1- Nunca insistiremos demasiado sobre esa forma de domesticación que, en este sistema de cosas, resulta la cultura. Todo el esfuerzo que entonces hagamos para poner en evidencia este hecho resultará siempre mínimo en comparación con la tremenda maquinaria a la que nos enfrentamos. Pero una cuestión importante a tener en cuenta, muchas veces sin embargo pasada ligeramente por alto, es que al oponernos a la función normalizadora de la cultura también sigilosamente la reproducimos, sin querer y de manera casi inevitable, cuando encaramos el análisis crítico de la cultura como algo que nos hace literalmente frente en lugar de tomarlo, al contrario, constituyéndose como un poderoso frente interno.
El empeño puesto en denunciar la domesticación cultural no debiera hacernos perder nunca el eje de la cuestión, a saber: que cada uno de nosotros somos domesticados a la vez que domesticadores. Sólo así podemos alcanzar relativa claridad respecto a los asuntos de un aprendizaje vital que, en la práctica, tiene todas las notas de un verdadero y paradójico des-aprendizaje al implicar, por sobre todo, la progresiva revalorización y reconciliación con nuestra parte instintiva. A qué llamamos ‘instinto’, sin embargo, es algo que conviene no dar por sentado sin mas. Por que: ¿qué significaría recuperar nuestra ‘animalidad’, en el caso de que por ‘instinto’ entendamos todo aquello que nos ‘anima’ de una manera no cultural?... Y sobre todo, para empezar desde el principio: ¿podemos decir con propiedad, entonces, que los hombres somos ‘animales’?... Estas y otras que surgen cuando comenzamos a cuestionar nuestros automatismos son preguntas que, más que respuestas, nos exigen empezar a poner el cuerpo para sincerarnos acerca de nuestra relación particular con eso que llamamos genéricamente 'la cultura' y respecto de la cual no nos sentimos en gran parte identificados.
2- En Nietzsche y la filosofía, G. Deleuze distingue tres diferentes acepciones de la palabra ‘cultura’. En primer lugar, habría un sentido ‘prehistórico’ que distingue en la cultura aquello a lo qué obedecemos, por un lado, del simpe hecho desnudo de obedecer. Deleuze observa entonces que Nietzsche ve en la obediencia a la ley impuesta por la cultura una fuerza activa que, si bien se ejerce sobre el hombre y tiene la tarea de adiestrarlo, en principio se ejerce sobre las fuerzas reactivas, proporcionándonos entonces hábitos y dotando a la conciencia, sobre todo, de la facultad de la memoria. El objetivo propio de la cultura es por ello para Nietzsche formar así un hombre capaz de prometer y, con ello, un hombre que pueda convertirse autónomo, libre y propiamente activo.
La cultura, tanto como la justicia, representa para Nietzsche un mecanismo social de adiestramiento y selección. ¿Por qué la necesidad de una selección, y qué necesita sin embargo ser adiestrado?... La respuesta de Nietzsche es, en este caso, quizás muy semejante a la que ofrece la tradición: el hombre posee fuerzas reactivas que necesitan ser activadas. Sería confundir las cosas completamente, entonces, tomar como punto de partida el axioma de que las fuerzas reactivas son una invención o un producto de la cultura; lo que ocurre para Nietzsche, en cambio, y en ello consiste la originalidad de su planteo, es que las mismas fuerzas reactivas toman luego el control de la cultura, y así llegamos a una nueva instancia que es la cultura en sentido ‘histórico’.
Para comprender lo que ocurre con este segundo sentido de la cultura, dice Deleuze, primero hay que advertir que Nietzsche distingue entre lo que sería apenas el medio, es decir, el mero instrumento, de lo que viene a ser luego producto acabado de la cultura. Esto significa que, si bien la cultura en su sentido prehistórico fomentaba la responsabilidad y el respeto a la ley, el objetivo de la misma era el hombre soberano y legislador, esto es, aquel que ya no es objeto de sus fuerzas reactivas ante la justicia sino su señor y legislador. Con la cultura considerada desde una perspectiva histórica, en cambio, lo que en un principio era tan sólo un medio se convierte ahora en su producto y, por tanto, su objetivo final.
