viernes, 13 de diciembre de 2019

UNA VUELTA DE TUERCA AL NEOLIBERALISMO



1- El liberalismo clásico, de los siglos 18 y 19, concebía al sujeto como una pluralidad capaz de articular, así como de distinguir dentro suyo, básicamente tres esferas: creencias y costumbres, soberanía política y economía. El hombre se concebía en esta etapa del capitalismo, entonces, todavía como un fin en sí mismo, y sólo en última instancia en tanto medio o útil. Mientras que el momento neoliberal del s. 20, en cambio, se caracteriza por
 la reducción del individuo exclusivamente a la última esfera, de manera tal que creencias, costumbres, y soberanía política hoy logran valorarse apenas por su utilidad, siendo la eficacia y el rendimiento su única vara.
 

Lo que convierte en excepcional a la actual instancia del desarrollo del capitalismo es que, con su concepto de lo público colonizado exclusivamente por el interés, el sujeto carece ya del antiguo marco de referencia capaz de emanciparlo de sí mismo. Pero si lo que prima por sobre todas las cosas es ahora la esfera económica, preciso resulta advertir que ella no se reduce, como para el viejo liberalismo, a una mera maximización de beneficios materiales. Lo que culturalmente importa dentro del neoliberalismo no es tanto ya la ganancia material como la simbólica, esto es: maximizar un capital ahora humano.

Si para el neoliberalismo el hombre deja de ser un fin en sí mismo es porque se convierte en un útil, incluso y sobre todo, para sí mismo. Y si su criterio de conducta está regido exclusivamente por la eficacia y el rendimiento es porque lo único que cuenta para él es la valorización de su capital personal. El individualismo que caracterizó el mundo burgués, por lo tanto, hoy ya no es lo que fue: en la actual sociedad meritocrática, la explotación del hombre por el hombre persiste fundada y agudizada ahora por la autoexplotación. Y esta situación rige tanto para los ámbitos gerenciales como para el último empleado que levanta las tazas de café en las salas de reunión donde, monitoreado por cámaras de seguridad y auditado presencialmente por la calidad de su servicio, fantasea que su salario es en realidad el resultado de la inversión de su capital humano.

Aún cuando Foucault señalara en El Nacimiento de la Biopolítica que este empresario de sí mismo no resulta una concepción antropológica sino una interfaz, mas bien, entre el Estado y el individuo, globalización económica mediante el individuo experimenta, como consecuencia de dicha gubernamentalidad, la necesidad de gobernarse a sí mismo de la misma manera como resulta gobernado. En ello consiste el paso definitivo y propiamente característico del dispositivo biopolítico neoliberal que Deleuze definió como ‘sociedad de control’, una en la cual los mismos centros donde el antiguo modelo liberal disciplinaba para la libertad resultan en la práctica ya obsoletos dado que cada individuo es ahora, al mismo tiempo, controlador y controlado. Este es el motivo por el cual las formas tradicionales de resistencia al estado de cosas deben ser entonces repensadas y agiornadas:

“Una de las cuestiones más importantes es la inadaptación de los sindicatos a esta situación: ligados históricamente a la lucha contra las disciplinas y a los centros de encierro, ¿cómo podrían adaptarse o dejar paso a nuevas formas de resistencia contra las sociedades de control? ¿Puede hallarse ya un esbozo de estas formas futuras, capaces de contrarrestar las delicias del marketing? ¿No es extraño que tantos jóvenes reclamen una "motivación", que exijan cursillos y formación permanente? Son ellos quienes tienen que descubrir para qué les servirán tales cosas, como sus antepasados descubrieron, penosamente, la finalidad de las disciplinas. Los anillos de las serpientes son aún más complicados que los orificios de una topera”. (1)

Desde que hacer una empresa de sí mismo se convirtió en norma, y la necesidad de asumir riesgos resulta la clave de bóveda para todos los éxitos, la obligación de ‘abandonar nuestra zona de confort’ se ha convertido en el eje sobre el cual gira todo un mercado del desarrollo personal en forma de escuelas, gurues, textos de autoayuda y disciplinas psi - coaching, programación neurolinguística, análisis transaccional –, diseñado no sólo para hacernos funcionales al sistema y permitir que se nos explote mejor sino, por sobre todas las cosas, para hacernos creer que nuestro valor como seres humanos se mide en relación a la satisfacción obtenida gracias a nuestras propias facultades, convertidas ahora ellas mismas en el criterio exclusivo por el cual agradecer y celebrar  la vida .

Las disciplinas psi nos dicen que ante el riesgo que implica existir es indispensable creer en los propios recursos, amarnos a nosotros mismos y nutrir en consecuencia nuestra autoestima. Este es el nudo del discurso al que Laval y Dardot califican como “una jaula de hierro en palabras de terciopelo” (2): no porque sea esencialmente esclavizante trabajar la autoestima, por supuesto, sino porque cuando estas técnicas de sí están orientadas a 'ser alguien', como objetivo ético fundamental, sólo resultan una compensación neurótica frente al carácter radicalmente incomprensible e ingobernable en que consiste, sobre todo, esa especie de segunda naturaleza en que resulta para el hombre actual el anarcocapitalismo.

¿Qué podemos hacer para sortear esos “anillos de serpiente” de los que nos habla Deleuze, y que nos aprisionan hoy peor que “los orificios de las toperas”?... ¿Volver a separar las esferas del ámbito práctico, quizás, comprimidas como están en la actualidad a lo meramente económico? ¿Recuperar acaso, de esta manera, tanto la recompensa de un transmundo como la vieja creencia en lo político cual espacio para el cálculo, la ley y la conservación de nosotros mismos? ¿O atrevernos a dar una vuelta de tuerca al neoliberalismo, en cambio, poniendo la vida al centro con una nueva comprensión de lo político que no se agote en la mera resolución de conflictos y se conciba, al revés, como un espacio donde confluyen una infinita lucha de fuerzas?

Contra quienes pretenden que la maximización del interés individual redunda en beneficio del interés colectivo, que es la tesis neoliberal por excelencia, la única alternativa no es volver a moralizar la política reeditando como hicimos hasta ahora la solidaridad, la tolerancia y con ellas, en definitiva, todo el lastre del humanismo. Tal vez la salida sea mucho mas sencilla: dejar de concebir en lo colectivo un valor en sí mismo como única forma de contrarrestar el ideario neoliberal, y redoblar la apuesta mostrando que el potencial humano a desarrollar es algo completamente diferente a un capital.


2- 
Quienes ansiamos poner la vida al centro sabemos que la verdadera alternativa política contemporánea no está del lado de la confrontación irresponsable que resulta de repetir que no le debemos nada a nadie - como reza el padre nuestro del hombre empresa-, sino de una nueva puesta en valor de lo común. Pero es fundamental por eso no hacer de lo común entonces una 'cosa' si realmente queremos que nuestra propuesta mantenga la impropiedad característica de lo vital.

Así como a la hora de pensar críticamente al neoliberalismo la cuestión no pasa por oponer mecánicamente el Estado al mercado, cuestionar al emprendedorismo tampoco se reduce a oponer simplemente el altruismo al egoísmo. Mas bien, lo que necesitamos es poder redefinir al interés personal: ¿se trata del que encerraría  al individuo en sí mismo, o de aquel otro que lo expresa en su singularidad y lo abre, en consecuencia, a su potencia vital?... Indagar lo que signifiquen o podamos entender por la debilidad y la fortaleza del ser humano, en el sentido trabajado ya por F. Nietzsche, resulta por ello esencial en una renovación de lo político capaz de sortear hoy la alternativa supuestamente excluyente entre el individuo y lo colectivo para habilitar así nuevas formas de resistencia.  

Para Nietzsche, tanto el amo como el esclavo son técnicamente débiles pues la vida que ambos arriesgan es una que precisa medirse siempre en oposición a otra. Ambos estarían para Nietzsche – según la feliz categorización de Espósito (3) – dentro de ese paradigma ‘inmunitario’, en consecuencia, para el cual la vida sería tal sólo en permanente defensa contra lo nuevo y lo extraño. Abogar realmente por nuevos derechos humanos exige escapar así de ese paradigma típicamente moderno fundado en el miedo y comenzar a desplegar una concepción de la vida basada, como dice Nietzsche, en el concepto de esa 'gran salud' capaz de actuar como pivote, a la vez, de una 'gran política':

«Nosotros los nuevos, los carentes de nombre, los difíciles de entender, nosotros, partos prematuros de un futuro no verificado todavía, necesitamos, para una finalidad nueva, también un medio nuevo, a saber, una salud nueva, una salud más vigorosa, más avispada, más tenaz, más temeraria, más alegre que cuanto lo ha sido hasta ahora cualquier salud. Aquel cuya alma siente sed de haber vivido directamente el ámbito entero de los valores y aspiraciones habidos hasta ahora y de haber recorrido todas las costas de este 'Mediterráneo' ideal ...: ése necesita para ello, antes de nada, una cosa, la gran salud, -- una salud que no sólo se posea, sino que además se conquiste y se tenga que conquistar continuamente, pues una y otra vez se la entrega, se la tiene que entregar...» (4)

Rasgarnos las vestiduras porque la democracia coincida en su etapa neoliberal con el 'estado de excepción' no alcanza ni suma ya políticamente: el gran desafío consiste justo en dejar de reclamar penosa e inútilmente que la democracia se ajuste a sus propios principios y proponernos, en cambio, ser valiente y simplemente diferentes: diferentes ante la ley, por un lado, pero diferentes, sobre todo y para empezar, a nosotros mismos. 


¿Con qué objeto seguir insistiendo que se respete el principio de igualdad ante la ley en un ámbito, como el actual, donde lo común sólo se presenta, y malamente se expresa, bajo el lamento de lo que lo amenaza?... Sólo una salud que se entrega, y que debe ser entregada al mismo tiempo que conquistada continuamente; es decir, sólo una salud que se dona, aún y sobre todo bajo el riesgo cierto de perderse a sí misma en su contrario, resultará capaz de garantizar a partir de ahora la paradójica imposible posibilidad de lo común.

El cuidado que pongamos en no confundir a la comunidad con algo que nos identifique consiste el punto de partida de una biopolítica afirmativa. Para ello, es preciso advertir que concebir lo común como lucha de fuerzas es justo lo contrario a pretender hacer de él, precisamente, algo que cada uno de sus miembros poseerían. No hay nada que resulte propiamente en común pues, de haberlo, su defensa consumiría en todo caso nuestra específica comunidad. Ni siquiera sería la vida eso que supuestamente tuviéramos en
 común. Y por sobre todo no justo ella, ya que la vida expresa en esencia lo inapropiable por definición.

Concebir lo común como una lucha de fuerzas representa sostener, en primer lugar, la posibilidad de una comunidad imposible. Una comunidad que, al no sostenerse por sí misma, menos nos sostiene entonces a cada uno de nosotros mismos, sino que nos deja librados, en cambio, a rehacernos constantemente cual requisito indispensable para que lo común acontezca. Y poder concebir lo común como lucha de fuerzas entonces representa, en segundo lugar, escaparnos así de esa antinomia interés-desinterés con la que se mantuvo lo político ligado a la defensa de la vida, para abrirse y abrirnos, al fin, a una nueva instancia donde lo público y lo privado confluyen en la afirmación de la vida.

Una propuesta política que se organiza sólo para la defensa de la vida no hace sino encerrar a la vida en sí misma. Animarnos al radical cambio de perspectiva que supone privilegiar la afirmación de la vida por sobre su mera defensa, en consecuencia, resulta el desafío crucial de un tiempo que debe animarse a apostar en lo político concebido ahora como un ámbito que, lejos de agotarse en una diferente y más equitativa distribución del poder, parta de ocuparse y preocuparse por indagar hasta dónde pueda llegar, en definitiva, la vida humana.


