viernes, 26 de mayo de 2017

ZONA DE RIESGO


Nosotros, más aún que la planta o el animal, vamos con este arriesgar, lo queremos, y aún a veces somos más arriesgados (y no por egoísmo) que la vida misma, un soplo más arriesgados.
 R. M. Rilke


1- ¿Cuál es el poder seductor del riesgo en una sociedad neoliberal? ¿Cómo explicamos, incluso, su éxito global y globalizador a la vez? ¿A qué se debe el que, en tan breve lapso, ser un ‘perdedor’ se haya convertido en motivo de vergüenza y ser funcional al sistema, en cambio, en irrefutable signo de nobleza?… Estas y otras cuestiones semejantes en relación al riesgo debieran ser planteadas - ya que no por el momento propiamente saldadas - con una escucha atenta y desprejuiciada de parte de quienes pretendamos una crítica al neoliberalismo capaz de desestabilizarlo de manera efectiva. Porque la cuestión no pasa ya por mofarse del carácter mercantil del riesgo, sino por poner en evidencia, con claridad y sin resentimiento, hasta dónde llega eso que, para el neoliberalismo, califica sin mas como tal.

Tomar al neoliberalismo como una racionalidad, es decir, como no siendo sólo una doctrina económica o una ideología sino una manera de comprender nuestro mundo de una determinada manera, representa asumir con ello el compromiso de evitar, por lo menos de entrada y aunque mas no sea estratégicamente, calificarlo simplemente como instrumento de las clases dominantes para ocultar la explotación a las clases desposeídas. Entender que el neoliberalismo es una racionalidad significa entonces, para empezar, que la lucha de clases ya no alcanza, pues lo que se encuentra para esta racionalidad en juego es una forma de vida donde la economía resulta el criterio que rige para regular todas sus manifestaciones y, la explotación, apenas sólo una de ellas.

Pero sería tal vez errar otra vez el camino suponer que la crítica a dicha forma de vida debiera ejercerse desde una determinada propuesta alternativa pues, en este caso, sería sólo un manojo de bonitas palabras que apenas convocaría a unos cuantos intelectuales. Una crítica afirmativa a la racionalidad neoliberal, al contrario, debiera poder contentarse con simplemente explicitar sus principios para poner en evidencia justo lo que a ella le resulta incapaz de dar cuenta de sí misma: es en ese límite de la razón neoliberal donde se juega el futuro de una crítica capaz de sortear las meras intenciones y convertirse, a la larga, en el sueño de un modelo alternativo.

La crítica al neoliberalismo no pasa ya, como contra el viejo liberalismo, por una supuesta toma de conciencia. No es la conciencia lo que hoy puede redimirnos sino, al revés, el encuentro – o mejor dicho, el encontronazo - con eso que ya no somos capaces de asumir como nuestro habitual marco de referencias. Porque ocurre que la razón neoliberal no es algo completamente ajeno a nosotros mismos que podemos denunciar sino, por el contrario, lo otro dentro nuestro que precisamos, por eso, asumir como propio si queremos comenzar a cambiar realmente nuestra forma vernos a nosotros mismos, a los demás, y a la vida como tal.


2- En paradójica semejanza con los populismos americanos, el neoliberalismo se propuso en sus comienzos también como una ‘tercera vía’ entre el darwinismo social del liberalismo original y la adormecedora tutela del socialismo, con la meta inmediata de una organización social de hombres libres que se proponen, explícitamente, una refundación de la sociedad capaz de sortear las crisis provocadas por esos dos modelos a superar. Su propósito original es restaurar entonces la autonomía del individuo sobre bases sólidas y, al mismo tiempo, combatir el aislamiento social mediante una política que centra la intervención gubernamental en el individuo con el propósito de permitirle hacer de su vida una suerte de empresa permanente y múltiple.