Lo que hacía de la cultura algo dinámico y activo en la prehistoria era su capacidad para autodestruirse a sí misma, es decir, de desaparecer en el movimiento por el cual el hombre se libera. Pero en la historia, al revés, la ley pierde su carácter formal y se confunde con su contenido impidiéndole desaparecer formando colectividades. De modo que la historia, en consecuencia, no es otra cosa que la degeneración misma del sentido original de la cultura cuando aparecen eso mismo que Nietzsche llama ‘rebaños’, esto es, sociedades que no quieren perecer, y no imaginan tampoco nada superior a sus leyes destinadas a conservarlas.
La cultura, tanto como la justicia, representa para Nietzsche un mecanismo social de adiestramiento y selección. ¿Por qué la necesidad de una selección, y qué necesita sin embargo ser adiestrado?... La respuesta de Nietzsche es, en este caso, quizás muy semejante a la que ofrece la tradición: el hombre posee fuerzas reactivas que necesitan ser activadas. Sería confundir las cosas completamente, entonces, tomar como punto de partida el axioma de que las fuerzas reactivas son una invención o un producto de la cultura; lo que ocurre para Nietzsche, en cambio, y en ello consiste la originalidad de su planteo, es que las mismas fuerzas reactivas toman luego el control de la cultura, y así llegamos a una nueva instancia que es la cultura en sentido ‘histórico’.
Para comprender lo que ocurre con este segundo sentido de la cultura, dice Deleuze, primero hay que advertir que Nietzsche distingue entre lo que sería apenas el medio, es decir, el mero instrumento, de lo que viene a ser luego producto acabado de la cultura. Esto significa que, si bien la cultura en su sentido prehistórico fomentaba la responsabilidad y el respeto a la ley, el objetivo de la misma era el hombre soberano y legislador, esto es, aquel que ya no es objeto de sus fuerzas reactivas ante la justicia sino su señor y legislador. Con la cultura considerada desde una perspectiva histórica, en cambio, lo que en un principio era tan sólo un medio se convierte ahora en su producto y, por tanto, su objetivo final.
Lo que hacía de la cultura algo dinámico y activo en la prehistoria era su capacidad para autodestruirse a sí misma, es decir, de desaparecer en el movimiento por el cual el hombre se libera. Pero en la historia, al revés, la ley pierde su carácter formal y se confunde con su contenido impidiéndole desaparecer formando colectividades. De modo que la historia, en consecuencia, no es otra cosa que la degeneración misma del sentido original de la cultura cuando aparecen eso mismo que Nietzsche llama ‘rebaños’, esto es, sociedades que no quieren perecer, y no imaginan tampoco nada superior a sus leyes destinadas a conservarlas.
El medio de la cultura histórica es el mismo sin embargo que el de la prehistórica: adiestramiento y selección. El producto de la cultura histórica, en cambio, en lugar de ser el individuo soberano será el hombre domesticado. Y la selección que debía ejercer la cultura, dice por eso Deleuze, se convierte entonces para Nietzsche en lo opuesto a lo que era desde el punto de vista de la actividad: ahora será simplemente un medio de conservar, de organizar y propagar la vida reactiva.
3- ¿Cómo, por qué, y sobre todo de qué manera la cultura trastoca su origen naturalmente activo, invirtiendo de tal manera su razón de ser?... En la versión que ofrece Deleuze, lo que según Nietzsche ocurre es que las fuerzas reactivas resultan capaces de generar ‘ficciones’ que permiten a las fuerzas reactivas aparecer como si fueran activas y, de esta sibilina manera, pueden crear unas asociaciones de fuerzas reactivas que finalmente se imponen sobre las activas. Existen tres tipos de ficciones: la del resentimiento, la de la mala conciencia y, finalmente, la del ideal ascético. Y el común denominador de este combo reactivo es para Nietzsche la figura sacerdotal.
