domingo, 17 de marzo de 2019

GENEALOGÍA DE LA JUSTICIA




1- 
¿Hasta qué punto, o al menos en qué sentido, resultaría posible buscarnos a nosotros mismos? ¿Será efectivamente posible, e incluso deseable, encontrarnos? Y, por último: ¿cuál sería el especial ‘encuentro’ que supone el conocimiento de sí?... Son tres interrogantes básicos que deberíamos poder dilucidar para recién poder dar paso al asunto que Nietzsche aborda en La Genealogía de la Moral y, en definitiva, ordena en líneas generales a toda su filosofía: un pensar que tiene a la vida y no a nosotros como su real sujeto - o, lo que para el caso resulta casi lo mismo, el de un pensar al servicio de la vida.

Nietzsche nos cuenta desde el Prólogo de dicha obra que la cuestión sobre el origen de los valores que luego le obsesionó toda la vida se le impuso desde la misma infancia y, de éste modo, aún cuando tácitamente nos señala el carácter no voluntario del asunto que le ocupa. Como las vivencias comprometen al cuerpo, y el cuerpo a las emociones, el tipo de conocimiento sobre los valores que él propone lejos está así de ser justamente de tipo reflexivo: el volverse sobre sí mismo resulta entonces, en su caso, ciertamente como proviniendo de un otro, en consecuencia, ya que dar lugar a las emociones es algo que fuerza a abrirnos, inevitablemente y al mismo tiempo, a eso que somos pero que cuesta muchas veces reconocer como propio.

El conocer del que nos habla Nietzsche poco tiene que ver con esa pretensión ilustrada de progreso indefinido de la razón hacia la verdad ya que, en lugar de avanzar por sobre lo desconocido para eliminarlo como tal, dicho conocimiento se le aparece rodeado en cambio justamente siempre por lo que desconoce: y lo llamativo es que no sólo lo desconocido circunda así lo conocido sino que, de alguna extraña manera, se presenta incluso como resultando propiamente su fuente. De modo que el conocimiento de sí del que él nos habla no supone, como para la metafísica tradicional, un yo igual a sí mismo al que podríamos finalmente entonces acceder buscándonos sino que, a la inversa, buscarse y autoconocerse viene a ser para Nietzsche, en última instancia, no dar nunca con uno mismo al saberse incondicionalmente diferente, múltiple y dividido.

Conocer o desconocer, claramente, no son por supuesto lo mismo. Pero en su irresuelta tensión Nietzsche cree hallar la clave, sin embargo, de un pensamiento genuinamente noble. Soportar su naturaleza paradojal será por eso, en última instancia, la fortaleza misma de aquellos que Nietzsche llama, con un sentido enigmático y casi profético, “nosotros". Cómo se llega a formar parte de esta instancia pronominal, sin embargo, en la que uno pueda y deba rodearse de lo desconocido y enfrentarse, en consecuencia, de forma incondicional al inevitable temor, es algo que a Nietzsche parece no preocuparle desarrollar: él nos habla siempre desde las alturas de la nobleza para aprovecho de espíritus fuertes, y la tarea que nos ha dejado pendiente resulta entonces hallar, de alguna manera, cuál sea el nexo capaz de convertir dicha cima en algo accesible para el común de los mortales.

Es obvio que somos muchos aún los que nos buscamos todavía desesperadamente a nosotros mismos, creyendo poder hallarnos sólo para no tener que comprometernos a afirmar el devenir, y tememos todavía a lo desconocido por lo tanto como a la peste. Por eso al leer a Nietzsche debemos hacer el doble esfuerzo que resulta atisbar los caracteres de la nobleza sosteniendo sin embargo al mismo tiempo, aún sin quererlo, los valores propios del esclavo. Conocernos a nosotros mismos, en consecuencia, si quisiéramos hacerlo 
siguiendo a Nietzsche resultará en definitiva un viaje de progresivo auto-desconocimiento que nos llevará a apartarnos lentamente de 'la igualdad' en tanto principio rector indiscutido de nuestra liberación y nos arrojará finalmente, del ruidoso aunque cálido y seguro mercado, a la intemperie del inhóspito desierto.


2- En la estela dejada por Nietzsche, se abre un nuevo enfoque macro político por el cual las dictaduras militares en América Latina, como el fascismo en la Europa de comienzos del s. 20 y el actual auge del neoliberalismo a nivel global, hallarían su explicación en una enorme canalización de la voluntad de nada derivada de la propia democracia y no, como aún creemos los sacerdotes devenidos hoy intelectuales, la negación lisa y llana de sus principios. Pero para ponerlo en evidencia el camino a recorrer está plagado de prejuicios.

El desprecio que experimenta Nietzsche por la democracia resulta seguramente algo difícil de digerir. ¿Cómo no aferrarnos a todo lo que él considera bajo, vil, cobarde y plebeyo como a nuestra última tabla de salvación, y elevar todavía la necesidad de una ley universal como única bandera capaz de garantizar un mínimo de convivencia, aún cuando más no sea autoimpuesta, y a sabiendas artificial? ¿Y cómo no leer todo menosprecio de la moral por parte de Nietzsche como una forma, en definitiva, de legitimazación de la violencia?

