porque para ella el sí de un proyecto está sometido incondicionalmente al arbitrio de los dioses, los cuales inevitablemente pueden decir 'no'. Las cosas, dice Kusch, llevan por eso siempre algo así como "un no colgado al cuello". Porque no podemos existir si no convertimos nuestro existir en proyectos, pero nuestro vivir está montado sobre dichos proyectos y de manera simultanea sobre el supuesto de que su realización pueda resultar siempre imposible. El propio proyecto supone estar, entonces, envueltos siempre en la falsedad que corresponde a las circunstancias. Todo lo que hagamos lo hacemos a partir del temor de que no sea posible. Y en eso consiste propiamente el estar.

Estar, en definitiva, no es otra cosa que ser parte de la marcha de Dios sobre el mundo. Y lo sagrado, por eso, no es sino estar abrazando al caos. De manera que el desafío implicado en descolonizarnos pasa entonces por reemplazar la concepción de un Creador separado de nosotros mismos y comprenderlo sobreviviendo, como nosotros mismos, con el vacío. Y si el estar resulta una modalidad pasiva para la mentalidad colonial es sólo porque la mentalidad colonial parte de un prejuicio limitado de lo que significa actuar: en realidad, el estar se encuentra en plena actividad montado sobre el vacío, en una convivencia plena con el misterio recorriendo impávido su camino interior en la huella del diablo.



4- La impotencia es un término que, en lenguaje corriente, resulta una condena y prácticamente remite a un insulto: sinónimo de no poder, se utiliza casi en exclusiva referido al ámbito sexual. Cuando Aristóteles y Agamben hablen de ‘impotencia’, sin embargo, nunca se refieren con esa palabra a no poder actualizar algo sino, mas bien y al contrario, a un extraño poder: un poder-no.

Para comprender el tipo y el alcance del poder-no es preciso tomar nota que la potencia no se confunde sin mas con el poder, es decir, que hay una parte suya que se sustrae al poder mismo. Potencia no es lo mismo que poder. Por eso es que la impotencia no significa para Aristóteles y Agamben no poder directamente, sino otra cosa muy distinta. ¿Qué nombra para ellos la impotencia?: en principio, podría decirse que alude al hecho de que no es lo que podemos o lo que no podemos lo que define nuestra vida sino, mas bien, la manera como encaremos lo que podamos y no podamos.

Cundo suponemos que pasar a la acción consiste actualizar simplemente una potencia, la potencia como tal desaparece. Pero si entendemos el pase a la acción como una negación de la impotencia, la propia potencia-de-no está lejos de desaparecer cuando pasa al acto: lo que se agota es el poder, pero el poder-no permanece intacto. Y esta manera de entender el pase a la acción mediada por la impotencia, si bien resulta una clase de poder se trata así, entonces, de un poder sin sujeto.

Agamben señala que sería equivocado atribuir a la impotencia algo así como el fundamento de la libertad, dado que

La cosa es que me respondió que el poder radica en esta ontología en la capacidad de elegir no actuar, con lo cual, evidentemente, la relación que una ontología negativa suponga tener con una política por venir resulta para mí, al menos, practicamente nula, ya que no me imagino a Bartebly pensando cómo ser con los demás ni mucho menos preocupado por cuestiones públicas. Quizás me equivoque, pero el caso de este personaje de ficción me resulta interesante sólo como un caso extremo de algo que, para dar cuenta de cómo lo político puede pensarse desde una ontología negativa, confunde innecesariamente.
Yo al menos interpreto que la conexión consiste en el modo como la impotencia asumida tiñe la forma como concebimos pasar a la acción. Habría así dos políticas: la de la soberanía utilitaria schmittina y la de la soberanía de batailleana. El mérito de Agamben es dar cuenta de la original concepción de la soberanía batailleana como una reflexión de la potencia de no sobre sí misma, con lo cual queda claro me parece que la cuestión no es nunca elegir no actuar (porque así nos quedaríamos en la subjetividad tradicional) sino de un actuar mediado por la impotencia.

sábado, 19 de abril de 2025

NUEVA BUENA NUEVA

 




Si hoy la política está fuera de moda es algo que puede tomarse precisamente como eso: una moda. Pero si de la moda en general cuestionamos tan sólo su celeridad y falta de fundamento, en este preciso caso nos quedamos cortos. Porque volver a hacer de la política una moda no sería hoy día verdadera noticia. La apuesta del siglo es, al contrario, resistir la tentación de convertir a lo nuevo en otro artículo de consumo, por lo cual se propone repasar aquí la meditación de J. Derrida sobre el mesianismo y lo mesiánico.




1- Los argentinos tenemos una frase lapidaria para señalar a quienes buscan mejorar o apenas agregar algo nuevo a lo que el uso repetido ha consolidado y garantizado: “¿Qué buscan inventar?: si ya está todo inventado…” Pero en lugar de rendirnos con ella a su aparente resignación a lo dado, al pronunciarla dejamos mas bien entrever que un verdadero cambio no consistiría una simple mejora de lo existente sino un completo arrancar de cero, repartiendo y dando de nuevo.

Algo de ello ocurre, por ejemplo, cuando en este cumplido primer cuarto de siglo nos detenemos a observar que la democracia se desmorona y todo lo sólido se desvanece en el aire. Porque entonces constatamos que no hay nada auténticamente nuevo bajo el sol en tanto todo esto resulta, mas bien, la crónica de una muerte anunciada. Y si hoy resulta tanto más sencillo imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, no es porque nuestra capacidad para la esperanza haya muerto sino, al contrario, solo porque lo nuevo hoy exige asomarse a un abismo.

Nuestra época fuerza a reflexionar por la naturaleza de lo nuevo: de dónde viene, en primer lugar, pero sobre todo en qué y cómo se diferencia de lo viejo. Obviamente, tampoco sería ésta una reflexión propiamente nueva: comienza ya en el Renacimiento como una valoración de la antigüedad clásica en contra del oscurantismo feudal, y se retoma a comienzos del pasado siglo como una puesta en cuestión de la Modernidad para extremarla y resolver sus contradicciones.

La novedad que este siglo presenta es volver a pensar lo nuevo sin vestirlo, esta vez, ni de una recuperación de lo clásico ni de una superación de las contradicciones de lo actual. Se trata en nuestro caso, por lo tanto, de un verdadero repartir y dar de nuevo propiamente inhumano, pues consiste en dejar de concebir a lo nuevo como una venganza contra lo viejo para comenzar a entenderlo como un gesto mesiánico de apertura incondicional. Y si dicho gesto califica como inhumano se debe a que supone un acto de resistencia a la pregunta qué hacer, que es la más tradicional de la política, para descubrir así en la espera como tal una auténtica forma de emancipación.



