sábado, 8 de julio de 2017

MANIFIESTO ANARTISTA





¿Quiénes somos?

Cuando los filósofos se preguntaron si existía la verdad advirtieron que carecían de datos irrefutables para pronunciarse.  Así advirtieron que la verdad dependía del programa que hacía la pregunta en cuestión y por eso, desde entonces, la incertidumbre los acompaña  como un eco: se convirtieron en artistas.

Vano resulta intentar un discurso completamente sin supuestos. La filosofía  es un saber  con mayúscula logrando que ellos no nos gobiernen ya ciegamente.  Lo absoluto, sin embargo, parece siempre dársenos así de esta manera paradójica: renunciando negar nuestra naturaleza de seres mortales, comprendemos que lo que realmente buscamos,  más modestamente, consiste apenas aplacar la inquietud que produce entonces nuestra propia virtualidad.

El carácter relativo de una posición filosófica no disminuye para nada su importancia. Todo lo contrario, destaca su especificidad al reclamar un criterio de verdad diferente al de las ciencias cuya única cientificidad, o su exclusiva garantía de seriedad intelectual, reside en ser consciente de sí haciendo explícito sus supuestos. Y, así como el criterio de verdad de las ciencias consiste en corresponderse con la realidad, el filosófico, al no referirse sino a una realidad inteligible, se limita a presentarse como un todo orgánico.

Es difícil, por supuesto, orientarse en el espacio cuando se carece de orientaciones fijas. Pero tiene su costado divertido si nos hacemos transparentes. En última instancia, es lo que nos hace ser, como somos, pensantes, inquietos y absurdos. Porque de lo que entonces se trata es de analizar y comparar, infinitamente, virtudes y defectos de los diferentes modos de estar en el mundo. ¿Qué otra manera hay,, si no, de acercarse a lo ya renunciado?

La filosofía no fue nunca un discurso esotérico por pretenderse sin supuestos.  En tanto sistema, requiere de un conjunto de premisas interdependientes. Pero su verdad no se reduce a lo intelectual porque propone una coherencia virtual, es decir, una correspondencia entre lo pensado, sentido y hecho que, sabiéndose infundada, resulta creada entonces sobre la nada.

Por supuesto, hablamos  propiamente de 'filosofía' cuando esta inquietud se hace discurso para salir y abonar el terreno de lo implícito. Explicitar los supuestos, inevitablemente, resulta esencial. Pero  el filósofo artista aprendió la lección y no pretende alcanzar con ello una verdad última, independiente de su postura vital. Al contrario, experimenta que la luz al fondo del túnel brilla sólo al asumir su misma falta de fulgor.

Reflexionar sobre  la esencia del pensar es lo mismo que hacerlo entonces por la chispa que pone en movimiento algo que no resulta ajeno a nosotros mismos. Pensar, más precisamente, qué nos pone en movimiento. ¿Cartesianismo posmoderno?... Puede ser. Pero, sin este punto de partida, no se comprende en qué consiste el filosófico amor por la verdad.

Los universalistas esgrimen tanto el criterio de  verdad como correspondencia con una realidad objetiva a ser develada, como el dialéctico criterio que consiste en llevar la realidad a su plenitud. Los relativistas, sin criterio ninguno, combaten en cambio la creencia de la verdad sin más, a la que atribuyen una naturaleza ideológica y totalitaria. Sus respectivas posturas se elaboraran así en una mutua dependencia crítica que todavía las mantiene unidas, impidiéndoles advertir que no es tanto conocer sino cómo ser lo que debatieron históricamente.

Es obvio que estas dos escuelas hablan de cosas distintas. El rechazo relativista a la verdad surge de una tácita interpretación estética del pensar, cuya razón de ser no es tanto salir del error como de la propia sensación de falsedad. Su postura no es, entonces, meramente crítica. Pretende, no la deconstrucción de los discursos ajenos, solamente, sino la reconstrucción de la propia certeza: poder dejar de mentir.

La mentira es entonces la convicción más profunda del filósofo que dejó de ser relativista para convertirse en artista. La verdad, reconfigurada y retasada resulta así su utopía: pues ¿puede alguien, sin embargo, sostenerse sobre otras condiciones?...   Aunque se proponga la libertad, si al pensamiento lo anima una mera búsqueda permanecerá inevitablemente por ello en la oscuridad, fuera de su elemento. De ahí la importancia del carácter estético del pensar, por lo tanto, cuestión que no se reduce al abandono de la actitud crítica más vulgar sino, a la vez, del método intelectual más tradicional: la pregunta.