Conviene tomar en cuenta que, si bien en la práctica una genealogía de la moral resulta una crítica a la cultura y a la manera misma como se fue desenvolviendo lo social, en ningún momento propone sin embargo Nietzsche por ello, explícitamente al menos, una contrapropuesta política determinada. Detectar por eso que lo bueno califica la forma como el noble se distingue a sí mismo y no, como ocurrió a partir del debilitamiento de la modalidad caballeresco-aristocrática, la mera acción desinteresada, no significa necesariamente que Nietzsche esté pensando en un posible regreso a formas políticas ya superadas. Su anti-democratismo también puede y necesita también ser leído, y en ello reside la complejidad del asunto, como la apuesta entonces de una novedosa y original forma de hacer comunidad.

Es de fundamental importancia tener claro para habilitar esta línea de lectura que la crítica al no-egoísmo, esa ley universal capaz de garantizar el mayor beneficio para el mayor número de personas, no se traduce en la valoración contrapuesta del mero egoísmo sino que, mas bien y al contrario, resulta habilitar la posibilidad de actuar en función de un criterio muy diferente: la afirmación de la vida y, de esta manera, la propia diferencia al mismo tiempo que la de cada cual. Debiéramos poder empezar a ver, en este orden de ideas, que el resentimiento contra nuestra propia vida - que resultaría de nuestra propia e inconfesada impotencia - es algo que, como dice Nietzsche, nos convierte a los débiles en los enemigos más malvados, pues el odio se hace en nosotros algo monstruoso y siniestro. 

Admitir nuestra debilidad sin vergüenza ni temor, al menos por un instante, nos llevaría a concluir con facilidad que el principio democrático por excelencia - la igualdad ante la ley - es en realidad un prejuicio capaz de convertir a la propia democracia en una enorme maquinaria dirigida, ya no sólo por hombres impotentes, sino autodirigida por el resentimiento contra la vida como principio y que tiene como objetivo perverso, en consecuencia, hacerla volver en contra de sí misma.


3- La Genealogía de la Moral puede ser considerada, en resumen, como la confrontación entre dos morales: la del noble y la del esclavo. O la del valiente, si se quiere, y la del cobarde. O la del activo, fundamentalmente, y la del reactivo. La distinción entre ambas, sin embargo, no hay que buscarla rápidamente en supuestas tablas de valores diferentes – lo cual haría seguramente la cuestión más sencilla, pero también algo más de lo mismo – sino en una perspectiva radicalmente diferente en cuanto a lo que valoramos como valioso.

Ni la valentía y ni la acción no resultan estrictamente ‘valores’ para el noble sino, mas bien, esas condiciones de posibilidad que lo distinguen al valorar algo como valioso. Esto es lo más difícil de entender, seguramente, para quien se halle dominado por un modo de ser reactivo: que para el noble, lo valioso no aplica tanto a los modos de comportarse como a sí mismo. Porque es en virtud de que es valiente y activo que el noble resulta bueno, y sus actos lo serán también, entonces, por añadidura.

A los esclavos, en cambio, nos ocurre justo y precisamente a la inversa. Sólo nos consideramos ‘buenos’ si resultamos capaces de actuar bien. Lo cual, obviamente, hace surgir en seguida la pregunta sobre lo que significa para uno en este caso el bien pero, de manera más sutil, también la cuestión sobre la ‘libertad’ como esa capacidad que poseería un agente supuestamente neutral de decidir entre el bien y el mal.

Si para Nietzsche estar más allá del bien y del mal no significa sin embargo más allá de lo bueno y lo malo es, entonces, porque mientras el bien y el mal califican acciones, lo bueno y lo malo se adjudican en cambio en primera instancia a tipos humanos específicos. Y esto es, por sobre todas las cosas, lo que a él más le interesa: no un nuevo decálogo, sino la denuncia del ‘igualitarismo’ (o, lo que sería lo mismo, de la moral sin mas) para abogar por el restablecimiento de un principio jerárquico (o extra-moral) entre los seres humanos.

El igualitarismo democrático resulta para Nietzsche el valor por excelencia de la moral (del esclavo, aunque es redundante aclararlo). Y se ocupa de mostrar detalladamente entonces cómo se esconde detrás suyo lo que por supuesto el igualitarista no puede ofrecer como valioso porque pondría de manifiesto su naturaleza dependiente: a saber, la cobardía – el resentimiento contra el noble - y el comportamiento reactivo – la imposibilidad de actuar obedeciéndose simplemente a sí mismo.