2- Antes y al comienzo de nuestra Era, el mesianismo había introducido una verdadera novedad al ofrecerse como una sujeción relativa a las normas sociales y, por lo tanto, como una forma de resistencia basada en una aceptación de las leyes del Cesar siempre y cuando no fueran incompatibles con las de Dios. Pero tanto la promesa de un Reino Celestial como de un Salvador, si bien desplaza la propuesta de una mejora de las condiciones de vida por medios humanos, hicieron del mesianismo todavía un dispositivo que, en su resistencia misma al statu quo, resulta funcional aún a una instrumentalización técnica del mundo.

Si hoy queremos pensar lo nuevo debe ser radicalmente nuevo: no algo que simplemente por su contenido reemplace a lo anterior, sino algo que en la forma misma de presentarse ofrezca una modificación sustancial respecto de lo que venga a reemplazar. Es por esto que J. Derrida considera relevante mantener la forma de la mesianicidad como estructura de no conservación de lo dado y apertura incondicional quitándole, sin embargo, el contenido más propio al mesianismo tradicional, es decir: sin promesa y sin salvador.

La dificultad principal de una mesianicidad sin mesianismo no se reduce a ofrecerse como una paradoja de orden meramente lógico sino que, antes bien, consiste tener que justificar o demostrar una necesidad de no conservación que confrontaría con toda idea instalada de la economía pero daría pie, a su vez y sólo así, a algo radicalmente nuevo. ¿Existe acaso en el hombre un impulso deconstructor semejante, capaz de negar lo dado ya no como un medio para un determinado fin, ni tan siquiera como un fin en sí mismo, sino como un simple medio que se sostuviera sin finalidad alguna?

Es evidente que tal impulso innato no existe, pues por algo la humanidad está en las condiciones como está. Pero si hubiera que darle un nombre, por supuesto, no podría ser otro que el del amor. Y se trataría de un amor por deber cuya apertura incondicional supondría, precisamente, un decidido gesto de resistencia ahora contra lo nuevo concebido como algo a conquistar, porque ese y no otro es el trillado y ya comprobado modo en que lo nuevo se vuelve viejo desde que, en su propia manera de proponerse, se confiesa viejo en sí mismo.

Según Derrida, este dejar venir a lo nuevo implica una preparación para recibir lo completamente desconocido. ​No se trata nunca por lo tanto de una pasividad total, sino de una nueva concepción de la acción política que habilite el advenir sin intentar controlarlo o anticiparlo. ​Y como dicha apertura requiere una desconstrucción de las estructuras y convenciones que normalmente regulan y limitan la invención, este permitir el advenir de manera auténtica y no predefinida supone en definitiva un acto de resistencia. ​

Dejar venir a lo nuevo significa un mesiánico estar dispuesto a aceptar la alteridad en su plena diferencia, sin reducirla ni un instante a lo ya conocido o ya esperado. ​Y se convierte en un incansable acto de acogida, entonces, que reconoce la singularidad de lo nuevo y su capacidad de transformar y enriquecer nuestra comprensión del mundo. ​

Esta mesianicidad sin mesianismo no resulta sin contenido, sin embargo, sólo porque hoy hayamos perdido toda esperanza, sino al revés: perdimos toda esperanza por no saber que ella se sostiene propiamente de la nada. Y si bien es muy probable que, en el siglo primero de nuestra Era, la buena nueva que difundían los discípulos de Jesús de Nazaret tuviera esta misma estructura desfondada que atribuye Derrida a la fe verdadera, con el paso del tiempo fue ganando la idea de que el Reino de Dios era una cuestión de las almas en las que el cuerpo no estaba por consecuencia implicado y todo, a partir de entonces, se tergiversó para siempre. 

Las condiciones en este siglo están dadas por lo tanto para transmitir una nueva buena nueva: no hace falta creer ya en algo para poder creer.




sábado, 5 de abril de 2025

EL ARTE DE LO POSIBLE

 




El Justicialismo es un movimiento. Lo que ello signifique exige una redefinición constante que estos años tenemos el privilegio de asistir en tiempo real. Pues lejos de representar una circunstancia adversa, la apasionante interna que libran hoy nuestros conductores es el mejor síntoma de salud que un movimiento podría desear. Y para poder dimensionarlo, en esta nota Tort propone actualizar nuestro compromiso personal con una reinvención de la política que, abrevando en pensadores iniciales como Heráclito y Parménides, llega y desemboca en la propuesta deconstructiva de J. Derrida.


1- Si no sólo la Argentina, sino el mundo entero se debate en el s. 21 ante una feroz crisis política, ello se debe menos a la velocidad de un reordenamiento geopolítico y el alarmante crecimiento de la derecha que a no desear todavía, mas bien, poner valientemente en cuestión todo lo tenido tradicionalmente como verdadero. Y en Argentina, como en cualquier otro país del mundo, precisamos interpretar entonces nuestros problemas desde esta perspectiva global y epocal si realmente queremos pensar la cosa más allá de esos mezquinos análisis que sólo saben señalar con el dedo luchas de egos para no resolverse a enfrentar, en cambio, lo que profundamente nos pasa.

El Justicialismo no es sólo un partido político, sino un movimiento, precisamente porque surge y parte de la constatación de que la civilización se encuentra ante una crisis que no es sólo económica sino, fundamentalmente, de orden cultural. Y si bien esto es algo que al calor de las urgencias cotidianas parece haber sido relegado al cajón de los recuerdos, aún así resulta siempre esa fuente - para nuestros contrincantes inexplicable - de donde mana la potencia de una propuesta como la nuestra que, a pesar de tantos avatares a lo largo de nuestros ya flamantes 80 años, mantiene obstinadamente sin embargo su vigencia.

El Justicialismo es un movimiento y no sólo un partido político porque, en última instancia, lo anima el sentimiento de que la política misma, habiendo dejado olvidado un tesoro en el camino, precisa reiniciarse. Pero para acercarnos a un pensamiento del inicio necesitamos desaprender los valores más caros a la cultura política heredada y asumir una disposición en cierta manera antifilosófica dado que, al menos en Occidente, hemos definitivamente perdido u olvidado, a partir de Sócrates y Platón pero sobre todo de Aristóteles, la por entonces seguramente feroz aunque prolífica sospecha de que el pensamiento mismo fuese, para decirlo de entrada y sin vueltas, el peor enemigo del hombre.