Sólo si abandonamos las preguntas, pensamos. Recién cuando acallamos  las preguntas sostenemos la esperanza. Entonces nos  llenamos de futuro, y advertimos que la verdad resulta para nosotros algo elemental, es decir, una suerte de quinto elemento que nos permite ser naturalmente, sin mentir.  Por supuesto, ello es algo que casi siempre lo buscamos donde no está ni puede estar, o sea, en un objeto material o ideal. En nuestro elemento, en cambio, vemos este error, lo sorteamos y, lo mejor de todo, nos sentimos vivos haciéndolo.

Si las preguntas no son retóricas, son enemigas. En lugar de aceptar pronto la inutilidad del intento, el pensamiento se empecina torpemente en ocultar su límite ofreciendo alternativas artificiales. Sale así de la verdad al buscarla, y extiende su fracaso hasta  resignarse, humillado, a avanzar con pie de plomo. Pero cuando su meta no es llegar, sino permanecer llegando, ¿qué importa no hacerlo con prontitud?

El ideal de una filosofía artística surge de esta reinterpretación del relativismo que, al anular  la distinción entre lo teórico y lo práctico, se preocupa por la elaboración de un criterio estético de verdad.  Llamarnos anartistas, por eso, significa solamente confesarnos incapaces de  pensar con propiedad. 
Más allá del universalismo o el relativismo, nosotros no estamos seguros siquiera de aceptar o no la existencia de la verdad. Creemos en ella, es cierto, pero muy de vez en cuando.  Por lo general, sentimos que pensar es, a lo sumo, soportar la mentira. Entonces nos ocupamos de refutar la incredulidad, de rechazar la sensación de que no hay nada afirmativo que anime al pensar. Y, muchas veces, ni siquiera eso.

De dónde venimos?

La filosofía resulta del esfuerzo por hallar la propia identidad: no es una preocupación intelectual -teórica- sino vital -práctica. Nadie busca identidad si no la tiene, y es sobre esta inquietud que se monta el marco conceptual destinado a conquistarla. La filosofía tradicional, sin embargo, no reconoce este punto de partida. Se propone como una reflexión trascendente que atañe al hombre sólo tácitamente. Y, de esta manera, ha sido confundida y asimilada al monismo sin más,  escuela para la cual la verdadera realidad, y por lo tanto la misma verdad, está fuera de la vida.

Un monista jamás admitiría que su filosofía es la creación conceptual de su dolor. Mas bien, está seguro de que es una expresión del desajuste universal entre lo que aparece, la multiplicidad, y lo que realmente es,  la Unidad.  Para el monismo, los hombres somos extranjeros y la sabiduría  un regreso a casa, descripción que resulta muy útil para quienes carecemos de identidad: al proponerse como único camino, descarga todo el peso de ser hombre en el desorden de las cosas, y uno queda libre entonces de culpa y cargo.

El monista se representa a sí mismo  evolucionando. Cumple una misión, obligatoria a toda la especie, que él se ofrece desinteresadamente a realizar. Se convierte en héroe para sí mismo,  y el  sentido de su vida resulta completamente garantizado. Conoce el camino -la Unidad- y lo sigue -se eleva. Pero tan absorto se encuentra en su misión, tan plena de contenido encuentra ahora su vida, que acaba creyendo en sí mismo tanto o más que aquellos con la habilidad mundana y el deseo de sobresalir por sobre el entorno.

Al adoptar incondicionalmente el supuesto de que lo único real es la Unidad, el dolor queda explicado como añoranza de la armonía perdida y es posible combatirlo. Pero el precio que exige esta solución es demasiado caro: la vida queda reducida a un recodo de Dios, y ello obliga al monista a  un rechazo sistemático al cambio y la diferencia.

Es posible una presentación de la filosofía, sin embargo, que no proteja al hombre de su miedo a vivir. La primera condición sería ofrecerse como una concepción que se sabe personal, esto es, que asume su virtualidad. Por otro lado, ella sería sólo un recurso para amar. Estas dos condiciones se convierten en los supuestos, entonces, de una filosofía artística. 

La filosofía como arte  no puede proponerse como una indagación sobre lo que el hombre es o deja de ser, ni realizar un llamado a lo que el hombre debiera ser y no es. Estas cosas están por completo fuera de su incumbencia. Su punto de partida  es la reflexión de una identidad en crisis. Una crisis que, por supuesto, no todos padecen ni deberán, necesariamente, llegar a padecer. Una crisis que, además, tampoco está ella en condiciones de pretender superar.

Como no nos conformamos con una concepción de la subjetividad sin espíritu crítico, ni aceptamos aquella otra que niega su ausencia de deseo, los filósofos artistas nos ubicamos, así, más allá del materialismo mundano y el espiritualismo monista. Con ello ganamos sólo una identidad virtual,  es cierto, pero identidad al fin.