Notas


(1) G. Deleuze, Conversaciones, en Post-scriptum a las sociedades de control. 

(2) Laval y Dardot, La nueva razón del mundo, en La fábrica del sujeto neoliberal. 
(3) R. Esposito, Bios, en El enigma de la biopolítica.
(4) F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, pgf. 382.

domingo, 3 de noviembre de 2019

EL ARTE DE LA IN-SERVIDUMBRE VOLUNTARIA


1- Durante los siglos 15 y 16 se opera, según Foucault, un importante desplazamiento cultural. El viejo régimen de obediencia pastoral que había primado durante el medioevo, si bien sólo en forma relativa y hacia grupos restringidos se expande, aunque sumamente modificado, hacia sectores más amplios de la población. Surge así entre los s. 17 y mediados del 18 una verdadera explosión del arte de gobernar a los hombres que va a tener dos características relevantes. En primer lugar, implica una profunda laicización que supone, de por sí, un cuestionamiento hacia el antiguo sentido de la obediencia pastoral. En segundo lugar, tal vez como consecuencia o de la mano de lo anterior, este auge de la gubernamentalización sin quererlo produce, como contrapartida, una nueva actitud paralela: el arte de no ser de tal modo gobernado.

Si la actitud crítica en el régimen pastoral estaba circunscripta al rechazo sobre determinada interpretación de la Biblia, en los s. 15 y 16 aparecen entonces, señala Foucault, dos modos nuevos de ejercerse la crítica: por un lado el jurídico que apela al derecho natural y, por el otro, la puesta en relieve de la relación consigo mismo frente al dogmatismo. Foucault advierte entonces que este juego entre la gubernamentalización y la crítica crea todo un espectro de cuestiones que nos determinan política y culturalmente hasta la actualidad y que tienen que ver, en resumidas cuentas, en la forma como la verdad se relaciona con el poder. El foco de la crítica o, en otras palabras y en forma resumida, de la forma que asume la reflexión foucaultina, en consecuencia, consistirá en iluminar cómo se anudan ambos órdenes:

“Si la gubernamentalización es este movimiento por el cual se trataba en la realidad misma de una práctica social, de sujetar a unos individuos a través de unos mecanismos de poder que invocan una verdad, la crítica es el movimiento por el cual el sujeto se atribuye el derecho de interrogar a la verdad acerca de sus efectos de poder y, al poder, acerca de sus discursos de verdad, de modo que la crítica será el arte de la in-servidumbre voluntaria, el de la indocilidad reflexiva.” (1)

Foucault encuentra que esta definición de la crítica está muy cerca de la que Kant diera en su texto “Qué es la Ilustración” cuando a ella se la presenta como ese famoso pasaje de una minoría a una mayoría de edad, especificando a la vez que dicha minoría de edad no consiste otra cosa que la incapacidad para valerse a sí mismo del propio entendimiento dejándose dirigir por otro. Pero más importante que esta caracterización de la Ilustración y de la actitud crítica es para Foucault la relación que ella posee en la propia empresa filosófica kantiana ya que, en consonancia con el desarrollo más contemporáneo que adoptó la crítica social, Kant se enfoca básicamente en toda su obra sobre la necesidad de que la razón reconozca sus límites o, lo que es lo mismo, en tomar nota de qué excesos de poder resulta ella misma responsable.

Este cuestionamiento de la razón para con ella misma se puede rastrear en Alemania, dice Foucault, desde la izquierda hegeliana hasta La Escuela de Frankfurt. Pero él entiende que conviene abandonar sin embargo el camino por el cual, según esta vía, la crítica tomaba al conocimiento como campo de análisis ya que así se produce un desfase que llevó de la pregunta por la Ilustración a la pregunta por la crítica, perdiéndose entonces de vista lo principal. Por eso, Foucault propone decididamente el camino inverso: ir a la crítica desde una actitud crítica, lo cual supone experimentar en carne propia el deseo de no ser gobernado y de salir de la minoría de edad:

“Después de todo, la crítica no existe más que en relación con otra cosa que ella misma: es instrumento, medio de un porvenir o una verdad que ella misma no sabrá y no será, es una mirada sobre un dominio que quiere fiscalizar y cuya ley no es capaz de establecer. Todo eso hace que la crítica sea una función subordinada en relación con lo que constituye propiamente la filosofía. Y, al mismo tiempo […] parece que comporta con bastante regularidad no sólo una exigencia de utilidad sino también una suerte de imperativo más general que le sería subyacente – imperativo más general aún que el de excluir los errores. Hay algo en la crítica que tiene parentesco con la virtud”.

En lugar de profundizar una reflexión sobre el conocimiento como hizo la vía crítica alemana, Foucault señala que para partir de la actitud crítica como algo especialmente virtuoso es preciso una reflexión de alguna manera previa sobre el poder, reconociéndose heredero él a sí mismo, entonces, de la forma que asumió la crítica francesa.

El convencimiento de que la razón se conforma a partir de lo que es completamente otro o, lo que sería lo mismo, cuando se concluye que ella no se constituye mas que bajo un sistema de coacciones de la maquinaria significante, hizo que en Francia el problema de las relaciones entre ratio y poder reapareciera como una problematización sobre el sentido. Y por eso la recepción de la Fenomenología tomó allí la forma de estas preguntas: ¿cómo viene el sentido?... ¿Cómo puede ser que haya sentido a partir del sin sentido?... O, en palabras de Foucault, “¿cómo puede ser que el gran movimiento de racionalización nos haya conducido a tanto ruido, a tanto furor y tanto mecanismo sombrío?”

Foucault hace de la pregunta por la actitud crítica condición de posibilidad de un enfoque filosófico que consiste, básicamente, en el reconocimiento de los contenidos históricos que elaboramos y a los cuales nos sujetamos para cuestionarnos, recién por y a partir de ellos, quienes somos en este entramado de saber y poder. En lugar de cuestionar, como hace la vía alemana, a qué dominación se ha entregado el conocimiento - y, en última instancia, a qué mentira nos hemos sometido - propone abandonar así la investigación sobre la legalidad o legitimidad y se aboca a lo que Foucault llama “una prueba de eventualización”, perspectiva que consiste en estudiar los lazos existentes entre elementos de coerción y sistemas de conocimiento. Para este nuevo método, que deja de preguntarse entonces por lo verdadero o lo falso, lo legítimo y lo ilegítimo, lo real y lo ilusorio,

“... la cuestión sería más bien ésta: ¿cómo puede la indisociabilidad del saber y del poder en el juego de las interacciones y estrategias múltiples, inducir unas singularidades que se fijan a partir de sus condiciones de aceptabilidad y, a la vez, un campo de posibles, de aperturas, de indecisiones, de inversiones y dislocamientos eventuales que los hace frágiles, no permanentes, que hacen de estos efectos unos acontecimientos, nada mas y nada menos que unos acontecimientos? ¿De qué manera pueden los efectos de coerción de estas positividades ser, no ya disipados por un retorno al destino legítimo del conocimiento y por una reflexión sobre el trascendental o cuasi trascendental que los fija, sino invertidos y desenlazados en el interior de un campo estratégico concreto, de ese campo estratégico concreto que los ha inducido, y a partir precisamente de la decisión de no ser gobernado?”



2- Cuando en la Conferencia "Qué es la crítica", dictada un año antes del Curso sobre El nacimiento de la Biopolítica, Foucault desprende o descarga al pensamiento crítico de la necesidad de cuestionar a la razón por sus excesos y le adjudica, en cambio, la tarea de indagar los lazos entre la verdad y el poder, traza en cierta forma las líneas, se podría decir, de su proyecto emancipatorio: ya no se trata, para él, de advertir cómo el poder inventa una verdad para dominar, o de cómo la verdad se convierte en un instrumento de los poderosos sino, al revés, de realizar un minucioso análisis sobre la forma como se constituyen la verdad y el poder entre sí para dar cuenta al mismo tiempo del carácter acontecimental de las subjetividades que producen y, de esta manera, apostar por un cambio de la subjetividad que tendría a su vez, también, las características propias de un acontecimiento: episódico, imprevisible y contingente.

Si Foucault luego señala, al principio de este Curso sobre El Nacimiento de la Biopolítica, que sólo se puede entender lo que la biopolítica representa comprendiendo previamente al neoliberalismo, en consecuencia, es porque para recuperar una consistente y renovada actitud crítica considera preciso intentar comprender vivencialmente la lógica de este sistema, es decir, dilucidar su razón de ser, contra quién se planta, para qué se ofrece y, en resumen, apreciar primero qué es lo que se propone mejor aún incluso que sus más acérrimos defensores para luego, de pasada o como nota al pie, dejar constancia de un problema o, mejor, una contradicción interna respecto de sus principios. Y si prestamos debida atención y nos atrevemos a leer entre líneas, eso es precisamente a lo que Foucault llama ‘biopolítica’: esto es, a un impensado error de cálculo del neoliberalismo, a una suerte de falla en dicho sistema capaz de minar, desde dentro y por entero, el edificio en apariencia tan sólidamente construido.

El sentido de eso que llamábamos 'pensamiento crítico' era algo de suyo evidente cuando por ‘verdad’ entendíamos, directamente y sin titubeos, salir del error. La ‘ideología’ era entonces ese concepto que servía para nombrar el manto con el cual los poderosos ocultaban a los oprimidos su condición, y la tarea del pensar crítico consistía, lisa y llanamente, en tomar y ayudar a tomar conciencia del velo de maya de la opresión. Sería apresurado afirmar que todo eso ya haya caído hoy, pero bien se puede decir con propiedad que desde hace algunas décadas tambalea.

Más que preguntarnos cómo oponernos hoy en día al neoliberalismo, la cuestión pasa por preguntarnos, entonces, qué entendemos por ‘crítica’. Y, tal vez, la cuestión de qué sea la crítica queda corta incluso cuando advertimos que el problema, en realidad, consiste en dilucidar antes qué significa ‘pensar’ - para cada uno, al menos, y de manera personal. Pero, peor aún, más que el significado del pensar, lo que realmente está en cuestión es, previamente y sobre todo, qué entender por ‘verdad’, siendo que dicha palabra nombra, al menos a grandes rasgos, al elemento en el que se mueve o aspira el pensar.

Quienes, en la misma línea de Foucault, no adherimos hoy al concepto épico del pensar propiamente moderno somos vistos como traidores al pensamiento crítico siendo que, por el contrario, buscamos a tientas una concepción que, aún cuando despojada por completo de atributos heroicos, resulte capaz de remover, modesta y silenciosamente desde los cimientos, eso mismo que los viejos pensadores críticos se esforzaron y nunca lograron, sin embargo, voltear efectivamente desde fuera. Es en esta coyuntura filosófica extraordinaria, que de alguna manera contrapone la liberación a la emancipación, en consecuencia, como la lectura del neoliberalismo que hace Foucault cobra real envergadura.

Para el pensamiento de la liberación, que era la actitud crítica propiamente moderna, fue más que obvio aquello de lo cual se quería precisamente liberarse (la mentira ofrecida como verdad). Y por ello, a la par que disponía de una figura histórica que haría efectiva dicha desconexión (los paladines de la verdad) podía, además y por sobre todo, nombrar dónde quería llegar (la reconciliación con la verdad). Este hermoso esquema regulado por la idea de verdad, sin embargo, fue lo que concluyó como todos sabemos en el desastre totalitario. Un pensamiento de la emancipación, por el contrario, de lo que primero se emancipa es de ese finalismo histórico que consistía la reconciliación con la verdad, reconociéndose trabajosamente para ello como una apuesta sin garantías, sin sujeto y en permanente gestación. 