2- Ante la idea tan instalada actualmente de que la humanidad ha logrado un status superior gracias a su intelecto, como esos bichos que se inmolan ante una fuente de luz ahora nos resulta muy difícil suponer otro origen del pensar que una civilizada y políticamente correcta explicación no mítica de la realidad. Pero sin duda hay que dar precavidamente lugar, también, a la humilde hipótesis de que el pensar, en los inicios de la civilización, fuera y tuviera como único y verdadero objetivo intentar rescatar al ser humano, al contrario, de esa suerte de expulsión del edén que para los humanos representa portar el lenguaje y ser conscientes.

Si fuese así realmente el caso, habría que leer en sentido totalmente inverso, en consecuencia, esa tradicional separación entre opinión y ciencia que, ya desde Heráclito y Parménides, marcara a fuego todo eso que hoy conocemos como 'filosofía'. Esa altanería que trasunta ya en los pensadores iniciales no tendría así nunca como fundamento elevar al ser humano por encima de su naturaleza. Y cuando califican a quienes no comprenden como son realmente las cosas de meramente ‘mortales’, en el caso de Parménides, o de ‘dormidos’ en el de Heráclito, sólo señalarían de esta forma la trampa que la civilización nos estaba tempranamente entonces tendiendo y en la que, finalmente, sin duda ya caímos.

Aún cuando la filosofía comienza canónicamente a contarse a partir de Sócrates, y todo lo anterior caratula académicamente así como ‘pre-socrático’, no se debe sin embargo a que Sócrates, por supuesto, haya sido especialmente responsable de algo nuevo. Mas bien, si con él marcamos el comienzo de una época es porque expresó a cabalidad la situación en la que desde entonces se encuentra la humanidad. Pero de ninguna manera permitiría eso asegurar que los pensadores iniciales habitaran sin embargo aún a sus anchas en esa suerte de paraíso griego que llamamos ‘physis’ y malamente traducimos como 'naturaleza'.

La imagen de unos pensadores que vivirían, prácticamente desnudos, recibiendo en su reino de inocencia variopintas cosmogonías telepáticamente es la que domina todavía hoy la idea que tenemos del origen de la filosofía. Pero si seguimos al pie de la letra esta imagen idílica perdemos lastimosamente de vista que, acercarnos a los pensadores iniciales - ahora sin el ya de por sí prejuicioso mote de ‘presocráticos’ -, requiere de nosotros tomar en consideración que ese supuesto reino de inocencia original habría terminado incluso también para ellos aún cuando, todavía, quizás no fuera definitivamente olvidado, o al menos no tanto, ni en forma tan masiva.

El carácter esencialmente polémico del filosofar, que en definitiva apunta a un especial compromiso para con la verdad y un respectivo rechazo de la falsedad, en los pensadores iniciales podría no haber tenido nunca como fuente de inspiración, tal vez, esa herramienta de comprensión y cálculo que habitualmente toma al mundo como materia y hoy asimilamos irreflexivamente y sin mas al pensar como tal. Pero atreverse a la necesaria puesta entre paréntesis de esta tradicional actitud técnica, adoptada sin pudor por la mayoría de los intelectuales hoy día hasta con el presunto pensar, supone afrontar un desafío prácticamente inhumano: recuperar vivencialmente ese período histórico de transición sin par durante el cual la civilización ya había conseguido domesticar al hombre sin haber logrado que dejara de escuchar totalmente, aún, la terca vocación por la intemperie.

Antes que la ignorancia misma o el falso saber, el pensar inicial pareciera haber tomado como antagonista a la propia polis, en consecuencia, y esa falta de claridad que le atribuimos a su legado no se debería entonces tanto a lo que tematiza como a una motivación, mas bien, que hoy estaría así por completo fuera de nuestro socrático universo intelectual. Lo cual tampoco significa que por ello haya que atribuir a la polémica original una vocación directamente anti-política, por supuesto, a menos que consideremos que la palabra ‘política’ sólo pueda tomar el restringido sentido de ‘administración de la polis’. Y dar lugar a esta posibilidad exigiría de nosotros ahora, por parte de quienes nos atrevemos sinceramente a participar de una reinvención de la política, sintonizar primero el sentido fundamental y preciso que, en los pensadores del inicio, haya tenido entonces un pensamiento de la escucha antes de convertirse fatalmente técnico.

Si la afirmación incondicional de ese otro de la política como tal fuese sin embargo encarada sólo como un método, estaríamos aún dentro de un clásico paradigma moral. Pero hoy la política precisa reinventarse debido precisamente, en gran parte, a que permanece desde su nacimiento presa de la perspectiva para la cual el otro necesitaría supuestamente ser incluido, integrado y reconocido como miembro de lo mismo. Y es esta misma soberbia del fundamentalismo político lo que luego mantiene, y refuerza como nunca hoy en día, la aparentemente insalvable grieta entre colectivismos e individualismos que, en definitiva, no son sino dos formas de inclinarse dócilmente a la identidad.


3- Cómo es que realmente ocurre una afirmación incondicional del otro para que ella no resulte de lo mismo hacia el otro, sino en cierta forma a la inversa, es lo que J. Derrida, de manera recurrente y explícita, reflexiona específicamente en un artículo como “Psyche, la invención del otro”. Allí queda ejemplarmente expuesto que el mayor problema de una reinvención de la política es esta cuestión de la afirmación como tal que, dicho sea de paso, no puede ser propuesta metódicamente sin riesgo de traicionarla. Pues, ¿de qué afirmación consecuente estaríamos propiamente hablando si ella parte todavía de lo mismo, y no proviene ya de lo otro? 

La invención resulta sinónimo de deconstrucción, y abordar la problemática de la invención, al mismo tiempo, supone tematizar la deconstrucción porque todo indica que de ella no se pudiera dar cuenta mas que dejando que resulte hablada por eso mismo que ella no aborda sino bajo la forma de la escucha. O lo que es lo mismo, de una afirmación 'del' otro en la cual es el otro quien protagoniza. Porque, aun cuando el propio término ‘deconstrucción’ parece privilegiar una instancia negativa al poner en cuestión una estructura conceptual asentada rígidamente en identidades y esencias, la deconstrucción no sería tal si no implicase, al mismo tiempo, un carácter propiamente inventivo al romper siempre, y de manera inevitable, con el orden de lo posible.