Laval y Dardot (1) destacan por ello que el objetivo neoliberal produce una inversión de lo que se consideraba tradicionalmente como la interioridad y la exterioridad del individuo: si los bienes materiales en el primer liberalismo representaban una prolongación de la propiedad del sujeto sobre sí mismo, ahora será algo exterior en donde el sujeto halle la norma para la interioridad de sí: así surge la empresa como criterio. Es en relación con dicha inversión como hay que comprender entonces el cambio ocurrido en la concepción del mercado puesto que, mientras para el primer liberalismo la competencia consistía el requisito que garantizaba la posibilidad del equilibrio económico, la novedad del neoliberalismo consiste en hacer de la competencia, ahora, un mecanismo de descubrimiento de nuevas oportunidades que posibiliten aventajar a los demás.

La diferencia fundamental entre el antiguo y el nuevo liberalismo radica, en definitiva, en su distinta valoración del mercado. Para el neoliberalismo ya no resulta ese mero aire por donde circulan las cosas, sino un mecanismo formateador de subjetividad donde la coordinación entre sujetos no es estática pues no vincula como antes seres iguales entre sí. El verdadero sujeto es ahora el mercado, ya que lo que habilita no es un mero intercambio de productos sino, básicamente, emprendimientos y aprendizajes a partir de dichos intercambios. Si el mercado ya no tiene necesidad de mecanismos reguladores externos para el neoliberalismo, en consecuencia, será porque resultan superfluos al poseer el mercado su propia dinámica garantizada en la competitividad de sus miembros.


El objetivo de una gubernamentalidad neoliberal, lejos de reducirse a garantizar la libre competencia, se esfuerza entonces por crear situaciones de mercado capaces de fomentar comportamientos económicos entendidos, ya no como maximización de beneficios según el modelo de la economía clásica, sino desde una teoría general de la elección humana que se convierte, finalmente, en sinónimo de lazo social. No es que para el neoliberalismo lo social se conciba exclusivamente como mercado y, por lo tanto, lo social se reduzca a una mera maximización de ganancias: su apuesta original, al revés, es que el mercado nos permita entender lo social creativamente. Si la gubernamentalidad neoliberal debe abstenerse de todo tipo de intervencionismo resulta en última instancia, entonces, porque entiende que de esa manera lo que se interrumpiría sería el propio aspecto creativo del vínculo social.

El mercado - y por ende lo social - es un proceso de ‘formación de sí’ del individuo porque lo económico, al no reducirse a una maximización de provechos, incluye entonces asumir el riesgo que implica tanto una capacidad de anticipación como de adaptación a la indeterminación. En lugar de un maximizador pasivo, el emprendedor es por ello un constructor de situaciones provechosas en permanente estado de alerta, requisito esencial en un mundo competitivo donde la información juega un rol fundamental no sólo como medio para tomar ventaja sobre los demás sino, también, como elemento de integración – ya que es en el juego de la competencia como el sujeto adquiere conocimiento de la información de los demás - y como instrumento de adaptación – en tanto la información es siempre cambiante y el sujeto no se limita con ella a cubrir una ignorancia sino que le descubre sobre todo lo que ignora que ignora.

Si la razón neo liberal tiene un límite, el más evidente es, sin duda, el que se deriva de su teoría de la elección humana a partir de la figura del emprendedor como el nuevo héroe de nuestro tiempo y, por sobre todo, de la construcción de su figura en relación con el riesgo como el valor epocal por excelencia. Obviamente, bien podríamos señalar las diferencias sociales que el neoliberalismo acarrea y desmienten empíricamente el famoso dogma del ‘derrame de las ganancias’ mas, si atendemos también a nuestra realidad social más inmediata vemos que, aún constatando el falseamiento de dicho dogma, mucha gente sigue aún sirviendo voluntariamente al modelo emprendedorista que la esclaviza. De manera que combatir el fundamento del neoliberalismo significa replantearnos, básicamente, lo que en su concepción del riesgo viene implicado.