3- Es sabido que el neoliberalismo surge en la década del ‘30 como una reacción contra la planificación de la economía propuesta tanto por el nacional socialismo como por el keinesianismo. Pero lo que lo hace ‘nuevo’ no es que reaccione contra el Estado. Eso sería reducirlo a sólo una mala copia del liberalismo del s. 18. Si se distingue del original es porque se puede decir que descree en cierta forma ahora del mercado, al que ya no le asigna una libertad innata sino otra que debe y que necesita ser estimulada. Lo que el neoliberalismo propone, reforzando la apuesta, no es limitar más al Estado por el mercado sino que ahora el mercado cope directamente al Estado. Más que como una teoría económica, por eso, Foucault advierte que hay que ver en el neoliberalismo, entonces, una forma de gubernamentalidad.

Nacimiento de la Biopolítica es básicamente un Curso donde Foucault hace otro de esos alardes eruditos a los que nos tenía acostumbrados pero enfocándose por primera vez en el presente, en este caso, a partir de un pasado más que inmediato: la formación del ideario neoliberal. En resumen, en 12 hermosas clases Foucault nos dice que nosotros, en tanto contemporáneos del triunfo de dicho ideario, debemos recapacitar en la forma como habitualmente realizábamos nuestra crítica a la cultura. Así como en relación con la sexualidad Foucault alertó sobre la falta de vigencia de una hipótesis represiva de la sexualidad, la sociedad en la que nosotros ahora vivimos, nos dice en su análisis del neoliberalismo, se parece muy poco a la distopía marcuseana de una sociedad represiva como la que muchas veces, aún hoy, organiza las problematizaciones de la izquierda tradicional:

“Hemos superado esa etapa. Ya no estamos en ella. El arte de gobernar programado hacia la década de 1930 por los ordoliberales y que hoy se ha convertido en la programación de la mayoría de los gobiernos en los países capitalistas, pues bien, esa programación no busca en absoluto la construcción de este tipo de sociedad [unidimensional]. Se trata, al contrario, de alcanzar una sociedad ajustada no a la mercancía y su uniformidad, sino a la multiplicidad y la diferenciación de las empresas” (2)

El ideario neoliberal que Foucault pide que repasemos esta lejos, por supuesto, de lo que éste representa hoy para nosotros sobre todo en América, donde expresa la más clara y profunda contrapartida a la visión de conjunto que originalmente resume su utopía. Pero es necesario tener en claro que el neoliberalismo expresó, al menos en su planteo formal, una visión para beneficio del conjunto social fundada en la competencia que G. Becker, un fiel representante de la Escuela de Chicago, grafica con una metáfora que sirve para entender medianamente el punto: cuando en una autopista hay autos que se salen del carril y aprovechan vías más rápidas, dice Baker, graficando con esta metáfora al ideal neoliberal, están en realidad ayudando a que el tránsito en general se descongestione.

Si hay una inconsecuencia entre el planteo teórico del neoliberalismo y sus resultados en la práctica, o si existe una tara genética americana para comprender sus virtudes - como la derecha nos regaña aquí explícitamente - es algo que no viene sin embargo a cuento. Lo importante, me parece, consiste observar tanto las reacciones sociales explosivas contra los gobiernos neoliberales como por supuesto, también, sus continuos y vergonzosos fracasos económicos. Porque la pregunta entonces es: ¿cómo puede ser que ellos, que presumen que pueden ser juzgados sólo por los mercados sean, simultáneamente, sus propias víctimas?... ¿Será que la política es acaso, efectivamente, una continuación de la guerra por otros medios, y la cuestión no pasa ya por denunciar, entonces, la falacia de la teoría del derrame, sino por asumir a la conflictividad como el elemento mismo de una política emancipatoria?

Cuando Foucault dice que “la política es la guerra continuada por otros medios” está queriendo poner de manifiesto, por un lado, que el poder político surge de la guerra y que, por lo tanto, está organizado para mantener las relaciones de poder que en ella imperaban perpetuando sus mismas ventajas. Pero al mismo tiempo dice casi lo contrario, a saber, que la política no produce paz sino conflicto y que, por lo tanto, el proyecto iluminista del liberalismo original, ese que tenía a la paz perpetua como objetivo, queda ya descartado como proyecto. Si la política es la continuación de la guerra, es preciso advertir que la guerra propiamente continúa, entonces, y no sólo que no ha terminado sino que su final es incierto, algo cuyo final está aún por verse. Y además, que la política es la continuación de la guerra significa que con la guerra entonces termina esa concepción de la política que dirimía en definitiva al conflicto proclamando un vencedor.

No hay relaciones, para Foucault, sino de poder. Esto es lo mismo que decir que no hay encuentros que no sean por naturaleza conflictivos. Suponer relaciones unilaterales es un oxímoron, querer completar una palabra con otra de signo completamente opuesto. El poder no se ejerce sino siempre sobre personas libres (la esclavitud no es una relación de poder) y por ello es que no hay poder sin resistencia. Este es el motivo por el cual puede apreciarse que el neoliberalismo, asediado por su propia lógica, se está combatiendo entonces a sí mismo desde adentro. Y que no sólo es una bomba de tiempo, sino que a la vez resulta quien la activa contra sí mismo.

Muchos ven a nuestra región - y a nuestro país en especial - , por supuesto, condenados a un antagonismo tan histórico como irreconciliable. La pregunta que nunca nos hacemos y que cabe formular siguiendo este orden de ideas es entonces la siguiente: ¿no será el mismo intento de hallar una solución a dicho antagonismo nuestro problema, sin embargo, y la determinación de asumirlo libremente, en cambio, el desafío latino y argentino por excelencia?… Si pudiésemos encararlo, de poco o casi nada serviría la actitud crítica tradicional ya que, cuando la ausencia de conflicto deja de ser un objetivo, la tarea consiste aprender a gozar al contrario de su irresolución o, al menos, en hacer del antagonismo nuestra forma de sentirnos vivos. Y para ello nada mejor que acudir a Foucault por ayuda, en consecuencia, sobre todo a esa etapa de Foucault que algunos califican, rápida y despectivamente, ‘neo liberal’.



(1) ¿Que es la crítica?, Conferencia en La Sorbona, París, 1978
(2) Nacimiento de la Biopolítica, clase 14 de febrero de 1979

viernes, 1 de noviembre de 2019

CRITICA DEL HOMO ECONOMICUS





1- La razón del menor Estado

En lugar de abocarse a una habitual historia de la verdad o del error, la obra de Foucault se ofrece como una historia de la verdad unida, desde el origen, a una historia del derecho. En ella se encara entonces el estudio de lo confesional, de la institución psiquiátrica, de la prisión, de la sexualidad y del mismo liberalismo pero sin ocuparse de la génesis de lo verdadero a través de los errores eliminados, ni de la constitución de racionalidades históricas a partir de la rectificación de ideologías, sino del análisis mucho más humildemente de “el conjunto de reglas que permiten, con respecto a un discurso dado, establecer cuáles son los enunciados que podrán caracterizarse en él como verdaderos o falsos” (1).

Foucault considera preciso renunciar a hacer una crítica de la racionalidad europea al viejo estilo de la Escuela de Frankfurt. Explícitamente señala, por eso, que la crítica del saber que nos viene a proponer no parte de “poner al descubierto la pretensión de poder que habría en toda verdad afirmada pues … la mentira y el error son abusos de poder semejantes” (1). Por el contrario, Foucault postula así una nueva forma de crítica política que consiste, más modestamente, en poner de relieve las condiciones que debieron cumplirse para que determinados discurso pudieran instalarse.

En relación con el liberalismo, lo que una crítica de este tipo pone de manifiesto es que, si bien su aparición está ligada a la de la economía política, sería incorrecto suponer que esta última se convirtió entonces en principio regulador de su práctica gubernamental. Lo que Foucault dice en cambio es que, si para la práctica gubernamental de la razón de Estado
en los s.16 y 17, el mercado había consistido el objeto privilegiado de la vigilancia y las intervenciones del gobierno, a partir del s.18 es ese lugar mismo del mercado – no la teoría económica – lo que llega a ser el ámbito de formación de verdad. Si queremos entender el nacimiento de la biopolítica es por eso de la mayor importancia comprender la naturaleza real de este vínculo entre mercado y gubernamentalidad y sobre todo cómo funciona.

Con el liberalismo, el lugar de la verdad muda del soberano al mercado. Esto significa que ya no se precisa un soberano sabio para actuar sobre el mercado, sino uno que sepa, con la menor cantidad posible de intervenciones, dejar manifestar la verdad del mismo. El mercado, en consecuencia, deja de ser el terreno privilegiado del derecho y se convierte lo que Foucault llama un lugar de 'veridicción': es decir, de verificación o falseamiento de la práctica gubernamental. Con el liberalismo y su razón del menor Estado, entonces, es el mercado – no las elucubraciones de los economistas - quien permitirá discernir ahora las prácticas gubernamentales correctas de las incorrectas.

El liberalismo del s.18 buscó poner límites al poder público. Con ello se diferenció claramente de ese otro ‘camino revolucionario’ que,
al estilo rousseauniano, partía de los derechos del hombre para deducir así las fronteras de la competencia del gobierno y, en cambio, se especializó en inaugurar un discurso que se formula desde la propia práctica gubernamental. Este camino liberal define el límite de la competencia del gobierno a través de las fronteras de la 'utilidad'. Porque el utilitarismo para Foucault no es entonces ni una filosofía ni una ideología sino, más propiamente, una tecnología de gobierno que de alguna manera viene a reemplazar al derecho público pues consiste en plantear a un gobierno, a cada momento, la pregunta de hasta qué límite es realmente útil - o incluso, cuándo se torna inútil.

Si el principio de utilidad resulta lo que brinda según el liberalismo un criterio al poder público, será por eso  el mercado en tanto ámbito del intercambio, a su vez, lo que otorga razón de ser al principio de utilidad para el camino liberal. Pero como la categoría general que engloba tanto al intercambio como a la utilidad es el interés, será sobre los intereses – es decir, no sobre los individuos – donde se aplicará esta nueva razón gubernamental.

El punto de desenganche entre la razón de Estado propia del iluminismo y la razón del menor Estado del liberalismo consistió en que el gobierno ya no interviniese sobre las cosas o las personas: “ahora el gobierno se ejercerá sobre lo que podríamos llamar república fenoménica de los intereses” (1). Y si bien Foucault no lo indica aquí explícitamente, será  este punto de desenganche el lugar donde podemos ubicar entonces el nacimiento de la biopolítica, a saber, esa acción gubernamental que no toma como objeto a las personas físicas sino sus conductas. Pero será el neoliberalismo quien tomará para ello entonces la posta, haciendo del gobierno de los intereses el objeto de una delicada técnica gubernamental que se expandirá triunfal por todo el globo.


2- La utopía capitalista

El liberalismo tuvo que esperar trescientos años para formularse como una utopía social pero la revancha finalmente llegó y, de la mano del neoliberalismo, se convirtió en la nueva razón del mundo. La paradoja es que esta oportunidad se la brindó el propio marxismo, ya que los neoliberales encontraron y denunciaron que dicha utopía social habría compartido con la economía política clásica una concepción abstracta del trabajo al tomarlo como un producto más del mercado, sin poder ni querer situarse en la perspectiva del trabajador más que como un explotado.

Si desde Adam Smith hasta el s.19 el análisis económico sólo se ocupaba del estudio de los mecanismos de producción e intercambio, para los neoliberales consistirá, en cambio, en el estudio de la correcta asignación de recursos escasos a fines alternativos, es decir, aquellos fines entre los cuales es preciso elegir. Por ello es que la economía habrá para ellos de ser más bien, y en definitiva, una ciencia del comportamiento humano: “El problema de la reintroducción del trabajo en el campo del análisis económico no consiste en preguntarse a cuánto se lo compra … [sino] saber cómo utiliza el trabajador los recursos de que dispone… Situarse, entonces, en el punto de vista del trabajador y hacer, por primera vez, que éste sea en el análisis económico no un objeto, el objeto de una oferta y una demanda bajo la forma de fuerza de trabajo, sino un sujeto económico activo” (2).