Lo que entra dentro del orden de lo posible es lo que el otro hace temblar, ya que lo posible permanece como una instancia derivada de un orden previo que, aún cuando latente y en potencia, pueda servir al actualizarse de fundamento y razón explicativa. Lo imposible, en cambio, reserva esa caracterización precisa debido a que irrumpe abriéndose paso para romper con el orden establecido sin fundamento ni razón alguna. En lugar de parecerse a lo que todavía no es pero puede y deseamos llegue a ser, desde este punto de vista lo imposible mas bien es prácticamente lo contrario: lo que ya es, pero de lo cual no tenemos noticia alguna de qué se trata ni de si podría llegar a ser.

Dado que, por definición, 
lo imposible está del lado de lo inconmensurable e imprevisible, no resulta algo que tampoco podamos propiamente pedir: es lo que sólo se puede escuchar, al revés, porque viene inevitablemente de parte del otro. Pero este dejar ser a lo imposible no supone una actitud pasiva sino, todo lo contario, del mas completo y absoluto compromiso con lo posible. Pues sería confundir totalmente las cosas suponer ahora que una reinvención de la política aboga por una prescindencia de toda práctica tradicional a favor de la igualdad y la justicia.

Hacer de la afirmación del otro una pura escucha de lo imposible desconectada de la realidad sería caer otra vez, insensiblemente, en un reduccionismo metafísico. Que la política precise reinventarse no supone abandonar de ninguna manera la política actual, entonces, pues el fundamentalismo político no es algo que pudiese ser efectivamente superado, de un día para el otro, y relevado a la prehistoria de la humanidad. Al revés, la deconstrucción comprende a lo imposible asediando constantemente a lo posible, y es por eso que tal vez la única novedad, o lo que marca la diferencia de una reinvención de la política, consista más bien en el arte de lo posible que sólo habilita y hace realmente efectiva una apertura incondicional a lo imposible.

La conocida frase de que la política es el arte de lo posible, acuñada por Aristóteles y replicada por Bismarck y Churchill, era para estos tres clásicos representantes del fundamentalismo político sólo el arte de cómo permanecer siendo eternamente lo mismo, pues la política en su caso se limitaría a ofrecer así la mejor combinación de elementos dentro de lo que determinado orden ofrece. Pero el arte de lo posible en clave deconstructiva no responde en absoluto a esta lógica del mal menor. Mas bien, y a la inversa, consiste el juego de acompañar y subirnos al movimiento que lo imposible imprime en lo posible cuando romper con lo establecido ya no es siquiera un deber moral, sino la forma de hacer un arte de nuestra propia vida.


lunes, 24 de febrero de 2025

EL RAYO GOBERNADOR

 





1- M. Heidegger dicta 
un seminario en plena guerra mundial que, con el pomposo título de “El inicio del pensar occidental”, no es sino un largo comentario sobre apenas dos fragmentos de Heráclito: el 16 y el 123. Hoy este seminario aparece editado como la primera de dos partes de la extensa obra que se intitula, como si con ello sólo bastase, lisa y llanamente Heráclito. El amor por la sabiduría es leído allí como una curiosa amistad de lo por pensar que no parte sin embargo como una decisión de los pensadores mismos sino que, al revés, resulta donada desde ese propio por pensar. Y como esto sería algo que en los pensadores iniciales destaca de modo especial, el desafío que Heidegger encara es el de experimentar al menos algo de ese singular inicio.

La dificultad principal que aparece en relación con propósito semejante consiste, aunque mas no sea metódicamente, cómo salirnos en primerísima instancia de ese paradigma propio de la metafísica como tal – pero que puede asimilarse al del espíritu occidental pues, en definitiva, es el de la técnica 
sin mas - por el cual el ser resulta pensado en ella como participio y no mas como verbo. El ser en tanto participio es el ‘sido’ y, como tal, resultó concebido así por Platón y Aristóteles como la instancia de donde procedería todo lo que es, es decir, como aquello a lo que debería su razón de ser cada cosa que es. El ser se convirtió así, a partir de entonces, en lo que supuestamente desde se funda todo lo que es y, por tanto, lo que él en definitiva simplemente ya era. 

El olvido del ser que Heidegger denuncia consiste el olvido del carácter verbal del ser, o sea: como tiempo. Este olvido del ser temporal que, como la physis, surgía a partir de sí mismo, fue lo que llevó a Occidente a pasar desde entonces de manera violenta, sin pudor ni reparo alguno, por encima de todo lo que es. A dicho traspasar fue lo que se denominó propiamente meta-física, por consistir precisamente un ir mas allá de la physis. Y al seguir a Heráclito lo que Heidegger pretende es recuperar, ni mas ni menos, la olvidada experiencia de la physis.


2- El prerrequisito de un ser considerado en términos temporales está en íntima relación, para Heidegger, con su ocultamiento. Dicha noción – ‘cripteszai’ en griego - operaría como la clave en la cual se desenvuelve el pensar esencial y, a partir de la cual, sería indicado intentar acercarnos en consecuencia al inicio. Una vez identificada dicha noción, es imperioso sin embargo no caer en la trampa por la cual el ocultamiento resultaría sólo lo que al entendimiento le resulte un desafío llegar a conocer. Porque en el caso del ser, tanto como en el de la physis, el ocultamiento en cuestión no resulta un término gnoseológico sino ontológico: es la misma physis la que, según el propio decir de Heráclito en el frag. 123, da su favor al ocultamiento.

Pero dar cuenta del sentido por el cual la physis da su favor al ocultamiento quedaría completamente desvirtuado si primero no distinguimos la acepción que el término ‘physis’, en sí mismo, tomó para el pensar inicial. Y Heidegger se expresa enfáticamente en contra para ello de su traducción habitual por ‘naturaleza’ dado que, aún tomando ‘naturaleza’ como sinónimo de ‘vida’, el prejuicio habitual contemporáneo de creer que la vida y la muerte resultan aspectos diferentes y opuestos nos impediría conectar su específica esencia. Ni sujeto ni objeto, la physis ante todo no es un ente entonces sino aquello, de acuerdo a lo cual, todo algo definitivamente resulta siendo.

Traduciéndolo a partir del criterio temporal del ser, Heidegger propone que el término ‘physis’ sea interpretado e definitiva como ‘un puro surgir’, es decir, como un surgir tal que no puede ser jamás representado puesto que no expresa un surgir de algo determinado sino, antes bien, el modo mismo por el cual simplemente algo se da. Por último, aunque no precisamente en orden de importancia, para una comprensión esencial de ese frag. 123 que enigmáticamente reza “physis cripteszai filei” (la physis ama ocultarse) Heidegger propone revisar el significado de la conocida palabrita ‘filei’. Y recién dilucidando los alcances de este término 
será como la sentencia en cuestión comienza, para él, a despuntar cierto sentido.