¿Qué es el famoso amor a la verdad? O, lo que es lo mismo, ¿qué pretendemos quienes nos preocupamos por precisar cuestiones conceptuales?... Este fue siempre nuestro interrogante, tanto cuando creíamos en la misión redentora de la filosofía como cuando aceptamos que pensar resulta, muchas veces, del temor a la vida. La filosofía se comprende como arte cuando surge desde la preocupación por la propia diferencia, es decir, como herramienta  para la constitución de  identidad  de quien precisa reflexionar sobre sí mismo. Y no parece muy mala idea formular explícitamente esta inquietud, implícita en todo planteamiento filosófico, como punto de partida del pensar.

Podemos agradecer a nuestra capacidad para la abstracción el obligarnos a formular  un criterio de verdad propio y describir,  entonces, la conformación de la racionalidad que lo tenga como principio. Pero hace años que vivimos en un mundo sin ideales. Que no vivimos, mejor, intentando asumir como propios ideales ajenos. Queremos dejar ya de avergonzarnos por no poder adoptarlos. Ya basta de lamentarnos por ser almas bellas: nunca podremos ser liberales. La  cuestión es, ahora, reconciliarnos  con nuestro no-lugar en el mundo.

¿Cómo poder ver la vida cual espacio para explorar?: ésta es la pregunta del 'alma bella', esa que prefiere su belleza abstracta a la del trabajo, el amor y el lenguaje. 'Mejor malo conocido que bueno por conocer', se dice. Y no es la cobardía su principio sino el egoísmo,  un egoísmo camuflado con buenas dosis de amor a la humanidad y elevados pensamientos. Su problema es el rechazo a determinarse  para resguardarse del error,  a salir de la pura posibilidad  excusándose en la falta de certezas. Le da pavor a encaminarse por un sendero que la aleje de sí misma, y permanece oculta hasta tanto encuentre el mapa de su destino.

Para el alma bella, decir algo es no poder decir lo contrario. Entonces calla. No por piedad a lo que hubiera podido ser dicho y no lo fue, sino por temor a iniciar  una cadena de significados falsa,  por rechazo a utilizar una palabra que no pueda corresponderse con su realidad personal. Y así, buscando esa palabra verdadera, hipoteca su tiempo a la eternidad. ¡Pobre, pobre alma bella! ¡Ni siquiera se ama a sí misma! Odia su egoísmo, su inactividad y su silencio, pero: ¿cómo superarlos sin vencer antes el peligro de perderse en un mundo desencantado?

Donde lo verdadero nunca se encuentra dado de antemano, sin embargo, aguardar hasta que aclare  no  es la única solución. Dejar de buscar la verdad eterna, para proponernos lo verdadero en el tiempo, puede ser una alternativa. Por supuesto,  cambiar de paradigma es un trabajo enorme. Pero el filósofo artista lo acepta y encara cuando comprende que aunque nunca salga de su propia trampa, aunque jamás llegue a derrotar su  inquietud,  en ese mismo intento está venciendo la fatalidad. Tiene una tarea, y eso le ofrece una identidad virtual.

La indagación personal acerca de las condiciones de posibilidad de la búsqueda de la verdad: sólo esto es la filosofía para nosotros, o sea, el testimonio de una forma de subjetivación alternativa. A esta altura, obviamente, no nos interesa si lo que  pensamos es o no verdadero. Sólo... si es sincero. El anartismo, es decir, la filosofía como arte, exige un salto y es propiamente dicho salto. 



¿A dónde vamos?

La verdad filosófica no está en la cosa -como para el científico- ni fuera de la realidad -como para el místico. Es nuestra propia identificación con la realidad, la íntima realización del pensar, lo que nos anima como filósofos. Lo que pretendemos, entonces, no se trata de algo que las personas conocemos por naturaleza sino algo distinto: una forma de individuación diferente.

Desde los griegos, los filósofos abordaron esta cuestión combatiendo la justa acusación de que su arte requiera de fracasados, de que no es posible ser exitoso y amante de la verdad al mismo tiempo. Para el filósofo artista, en cambio,  el fracaso personal es algo que resulta casi inevitablemente de la necesaria distancia con la realidad que exige, origina e intenta remediar el pensar. Y si prevaleció una concepción aristocratizante del modo de individuación filosófico fue por negar dicha situación.