La ficción propia del resentimiento, en primer lugar, consiste en la proyección de una imagen reactiva por la cual se impone la idea (infantil) de que haría falta más fuerza abstracta para reprimirse que para actuar. El sacerdote impone la idea, dice Deleuze, de una fuerza separada de lo que puede: así sería como nacen el bien y el mal, valores nuevos que en lugar de crearse al actuar resultan al contenerse de actuar; es decir, no afirmando sino negando.
La ficción característica de la mala conciencia, en segundo término, es consecuencia de la proyección del resentimiento. La fuerza activa reprimida, al ser separada de lo que puede, produce dolor. Y la figura sacerdotal crea entonces esa ficción por la cual dicho dolor resulta espiritualizado cuando se convierte en la consecuencia de una falta. De esta manera, el dolor se ofrece como nuevo valor que se cura fabricando aún más dolor: infectando la herida.
Y la ficción que propone el ideal ascético, por último, es la que corona el triunfo de las fuerzas reactivas organizando las dos manifestaciones anteriores con la idea de que la voluntad de nada es superior a la voluntad de poder. Y depreciar la vida junto con todo lo que es activo en la vida se convierte así en el nuevo valor que permite a la cultura instalarse definitivamente así en su forma histórica.
Nietzsche brinda importantes premisas, entonces, para un (des)aprendizaje vital cuando gracias a su fino análisis crítico observamos que la cultura no sería esencialmente represiva de los instintos y así advertimos que su forma de reprimirlos es simulando, paradójicamente, ser su más acabada expresión. De acuerdo a la primera premisa, el rescate de lo instintivo no estaría asociado necesariamente al libre arbitrio, entonces, sino a un (re)aprendizaje del carácter formal de la ley. Es decir, de lo que Nietzsche llama ‘soberanía’, y que resulta la capacidad de obedecerse a uno mismo. De acuerdo a la segunda premisa, dicho rescate debiera abocarse a combatir el combo del resentimiento, la mala conciencia y el ideal ascético, entonces, enfocándonos principalmente para ello en (re)aprender a vivir la vida tal como es, esto es: sin hermosas promesas o seductoras excusas. O, lo que viene a ser lo mismo, a no huir del destino, considerado meramente como lo que la realidad en cada caso nos presenta.
4- Muchas veces confundimos la crítica a la cultura con una mera apología de la desobediencia, y convirtiendo a la desobediencia en un valor suponemos ligeramente que lo que está primordialmente en juego, en y por ella, es la transformación de la sociedad. Pero la desobediencia se toma así como una suerte de ‘desobediencia debida’ de la cual uno no es entera y absolutamente responsable: sólo se obedece a ideales transformadores, y de esta manera seguimos inmersos en los valores culturales que suponemos rechazar.
Nietzsche brinda importantes premisas, entonces, para un (des)aprendizaje vital cuando gracias a su fino análisis crítico observamos que la cultura no sería esencialmente represiva de los instintos y así advertimos que su forma de reprimirlos es simulando, paradójicamente, ser su más acabada expresión. De acuerdo a la primera premisa, el rescate de lo instintivo no estaría asociado necesariamente al libre arbitrio, entonces, sino a un (re)aprendizaje del carácter formal de la ley. Es decir, de lo que Nietzsche llama ‘soberanía’, y que resulta la capacidad de obedecerse a uno mismo. De acuerdo a la segunda premisa, dicho rescate debiera abocarse a combatir el combo del resentimiento, la mala conciencia y el ideal ascético, entonces, enfocándonos principalmente para ello en (re)aprender a vivir la vida tal como es, esto es: sin hermosas promesas o seductoras excusas. O, lo que viene a ser lo mismo, a no huir del destino, considerado meramente como lo que la realidad en cada caso nos presenta.