3- La insistencia de Heidegger sobre la importancia de no asimilar la teoría de los contrarios heraclítea con la hegeliana está en realidad adelantando el supuesto fundamental de su argumentación, dado que la forma esencial de interpretar una relación entre el surgir y la ocultación – o entre la vida y la muerte - no consiste una oposición entre dos modalidades, cerradas cada una por sí a la otra, que luego alcanzarían un estado supuestamente superior donde se contenga la negación suprimida. En el caso de Heráclito, para Heidegger ocurriría justo al revés: el surgir directamente ‘es' la ocultación, y viceversa.

La especial dificultad que ofrece semejante paradoja resulta encarada por Heidegger a partir de una hermosa reflexión sobre la ‘filia’ que resalta como la perlita en este seminario pues en el desarrollo de su solución, prácticamente deconstructiva, da la impresión de estar leyendo a algunos de los mejores representantes contemporáneos de la reflexión sobre la comunidad. Y por supuesto que no podría ser sino de esta manera, dado que ni J-L. Nancy, ni J. Derrida, ni G. Agamben, por mencionar sólo a los tres más relevantes, retacearon nunca su enorme deuda para con él.

Ya al comienzo de su seminario, y a propósito de su propia comprensión de la filosofía como tal, Heidegger señaló que la amistad con lo por pensar no podría ser atribuida al propio pensador, identificándose con el carácter del pensar de los inicios que se constituía como una palabra de la escucha en la que lo por pensar mismo asumía todo el protagonismo. Y de la misma manera, esa amistad (filei) entre el surgir (physis) y el ocultamiento (cripteszai) , dice Heidegger ahora que debiera ser leída, en consecuencia, como el favor que otorga a lo otro de sí la esencia misma que él en todo caso ya tiene.

Así como la physis no es sinónimo de naturaleza, también es indispensable evitar antropomorfizarla: no es ella quien decidiría cederle lugar al ocultamiento. Por eso la extraña expresión ‘dar el favor’, con la que Heidegger traduce ‘filia’ en el frag. 123, pretende mostrar de esta manera que ese favor mutuo entre las dos instancias no partiría en realidad de ellas en sí mismas sino, al contrario, del propio favor como tal. Lo uno favorece a lo otro, dice Heidegger, pues dicho favor no resulta algo externo o extraño al surgir y al ocultamiento sino que es la propia intimidad de la simple diferenciación.

Apenas nacemos, empezamos no sólo a vivir sino a morir. Y el surgir se esencia ocultándose, para Heidegger, por el mismo motivo que lo contrario de la vida no es la muerte, sino no haber nacido.


4- En 1934, faltando nueve años todavía para que dictara Heidegger su seminario famoso sobre Heráclito, había aparecido ya un pequeño y hermoso texto de E. Husserl que muestra lo que representa una fenomenología considerada por fuera del marco interpretativo hegeliano al intitularlo, de forma especialmente provocadora, “La tierra no se mueve”. Allí Husserl intentaba una inversión explicita de la teoría copernicana, considerada como eje de la cosmovisión actual, para introducirnos en una ontología del mundo de la vida.

Que ‘la tierra no se mueve’ resulta la percepción inmediata que todos tenemos cuando hacemos abstracción que, según aprendimos en la escuela, en realidad es ella la que gira alrededor del sol y en simultáneo sobre su eje con una rapidez desapercibida pero insólita. En forma paralela, que ‘el sol declina’ resultó luego para Heidegger la misma indubitable percepción que 
abre paso así, poniendo entre paréntesis el conocimiento por el cual ello es apenas un efecto del propio movimiento de la tierra, a una nueva concepción de la verdad como des-ocultamiento.

‘Declinar’ es una palabra que no significa simplemente pasar desde el ser al no ser. Porque así como decimos que el sol declina en el ocaso, por ejemplo, y nadie supone entonces que declinando se aniquile, de modo griego esa misma palabra habría que interpretarla también, para Heidegger, como un mero y simple desaparecer en todo caso de la presencia, o mejor: como un ingresar en el ocultamiento. Lamentablemente, sin embargo, la expresión por la cual decimos que “el sol declina” resultó para nuestra cultura 
desde Copérnico sólo una ilusión óptica y, como tal, válida sólo para poetas.

Jamás podría acusarse a los fenomenólogos del s. 20 de negar los conocimientos de la ciencia, obviamente, porque ellos buscan acercarse a las cosas mismas sin prejuicios de ninguna naturaleza. ¿Qué están sugiriendo Husserl y Heidegger, entonces, con esta suerte de trasnochado terraplanismo filosófico?: que el ‘fenómeno’ propio de la fenomenología del s. 20 nunca es absoluto pues su mostrarse es tomado en el estricto sentido de su manifestación y, por lo tanto, sin que habilite lo más mínimo así a convertirlo en verdadero o falso.

Es una actitud fenomenológica semejante la que permite a Heidegger leer el fragmento 16 de Heráclito, con el que organiza su Seminario del ‘47, confiriéndole el sentido de un declinar esencialmente verbal que, al dejar de funcionar como un declinar de algo, descubre el auténtico cariz de un ser en cuya manifestación se incluye, paradójicamente, su propio ocultamiento. En qué modificaría ello nuestra forma de concebir tanto a nosotros mismos como al mundo y a la vida, y qué consecuencias prácticas traería recoger así el legado de los inicios del pensar, es una pregunta cuya misma respuesta quizás no es tan importante como el tipo de pensar que se formula a partir de dicho interrogante.

Sin forzar demasiado el riguroso análisis heideggeriano sobre Heráclito, resulta lícito y hasta casi obvio suponer que su elección del frag. 16, que reza “¿Cómo alguien puede mantenerse oculto frente a lo que nunca declina?”, consiste tanto el punto de partida para una interpretación del corpus entero de este pensador como, a la vez, una certera y decidida línea de ataque posible a la metafísica – y al pensamiento occidental en general - que parte de poner precisamente el foco en la cuestión esencial del indispensable declinar.


5- Con Hegel a la cabeza, la metafísica como tal representa para Heidegger esa modalidad del pensar para la cual, contra viento y marea, aquello que la filosofía piensa jamás puede contrariar a la voluntad de expresión, pues todo lo que es se supone así determinado por la voluntad de exteriorizarse y aparecer. Por este motivo esa ‘fenomenología’ dialéctica del s. 19, en el sentido específico que le dio el hegelianismo a este concepto, resulta el aparecer de lo absoluto, o mejor, de lo absoluto en tanto que quiere o busca revelarse y ser revelado.