Como no podría ser de otra manera, esta crítica nietzscheana contra el valor de la igualdad despierta natural irritación política y lógica zozobra intelectual pero ella resulta también la única propuesta filosófica que nos permite entender afirmativamente el surgimiento de la gran cantidad de reclamos actuales por la visibilidad de la diferencia, sea de género, sexual, étnica y hasta generacional, que hoy aparecen como más convocantes incluso que los ya tradicionales pedidos de igualdad.

Por supuesto, los reclamos por la diferencia no son de naturaleza noble necesariamente siempre. Suelen estar inmersos aún en el resentimiento y plantearse así muchas veces de forma reactiva, pero pueden ayudarnos a comprender el principio jerárquico del que hace bandera Nietzsche como una valiente pretensión de ser lo que cada cual siente que en cada caso es, y de llevar adelante así su propia manifestación simplemente por orgullo, esto es, no por un supuesto 'derecho' (que siempre es otorgado por los demás) sino por la mera expresión de su propia potencia.


4- ¿Qué liga a la memoria, la responsabilidad y la crueldad?... En el comienzo del segundo capítulo de la Genealogía, Nietzsche realiza una ajustada correlación entre estos tres términos para dar cuenta de las condiciones que han de estar presentes en el sentimiento de culpa, cuando éste resulta considerado ya no como mera afección individual sino, más que nada, como verdadera artimaña de cohesión social.

La educación para hacer promesas es, según Nietzsche, una forma de dominar socialmente la capacidad que tendríamos los hombres de olvidar. Como el vigor del noble se nutre de poder dejar siempre paso a lo nuevo cerrando, de vez en cuando, las puertas y las ventanas de la conciencia, la contemporánea decadencia de la nobleza hay que adjudicarla en consecuencia al eficaz y premeditado deterioro de esta capacidad de digerir lo ocurrido mediante el olvido, e indigestarse, propiamente hablando, queriendo lo ya querido por y para siempre.

Sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria. Por eso, Nietzsche dice que la victoria sobre la capacidad de olvido - que supone y fundamenta el ordenamiento social - se monta sin embargo paradójicamente sobre el significativo olvido de la crueldad de los antiguos ordenamientos penales, cuyas atrocidades impensables hoy día dan cuenta sin embargo del esfuerzo enorme que representó instalar históricamente la idea de responsabilidad.

La idea de responsabilidad es contigua a la del sentimiento de justicia como resarcimiento, ya que sólo el reo que hubiera podido actuar de otro modo es hallado propiamente culpable y merece ser consecuentemente penado. Esta correlación entre el perjuicio sufrido y el castigo es, para Nietzsche, una concepción de la justicia que originalmente, sin embargo, no existía, y que fue afianzándose lentamente a partir recién de la relación contractual entre ‘acreedor’ y ‘deudor’.

Mientras la justicia para el noble era una mera manifestación de cólera, la del hombre responsable será así sólo una mala copia de ella mediante la cual el acreedor experimenta que puede por un momento sublime ejercer un “derecho de señores”, siéndole lícito entonces el privilegio circunstancial del desprecio y la crueldad. El concepto noble de justicia no buscaba reparación alguna del daño, se imponía sólo por sí mismo. El de la modernidad, en cambio, se presenta como una reformulación así de ese imperativo categórico kantiano que - dice Nietzsche - “huele a crueldad”.

Sólo dentro de un estado de derecho que se basa en un concepto de la justicia reactiva es posible para un hombre infligirlo y así convertirse en culpable. Fuera del mismo no existe la posibilidad de la culpa ante algún perjuicio ya que nadie le debe nada a nadie. Es sólo la aparición del contrato lo que permite el surgimiento del sentimiento moral de la culpa como introyección de la deuda. La deuda de la culpa, sin embargo, resulta en que la violación de contrato social será inhibida a partir de entonces de antemano, dando comienzo así propiamente a la domesticación de la humanidad.


5- Nietzsche critica firmemente la idea de que la justicia tenga su origen en el resentimiento y la necesidad de venganza. Lo que la justicia signifique fuera de ese paradigma reactivo, sin embargo, no es algo que salte inmediatamente a la vista. Estamos demasiado condicionados por la idea de que la justicia tiene que ver siempre con un ‘hacer justicia’, ya sea para impedir que el pez grande se coma al pez chico como para denunciar que a la historia la escriben los que ganan. Y la sólo mención de que la justicia sea otro nombre del poder nos produce escalofríos.

Una forma de abordar la difícil cuestión de una justicia afirmativa podría ser circunscribirla al ámbito de lo estrictamente personal y emparentarla a la crítica de la moral. Podríamos decir que, así como cuando Nietzsche propone un pensamiento más allá del bien y del mal no está pretendiendo que no haya buenos y malos, la crítica a la idea de la justicia sería, de la misma manera, una suerte de ‘mas allá de la justicia y la injusticia’ que permitiría dar cuenta de justos e injustos con mayor propiedad.