3- Cuando con valiente decisión nos proponemos 'salir de nuestra zona de confort', la idea que manejamos generalmente con dicha expresión es la de animarnos, apenas, a habitar simplemente esa zona aledaña que, suponemos, puede aumentar finalmente nuestro confort. Convertida en el nuevo 'deber' neoliberal, la cuestión que está en juego en este ya habitual mandato no es necesariamente entonces entrar de verdad a lo desconocido, en consecuencia, sino simplemente poder superarlo. Antes que salir de la zona de confort, la cuestión que está en juego hoy es sólo entonces domesticar al riesgo, hacerlo propiamente confortable convirtiéndonos nosotros mismos, a la vez, en fieles propagadores y reproductores en definitiva de lo ya conocido.

Tanto el coaching como los manuales de autoayuda describen al confort como el ámbito de lo conocido. Pero si queremos realmente saber a qué llamamos ‘confort’, la pregunta que nos debemos hacer es qué sentido le damos a eso que tomamos como 'conocido': ¿se trata, acaso, sólo del medio en que ya nos movemos y de las prácticas que realizamos habitualmente, o nombra, mejor y más sutilmente, la manera específica como nos comportamos en dicho medio, así como también la forma en que encaramos dichas prácticas?

Si comprendiéramos lo desconocido como una interrogación sobre nuestros valores habituales en lugar de encarar, según el mandato epocal, cosas siempre nuevas y permanecer así, sin querer, cautivos del confort del que suponemos salir, asumir el riesgo de vivir tendría que ver con ir progresivamente advirtiendo que la vida no tiene a la mera conservación de sí misma como motor sino, al revés, a lo que siempre la trastoca. Como dice Heidegger, siguiendo en esto a Nietzsche,

Conservación y aumento caracterizan los rasgos esenciales solidarios con la vida. Propio de la esencia de la vida es el querer crecer, el aumento. Toda conservación de la vida está al servicio del aumento de la vida. Toda vida que se limite a la mera conservación es ya decadencia. La seguridad del espacio vital, por ejemplo, nunca es finalidad para el viviente, sino sólo medio de aumentar su vida. Viceversa, la vida aumentada eleva a su vez la anterior necesidad de espacio vital. Sin embargo, nunca es posible un aumento si no se ha conservado un estado como seguro y sólo así puede aumentar. Por consiguiente, lo viviente es una estructura de la vida enlazada por las dos notas fundamentales del aumento y la conservación, es decir, una estructura compleja. (2)


Al advertir que todo lo que hacemos está organizado para protegernos a nosotros mismos y, sobre todo, que defendernos del exterior significa siempre protegernos de algo que no queremos ver dentro nuestro, comenzamos a sintonizar el éxtasis que es propiamente la vida y nos liberamos paulatinamente, así, del esfuerzo invertido en esa necesidad de encerrarnos para ser que, al mismo tiempo que despreciamos, suponemos sin embargo inevitable. Porque cuando preferimos el riesgo vital al confort de la conservación dejamos de experimentarnos protagonistas en una representación que tiene a la vida como escenario y, de a poco, descubrimos el protagonismo de la vida en una aventura que nos tiene a nosotros en un rol secundario. Este compromiso asumido con el riesgo en un sentido radical, en consecuencia, recién se hace efectivo cuando, mas que abrirnos a la vida, notamos que de lo que se trata es de poder ser unos al fin con la vida participando de su faz expansiva:

Nietzsche puede decir (Voluntad de Poder, afor. 675 del año 887/88): «Querer, en general, es tanto como querer ser más fuerte, querer crecer...». Ser más fuerte quiere decir aquí «tener más poder», esto es, tener sólo poder. Efectivamente, la esencia del poder reside en ser señor sobre el grado de poder alcanzado en cada caso. El poder sólo es tal poder mientras siga siendo aumento de poder y se siga ordenando «más poder». Un simple detenerse en el aumento de poder, el mero hecho de quedarse parado en un grado determinado de poder es ya el comienzo de la disminución y decadencia del poder. (2)