Para los pensadores iniciales, por el contrario, no sólo no existiría una supuesta voluntad de aparecer, sino que ni siquiera puede asegurarse que lo que aparece pudiera ser para ellos un producto, precisamente, de tal voluntad. Por eso Heidegger insiste una y otra vez que no habría nada más alejado de la unidad de los contrarios que correspondería al pensamiento de Heráclito que la supuesta en la dialéctica hegeliana, y advierte que comparar a Heráclito con Hegel es justamente el peligro que debemos estar a toda costa preparados a evitar si es que, sinceramente, nos animamos a escuchar lo que los pensadores del inicio tengan para legarnos.

Resulta difícil, por supuesto, hablar de una violencia del pensar como la que denuncia Heidegger en la metafísica sin relacionarla con lo que, en ese verano del ‘43, estaba ocurriendo en Europa: los aliados habían comenzado el desembarco en Italia y, ante su exitoso avance en Europa, Hitler había suspendido la ofensiva en territorio ruso. Era ya entonces, obviamente, el comienzo del fin del sueño del Reich de los mil años.

Es imposible suponer que para Heidegger esos acontecimientos hayan sido solo eventos sin relevancia dado que sus alumnos tuvieron que escucharle entonces decir que “la cuestión no es saber si el pueblo alemán permanece siendo o no El pueblo histórico de Occidente, sino si ahora, con dicho pueblo, todo hombre de la tierra es puesto en juego y, en realidad, puesto en juego por el propio hombre”.

¿Qué relación tiene ese comentario, hecho como al margen en uno de los repasos que acostumbraban sus clases, con el tema del ser en cuestión?... No cabe duda que Heidegger está en ese momento minando una creencia y haciendo política al sembrar una sospecha. Pero es una digresión totalmente justificada, sin embargo, por la propuesta misma de una palabra como la que Heráclito propone y cuya esencia radicaría no sólo en carecer de modelos, sino en renunciar explícitamente a ellos como forma de lograr reconciliarse así con su propia indigencia.

Una cosmovisión postcopernicana, como la que los fenomenólogos del s. 20 propusieron, es básicamente una apuesta irrespetuosa e intempestiva: no la de volver al inicio, ya que eso a esta altura de la civilización resultaría más que absurdo, pero sí la de buscar y encontrar allí, tal vez, el arrojo necesario para poder volver a escuchar y quizás lograr responder desde nuestro presente, en cierta forma, el llamado de un ser que se manifiesta ocultándose. Porque en ello reside toda la cuestión: en recuperar la fragilidad propia de un mundo a la intemperie.


6- ¿Puede la política ser otra cosa que una administración de la sociedad? ¿Y qué cosa, en todo caso, sería esa política otra que no se redujera a meramente administrar?... Por el momento, y dado el estado actual de una reflexión intelectual dominada por el espanto, es obvio que esas son del tipo de preguntas que nos quedan demasiado grandes y que, sobre todo, resultan obviamente prescindibles a una población angustiada por la necesidad de hallar soluciones a problemas que exigen respuestas urgentes.

La filosofía se mueve más cómoda en otro ámbito, sin embargo, o por lo menos puede permitírselo sin pudor. Ella es, entre otras cosas, el ejercicio de una especialísima forma de convivencia. Y ejemplo cabal de esta forma de presentarla es un seminario dictado en 1970 por dos famosos asistentes y díscolos continuadores de E. Husserl: E. Fink y M. Heidegger. Que su posterior edición impresa se intitule escuetamente Heráclito permitiría tratarlo como tercera parte de otro seminario quizás más conocido que, con el mismo nombre, Heidegger dictara treinta años antes, pero la riqueza y vitalidad de esta coautoría genial hace que valga sin duda por sí mismo.

Leerlo hoy es tener el privilegio de un inédito work in progress del pensar. Nos remonta a esos hermosos y nunca más imitados diálogos platónicos cuando Heidegger, a pesar de ser técnicamente el invitado, asume para sí el lugar de maestro sin que a Fink, siendo él mismo por supuesto toda una eminencia, le moleste en lo más mínimo. Y lo prueba cuando, como cuenta el editor, pasa a buscarlo en coche cada semana religiosamente para asegurar su concurrencia.

Ya desde los primeros minutos de la primera clase, los roles están establecidos de esta manera. Como el propósito de Fink es leer a Heráclito tomando el hilo conductor de ese fragmento 64 donde se dice que a todas las cosas las gobierna el rayo, se preocupa en ofrecer un complicado análisis categorial de lo que pueda significar el todo de ‘todas las cosas’. Pero Heidegger constantemente señala que ese asunto se puede dejar para después porque lo urgente resulta indagar el sentido del ‘gobernar’, en cambio, que está allí en juego.

Heidegger propone relacionar el 64 con el fragmento 1, que dice que todo sucede conforme al logos y, de manera especial, en función del sentido que adquiere allí la palabra griega ‘ginomenon’, a la que traduce como ‘todo sucede’. Esa palabra, que tiene la misma raíz de ‘génesis’, alude para Heidegger a ‘movimiento’. Y, si bien para la Biblia el significado de génesis se relaciona con esa creación a partir de la cual todas las cosas surgen, queda por analizar cómo leerla en sentido griego.

La pregunta de Heidegger es qué tipo de sujeción sobre todas las cosas resulta legítimo en definitiva atribuirle al logos, tanto como al rayo, dado que para el caso son lo mismo. Pero Fink no está muy convencido con esa digresión; argumenta que ‘ginomenon’ aplica al movimiento interno de las cosas en lugar del que emanaría del logos, y como esa distinción es la que, precisamente, Heidegger intenta rebatir, con este debate asistimos en vivo y en directo a una suerte de teatro espontáneo donde los personajes mismos terminan escenificando justo aquello sobre lo cual argumentan: un gobierno lógico.


7- Está claro que el Heidegger que dialoga con Fink en 1970 no es el mismo del seminario del ’43: explícitamente nos aclara que prefiere no hablar mas del ser. Y por eso, aunque en definitiva lo anima la misma inquietud que treinta años antes, su cuestión en este momento ya no se formula ahora a partir del ‘declinar’ sino directamente, incluso contra la opinión inicial de Fink, indagando por la posibilidad de un gobierno sin violencia: ¿de qué modo el logos ilumina, como lo hace el rayo de noche, a todas las cosas?