Esto, sin embargo, es y no es tan así. Sirve sin dudas como una aproximación a la idea de una justicia no reactiva. Pero hay en Nietzsche un pensamiento más profundo que impele al tratamiento de un concepto activo de justicia a trascender el marco de la mera intimidad y a conectarlo con una manera totalmente original de comprender la vida como tal. La justicia afirmativa no es sino resultado entonces de una determinada cosmovisión que tiene que ver con que para Nietzsche todo se reduce, en definitiva, a si la vida es o no inocente o, mejor, si es o no culpable.

Ante el sufrimiento caben, para Nietzsche, dos alternativas: convertirlo en espectáculo, y por lo tanto en motivo de fiesta, o intentar negarlo, y así inventar justificaciones. El último es el camino de la razón; el primero, el del espíritu trágico. Y la razón se demuestra así como no siendo otra cosa que un instrumento para no aceptar el sufrimiento, o mejor, lo absurdo del sufrimiento, porque lo que duele a la razón no es tanto el sufrimiento como su ausencia de sentido, y proponiendo sentidos para soportarlo hace tácitamente de la vida algo que necesita ser justificado.

Para los débiles, o para la razón, la vida es por definición injusta. La debilidad en sí misma se evidencia y se origina por ello en dicha concepción anti-vida. El concepto de justicia que esgrimamos los débiles, en consecuencia, consistirá en intentar imponer un orden, en reparar y en ofrecer una promesa de compensación. El espíritu trágico, para Nietzsche, es por el contrario el sentimiento vital de los fuertes. Y de una fortaleza que no se define por la ambición de dominio, de apropiación y de conquista, sino como derivación de algo más profundo que la define afirmativamente desde adentro: la capacidad de sostener lo absurdo del sufrimiento, esto es, de no permitirse engañar por la falsa ilusión de suprimirlo.

Para los fuertes, la vida es justa por definición. Su concepto de justicia, en consecuencia, al carecer de resentimiento alguno está lejos de presentarse como un resarcimiento. Y en lugar de ofrecerse como mediación ante un conflicto surge básicamente del tácito acuerdo con la vida como tal. Según Nietzsche, al origen de la justicia hay que entenderlo entonces a partir de esta alianza ‘trágica’ con la vida. Lo que vino después, a saber, la idea democrática de que dicha alianza debía ser condicionada por la eliminación del sufrimiento mediante un contrato social redujo luego a la justicia al pobre papel en que la vemos convertida hoy en día.

Cuando nos lamentamos por la corrupción en la justicia, o por convertirse en instrumento del poder político, no hacemos para Nietzsche sino mantener vigente en realidad el viejo concepto de una justicia reactiva hipotéticamente ‘justa’ y postergar, en consecuencia, la posibilidad de un verdadera emancipación. Porque la verdadera pobreza del papel de la justicia actual no es, según este enfoque genealógico, el de haberse convertido en el brazo legal de los poderosos sino, a la inversa, en torpe instrumento de los que se esconden como nosotros mismos de la vida para seguir soñando.


6- Antiguamente, una acción que derivaba en crimen era considerada un mero accidente que, como dice Spinoza, a lo sumo provocaba "una tristeza acompañada de la idea de una cosa pasada que ocurrió de modo contrario a lo esperado". El sentimiento de culpa fue algo que apareció mucho más tarde, dado que no es natural en el hombre sino resultado de un proceso de domesticación. Lo que a Nietzsche interesó, de acuerdo a esta línea interpretativa, fue analizar el choque de fuerzas preciso para la aparición de la culpa y, por sobre todo, dejar en evidencia de esa manera que toda posibilidad de liberación de los potenciales del hombre tiene, como condición indispensable, la denuncia y consiguiente neutralización de la mala conciencia.

La hipótesis de Nietzsche sobre el origen del sentimiento de culpa - luego fuente de inspiración para el psicoanálisis - es que resultó del ejercicio de la violencia que implica la constitución del Estado o, lo que es lo mismo, de la pacificación por la fuerza de la sociedad. Cuando bajo la espada pública la libertad quedó latente y, sin posibilidad de expresarse, se tornó una amenaza, y por lo tanto algo que ocultar. Y el sentimiento de culpa no es otra cosa entonces para Nietzsche que la represión de ese "instinto de libertad" que, al no poder satisfacerse, acaba convirtiéndose en el peor enemigo.

Es con el Estado que aparece la mala conciencia, una instancia moralizadora de la culpa que tuvo lógicas derivaciones en el plano individual y social. A nivel psíquico, hizo de nosotros seres escindidos entre el alma y el cuerpo, con el consiguiente despropósito que supuso el sufrimiento del hombre por el hombre mismo, esto es, un sufrimiento proveniente ya no de circunstancias ajenas adversas sino de una violencia provocada por y contra nosotros mismos. Y a nivel cultural, dicha escisión se tradujo en la escisión de la tierra y el cielo, con la consiguiente creación de un mundo ideal que premia el desinterés, la abnegación, el sacrificio de sí y todo lo que atenta contra la natural afirmación de nuestra libertad.