La tradicional altanería filosófica provocó justificados recelos en los científicos sociales. Como contrapartida, estos últimos elaboraron el discurso  igualitario que entiende el rechazo del individuo a determinarse como resultado del miedo, y  a su fracaso en la sociedad como una defensa para evitar el compromiso que pondría en evidencia dicho temor. Dar lugar a esta postura significa considerar a la filosofía entera como una manifestación neurótica que ha legitimado, por vía de la contemplación o la rebeldía, la huída de uno mismo y de la realidad, pero así resultó barrida al mismo tiempo la condición de posibilidad de la utopía.

Lo positivo de este discurso, hoy instalado,  es haber barrido con  dos prejuicios aristocratizantes muy arraigados en la filosofía. Por un lado, la idealización de la vida teórica; por el otro, la demonización de la sociedad. El lado negativo del igualitarismo contemporáneo, sin embargo, es  su carencia de espíritu crítico, pues no puede existir voluntad utópica  cuando pretender ser diferente está moralmente penado, inhibido de antemano.

Ser tildado de inadaptado no es algo valioso actualmente. El acontecimiento intelectual más importante del pasado siglo fue haber consagrado, precisamente, esta transvaloración tan anunciada.  Una utopía  afirmativa,  por eso,  requiere de un sujeto no clarividente. Se trata de uno que, al pretender con ella apenas poder ser, ni siquiera sea todavía un sujeto. Y sólo el verdadero inadaptado,  aquel que carece de identidad, puede formularla: el filósofo artista. 

Ser  inadaptados no está, para nosotros, en discusión. Pero  entendemos que  hay algo afirmativo en nuestra inadaptación;  que ella no resulta, sólamente,  del temor a la humillación. Suponemos que el deseo de algo mejor no se nutre del rechazo a lo que hay. Y, aunque sea por instantes, vislumbramos la posibilidad de que ser no sea un robo.

Existen condiciones objetivas que justifiquen la inadaptación?... Una vez descartado el aristocratismo -en su doble vertiente, noble y plebeya- pareciera que la respuesta es negativa. Que la inadaptación es una enfermedad, un pecado condicionado sólo subjetivamente. Pero un verdadero inadaptado no pierde nada admitiendo que no existen condiciones objetivas que justifiquen su actitud. ¿Qué puede lamentar? Con el aristocratismo ya vencido, es inútil seguir sosteniendo esa bandera.

Aceptado, entonces: el problema del inadaptado no es la sociedad sino su propia socialización. Lo cual no es sino una manera elegante de decir que su problema es el otro sin más, o sea, cómo dar lugar a lo que no somos. Este es un problema psicológico, sin duda, pero ¿acaso no constituye el núcleo de la indagación filosófica más tradicional?... El reconocimiento al otro, de sus derechos y de su diferencia, ha sido siempre la preocupación de los filósofos. Lo que ahora cambia, y  tiñe de psicológico al asunto, es que dicho reconocimiento no viene dado como una norma jurídica, o como un deber para con la sociedad.

Cuando el inadaptado reflexiona sobre el reconocimiento al otro lo hace en términos personales, es decir, desde su propio deseo. Porque no hace falta ser un ángel o un santo para desear reconocer al otro: sólo querer formar parte de la realidad, apenas pretender aliviar el dolor por una escisión con lo que hay. El deseo de reconocer es, entonces, la inquietud ética del filósofo artista.

Los filósofos, sin embargo, temen hablar en nombre propio. Suponen que la psicología y la religión barrerían  con las pretensiones de universalidad que exige la disciplina. Pero cuando el pensar ancla en el deseo de reconocer, al mismo tiempo que entabla una lucha contra su propio temor,  enfrenta al de los demás. El esfuerzo por la socialización personal se convierte así en una reflexión sobre la socialización en general, y mantiene vigente la  vocación utópica universal.

¿Qué ocurre con el deseo de reconocer en la sociedad?  ¿Cómo es esa forma de individuación que lo pasa por alto?  Con el deseo de reconocer como principio,  el filósofo artista es capaz de analizar lo social sin resentimiento. Ya no se siente desplazado;  comprende que intentar adaptarse no significa, necesariamente, renegar de sí. Halla su fuerza en su debilidad, y descubre el motivo que le impedía determinarse: aceptar  su miedo.

La sociedad no tiene al amor como fundamento. La filosofía tradicional tiene como base esta percepción, pero no alcanza a resolver afirmativamente su denuncia cuando ignora su propio miedo. Y como el amor es sólo eso, un puente sobre el temor, el aristocraticismo filosófico perpetúa  lo que pretende denunciar. El miedo de los  inadaptados, sin embargo,  no carece de razón: es el rechazo a formar parte de un estado de cosas donde ser es ir contra los demás, es el odio a que la vida no sea en un paraíso.  De ahí que el anartismo proponga convivir con el propio miedo  como única forma de resistencia -combate nada heroico, por cierto, pero combate al fin.


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