4- Muchas veces confundimos la crítica a la cultura con una mera apología de la desobediencia, y convirtiendo a la desobediencia en un valor suponemos ligeramente que lo que está primordialmente en juego, en y por ella, es la transformación de la sociedad. Pero la desobediencia se toma así como una suerte de ‘desobediencia debida’ de la cual uno no es entera y absolutamente responsable: sólo se obedece a ideales transformadores, y de esta manera seguimos inmersos en los valores culturales que suponemos rechazar.
Cuando el cambio de estructura social opera como móvil de nuestras problematizaciones políticas permanecemos todavía dentro de la zona de confort que nos manda reaccionar contra circunstancias ajenas adversas, y el espíritu reactivo se nos aparece como la única forma de ser posible. Esta 'desobediencia debida', en resumen, es lo que nos impide entonces afirmar la vida cuando, por mantenernos dentro del paradigma del resentimiento, actuar por y para nosotros mismos es algo que ni siquiera suponemos que sigue resultándonos un enigma.
Desobedecer representa ciertamente el paso obligado para todo espíritu libre y debe ser estimulado. Escaparnos de la obediencia resulta extremadamente valioso justo porque permite sobreponernos al prejuicio contra el pluralismo, que constituye sin duda nuestro valor por excelencia. Pero de que la desobediencia resulte valiosa no se sigue que deba operar necesariamente como un principio. La cuestión a considerar no es tanto la desobediencia como una virtud, en consecuencia, sino prestar especialísima atención a las desobediencias ininterrumpidas que supone la misma virtud, mas bien, cada vez que nuestra natural inclinación a la obediencia nos vuelve a gobernar.
Desobedecer representa ciertamente el paso obligado para todo espíritu libre y debe ser estimulado. Escaparnos de la obediencia resulta extremadamente valioso justo porque permite sobreponernos al prejuicio contra el pluralismo, que constituye sin duda nuestro valor por excelencia. Pero de que la desobediencia resulte valiosa no se sigue que deba operar necesariamente como un principio. La cuestión a considerar no es tanto la desobediencia como una virtud, en consecuencia, sino prestar especialísima atención a las desobediencias ininterrumpidas que supone la misma virtud, mas bien, cada vez que nuestra natural inclinación a la obediencia nos vuelve a gobernar.
La virtud del pluralismo resulta intuida sólo a medias cuando hacemos de la desobediencia un valor. A lo sumo, la confundimos con la tolerancia liberal. Bregando por afirmarnos a nosotros mismos, en cambio, valoramos sinceramente un modo de ser y de pensar que no se asemeja en absoluto a la mera tolerancia, ya que es a partir del esforzado intento por sobreponernos constantemente a la negación de la vida implícita en todo pensamiento único, al contrario, como surge la posibilidad de vivenciar la armonía implícita en la dispersión, dado que afirmar la vida es poder concebir lo plural manifestando inseparablemente a lo único.
Quienes consideran que el llamado a la insubordinación es necesario incluso en el desierto, en definitiva, suponen que la cultura es algo ajeno a lo que pueden oponerse y no toman en cuenta que el deseo de apartarse del pensamiento único, y el consiguiente compromiso pluralista, sólo es escuchado por aquellos que han iniciado ya por su propia cuenta y riesgo el lento aunque progresivo desanclaje respecto de los condicionamientos sociales. Y por eso es justamente allí donde vemos correr la línea divisoria de aguas: entre aquellos que suponen que detrás de la denuncia de algo que falsea la realidad está la realidad misma, por un lado, y otros para quienes detrás no está ahora la realidad misma sino, apenas, una interpretación simplemente diferente: más potente, no cabe duda, pero sólo otra interpretación.
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