Antes de la aparición de la mala conciencia, la culpa tenía al menos la posibilidad teórica de ser redimida con la pena. Pero con la moralización de la culpa, es decir, a partir de su introyección, esta perspectiva en cierta forma optimista se cancela, dando paso entonces a la noción de una culpa infinita producto de una deuda que no puede ser tampoco jamás saldada. La deuda con Dios crea así en el hombre el último de los despropósitos: la aparición de una voluntad de tomarse culpable y sin posibilidad de expiación alguna. Y con esta vuelta de tuerca el instinto de libertad contenido y reprimido recibe así su sentencia final: su deseo de apelación, si se diera el caso que lo pudiéramos considerar, se halla a partir de ese momento ya cancelado.

La hipótesis Nietzsche no culmina sin embargo así. Todo el tiempo parece suponer y aludir a una alternativa que, sin ser puntualmente optimista, no permite otorgar al pesimismo el 
protagonismo final. Y es que el triunfo de las fuerzas reactivas por sobre las activas, si bien representa para Nietzsche una enfermedad, se trata de algo comparable con un embarazo, es decir,  un desarreglo capaz de producir o gestar frutos no necesariamente reactivos.

Nietzsche vislumbra en la muerte de Dios, finalmente, la posibilidad entonces de una "segunda inocencia", esto es, de una inocencia que no resultaría un simple retorno a-histórico a la época en que el Estado y la mala conciencia no formaban parte del orden de las cosas sino, justo al revés, una propiamente nueva que sería, de alguna manera, producto indirecto del Estado y la mala conciencia toda vez, por supuesto, que fuésemos capaces cada uno de nosotros por nuestra propia cuenta y riesgo de poner al desnudo su génesis.


7- El problema de la voluntad humana, dice Nietzsche, es que prefiere querer la nada a no querer, y es sobre esa debilidad constitutiva que se asientan los ideales ascéticos. Entre los artistas, dicha debilidad encuentra incluso una tensión mayor, ya que entre la obra y su persona existe siempre un hiato difícil de soportar. Y ese habría sido el motivo según Nietzsche de la conversión ascética del último Wagner quien, cansado ya de mantener su propia irrealidad, habría caído en la veleidad - propia de la mayoría de los artistas - de presentarse a sí mismo como un oráculo de la realidad más profunda de las cosas: “un teléfono del más allá”.

En los filósofos, en cambio, la adhesión al ascetismo sería para Nietzsche algo que ocurre de manera mucho más sencilla debido a su fuerte deseo de mantenerse lo más posible al margen de las preocupaciones y compromisos mundanos. El ejemplo más caricaturesco de esta pintura del filósofo es para Nietzsche su otra gran influencia, Schopenhauer, quien habría escrito El Mundo como Voluntad y Representación para poder dejar de experimentar la tortura del deseo sexual.

Hasta aquí, el comienzo del tratado tercero de La Genealogía de la Moral parece un entretenido ajuste de cuentas de Nietzsche con sus pasiones juveniles. Pero luego descarga a Wagner de parte de la culpa haciendo responsable a Schopenhauer por haberlo influenciado y se pone más académico, estableciendo una relación entre la postura estética de Schopenhauer con la de Kant que le valió más tarde, sin embargo, una ajustada corrección de Heidegger en “La voluntad de poder como arte”, primera parte de su estudio sobre Nietzsche.

La categoría que Kant pone como condición de los juicios estéticos, el desinterés, no sería para Nietzsche sino otra forma de nombrar el deseo de escapar de la realidad: poder ver un desnudo artístico sin deseo sexual o, en palabras de Schopenhauer, “sustraerse al ruin acoso de la voluntad, celebrar el sábado del forzado trabajo del querer”. El punto es, sin embargo, en qué medida resulta cierto que el desinterés en Kant tenía el mismo sentido que le dio Schopenhauer, algo que Nietzsche da por hecho. Y no ponerlo en duda para intentar una defensa de Kant que no viene al caso, sino para clarificar qué tipo de relación con la realidad Nietzsche califica como afirmativa.

Según Heidegger, Schopenhauer es el responsable de la mala recepción que se hizo durante mucho tiempo de la estética kantiana. Lejos de querer mentar supuesta indiferencia ante una cosa, lo que Kant denomina ‘desinterés’ es lo que nos sale al encuentro propiamente, en estado puro, es decir, tal como es él mismo, en su propio rango y dignidad. Lo contrario al desinterés sería por eso la mirada teórica habitual propia del interés: es decir, considerar lo que se nos aparece siempre con miras a otra cosa, cosa que tiene que ver con nuestro goce o beneficio: su finalidad o utilidad.

¿De ello resulta que ese dejar libre a lo que se nos aparece, acaso, responde a una suspensión de la voluntad necesariamente, como entiende Schopenhauer junto con Nietzsche o, pregunta por eso Heidegger, debemos considerar este ‘libre favor’ que se le hace a lo que aparece como “el máximo esfuerzo de nuestro ser”? Para Heidegger, dejar que el objeto se nos aparezca tal como es implica una liberación de nosotros mismos. Poder dejar en libertad aquello que tiene una dignidad propia, en su pureza, exige una suspensión de la actitud teórica, algo que para Kant supone renunciar a lo más querido por la razón: que lo que nos agrade de manera individual pueda ser objetivamente universal.