Heidegger señala que la cuestión más urgente no es tanto salir de la zona de confort sino cómo hacer del riesgo nuestra zona y querer permanecer consecuentemente en ella. Porque si salir de nuestra zona de confort como mandato se reduce a salir de lo conocido, entrar al riesgo no es simplemente salir de lo conocido: es privilegiar incondicionalmente, y por sobre todo, esos encuentros que aumentan nuestra potencia porque son los que nos ayudan a transitar nuestra vida sin la ilusión del confort. Poder permitirnos asumir libremente lo que nos gusta, y aceptarnos en definitiva a nosotros mismos, es entonces comenzar a dejar de ser quienes somos aún sin saber en absoluto, por supuesto, lo que ello depare:

… el poder está siempre en camino hacia sí mismo, pero no como una voluntad que se encuentra disponible para sí misma en algún lugar y que intenta alcanzar el poder en el sentido de una aspiración. El poder tampoco se otorga poder sólo para superarse a sí mismo en cada grado de poder alcanzado, sino únicamente con la intención de apoderarse de sí mismo en lo incondicionado de su esencia. Según esta determinación esencial, querer es en tan escasa medida una aspiración, que más bien se puede decir que toda aspiración es y permanece una forma posterior o previa del querer. (*)

Este poder ser más arriesgados que la vida misma al que alude Heidegger es una apuesta que invierte esa inercia habitual que hace de la voluntad una fuerza que se origina en algo ajeno a ella misma. Pero encarnar una voluntad que se funda ahora a sí misma, sin embargo, resulta algo bastante parecido - sino prácticamente idéntico - a la vivencia de no tener fundamento alguno o, incluso, a la de perder con ello toda orientación.



4- Entrar a una zona de riesgo no se reduce a tan sólo ignorar dónde vamos sino, sobre todo, implica saber que no hay vuelta atrás: si el confort abandonado ya no es una opción se debe a que el tiempo del riesgo no sólo carece propiamente de metas sino – y en ello reside su misterio - a que no reconoce fundamentalmente un comienzo. Por eso, al iniciar un camino que sabemos sólo de ida, el peligro ya no es entonces saber que no habrá marcha atrás. El peligro, esto es, el verdadero peligro que corremos quienes nos comprometemos a poner la vida al centro, sería que el confort vuelva a seducirnos entonces con sus luces de colores, y nuestra voluntad, sin poder querer ya buscarse a sí misma, quede presa otra vez de su torpe ilusión de confort.

Encarar todo en nuestra vida con la intención, por definición inútil, de compensar con ello el recuerdo numinoso de la unidad que al nacer perdimos es lo que el riesgo, entendido ya no en clave neoliberal, sino de herencia tan spinoziana como nietzscheana y heideggeriana, en última instancia viene a poner en jaque. Porque el ‘confort’ que pone en peligro la vida no es otra cosa que la unidad primitiva de la muerte. De manera que lo propiamente llamamos confortable luego no hace mención, entonces, a lo que nos genera un supuesto bienestar efectivo sino, lamentablemente, siempre sustitutivo y potencial.

Al caer en la cuenta de que la torpe forma de manifestarnos en procura de satisfacciones ilusorias es responsable de nuestra ansiedad y frustración y, por ende, fundamento real del malestar de la cultura, pueden pasar al menos tres cosas:  i- quedarnos en la zona de confort, y hacer de ello nuestro consentido calvario, ii- pretender superar el malestar negando el cuerpo y los placeres para buscar la unidad perdida, haciendo entonces de la realidad una copia degradada de algo supremo, o iii- sintonizar a partir del cuerpo y lo placentero una suerte unidad que ellos, obviamente, ya no pueden sin embargo reemplazar.

La primera opción es la de aquellos que no reconocen otra cosa que una realidad material y luego la sociedad llama o exitosos o fracasados, según sea el caso. La segunda, en cambio, es la elegida por esos buscadores así llamados 'espirituales'. Y la tercera, por último, la de quienes nos proponemos ser mas arriesgados que la vida misma, soportando entre lo material y lo espiritual una tensión por definición irreconciliable que nos mantenga honrando la vida.



(1)La Nueva Razón del Mundo

(2) M. Heidegger, Sendas Perdidas, Edit. Losada, 1960, Buenos Aires, caps. 4º y 5º.

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