Desde la perspectiva del trabajador, el salario nunca es el mero precio de venta de su fuerza de trabajo sino una inversión que, en tanto fuente de ingresos futuros, resulta por tanto la renta de un capital. Lejos de experimentarse a sí mismo como esa mercancía con la que la hipótesis frankfurtiana de la sociedad represiva representaba al trabajador, éste se reconoce a sí mismo, al revés, como una máquina que va a producir un flujo de ingresos. De esta manera, dice Foucault, la teoría del 'capital humano' del neoliberalismo "es una concepción del capital-idoneidad que recibe, en función de diversas variables, cierta renta que es un salario, de manera que es el propio trabajador quien aparece como si fuera una especie de empresa para sí mismo” (2).

La utopía liberal del ‘empresario de sí’, aunque más no sea implícitamente, resultó entonces una solución indirecta al problema que preocupaba a la hipótesis de la sociedad represiva desarrollada por la Escuela de Frankfurt. Convirtiendo la forma empresa - es decir, el modelo de inversión, costo y beneficio - en modelo de todas las relaciones sociales, la utopía neoliberal pretende que el trabajador ya no esté alienado respecto a su medio de trabajo, a su pareja, a su familia, a su medio natural y en definitiva a su vida. De manera tal que la sociedad de empresa es tanto una sociedad para el mercado, en consecuencia, como una también en cierta manera contra el mercado, pues busca que los efectos de existencia generados por el mercado sean compensados así de manera personal.

“La sociedad regulada por el mercado en la que piensan los neoliberales – dice Foucault – es una sociedad en la cual el principio regulador no debe ser tanto el intercambio de mercancías como los mecanismos de la competencia. Estos mecanismos deben tener la mayor superficie y espesor posibles y también ocupar el mayor volumen posible en la sociedad. Es decir que lo que se procura obtener no es una sociedad sometida al efecto mercancía, sino una sociedad sometida a la dinámica competitiva. No una sociedad de supermercado: una sociedad de empresa. El homo economicus que se intenta reconstruir no es el hombre del intercambio, no es el hombre consumidor, es el hombre de empresa y la producción” (3).

La teoría del 'homo economicus' está muy lejos de ser algo entonces que el neoliberalismo oculta. Foucault señala que no sólo no la oculta sino que la proclama a viva voz pues ella no es otra cosa, en definitiva, que la utopía capitalista. Mas Foucault también destaca que sería no sólo falso con respecto al ideario neoliberal, sino también un punto de partida erróneo para una crítica al homo economicus, suponer que el neo liberalismo considera al sujeto totalmente así:

“el abordaje del sujeto como homo economicus no implica una asimilación antropológica de cualquier comportamiento a un comportamiento económico. Quiere decir, simplemente, que la grilla de inteligibilidad que va a proponerse sobre el comportamiento de un individuo es esa [...] El homo economicus es la interfaz del gobierno y el individuo. Y esto no quiere decir en absoluto que todo individuo, todo sujeto, sea un hombre económico” (4).


3- Ateísmo económico

¿De qué hablamos cuando hablamos de homo economicus?... En primer lugar, de un sujeto racional, esto es, capaz de elegir el camino más corto para llegar donde desea. Eso no significa que sepa necesariamente dónde desea llegar: lo importante es que maneja ‘económicamente’, esto es, que sabe administrar sus recursos. En segundo lugar, es el sujeto que obedece a su interés. Y Foucault dice que en ello hay que destacar una mutación teórica fundamental para el pensamiento occidental ya que, por primera vez, se ubica el núcleo del ser humano ya no en una explicación teoleológica (la liberación de la concupiscencia) o en una esencia metafísica (la libertad) sino en algo irreductible e intransmisible que tiene que ver, simplemente, con el provecho propio.

Pero el punto al que Foucault otorga la mayor importancia por sus consecuencias sociales y políticas es que, en tercer lugar, el homo economicus o sujeto de interés representa la contra cara del 'homo juridicus' o sujeto de derecho. Con esto apunta a destacar que, para el neoliberalismo, el contrato social de donde surge el sujeto de derecho puede y debe ser pensado como resultado de una elección racional anterior de costo beneficio, por lo cual  mientras existe la ley sigue existiendo aún el sujeto de interés y éste no es absorbido nunca totalmente por el estado de derecho. Por el contrario, dice Foucault, el sujeto de interés “lo desborda, lo rodea y es su condición perpetua de funcionamiento” (5) ya que “si se respeta el contrato no es porque haya contrato sino porque hay interés en que lo haya […] y si ya no presenta ningún interés, nada puede obligarme a continuar obedeciendo el contrato” (5)

La característica fundamental del homo economicus, y aquello que lo diferencia fundamentalmente entonces de su primo hermano, el homo juridicus, es que no renuncia nun ca a sí mismo porque nunca cede sus derechos. Al contrario, no sólo es preciso para el homo economicus no desprenderse de su propio interés, sino que entiende que debe elevarlos incluso al máximo para incrementar e incentivar de esta forma el de los demás. Y si éste es el aspecto que a Foucault más le interesa se debe a que, como es lógico, de esta manera la problemática del ejercicio del poder queda definida de manera radicalmente diferente.

La idea que lentamente va perfilándose desde el s.18, y el motivo principal por el cual el liberalismo muta en neoliberalismo, es justamente que la razón del menor Estado no se funda ahora ya en una supuesta puja jurídica que se daría entre la sociedad y el soberano, en la cual la primera lograría que el segundo recortase sus atribuciones sino, antes bien, en un pragmatismo de tipo utilitarista que va a socavar la autoridad del soberano de raíz al convertirse en una crítica político-epistemológica que Foucault liga con el positivismo lógico (4)
, por un lado, y por el otro hasta con la misma filosofía kantiana en tanto descalificación de toda pretensión humana por conocer la totalidad: 

“El homo economicus es el único oasis de racionalidad posible dentro de un proceso económico cuya naturaleza incontrolable no impugna la racionalidad del comportamiento atomístico del homo economicus; al contrario, la funda. Así, el mundo económico es opaco por naturaleza. Es imposible de totalizar por naturaleza. Está originaria y definitivamente constituido por puntos de vista cuya multiplicidad es tanto más irreductible cuanto que ella misma asegura al fin y al cabo y de manera espontánea su convergencia. La economía es una disciplina atea; es una disciplina sin Dios; es una disciplina sin totalidad; es una disciplina que comienza a poner de manifiesto no sólo la inutilidad sino la imposibilidad de un punto de vista soberano, de un punto de vista del soberano sobre la totalidad del Estado que él debe gobernar” (5)

Mientras el homo juridicus del s.18 se plantaba frente al soberano con un ‘no debes’, dice Foucault, el homo economicus, entonces, más que plantarse directamente lo desconoce. Ya no se trata de que el soberano no deba entrometerse sino que propiamente no puede, y si no puede es fundamentalmente porque lo que específicamente éste ya no puede es saber. A partir de este momento, en consecuencia, todos los intentos por volver a poner en valor la planificación económica tendrán que montarse sobre esta maldición que, bien mirada, no es otra cosa que el reconocimiento de los límites de la razón. 

Aún cuando Foucault no lo explicita, si queremos detectar la instancia que permite el nacimiento de la biopolítica en tanto “tecnología ambiental”, entonces, que “modifica la manera de repartir las cartas del juego, y no la mentalidad de los jugadores” (4) decanta por su propio peso por que, sin esta subordinación del derecho al mercado, el ejercicio de gobierno hubiera seguido teniendo por objeto a los individuos y no a la vida.

La ceguera esencial que, para el neoliberalismo, aqueja a todo soberano respecto a la totalidad provoca, por un lado, un reordenamiento de la razón gubernamental que ahora debe ejercerse sobre sujetos de derecho sólo en tanto sujetos de interés. Esto da pie a Foucault para hablar, entonces, de un nuevo plano de referencia que engloba a ambos sujetos en un conjunto complejo que pone de relieve un modo de lazo social, ubicado ahora a mitad de camino entre el contractualismo y el comunitarismo, donde “el homo economicus no se integra al conjunto del que forma parte a través de una transferencia, una sustracción, o una dialéctica de la renuncia, sino de una dialéctica de la multiplicación espontánea” (6)

Foucault señala que la sociedad civil resulta el vehículo del lazo económico, pero este lazo supone dos momentos simultáneos: un equilibrio espontáneo, más allá del cual no existe nada pues no hay naturaleza humana que se distinga del hecho mismo de la sociedad y, al mismo tiempo, un principio de disociación en virtud del interés egoísta. Y atribuye a estas dos características antagónicas la posibilidad de su perpetua transformación. La racionalidad liberal, en consecuencia, en tanto arte de gobernar fundado en el comportamiento racional de los gobernados, será aquella que tiene a la sociedad civil como objeto de sí misma, garantizando de esta forma su reproducción indefinida mediante la producción de su subjetividad motora: el homo economicus.


Notas

(1) Nacimiento de la Biopolítica, clase del 17/1/79 

(2) Ibidem, clase del 14/3/79 
(3) Ibidem, clase del 14/2/79 
(4) Ibidem, clase del 21/3/79 
(5) Ibidem, clase del 28/3/79 
(6) Ibidem, clase del 4/4/79

jueves, 25 de abril de 2019

PREMISAS PARA UN (DES)APRENDIZAJE VITAL






1- Nunca insistiremos demasiado sobre esa forma de domesticación que, en este sistema de cosas, resulta la cultura. Todo el esfuerzo que entonces hagamos para poner en evidencia este hecho resultará siempre mínimo en comparación con la tremenda maquinaria a la que nos enfrentamos. Pero una cuestión importante a tener en cuenta, muchas veces sin embargo pasada ligeramente por alto, es que al oponernos a la función normalizadora de la cultura 
también sigilosamente la reproducimos, sin querer y de manera casi inevitable, cuando encaramos el análisis crítico de la cultura como algo que nos hace literalmente frente en lugar de tomarlo, al contrario, constituyéndose como un poderoso frente interno.

El empeño puesto en denunciar la domesticación cultural no debiera hacernos perder nunca el eje de la cuestión, a saber: que cada uno de nosotros somos domesticados a la vez que domesticadores. Sólo así podemos alcanzar relativa claridad respecto a los asuntos de un aprendizaje vital que, en la práctica, tiene todas las notas de un verdadero y paradójico des-aprendizaje al implicar, por sobre todo, la progresiva revalorización y reconciliación con nuestra parte instintiva.  A qué llamamos ‘instinto’, sin embargo, es algo que conviene no dar por sentado sin mas. Por que: ¿qué significaría recuperar nuestra ‘animalidad’, en el caso de que por ‘instinto’ entendamos todo aquello que nos ‘anima’ de una manera no cultural?... Y sobre todo, para empezar desde el principio: ¿podemos decir con propiedad, entonces, que los hombres somos ‘animales’?... Estas y otras que surgen cuando comenzamos a cuestionar nuestros automatismos son preguntas que, más que respuestas, nos exigen empezar a poner el cuerpo para sincerarnos acerca de nuestra relación particular con eso que llamamos genéricamente 'la cultura' y respecto de la cual no nos sentimos en gran parte identificados.


2- En Nietzsche y la filosofía, G. Deleuze distingue tres diferentes acepciones de la palabra ‘cultura’. En primer lugar, habría un sentido ‘prehistórico’ que distingue en la cultura aquello a lo qué obedecemos, por un lado, del simpe hecho desnudo de obedecer. Deleuze observa entonces que Nietzsche ve en la obediencia a la ley impuesta por la cultura una fuerza activa que, si bien se ejerce sobre el hombre y tiene la tarea de adiestrarlo, en principio se ejerce sobre las fuerzas reactivas, proporcionándonos entonces hábitos y dotando a la conciencia, sobre todo, de la facultad de la memoria. El objetivo propio de la cultura es por ello para Nietzsche formar así un hombre capaz de prometer y, con ello, un hombre que pueda convertirse autónomo, libre y propiamente activo.