La explicación que Heidegger da respecto a la poca perspicacia nietzscheana para comprender La Crítica del Juicio es que Nietzsche respondía a su propio contexto histórico. De otra forma, dice Heidegger, hubiera estado completamente de acuerdo con este concepto que sobre lo bello propone Kant ya que lo que él mismo pretendía era estar en el mundo y sentir su encantamiento.

Cuando en la Genealogía de la Moral critica la fórmula kantiana del desinterés, Nietzsche lo hace para celebrar la expresión stendhaliana de “promesa de felicidad”, y propone considerar a la belleza en consecuencia como un ‘estado de embriaguez’. Pero, se pregunta Heidegger ¿acaso dicha expresión nietzscheana no supone, además de una dispersión dyonisíaca, al mismo tiempo un estar más templado?


8- El enemigo de las fuerzas activas claramente ya no es hoy el sacerdote sino un vivir siempre más allá del presente que no tiene nada de ascético, al menos desde una primera mirada y según el sentido habitual de esta palabra. Cuando el problema ya no es el trans-mundo sino, de alguna manera, el mundo convertido en un absoluto, la crítica a la moral sería entonces sustancialmente otra. ¿Cuál es su relación con el ascetismo? ¿Qué relación hay entre la mirada de la vida shopenhaueriana, en última instancia, con la valoración del hombre a partir de su esfuerzo, de sus resultados, y de la entera producción de sí de acuerdo criterios mercadotécnicos?

La palabra ‘askesis’ significa ‘disciplina’, ‘ejercicio’. Asceta será, en consecuencia, aquel que siga una disciplina históricamente ligada a la renuncia de los placeres materiales y a la huida de toda comodidad mundana. El desierto está asociado así al asceta como su escenario por excelencia.

Y los filósofos, dice Nietzsche, con sus más o sus menos adhieren a los ideales ascéticos aunque su caso es sustancialmente diferente: no los mueve virtud alguna, sino una imperiosa necesidad de independencia que en ellos se manifiesta como su instinto dominante. Si se alejan de “la fama, de los príncipes y de las mujeres”, en consecuencia, no es como para los ascetas, producto de un ejercicio deliberado, sino expresión genuina de la afirmación de sí mismos.

De acuerdo con Nietzsche, habría dos desiertos: uno literal, al que los negadores del cuerpo se retiran, y otro figurado, que puede incluso mimetizarse sobre una verde comarca extensamente poblada. El primero, ligado a la voluntad de verdad y al instinto de protección y de salud de una vida que degenera; el segundo, aliado de la ‘gran salud’ que resulta de una concepción estética de la existencia. El primero, refugio para la negación de sí; el segundo, producto de la diversidad de perspectivas nacidas de los ‘afectos’.

El desierto del filósofo comienza en definitiva donde se acaba el mercado. Pero el mercado tampoco es para el filósofo un mercado literal que termina alejándose de la plaza: por ‘mercado’ el filósofo entiende todo tipo de encuentro reducido a una relación contractual, organizada por la deuda y, por consiguiente, por el resentimiento y la mala conciencia.

El desierto literal del asceta representa para Nietzsche una mera continuación del mercado. Y tal vez habría que ver mejor en el mercado una mera continuación del desierto, ya que es en virtud del ideal ascético en su estado puro, y por medio de conceptos como ‘pecado’, ‘culpa’, ‘corrupción’ o ‘condenación’, que se comprende a la moral dominante como triunfo de las fuerzas reactivas, negadoras de la vida.

El hecho de que exista continuidad entre una negación explícita de la vida con esa otra, implícita, que ocurriría en la huida consumista que define al mercado, sin duda resulta crucial dilucidar. ¿Cómo se daría? ¿Qué tipo de relación existe entre una concepción técnica de la existencia, con la de los ideales ascéticos?... Nietzsche está tan convencido de esta relación que hasta llega a decir que en el origen de la valoración anti-vida hay que ver una artimaña que la vida misma inventó para permitir, a los sanos, vivir separados de los enfermos en paz.


9- El tratado tercero de la Genealogía de la Moral, “¿Qué significan los ideales ascéticos?”, comienza con el epígrafe de un párrafo tomado del Zaratustra que, según el propio Nietzsche anuncia en el Prólogo mismo a la Genealogía, oficiaría de clave a dicho tratado: “… la sabiduría es una mujer, y ella ama siempre a un guerrero”.