El génesis en sentido griego no puede ser interpretado al modo bíblico o cristiano como lo ya devenido, dice Heidegger, sino como un llegar a ser, o un aparecer como presencia. Y es justo en la interpretación misma sobre la modalidad de este ‘hacerse presente’ en lo que Heidegger y Fink sustancialmente difieren: para Fink, el rayo está frente o enfrentado a todo lo que se muestra bajo su luz, y en definitiva su propia concepción sobre lo que el gobierno significa resulta gráficamente ilustrada, en consecuencia, por un timonel que ejerce el control de su nave.

Si bien lo que determinaría el fenómeno del gobernar siempre es para Fink el momento de la regulación violenta y previamente calculada, él admite sin embargo que, en el ámbito propio de los dioses, pueda darse una forma de gobernar no violenta. Y de esta manera quedan mucho mejor manifiestas la discrepancia del asunto entre ambos pensadores: para determinar si lo que une o gobierna a todas las cosas estaría en las cosas mismas o fuera de ellas, es preciso establecer primero y sobre todo qué tipo de hombre y qué tipo de conocer resultan ejemplificados por el logos y el rayo en el propio Heráclito.

Heidegger comparte con Fink que se lea a Heráclito a partir de una reflexión entre lo uno y el todo, y del tipo de relación que se da entre ambos. Pero él entiende que esa cuestión resuena con la cuestión política porque dicha relación puede ser tanto una de sujeción tradicional como una de tipo divino. ¿Resulta lícito suponer que en Heidegger existe así una apuesta, aún de manera indirecta y no explícita, por una comprensión de la política que no se restringe a la administración de los hombres?: si bien nada permite asegurarlo, nada impide tampoco hacer de su peculiar forma de entender la relación del logos en la physis una comprensión en espejo de como lo político haya podido ser concebido por Heráclito.

En cierta forma, la misión redentora que ya en el ’43 le atribuía al pensar de los inicios es muy parecida a la del ‘70. Entonces, representaba el intento de salvar a una civilización desorientada y rendida a la voluntad de la modernidad y su mezquindad espiritual. Ahora, sin embargo, el Heidegger de madurez parece haber profundizado su propia propuesta y, superando una formulación meramente negativa, se permite afirmarla como una decidida vocación por una política divina que mana del reconocimiento mismo que la civilización realice de su propio inicio.

Se esté de acuerdo o no con la forma como Heidegger interpreta a los pensadores iniciales, nadie puede sin embargo poner en cuestión que el interés inmenso que despiertan sus reflexiones y conclusiones resulta de la importancia fundamental que le otorga 
para nuestro presente a ese período de la civilización en ciernes. Y su intempestiva propuesta de considerar al inicio no como lo que estaría detrás, entonces, sino como lo que verdaderamente sostiene nuestro destino, resulta actualmente tan o mas atractiva incluso que cuando el propio Heidegger la planteara en vida, sin duda, dado que la desorientación mundial cada día que pasa y a ojos vistas es aún mayor.

miércoles, 29 de enero de 2025

LAS FUERZAS DE LA TIERRA

 





El pase a la ofensiva es un auténtico caballito de batalla de la teoría de la militancia. Propone que la acción política necesita ser reivindicada frente a quienes pretenden que con ella nos convertimos sin darnos cuenta en aquello  que en definitiva nos subleva. Pero dicha ofensiva tiene otra cara, o mejor su contracara, y es la de dejar el papel de víctima y comenzar a expresar nuestra nobleza. ¿De qué hablamos cuando hablamos de derechos?: distinguirnos es la tarea, y Kierkegaard ofrece una manera a través de su comprensión del amor.





1- 
La comunidad militante no se organiza a partir de una fe de tipo emocional sino justo soportando, valga la redundancia, que nada la soporte: ni ciega ni sorda, solo la sostiene entonces un específico silencio. El militante de esta forma comulgaría con algo de eso que para Kierkegaard califica a un caballero de la fe, y algunos elementos de su pensamiento reportan por eso hoy posibles respuestas sobre esa relación que, a un nivel personal que se confunde sin embargo con el pueblo mismo, mantenemos así con la esperanza.

Si la fe fuese un mero asunto del corazón, no se comprendería que se considere ejemplar a quien estuvo a punto de sacrificar a su hijo. Ese título de ‘padre de la fe’ que Abraham recibe en las Sagradas Escrituras justo indica, entonces, que en ella hay o debiera haber algo más en juego. Y en Temor y Temblor S. Kierkegaard desarrolla, en línea con esta sospecha, la idea de que la fe comporta, básicamente, una declaración de independencia de lo singular. Ese acto propiamente soberano sería lo que convierte al hombre de fe en un ser excepcional y, por tanto, en alguien para quien el modo de ser de lo general impacienta hasta la cólera.

El desafío y la noble aventura del caballero de la fe consiste mantener la frente alta ante ese choque tremendo que se da entre lo singular y lo general que lo lleva incluso al punto, como dice Kierkegaard en La Repetición, de permitirle a lo general asumir su predilección secreta por lo singular e incluso, al final, hasta ayudarle a tener que confesarla.

Por supuesto, un caballero de la fe nunca deja de comprenderse como un vástago del mismo tronco que lo general. El análisis de un ser excepcional como Abraham no puede tener como objetivo ensalzar entonces y sin mas al mero particular que él representa sino, mas bien, investigar a lo general desde una perspectiva a su vez excepcional. En esto consiste el asunto que palpita en Temor y Temblor, concluyendo que el silencio guardado por Abraham ante su esposa e hijo sobre el escándalo que él esta a punto de cometer necesita ser leído como la apuesta por un general de tipo alternativo que dejaría así de lado a la ética como principio. Porque a ello apunta en definitiva la enseñanza de Abraham: a una relación con la alteridad que no sea ética, sino básicamente espiritual.

El vínculo del silencio que soporta una relación de tipo alternativo no resulta un rechazo desconsiderado del patriarca hacia su esposa e hijo sino que, todo lo contrario, se manifiesta como el único propiamente amoroso. Claro que entenderlo cabalmente de esta manera requiere previamente un sincero replanteo teórico acerca de lo que el amor verdadero represente, asunto que Kierkegaard emprende exhaustivamente en una hermosa obra - firmada llamativamente esta vez con su propio nombre - donde escandalosamente mezcla, aunque no podía ser de otra manera, al amor y al deber.