La cultura, tanto como la justicia, representa para Nietzsche un mecanismo social de adiestramiento y selección. ¿Por qué la necesidad de una selección, y qué necesita sin embargo ser adiestrado?... La respuesta de Nietzsche es, en este caso, quizás muy semejante a la que ofrece la tradición: el hombre posee fuerzas reactivas que necesitan ser activadas. Sería confundir las cosas completamente, entonces, tomar como punto de partida el axioma de que las fuerzas reactivas son una invención o un producto de la cultura; lo que ocurre para Nietzsche, en cambio, y en ello consiste la originalidad de su planteo, es que las mismas fuerzas reactivas toman luego el control de la cultura, y así llegamos a una nueva instancia que es la cultura en sentido ‘histórico’.

Para comprender lo que ocurre con este segundo sentido de la cultura, dice Deleuze, primero hay que advertir que Nietzsche distingue entre lo que sería apenas el medio, es decir, el mero instrumento, de lo que viene a ser luego producto acabado de la cultura. Esto significa que, si bien la cultura en su sentido prehistórico fomentaba la responsabilidad y el respeto a la ley, el objetivo de la misma era el hombre soberano y legislador, esto es, aquel que ya no es objeto de sus fuerzas reactivas ante la justicia sino su señor y legislador. Con la cultura considerada desde una perspectiva histórica, en cambio, lo que en un principio era tan sólo un medio se convierte ahora en su producto y, por tanto, su objetivo final.

Lo que hacía de la cultura algo dinámico y activo en la prehistoria era su capacidad para autodestruirse a sí misma, es decir, de desaparecer en el movimiento por el cual el hombre se libera. Pero en la historia, al revés, la ley pierde su carácter formal y se confunde con su contenido impidiéndole desaparecer 
formando colectividades. De modo que la historia, en consecuencia, no es otra cosa que la degeneración misma del sentido original de la cultura cuando aparecen eso mismo que Nietzsche llama ‘rebaños’, esto es, sociedades que no quieren perecer, y no imaginan tampoco nada superior a sus leyes destinadas a conservarlas.

El medio de la cultura histórica es el mismo sin embargo que el de la prehistórica: adiestramiento y selección. El producto de la cultura histórica, en cambio, en lugar de ser el individuo soberano será el hombre domesticado. Y la selección que debía ejercer la cultura, dice por eso Deleuze, se convierte entonces para Nietzsche en lo opuesto a lo que era desde el punto de vista de la actividad: ahora será simplemente un medio de conservar, de organizar y propagar la vida reactiva.



3- ¿Cómo, por qué, y sobre todo de qué manera la cultura trastoca su origen naturalmente activo, invirtiendo de tal manera su razón de ser?... En la versión que ofrece Deleuze, lo que según Nietzsche ocurre es que las fuerzas reactivas resultan capaces de generar ‘ficciones’ que permiten a las fuerzas reactivas aparecer como si fueran activas y, de esta sibilina manera, pueden crear unas asociaciones de fuerzas reactivas que finalmente se imponen sobre las activas. Existen tres tipos de ficciones: la del resentimiento, la de la mala conciencia y, finalmente, la del ideal ascético. Y el común denominador de este combo reactivo es para Nietzsche la figura sacerdotal.

La ficción propia del resentimiento, en primer lugar, consiste en la proyección de una imagen reactiva por la cual se impone la idea (infantil) de que haría falta más fuerza abstracta para reprimirse que para actuar. El sacerdote impone la idea, dice Deleuze, de una fuerza separada de lo que puede: así sería como nacen el bien y el mal, valores nuevos que en lugar de crearse al actuar resultan al contenerse de actuar; es decir, no afirmando sino negando.

La ficción característica de la mala conciencia, en segundo término, es consecuencia de la proyección del resentimiento. La fuerza activa reprimida, al ser separada de lo que puede, produce dolor. Y la figura sacerdotal crea entonces esa ficción por la cual dicho dolor resulta espiritualizado cuando se convierte en la consecuencia de una falta. De esta manera, el dolor se ofrece como nuevo valor que se cura fabricando aún más dolor: infectando la herida. 

Y la ficción que propone el ideal ascético, por último, es la que corona el triunfo de las fuerzas reactivas organizando las dos manifestaciones anteriores con la idea de que la voluntad de nada es superior a la voluntad de poder. Y depreciar la vida junto con todo lo que es activo en la vida se convierte así en el nuevo valor que permite a la cultura instalarse definitivamente así en su forma histórica.

Nietzsche brinda importantes premisas, entonces, para un (des)aprendizaje vital cuando gracias a su fino análisis crítico observamos que la cultura no sería esencialmente represiva de los instintos y así advertimos que su forma de reprimirlos es simulando, paradójicamente, ser su más acabada expresión. De acuerdo a la primera premisa, el rescate de lo instintivo no estaría asociado necesariamente al libre arbitrio, entonces, sino a un (re)aprendizaje del carácter formal de la ley. Es decir, de lo que Nietzsche llama ‘soberanía’, y que resulta la capacidad de obedecerse a uno mismo. De acuerdo a la segunda premisa, dicho rescate debiera abocarse a combatir el combo del resentimiento, la mala conciencia y el ideal ascético, entonces, enfocándonos principalmente para ello en (re)aprender a vivir la vida tal como es, esto es: sin hermosas promesas o seductoras excusas. O, lo que viene a ser lo mismo, a no huir del destino, considerado meramente como lo que la realidad en cada caso nos presenta.



4- Muchas veces confundimos la crítica a la cultura con una mera apología de la desobediencia, y convirtiendo a la desobediencia en un valor suponemos ligeramente que lo que está primordialmente en juego, en y por ella, es la transformación de la sociedad. Pero la desobediencia se toma así como una suerte de ‘desobediencia debida’ de la cual uno no es entera y absolutamente responsable: sólo se obedece a ideales transformadores, y de esta manera seguimos inmersos en los valores culturales que suponemos rechazar. 

Cuando el cambio de estructura social opera como móvil de nuestras problematizaciones políticas permanecemos todavía dentro de la zona de confort que nos manda reaccionar contra circunstancias ajenas adversas, y el espíritu reactivo se nos aparece como la única forma de ser posible. Esta 'desobediencia debida', en resumen, es lo que nos impide entonces afirmar la vida cuando, por mantenernos dentro del paradigma del resentimiento, actuar por y para nosotros mismos es algo que ni siquiera suponemos que sigue resultándonos un enigma.

Desobedecer representa ciertamente el paso obligado para todo espíritu libre y debe ser estimulado. Escaparnos de la obediencia resulta extremadamente valioso justo porque permite sobreponernos al prejuicio contra el pluralismo, que constituye sin duda nuestro valor por excelencia. Pero de que la desobediencia resulte valiosa no se sigue que deba operar necesariamente como un principio. La cuestión a considerar no es tanto la desobediencia como una virtud, en consecuencia, sino prestar especialísima atención a las desobediencias ininterrumpidas que supone la misma virtud, mas bien, cada vez que nuestra natural inclinación a la obediencia nos vuelve a gobernar.

La virtud del pluralismo resulta intuida sólo a medias cuando hacemos de la desobediencia un valor. A lo sumo, la confundimos con la tolerancia liberal. Bregando por afirmarnos a nosotros mismos, en cambio, valoramos sinceramente un modo de ser y de pensar que no se asemeja en absoluto a la mera tolerancia, ya que es a partir del esforzado intento por sobreponernos constantemente a la negación de la vida implícita en todo pensamiento único, al contrario, como surge la posibilidad de vivenciar la armonía implícita en la dispersión, dado que afirmar la vida es poder concebir lo plural manifestando inseparablemente a lo único.

Quienes consideran que el llamado a la insubordinación es necesario incluso en el desierto, en definitiva, suponen que la cultura es algo ajeno a lo que pueden oponerse y no toman en cuenta que el deseo de apartarse del pensamiento único, y el consiguiente compromiso pluralista, sólo es escuchado por aquellos que han iniciado ya por su propia cuenta y riesgo el lento aunque progresivo desanclaje respecto de los condicionamientos sociales. Y por eso es justamente allí donde vemos correr la línea divisoria de aguas: entre aquellos que suponen que detrás de la denuncia de algo que falsea la realidad está la realidad misma, por un lado, y otros para quienes detrás no está ahora la realidad misma sino, apenas, una interpretación simplemente diferente: más potente, no cabe duda, pero sólo otra interpretación.


domingo, 17 de marzo de 2019

GENEALOGÍA DE LA JUSTICIA




1- 
¿Hasta qué punto, o al menos en qué sentido, resultaría posible buscarnos a nosotros mismos? ¿Será efectivamente posible, e incluso deseable, encontrarnos? Y, por último: ¿cuál sería el especial ‘encuentro’ que supone el conocimiento de sí?... Son tres interrogantes básicos que deberíamos poder dilucidar para recién poder dar paso al asunto que Nietzsche aborda en La Genealogía de la Moral y, en definitiva, ordena en líneas generales a toda su filosofía: un pensar que tiene a la vida y no a nosotros como su real sujeto - o, lo que para el caso resulta casi lo mismo, el de un pensar al servicio de la vida.

Nietzsche nos cuenta desde el Prólogo de dicha obra que la cuestión sobre el origen de los valores que luego le obsesionó toda la vida se le impuso desde la misma infancia y, de éste modo, aún cuando tácitamente nos señala el carácter no voluntario del asunto que le ocupa. Como las vivencias comprometen al cuerpo, y el cuerpo a las emociones, el tipo de conocimiento sobre los valores que él propone lejos está así de ser justamente de tipo reflexivo: el volverse sobre sí mismo resulta entonces, en su caso, ciertamente como proviniendo de un otro, en consecuencia, ya que dar lugar a las emociones es algo que fuerza a abrirnos, inevitablemente y al mismo tiempo, a eso que somos pero que cuesta muchas veces reconocer como propio.

El conocer del que nos habla Nietzsche poco tiene que ver con esa pretensión ilustrada de progreso indefinido de la razón hacia la verdad ya que, en lugar de avanzar por sobre lo desconocido para eliminarlo como tal, dicho conocimiento se le aparece rodeado en cambio justamente siempre por lo que desconoce: y lo llamativo es que no sólo lo desconocido circunda así lo conocido sino que, de alguna extraña manera, se presenta incluso como resultando propiamente su fuente. De modo que el conocimiento de sí del que él nos habla no supone, como para la metafísica tradicional, un yo igual a sí mismo al que podríamos finalmente entonces acceder buscándonos sino que, a la inversa, buscarse y autoconocerse viene a ser para Nietzsche, en última instancia, no dar nunca con uno mismo al saberse incondicionalmente diferente, múltiple y dividido.

Conocer o desconocer, claramente, no son por supuesto lo mismo. Pero en su irresuelta tensión Nietzsche cree hallar la clave, sin embargo, de un pensamiento genuinamente noble. Soportar su naturaleza paradojal será por eso, en última instancia, la fortaleza misma de aquellos que Nietzsche llama, con un sentido enigmático y casi profético, “nosotros". Cómo se llega a formar parte de esta instancia pronominal, sin embargo, en la que uno pueda y deba rodearse de lo desconocido y enfrentarse, en consecuencia, de forma incondicional al inevitable temor, es algo que a Nietzsche parece no preocuparle desarrollar: él nos habla siempre desde las alturas de la nobleza para aprovecho de espíritus fuertes, y la tarea que nos ha dejado pendiente resulta entonces hallar, de alguna manera, cuál sea el nexo capaz de convertir dicha cima en algo accesible para el común de los mortales.