Lo que hace especialmente interesante el asunto es que la palabra ‘guerrero’ no aparece a partir de entonces ya en ningún momento del texto, y esa contraposición entre el noble-guerrero y los esclavos-débiles, tan cara al tratado segundo, en el tercero transmuta, de forma más delicada, por la que se da entre la salud de los creadores y la enfermedad del rebaño. Lo que defina al guerrero como un creador, ahora, y al esclavo como miembro de un rebaño, no es sólo una forma más de ver las cosas, sin embargo, sino una interpretación situada que ofrece Nietzsche sobre la manera como la moral tomó efectivamente cuerpo en nuestra cultura.

La cuestión de la sabiduría que aparece en el epígrafe sí es abordada en el tratado tercero de manera explícita, y ello en relación al papel del filósofo. Papel ambiguo sin embargo porque, aún cuando el desierto figurado del filósofo resulte radicalmente diferente al sacerdotal, Nietzsche lamenta que la Filosofía acostumbre todavía camuflarse ascéticamente y, preocupado, duda hasta qué punto el filósofo esté capacitado hoy día para liberarse del envoltorio que le ha permitido sobrevivir para salir, renovado, a la luz.

La mejor manera de entender el desafío de un filosofar renovado consiste en prestar atención al que se pone el mismo Nietzsche en relación al ideal ascético: en lugar de limitarse a definirlo como una propuesta de la vida contra la vida misma, y condenarlo como una auto contradicción, intenta comprenderlo genealógicamente como algo que interese a la vida misma. Lejos de resultar una mera ideología, el ideal ascético tiene para Nietzsche entonces un origen fisiológico. No basta con mostrar su error, sino que debe hacerse el intento de poner en evidencia en nombre de qué fuerzas se manifiesta. Y la fuerza impulsora que Nietzsche descubre en el ascetismo es la necesidad de proteger la normal condición enfermiza del hombre.

La condición enfermiza se manifiesta en nuestro permanente deseo de estar siempre en otro lado y de ser de otro modo. La paradoja es que ese deseo negativo se convierta en el grillete que nos ata a la vida. Y así es como Nietzsche muestra que el sacerdote, presunto negador de la vida, pertenece sin quererlo a las grandes potencias conservadoras y creadoras de ‘sies’ de la vida. Podría decirse también que el sacerdote es quien se aprovecha de nuestra condición enfermiza para formar su rebaño, pero lo mismo cabe hacerlo en sentido contrario: no es el sacerdote el problema, sino carecer de verdadera fortaleza para hacer a un lado el remedio que nos ofrece el sacerdote y danzar resueltos de de una buena vez la causa de nuestra enfermedad.

Somos nosotros mismos, los enfermos, quienes necesitamos y buscamos quién nos defienda de los sanos. Somos nosotros a quienes nos encanta que nos digan que nuestro dolor puede adormecerse echándonos la culpa aunque sea a nosotros mismos. Con ello, dice Nietzsche, la dirección del resentimiento queda cambiada, y podemos sumergirnos en una actividad maquinal en la que la conciencia es invadida de modo permanente por un hacer y de nuevo sólo por un hacer. Valoramos a los demás, también, en relación a la forma como convierten la culpa en su principio. Y nos complacemos con eso que Nietzsche llama “la alegría del causar-alegría”, haciendo de todo encuentro una sociedad de socorros mutuos. El sacerdote y el rebaño son dos caras, pues, de la misma moneda enfermiza:

“Todos los enfermos, todos los enfermizos tienden instintivamente, por un deseo de sacudirse de encima el sordo displacer y el sentimiento de debilidad, hacia una organización gregaria… Por necesidad natural tienden los fuertes a disociarse tanto como los débiles a asociarse; cuando los primeros se unen, ésto ocurre tan sólo por una acción agresiva global y a una satisfacción global de su voluntad de poder, con mucha resistencia de su conciencia individual; en cambio los últimos se agrupan complaciéndose cabalmente en esa agrupación.”

Aún cuando Nietzsche da en muchos momentos la impresión de querer presentar a nuestra época y a nuestra sociedad como un maquiavélico experimento sacerdotal, es claro que el concepto de ‘rebaño’ que utiliza excede por mucho al de una mera grey sumisa a un sacerdote. Y como el propio término ‘sacerdote’ nombra para él menos a una orden religiosa que a un tipo humano, lo que nuestra actual época sin sacerdotes nos permitiría ver mejor que nunca es que hoy, al menos, los sacerdotes somos ya nosotros mismos cuando renunciamos a afirmarnos.

¿Es necesario ver en ello, acaso, un triunfo absoluto del supuesto experimento sacerdotal? ¿O es posible ver en el mercado, acaso, también la fuente del desierto para los propios ascetas?… El método genealógico no reconoce en el origen algo puro, anterior a la caída. Y tanto podemos ver en la sociedad mercantil una sucursal del desierto como encontrar, en el desierto mismo, al escenario utópico por excelencia del mercado. Repasar las formas como se manifiesta el ideal ascético en nuestra cultura se convierte entonces en una necesaria enumeración de herejías que, en tanto sacerdotes no consagrados, hoy tememos y condenamos.