Que una acción por deber no priva necesariamente al hombre de la posibilidad de explorar y desarrollar su intimidad sino que, mas bien al contrario, resulte condición indispensable para sintonizar ese silencio espiritual sin el cual el amor no pasaría de ser una mera expresión emocional, es quizás el aporte más rico de todo pensamiento de S. Kierkegaard. Y que sea ello algo insólitamente pasado por alto por la Academia en general, o al menos poco valorado, puede probablemente disculparse por la circunstancia de que el desarrollo de esta cuestión se encuentra en un voluminoso estudio de dos tomos cuyo contenido y lenguaje edificante, es decir, no rigurosamente académico, se titula Las Obras del Amor.

El tema de este texto no es tanto el amor sino sus obras, una aclaración por sí misma de filiación tácitamente kantiana que pone en evidencia su propósito: dar cuenta de las condiciones de posibilidad por medio de las cuales una acción puede ser o no reconocida como amorosa. Y así como, para Kant, lo que permite a una acción ser calificada técnicamente moral resulta no estar fundada en una inclinación personal, el punto de partida de Kierkegaard será, en forma parecida, que sólo podemos hablar del amor como obediencia a un mandato, es decir y por lo tanto, nunca como resultado de una predilección.

La definición ciertamente insólita del amor como producto de un deber puede, por supuesto, resultar sorprendente y hasta chocante para quienes se sientan intérpretes de las fuerzas del cielo, pero a Kierkegaard no se le pasa por la cabeza negar - ni mucho menos denunciar - la existencia de sentimientos de predilección sino que, antes bien, pretende mostrar simplemente que en dicho caso no estaríamos hablando de amor espiritual (ágape), sino de mero amor mundano (filia). De tal modo, la tarea que emprende en Las Obras del Amor - más allá de su especial circunstancia biográfica, citada hasta el hartazgo - es el primer intento serio de ofrecer un firme criterio de demarcación, no ya del ámbito práctico, sino del ámbito espiritual.



2- La máxima de un imperativo categórico del ámbito práctico resulta sin duda perfecta, tal como fuera enunciada por Kant, cuando la analizamos exclusivamente desde el punto de vista formal. La cuestión es que poder tomar a la humanidad como fin y nunca como medio tropieza siempre con una dificultad que, en los hechos, torna a dicha máxima impracticable: mientras el prójimo sea considerado como ‘otro yo’, en lugar del ‘primer tu’, nuestros vínculos permanecen inevitablemente ligados a esa desesperación que constituye la marca registrada del egoísmo. Y el amor necesita resultar inevitablemente un deber para que este ‘primer tu’ efectivamente reemplace de una vez al ‘otro yo’.

La máxima del imperativo categórico del ámbito espiritual reza para Kierkegaard de esta manera: ama a tu prójimo de manera tal que dicho amor no sea nunca desesperado. Es decir, que el prójimo no sea entonces ya ese ‘otro yo’ que deseamos nos libre de la soledad propia del silencio y nos complete, sino ese ‘primer tu’ de quien, si algo realmente esperásemos, sería que nos confronte al revés cara a cara con nuestro propio egoísmo. Aun cuando el antagonista que eligió Kierkegaard en Las obras del amor sea figuradamente el poeta, junto con su concepción romántica característica del amor, hoy es perfectamente aplicable una lectura de esta postura espiritual que más bien apunte a presentarse como una crítica, no sólo hacia el amor romántico sino, decididamente, a la forma misma como fue históricamente concebido el lazo social.

Que el amor resulte un deber es propia y acabadamente el escándalo que cuida la puerta del ámbito espiritual. Poder vivenciarlo de esta forma resulta por eso el desafío que dicho ámbito nos propone: aprender a convivir con ello. Pues que una vivencia pueda ser hija del deber, y que un deber pueda servir de elemento a una vivencia, resulta una paradoja que sólo se soporta amando ya que, en definitiva, en una transformación personal a partir del amor nos permitimos descubrir la profundidad de nuestra propia desesperación. El hecho de que el amor en sentido espiritual puede ser descripto como resultado de un deber tiene, entonces, una explicación de alguna manera bien sencilla, ya que las fuerzas de la tierra que lo animan suponen la firme resolución de apostar siempre, contra viento y marea, por la esperanza.

El amor por deber resulta la fórmula más propia del escándalo sólo para quienes desconocen, tácita o explícitamente, la naturaleza desesperada del yo. De la propia desesperación, lamentablemente, uno no puede hablar sin embargo de forma fehaciente y sincera hasta tanto no conoce simultáneamente la esperanza: ésta es la encerrona característica al ámbito espiritual y el motivo por el cual, por supuesto, no hay otro modo de acceder a él que mediante un salto.

Si la esperanza, dice Kierkegaard, consiste en apostar por la vida, la desesperación, en cambio, se empecina en la insolente negación de dicha posibilidad. Pero a quien ama y por eso no desespera le importa realmente muy poco si lo esperado se actualiza: en dicho caso no cabría hablar en realidad de esperanza, en sentido propiamente espiritual, sino del deseo y ansias propias de esa prudencia que es la virtud por excelencia de quienes sólo se interesan por la medida en que han visto cumplidas sus aspiraciones. Una mirada amorosa tal vez entonces pueda describirse como la aguda percepción de que el yo nunca es egoísta por definición, sino sólo porque y cuando carece de esperanza.

Resumiendo, el ‘otro yo’ se puede convertir en el ‘primer tu’ recién cuando una relación personal se alinea con el imperio de una esperanza que no es un arrebato emocional sino siempre la genuina expresión de las fuerzas de la tierra, pues si ella carece de razones es debido mas que nada a que aprendió a desconfiar del lenguaje y a recostarse con coraje en el silencio. Pero este vínculo hijo del silencio que Kierkegaard propone para poder discriminar si un acto remite o no al ámbito espiritual resulta así, en definitiva, uno que a la vez excede largamente una mera cuestión de conciencia y deslindaría, en cambio, las condiciones de posibilidad de un Reino de Dios.

El pensamiento kierkegaardiano se entronca así con el intento de toda una corriente filosófica actual que desde Bataille a Derrida pasa por Nancy, Blanchot y varios más, abogando por no magnificar de entrada y sin condiciones el hecho de estar juntos y poniendo en cuestión, en cambio, el modo por el cual tradicionalmente se ha entendido nuestro ser en común. Cuando leemos hoy a R. Esposito, por ejemplo, reflexionando sobre la comunidad como algo que no resulta una posesión sino un don, y que este don se da porque se debe dar ya que no se puede no dar, la referencia a S. Kierkegaard se torna hoy entonces, no sólo necesaria, sino un verdadero acto de justicia.

UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...