Es obvio que somos muchos aún los que nos buscamos todavía desesperadamente a nosotros mismos, creyendo poder hallarnos sólo para no tener que comprometernos a afirmar el devenir, y tememos todavía a lo desconocido por lo tanto como a la peste. Por eso al leer a Nietzsche debemos hacer el doble esfuerzo que resulta atisbar los caracteres de la nobleza sosteniendo sin embargo al mismo tiempo, aún sin quererlo, los valores propios del esclavo. Conocernos a nosotros mismos, en consecuencia, si quisiéramos hacerlo 
siguiendo a Nietzsche resultará en definitiva un viaje de progresivo auto-desconocimiento que nos llevará a apartarnos lentamente de 'la igualdad' en tanto principio rector indiscutido de nuestra liberación y nos arrojará finalmente, del ruidoso aunque cálido y seguro mercado, a la intemperie del inhóspito desierto.


2- En la estela dejada por Nietzsche, se abre un nuevo enfoque macro político por el cual las dictaduras militares en América Latina, como el fascismo en la Europa de comienzos del s. 20 y el actual auge del neoliberalismo a nivel global, hallarían su explicación en una enorme canalización de la voluntad de nada derivada de la propia democracia y no, como aún creemos los sacerdotes devenidos hoy intelectuales, la negación lisa y llana de sus principios. Pero para ponerlo en evidencia el camino a recorrer está plagado de prejuicios.

El desprecio que experimenta Nietzsche por la democracia resulta seguramente algo difícil de digerir. ¿Cómo no aferrarnos a todo lo que él considera bajo, vil, cobarde y plebeyo como a nuestra última tabla de salvación, y elevar todavía la necesidad de una ley universal como única bandera capaz de garantizar un mínimo de convivencia, aún cuando más no sea autoimpuesta, y a sabiendas artificial? ¿Y cómo no leer todo menosprecio de la moral por parte de Nietzsche como una forma, en definitiva, de legitimazación de la violencia?

Conviene tomar en cuenta que, si bien en la práctica una genealogía de la moral resulta una crítica a la cultura y a la manera misma como se fue desenvolviendo lo social, en ningún momento propone sin embargo Nietzsche por ello, explícitamente al menos, una contrapropuesta política determinada. Detectar por eso que lo bueno califica la forma como el noble se distingue a sí mismo y no, como ocurrió a partir del debilitamiento de la modalidad caballeresco-aristocrática, la mera acción desinteresada, no significa necesariamente que Nietzsche esté pensando en un posible regreso a formas políticas ya superadas. Su anti-democratismo también puede y necesita también ser leído, y en ello reside la complejidad del asunto, como la apuesta entonces de una novedosa y original forma de hacer comunidad.

Es de fundamental importancia tener claro para habilitar esta línea de lectura que la crítica al no-egoísmo, esa ley universal capaz de garantizar el mayor beneficio para el mayor número de personas, no se traduce en la valoración contrapuesta del mero egoísmo sino que, mas bien y al contrario, resulta habilitar la posibilidad de actuar en función de un criterio muy diferente: la afirmación de la vida y, de esta manera, la propia diferencia al mismo tiempo que la de cada cual. Debiéramos poder empezar a ver, en este orden de ideas, que el resentimiento contra nuestra propia vida - que resultaría de nuestra propia e inconfesada impotencia - es algo que, como dice Nietzsche, nos convierte a los débiles en los enemigos más malvados, pues el odio se hace en nosotros algo monstruoso y siniestro. 

Admitir nuestra debilidad sin vergüenza ni temor, al menos por un instante, nos llevaría a concluir con facilidad que el principio democrático por excelencia - la igualdad ante la ley - es en realidad un prejuicio capaz de convertir a la propia democracia en una enorme maquinaria dirigida, ya no sólo por hombres impotentes, sino autodirigida por el resentimiento contra la vida como principio y que tiene como objetivo perverso, en consecuencia, hacerla volver en contra de sí misma.


3- La Genealogía de la Moral puede ser considerada, en resumen, como la confrontación entre dos morales: la del noble y la del esclavo. O la del valiente, si se quiere, y la del cobarde. O la del activo, fundamentalmente, y la del reactivo. La distinción entre ambas, sin embargo, no hay que buscarla rápidamente en supuestas tablas de valores diferentes – lo cual haría seguramente la cuestión más sencilla, pero también algo más de lo mismo – sino en una perspectiva radicalmente diferente en cuanto a lo que valoramos como valioso.

Ni la valentía y ni la acción no resultan estrictamente ‘valores’ para el noble sino, mas bien, esas condiciones de posibilidad que lo distinguen al valorar algo como valioso. Esto es lo más difícil de entender, seguramente, para quien se halle dominado por un modo de ser reactivo: que para el noble, lo valioso no aplica tanto a los modos de comportarse como a sí mismo. Porque es en virtud de que es valiente y activo que el noble resulta bueno, y sus actos lo serán también, entonces, por añadidura.

A los esclavos, en cambio, nos ocurre justo y precisamente a la inversa. Sólo nos consideramos ‘buenos’ si resultamos capaces de actuar bien. Lo cual, obviamente, hace surgir en seguida la pregunta sobre lo que significa para uno en este caso el bien pero, de manera más sutil, también la cuestión sobre la ‘libertad’ como esa capacidad que poseería un agente supuestamente neutral de decidir entre el bien y el mal.

Si para Nietzsche estar más allá del bien y del mal no significa sin embargo más allá de lo bueno y lo malo es, entonces, porque mientras el bien y el mal califican acciones, lo bueno y lo malo se adjudican en cambio en primera instancia a tipos humanos específicos. Y esto es, por sobre todas las cosas, lo que a él más le interesa: no un nuevo decálogo, sino la denuncia del ‘igualitarismo’ (o, lo que sería lo mismo, de la moral sin mas) para abogar por el restablecimiento de un principio jerárquico (o extra-moral) entre los seres humanos.

El igualitarismo democrático resulta para Nietzsche el valor por excelencia de la moral (del esclavo, aunque es redundante aclararlo). Y se ocupa de mostrar detalladamente entonces cómo se esconde detrás suyo lo que por supuesto el igualitarista no puede ofrecer como valioso porque pondría de manifiesto su naturaleza dependiente: a saber, la cobardía – el resentimiento contra el noble - y el comportamiento reactivo – la imposibilidad de actuar obedeciéndose simplemente a sí mismo.

Como no podría ser de otra manera, esta crítica nietzscheana contra el valor de la igualdad despierta natural irritación política y lógica zozobra intelectual pero ella resulta también la única propuesta filosófica que nos permite entender afirmativamente el surgimiento de la gran cantidad de reclamos actuales por la visibilidad de la diferencia, sea de género, sexual, étnica y hasta generacional, que hoy aparecen como más convocantes incluso que los ya tradicionales pedidos de igualdad.

Por supuesto, los reclamos por la diferencia no son de naturaleza noble necesariamente siempre. Suelen estar inmersos aún en el resentimiento y plantearse así muchas veces de forma reactiva, pero pueden ayudarnos a comprender el principio jerárquico del que hace bandera Nietzsche como una valiente pretensión de ser lo que cada cual siente que en cada caso es, y de llevar adelante así su propia manifestación simplemente por orgullo, esto es, no por un supuesto 'derecho' (que siempre es otorgado por los demás) sino por la mera expresión de su propia potencia.


4- ¿Qué liga a la memoria, la responsabilidad y la crueldad?... En el comienzo del segundo capítulo de la Genealogía, Nietzsche realiza una ajustada correlación entre estos tres términos para dar cuenta de las condiciones que han de estar presentes en el sentimiento de culpa, cuando éste resulta considerado ya no como mera afección individual sino, más que nada, como verdadera artimaña de cohesión social.

La educación para hacer promesas es, según Nietzsche, una forma de dominar socialmente la capacidad que tendríamos los hombres de olvidar. Como el vigor del noble se nutre de poder dejar siempre paso a lo nuevo cerrando, de vez en cuando, las puertas y las ventanas de la conciencia, la contemporánea decadencia de la nobleza hay que adjudicarla en consecuencia al eficaz y premeditado deterioro de esta capacidad de digerir lo ocurrido mediante el olvido, e indigestarse, propiamente hablando, queriendo lo ya querido por y para siempre.

Sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria. Por eso, Nietzsche dice que la victoria sobre la capacidad de olvido - que supone y fundamenta el ordenamiento social - se monta sin embargo paradójicamente sobre el significativo olvido de la crueldad de los antiguos ordenamientos penales, cuyas atrocidades impensables hoy día dan cuenta sin embargo del esfuerzo enorme que representó instalar históricamente la idea de responsabilidad.

La idea de responsabilidad es contigua a la del sentimiento de justicia como resarcimiento, ya que sólo el reo que hubiera podido actuar de otro modo es hallado propiamente culpable y merece ser consecuentemente penado. Esta correlación entre el perjuicio sufrido y el castigo es, para Nietzsche, una concepción de la justicia que originalmente, sin embargo, no existía, y que fue afianzándose lentamente a partir recién de la relación contractual entre ‘acreedor’ y ‘deudor’.

Mientras la justicia para el noble era una mera manifestación de cólera, la del hombre responsable será así sólo una mala copia de ella mediante la cual el acreedor experimenta que puede por un momento sublime ejercer un “derecho de señores”, siéndole lícito entonces el privilegio circunstancial del desprecio y la crueldad. El concepto noble de justicia no buscaba reparación alguna del daño, se imponía sólo por sí mismo. El de la modernidad, en cambio, se presenta como una reformulación así de ese imperativo categórico kantiano que - dice Nietzsche - “huele a crueldad”.

Sólo dentro de un estado de derecho que se basa en un concepto de la justicia reactiva es posible para un hombre infligirlo y así convertirse en culpable. Fuera del mismo no existe la posibilidad de la culpa ante algún perjuicio ya que nadie le debe nada a nadie. Es sólo la aparición del contrato lo que permite el surgimiento del sentimiento moral de la culpa como introyección de la deuda. La deuda de la culpa, sin embargo, resulta en que la violación de contrato social será inhibida a partir de entonces de antemano, dando comienzo así propiamente a la domesticación de la humanidad.


5- Nietzsche critica firmemente la idea de que la justicia tenga su origen en el resentimiento y la necesidad de venganza. Lo que la justicia signifique fuera de ese paradigma reactivo, sin embargo, no es algo que salte inmediatamente a la vista. Estamos demasiado condicionados por la idea de que la justicia tiene que ver siempre con un ‘hacer justicia’, ya sea para impedir que el pez grande se coma al pez chico como para denunciar que a la historia la escriben los que ganan. Y la sólo mención de que la justicia sea otro nombre del poder nos produce escalofríos.

Una forma de abordar la difícil cuestión de una justicia afirmativa podría ser circunscribirla al ámbito de lo estrictamente personal y emparentarla a la crítica de la moral. Podríamos decir que, así como cuando Nietzsche propone un pensamiento más allá del bien y del mal no está pretendiendo que no haya buenos y malos, la crítica a la idea de la justicia sería, de la misma manera, una suerte de ‘mas allá de la justicia y la injusticia’ que permitiría dar cuenta de justos e injustos con mayor propiedad.

Esto, sin embargo, es y no es tan así. Sirve sin dudas como una aproximación a la idea de una justicia no reactiva. Pero hay en Nietzsche un pensamiento más profundo que impele al tratamiento de un concepto activo de justicia a trascender el marco de la mera intimidad y a conectarlo con una manera totalmente original de comprender la vida como tal. La justicia afirmativa no es sino resultado entonces de una determinada cosmovisión que tiene que ver con que para Nietzsche todo se reduce, en definitiva, a si la vida es o no inocente o, mejor, si es o no culpable.