10- En su genealogía del ideal ascético, Nietzsche introduce esta gran novedad: la nausea, que es la forma como se manifiesta el dolor anímico ante el vacío existencial. Por supuesto, aclara que no lo considera algo real en el sentido de ser algo fisiológico como hicieron luego los existencialitas: se trataría simplemente de una interpretación, es decir, no una realidad de hecho, ya que aparece como resultado de no poder ‘digerir’, nos dice, determinadas vivencias. Pero el rol del dolor anímico es de fundamental importancia puesto que, expresándose como búsqueda de un sentido para la existencia, fue lo que originó finalmente la negación de la existencia como ideal.

El ideal alternativo al ascético es por supuesto para Nietzsche la afirmación de la vida, pero sería un error ver rápidamente en dicha afirmación una mera reducción positivista. La gran salud, según él, se diferencia de una pequeña porque es esa concepción específicamente ‘trágica’ de la vida en la que la ausencia de sentido deja de ser algo que pretendamos superar, y valora, en cambio, el coraje invertido en asumirla. El dolor no es algo entonces que el derecho a la felicidad desconozca, sino todo lo contrario: la sabiduría sólo ama a los guerreros que se enfrentan decididos a la aventura de convivir con él. Ante el dolor, en cambio, los débiles nos atoramos, no podemos o no queremos digerirlo, y en ello reside la causa de nuestra esclavitud personal y el motivo por el cual como sociedad luchamos con ahínco por nuestra propia servidumbre, como notaba Spinoza.

Esta buena digestión del dolor se relaciona muy bien con el señalamiento que hacía Nietzsche sobre la ‘memoria’ en el tratado segundo: factor clave en la producción de la mala conciencia y, por ende, el gran obstáculo para poder en cambio ser siempre diferentes. Quien puede renunciar a la memoria es quien digiere lo vivido y está abierto entonces a la novedad. Pero ¿qué significa la liberación de los instintos - gran tema tácito de una genealogía de la moral - sino el derecho a ser feliz haciendo de nuestro vivir algo fisiológico, reemplazando para ello a la memoria por la aceptación del devenir, ese ‘amor fati’ que es la contracara para Nietzsche del amor al prójimo?

El hombre capaz de liberarse de la memoria en tanto elemento constitutivo de la conciencia es quien digiere enteramente sus vivencias y logra ser con ello siempre nuevo, mas nunca tan inocente como para pretender desasirse así de una vez y sin mas del dolor. Cuando Nietzsche habla de la conquista de una ‘segunda inocencia’, sin duda, también puede aplicar entonces a la cabal digestión de vivencias que califica al guerrero, esto es, no la vuelta a una inocencia anterior que remita a un estado de pureza indeterminada, sino una mirada puesta en esa otra futura que hace, al contrario, de la afirmación de la vida una afirmación paralela del dolor.

El dolor, y la exigencia de un remedio para adormecer la conciencia del mismo, es lo que también permite a Nietzsche explicar la formación de agrupaciones humanas a partir de la compasión, es decir, de rebaños donde somos iguales en nuestra debilidad. Lo que todos tenemos en común y garantiza la unidad en el modo gregario de sociedad es el dolor, pero para simplemente remediarlo y no enfrentarnos a él sometiéndonos a la culpa y con ella a la mala conciencia, armando y sucumbiendo entonces al combo fatal que hace de nuestra cultura un instrumento de domesticación.

Si alguien reclama un ‘derecho a la felicidad’, por eso, seguramente suena atractivo y hasta enigmático. Pero si luego lo desarrolla diciendo que los felices no deben degradarse a ser ‘enfermeros’ de los infelices puede resultar enojoso e irritante ya que carecemos de otro criterio para pensar políticamente que el moral, y consideramos que con dicho reclamo lo único que se pretende es abogar por una salida individual al estilo del que marcha nuestra época. Pero los sanos necesitan para Nietzsche afirmar su derecho a la felicidad separándose de los que aún buscan negar sus instintos, al contrario, porque esa resulta su forma de hacer política: poner en jaque a la cultura sin pretenderlo siquiera, sólo como una consecuencia indirecta de la afirmación de la vida.

Cuando Nietzsche habla de mantener a los sanos separados de los enfermos no lo mueve un supuesto apartheid como utopía, sino el porvenir del hombre sin mas. Si esta postura nos parece políticamente incorrecta es porque hicimos del amor al prójimo una formalidad, un precepto que nunca o pocas veces ponemos en práctica pero que jamás aceptaríamos quitar como premisa de cada una de nuestras valoraciones. Lo que una genealogía de la moral viene a demostrar, por eso, es que mantener inamovible la ayuda incondicional a los demás como criterio por excelencia de conducta y fundamento de cohesión social sólo pone en evidencia la carencia de una motivación auténtica para manifestarnos que resulta, en definitiva, consecuencia lógica de una cultura que hace de la imposibilidad de asumir el dolor de existir su razón de ser.



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