Ante el sufrimiento caben, para Nietzsche, dos alternativas: convertirlo en espectáculo, y por lo tanto en motivo de fiesta, o intentar negarlo, y así inventar justificaciones. El último es el camino de la razón; el primero, el del espíritu trágico. Y la razón se demuestra así como no siendo otra cosa que un instrumento para no aceptar el sufrimiento, o mejor, lo absurdo del sufrimiento, porque lo que duele a la razón no es tanto el sufrimiento como su ausencia de sentido, y proponiendo sentidos para soportarlo hace tácitamente de la vida algo que necesita ser justificado.

Para los débiles, o para la razón, la vida es por definición injusta. La debilidad en sí misma se evidencia y se origina por ello en dicha concepción anti-vida. El concepto de justicia que esgrimamos los débiles, en consecuencia, consistirá en intentar imponer un orden, en reparar y en ofrecer una promesa de compensación. El espíritu trágico, para Nietzsche, es por el contrario el sentimiento vital de los fuertes. Y de una fortaleza que no se define por la ambición de dominio, de apropiación y de conquista, sino como derivación de algo más profundo que la define afirmativamente desde adentro: la capacidad de sostener lo absurdo del sufrimiento, esto es, de no permitirse engañar por la falsa ilusión de suprimirlo.

Para los fuertes, la vida es justa por definición. Su concepto de justicia, en consecuencia, al carecer de resentimiento alguno está lejos de presentarse como un resarcimiento. Y en lugar de ofrecerse como mediación ante un conflicto surge básicamente del tácito acuerdo con la vida como tal. Según Nietzsche, al origen de la justicia hay que entenderlo entonces a partir de esta alianza ‘trágica’ con la vida. Lo que vino después, a saber, la idea democrática de que dicha alianza debía ser condicionada por la eliminación del sufrimiento mediante un contrato social redujo luego a la justicia al pobre papel en que la vemos convertida hoy en día.

Cuando nos lamentamos por la corrupción en la justicia, o por convertirse en instrumento del poder político, no hacemos para Nietzsche sino mantener vigente en realidad el viejo concepto de una justicia reactiva hipotéticamente ‘justa’ y postergar, en consecuencia, la posibilidad de un verdadera emancipación. Porque la verdadera pobreza del papel de la justicia actual no es, según este enfoque genealógico, el de haberse convertido en el brazo legal de los poderosos sino, a la inversa, en torpe instrumento de los que se esconden como nosotros mismos de la vida para seguir soñando.


6- Antiguamente, una acción que derivaba en crimen era considerada un mero accidente que, como dice Spinoza, a lo sumo provocaba "una tristeza acompañada de la idea de una cosa pasada que ocurrió de modo contrario a lo esperado". El sentimiento de culpa fue algo que apareció mucho más tarde, dado que no es natural en el hombre sino resultado de un proceso de domesticación. Lo que a Nietzsche interesó, de acuerdo a esta línea interpretativa, fue analizar el choque de fuerzas preciso para la aparición de la culpa y, por sobre todo, dejar en evidencia de esa manera que toda posibilidad de liberación de los potenciales del hombre tiene, como condición indispensable, la denuncia y consiguiente neutralización de la mala conciencia.

La hipótesis de Nietzsche sobre el origen del sentimiento de culpa - luego fuente de inspiración para el psicoanálisis - es que resultó del ejercicio de la violencia que implica la constitución del Estado o, lo que es lo mismo, de la pacificación por la fuerza de la sociedad. Cuando bajo la espada pública la libertad quedó latente y, sin posibilidad de expresarse, se tornó una amenaza, y por lo tanto algo que ocultar. Y el sentimiento de culpa no es otra cosa entonces para Nietzsche que la represión de ese "instinto de libertad" que, al no poder satisfacerse, acaba convirtiéndose en el peor enemigo.

Es con el Estado que aparece la mala conciencia, una instancia moralizadora de la culpa que tuvo lógicas derivaciones en el plano individual y social. A nivel psíquico, hizo de nosotros seres escindidos entre el alma y el cuerpo, con el consiguiente despropósito que supuso el sufrimiento del hombre por el hombre mismo, esto es, un sufrimiento proveniente ya no de circunstancias ajenas adversas sino de una violencia provocada por y contra nosotros mismos. Y a nivel cultural, dicha escisión se tradujo en la escisión de la tierra y el cielo, con la consiguiente creación de un mundo ideal que premia el desinterés, la abnegación, el sacrificio de sí y todo lo que atenta contra la natural afirmación de nuestra libertad.

Antes de la aparición de la mala conciencia, la culpa tenía al menos la posibilidad teórica de ser redimida con la pena. Pero con la moralización de la culpa, es decir, a partir de su introyección, esta perspectiva en cierta forma optimista se cancela, dando paso entonces a la noción de una culpa infinita producto de una deuda que no puede ser tampoco jamás saldada. La deuda con Dios crea así en el hombre el último de los despropósitos: la aparición de una voluntad de tomarse culpable y sin posibilidad de expiación alguna. Y con esta vuelta de tuerca el instinto de libertad contenido y reprimido recibe así su sentencia final: su deseo de apelación, si se diera el caso que lo pudiéramos considerar, se halla a partir de ese momento ya cancelado.

La hipótesis Nietzsche no culmina sin embargo así. Todo el tiempo parece suponer y aludir a una alternativa que, sin ser puntualmente optimista, no permite otorgar al pesimismo el 
protagonismo final. Y es que el triunfo de las fuerzas reactivas por sobre las activas, si bien representa para Nietzsche una enfermedad, se trata de algo comparable con un embarazo, es decir,  un desarreglo capaz de producir o gestar frutos no necesariamente reactivos.

Nietzsche vislumbra en la muerte de Dios, finalmente, la posibilidad entonces de una "segunda inocencia", esto es, de una inocencia que no resultaría un simple retorno a-histórico a la época en que el Estado y la mala conciencia no formaban parte del orden de las cosas sino, justo al revés, una propiamente nueva que sería, de alguna manera, producto indirecto del Estado y la mala conciencia toda vez, por supuesto, que fuésemos capaces cada uno de nosotros por nuestra propia cuenta y riesgo de poner al desnudo su génesis.


7- El problema de la voluntad humana, dice Nietzsche, es que prefiere querer la nada a no querer, y es sobre esa debilidad constitutiva que se asientan los ideales ascéticos. Entre los artistas, dicha debilidad encuentra incluso una tensión mayor, ya que entre la obra y su persona existe siempre un hiato difícil de soportar. Y ese habría sido el motivo según Nietzsche de la conversión ascética del último Wagner quien, cansado ya de mantener su propia irrealidad, habría caído en la veleidad - propia de la mayoría de los artistas - de presentarse a sí mismo como un oráculo de la realidad más profunda de las cosas: “un teléfono del más allá”.

En los filósofos, en cambio, la adhesión al ascetismo sería para Nietzsche algo que ocurre de manera mucho más sencilla debido a su fuerte deseo de mantenerse lo más posible al margen de las preocupaciones y compromisos mundanos. El ejemplo más caricaturesco de esta pintura del filósofo es para Nietzsche su otra gran influencia, Schopenhauer, quien habría escrito El Mundo como Voluntad y Representación para poder dejar de experimentar la tortura del deseo sexual.

Hasta aquí, el comienzo del tratado tercero de La Genealogía de la Moral parece un entretenido ajuste de cuentas de Nietzsche con sus pasiones juveniles. Pero luego descarga a Wagner de parte de la culpa haciendo responsable a Schopenhauer por haberlo influenciado y se pone más académico, estableciendo una relación entre la postura estética de Schopenhauer con la de Kant que le valió más tarde, sin embargo, una ajustada corrección de Heidegger en “La voluntad de poder como arte”, primera parte de su estudio sobre Nietzsche.

La categoría que Kant pone como condición de los juicios estéticos, el desinterés, no sería para Nietzsche sino otra forma de nombrar el deseo de escapar de la realidad: poder ver un desnudo artístico sin deseo sexual o, en palabras de Schopenhauer, “sustraerse al ruin acoso de la voluntad, celebrar el sábado del forzado trabajo del querer”. El punto es, sin embargo, en qué medida resulta cierto que el desinterés en Kant tenía el mismo sentido que le dio Schopenhauer, algo que Nietzsche da por hecho. Y no ponerlo en duda para intentar una defensa de Kant que no viene al caso, sino para clarificar qué tipo de relación con la realidad Nietzsche califica como afirmativa.

Según Heidegger, Schopenhauer es el responsable de la mala recepción que se hizo durante mucho tiempo de la estética kantiana. Lejos de querer mentar supuesta indiferencia ante una cosa, lo que Kant denomina ‘desinterés’ es lo que nos sale al encuentro propiamente, en estado puro, es decir, tal como es él mismo, en su propio rango y dignidad. Lo contrario al desinterés sería por eso la mirada teórica habitual propia del interés: es decir, considerar lo que se nos aparece siempre con miras a otra cosa, cosa que tiene que ver con nuestro goce o beneficio: su finalidad o utilidad.

¿De ello resulta que ese dejar libre a lo que se nos aparece, acaso, responde a una suspensión de la voluntad necesariamente, como entiende Schopenhauer junto con Nietzsche o, pregunta por eso Heidegger, debemos considerar este ‘libre favor’ que se le hace a lo que aparece como “el máximo esfuerzo de nuestro ser”? Para Heidegger, dejar que el objeto se nos aparezca tal como es implica una liberación de nosotros mismos. Poder dejar en libertad aquello que tiene una dignidad propia, en su pureza, exige una suspensión de la actitud teórica, algo que para Kant supone renunciar a lo más querido por la razón: que lo que nos agrade de manera individual pueda ser objetivamente universal.

La explicación que Heidegger da respecto a la poca perspicacia nietzscheana para comprender La Crítica del Juicio es que Nietzsche respondía a su propio contexto histórico. De otra forma, dice Heidegger, hubiera estado completamente de acuerdo con este concepto que sobre lo bello propone Kant ya que lo que él mismo pretendía era estar en el mundo y sentir su encantamiento.

Cuando en la Genealogía de la Moral critica la fórmula kantiana del desinterés, Nietzsche lo hace para celebrar la expresión stendhaliana de “promesa de felicidad”, y propone considerar a la belleza en consecuencia como un ‘estado de embriaguez’. Pero, se pregunta Heidegger ¿acaso dicha expresión nietzscheana no supone, además de una dispersión dyonisíaca, al mismo tiempo un estar más templado?


8- El enemigo de las fuerzas activas claramente ya no es hoy el sacerdote sino un vivir siempre más allá del presente que no tiene nada de ascético, al menos desde una primera mirada y según el sentido habitual de esta palabra. Cuando el problema ya no es el trans-mundo sino, de alguna manera, el mundo convertido en un absoluto, la crítica a la moral sería entonces sustancialmente otra. ¿Cuál es su relación con el ascetismo? ¿Qué relación hay entre la mirada de la vida shopenhaueriana, en última instancia, con la valoración del hombre a partir de su esfuerzo, de sus resultados, y de la entera producción de sí de acuerdo criterios mercadotécnicos?

La palabra ‘askesis’ significa ‘disciplina’, ‘ejercicio’. Asceta será, en consecuencia, aquel que siga una disciplina históricamente ligada a la renuncia de los placeres materiales y a la huida de toda comodidad mundana. El desierto está asociado así al asceta como su escenario por excelencia.

Y los filósofos, dice Nietzsche, con sus más o sus menos adhieren a los ideales ascéticos aunque su caso es sustancialmente diferente: no los mueve virtud alguna, sino una imperiosa necesidad de independencia que en ellos se manifiesta como su instinto dominante. Si se alejan de “la fama, de los príncipes y de las mujeres”, en consecuencia, no es como para los ascetas, producto de un ejercicio deliberado, sino expresión genuina de la afirmación de sí mismos.

De acuerdo con Nietzsche, habría dos desiertos: uno literal, al que los negadores del cuerpo se retiran, y otro figurado, que puede incluso mimetizarse sobre una verde comarca extensamente poblada. El primero, ligado a la voluntad de verdad y al instinto de protección y de salud de una vida que degenera; el segundo, aliado de la ‘gran salud’ que resulta de una concepción estética de la existencia. El primero, refugio para la negación de sí; el segundo, producto de la diversidad de perspectivas nacidas de los ‘afectos’.

El desierto del filósofo comienza en definitiva donde se acaba el mercado. Pero el mercado tampoco es para el filósofo un mercado literal que termina alejándose de la plaza: por ‘mercado’ el filósofo entiende todo tipo de encuentro reducido a una relación contractual, organizada por la deuda y, por consiguiente, por el resentimiento y la mala conciencia.

El desierto literal del asceta representa para Nietzsche una mera continuación del mercado. Y tal vez habría que ver mejor en el mercado una mera continuación del desierto, ya que es en virtud del ideal ascético en su estado puro, y por medio de conceptos como ‘pecado’, ‘culpa’, ‘corrupción’ o ‘condenación’, que se comprende a la moral dominante como triunfo de las fuerzas reactivas, negadoras de la vida.

El hecho de que exista continuidad entre una negación explícita de la vida con esa otra, implícita, que ocurriría en la huida consumista que define al mercado, sin duda resulta crucial dilucidar. ¿Cómo se daría? ¿Qué tipo de relación existe entre una concepción técnica de la existencia, con la de los ideales ascéticos?... Nietzsche está tan convencido de esta relación que hasta llega a decir que en el origen de la valoración anti-vida hay que ver una artimaña que la vida misma inventó para permitir, a los sanos, vivir separados de los enfermos en paz.


9- El tratado tercero de la Genealogía de la Moral, “¿Qué significan los ideales ascéticos?”, comienza con el epígrafe de un párrafo tomado del Zaratustra que, según el propio Nietzsche anuncia en el Prólogo mismo a la Genealogía, oficiaría de clave a dicho tratado: “… la sabiduría es una mujer, y ella ama siempre a un guerrero”.

Lo que hace especialmente interesante el asunto es que la palabra ‘guerrero’ no aparece a partir de entonces ya en ningún momento del texto, y esa contraposición entre el noble-guerrero y los esclavos-débiles, tan cara al tratado segundo, en el tercero transmuta, de forma más delicada, por la que se da entre la salud de los creadores y la enfermedad del rebaño. Lo que defina al guerrero como un creador, ahora, y al esclavo como miembro de un rebaño, no es sólo una forma más de ver las cosas, sin embargo, sino una interpretación situada que ofrece Nietzsche sobre la manera como la moral tomó efectivamente cuerpo en nuestra cultura.

La cuestión de la sabiduría que aparece en el epígrafe sí es abordada en el tratado tercero de manera explícita, y ello en relación al papel del filósofo. Papel ambiguo sin embargo porque, aún cuando el desierto figurado del filósofo resulte radicalmente diferente al sacerdotal, Nietzsche lamenta que la Filosofía acostumbre todavía camuflarse ascéticamente y, preocupado, duda hasta qué punto el filósofo esté capacitado hoy día para liberarse del envoltorio que le ha permitido sobrevivir para salir, renovado, a la luz.

La mejor manera de entender el desafío de un filosofar renovado consiste en prestar atención al que se pone el mismo Nietzsche en relación al ideal ascético: en lugar de limitarse a definirlo como una propuesta de la vida contra la vida misma, y condenarlo como una auto contradicción, intenta comprenderlo genealógicamente como algo que interese a la vida misma. Lejos de resultar una mera ideología, el ideal ascético tiene para Nietzsche entonces un origen fisiológico. No basta con mostrar su error, sino que debe hacerse el intento de poner en evidencia en nombre de qué fuerzas se manifiesta. Y la fuerza impulsora que Nietzsche descubre en el ascetismo es la necesidad de proteger la normal condición enfermiza del hombre.

La condición enfermiza se manifiesta en nuestro permanente deseo de estar siempre en otro lado y de ser de otro modo. La paradoja es que ese deseo negativo se convierta en el grillete que nos ata a la vida. Y así es como Nietzsche muestra que el sacerdote, presunto negador de la vida, pertenece sin quererlo a las grandes potencias conservadoras y creadoras de ‘sies’ de la vida. Podría decirse también que el sacerdote es quien se aprovecha de nuestra condición enfermiza para formar su rebaño, pero lo mismo cabe hacerlo en sentido contrario: no es el sacerdote el problema, sino carecer de verdadera fortaleza para hacer a un lado el remedio que nos ofrece el sacerdote y danzar resueltos de de una buena vez la causa de nuestra enfermedad.

Somos nosotros mismos, los enfermos, quienes necesitamos y buscamos quién nos defienda de los sanos. Somos nosotros a quienes nos encanta que nos digan que nuestro dolor puede adormecerse echándonos la culpa aunque sea a nosotros mismos. Con ello, dice Nietzsche, la dirección del resentimiento queda cambiada, y podemos sumergirnos en una actividad maquinal en la que la conciencia es invadida de modo permanente por un hacer y de nuevo sólo por un hacer. Valoramos a los demás, también, en relación a la forma como convierten la culpa en su principio. Y nos complacemos con eso que Nietzsche llama “la alegría del causar-alegría”, haciendo de todo encuentro una sociedad de socorros mutuos. El sacerdote y el rebaño son dos caras, pues, de la misma moneda enfermiza:

“Todos los enfermos, todos los enfermizos tienden instintivamente, por un deseo de sacudirse de encima el sordo displacer y el sentimiento de debilidad, hacia una organización gregaria… Por necesidad natural tienden los fuertes a disociarse tanto como los débiles a asociarse; cuando los primeros se unen, ésto ocurre tan sólo por una acción agresiva global y a una satisfacción global de su voluntad de poder, con mucha resistencia de su conciencia individual; en cambio los últimos se agrupan complaciéndose cabalmente en esa agrupación.”

Aún cuando Nietzsche da en muchos momentos la impresión de querer presentar a nuestra época y a nuestra sociedad como un maquiavélico experimento sacerdotal, es claro que el concepto de ‘rebaño’ que utiliza excede por mucho al de una mera grey sumisa a un sacerdote. Y como el propio término ‘sacerdote’ nombra para él menos a una orden religiosa que a un tipo humano, lo que nuestra actual época sin sacerdotes nos permitiría ver mejor que nunca es que hoy, al menos, los sacerdotes somos ya nosotros mismos cuando renunciamos a afirmarnos.

¿Es necesario ver en ello, acaso, un triunfo absoluto del supuesto experimento sacerdotal? ¿O es posible ver en el mercado, acaso, también la fuente del desierto para los propios ascetas?… El método genealógico no reconoce en el origen algo puro, anterior a la caída. Y tanto podemos ver en la sociedad mercantil una sucursal del desierto como encontrar, en el desierto mismo, al escenario utópico por excelencia del mercado. Repasar las formas como se manifiesta el ideal ascético en nuestra cultura se convierte entonces en una necesaria enumeración de herejías que, en tanto sacerdotes no consagrados, hoy tememos y condenamos.


10- En su genealogía del ideal ascético, Nietzsche introduce esta gran novedad: la nausea, que es la forma como se manifiesta el dolor anímico ante el vacío existencial. Por supuesto, aclara que no lo considera algo real en el sentido de ser algo fisiológico como hicieron luego los existencialitas: se trataría simplemente de una interpretación, es decir, no una realidad de hecho, ya que aparece como resultado de no poder ‘digerir’, nos dice, determinadas vivencias. Pero el rol del dolor anímico es de fundamental importancia puesto que, expresándose como búsqueda de un sentido para la existencia, fue lo que originó finalmente la negación de la existencia como ideal.

El ideal alternativo al ascético es por supuesto para Nietzsche la afirmación de la vida, pero sería un error ver rápidamente en dicha afirmación una mera reducción positivista. La gran salud, según él, se diferencia de una pequeña porque es esa concepción específicamente ‘trágica’ de la vida en la que la ausencia de sentido deja de ser algo que pretendamos superar, y valora, en cambio, el coraje invertido en asumirla. El dolor no es algo entonces que el derecho a la felicidad desconozca, sino todo lo contrario: la sabiduría sólo ama a los guerreros que se enfrentan decididos a la aventura de convivir con él. Ante el dolor, en cambio, los débiles nos atoramos, no podemos o no queremos digerirlo, y en ello reside la causa de nuestra esclavitud personal y el motivo por el cual como sociedad luchamos con ahínco por nuestra propia servidumbre, como notaba Spinoza.

Esta buena digestión del dolor se relaciona muy bien con el señalamiento que hacía Nietzsche sobre la ‘memoria’ en el tratado segundo: factor clave en la producción de la mala conciencia y, por ende, el gran obstáculo para poder en cambio ser siempre diferentes. Quien puede renunciar a la memoria es quien digiere lo vivido y está abierto entonces a la novedad. Pero ¿qué significa la liberación de los instintos - gran tema tácito de una genealogía de la moral - sino el derecho a ser feliz haciendo de nuestro vivir algo fisiológico, reemplazando para ello a la memoria por la aceptación del devenir, ese ‘amor fati’ que es la contracara para Nietzsche del amor al prójimo?

El hombre capaz de liberarse de la memoria en tanto elemento constitutivo de la conciencia es quien digiere enteramente sus vivencias y logra ser con ello siempre nuevo, mas nunca tan inocente como para pretender desasirse así de una vez y sin mas del dolor. Cuando Nietzsche habla de la conquista de una ‘segunda inocencia’, sin duda, también puede aplicar entonces a la cabal digestión de vivencias que califica al guerrero, esto es, no la vuelta a una inocencia anterior que remita a un estado de pureza indeterminada, sino una mirada puesta en esa otra futura que hace, al contrario, de la afirmación de la vida una afirmación paralela del dolor.

El dolor, y la exigencia de un remedio para adormecer la conciencia del mismo, es lo que también permite a Nietzsche explicar la formación de agrupaciones humanas a partir de la compasión, es decir, de rebaños donde somos iguales en nuestra debilidad. Lo que todos tenemos en común y garantiza la unidad en el modo gregario de sociedad es el dolor, pero para simplemente remediarlo y no enfrentarnos a él sometiéndonos a la culpa y con ella a la mala conciencia, armando y sucumbiendo entonces al combo fatal que hace de nuestra cultura un instrumento de domesticación.

Si alguien reclama un ‘derecho a la felicidad’, por eso, seguramente suena atractivo y hasta enigmático. Pero si luego lo desarrolla diciendo que los felices no deben degradarse a ser ‘enfermeros’ de los infelices puede resultar enojoso e irritante ya que carecemos de otro criterio para pensar políticamente que el moral, y consideramos que con dicho reclamo lo único que se pretende es abogar por una salida individual al estilo del que marcha nuestra época. Pero los sanos necesitan para Nietzsche afirmar su derecho a la felicidad separándose de los que aún buscan negar sus instintos, al contrario, porque esa resulta su forma de hacer política: poner en jaque a la cultura sin pretenderlo siquiera, sólo como una consecuencia indirecta de la afirmación de la vida.

Cuando Nietzsche habla de mantener a los sanos separados de los enfermos no lo mueve un supuesto apartheid como utopía, sino el porvenir del hombre sin mas. Si esta postura nos parece políticamente incorrecta es porque hicimos del amor al prójimo una formalidad, un precepto que nunca o pocas veces ponemos en práctica pero que jamás aceptaríamos quitar como premisa de cada una de nuestras valoraciones. Lo que una genealogía de la moral viene a demostrar, por eso, es que mantener inamovible la ayuda incondicional a los demás como criterio por excelencia de conducta y fundamento de cohesión social sólo pone en evidencia la carencia de una motivación auténtica para manifestarnos que resulta, en definitiva, consecuencia lógica de una cultura que hace de la imposibilidad de asumir el dolor de existir su razón de ser.



UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...