viernes, 24 de diciembre de 2021

TEOLOGÍA DE LA EMANCIPACIÓN


Cristina hoy busca presidir el partido justicialista con el objetivo de resguardar un peronismo "sin Poncios Pilatos ni Judas". Más allá de a quienes quepa o no dichos sayos, cabe lícitamente preguntarnos si ese es el peronismo que en realidad queremos. Pero esto es algo que, al calor de la interna entre quien nos acaudilla y su hijo político, se ha dejado de lado por considerarlo sospechosamente incuestionable. ¿No resulta contrario, acaso, a la multiplicidad que pregonamos?... Antes que contestar esta cuestión, el propósito de esta nota es sin embargo pensarla elípticamente a la luz de un cristianismo existencial.


1- El generoso movimiento de la Teología de la Liberación había intentado, en el siglo que pasó, integrar lo sagrado en la inmanencia dando cuenta de la injusticia social. Su asunto era demostrar que la pobreza no es un valor y, dejándose empapar del espíritu de época imperante en el tumultuoso final del s.20, buscó en Hegel y en Marx una curiosa fuente de inspiración. A Dios gracias, un paisano nuestro muy cercano en su juventud a esa tendencia ocupa hoy el papado en Roma y canoniza, en buena hora, a sus mártires. Neoliberalismo mediante, sin embargo, las cosas han cambiado actualmente bastante y la idea misma contenida en el concepto de 'liberación', ya sea en política como en filosofía y teología, se experimenta como algo que nos hace temblar. 

Muchos vemos en ello una tremenda claudicación, y en la idea misma contenida en el concepto de 'emancipación' que comenzó a esbozarse en este siglo como su alternativa una mera compensación devaluada de la liberación. Pero ésta resulta una forma simplificada e insuficiente de distinguir a la liberación de la emancipación que tiende a asimilar literalmente la primera a la revolución y la segunda al reformismo sin dar cuenta de que son esas mismas categorías políticas las que hoy están en discusión. 

La manera más directa y segura de comprender la diferencia específica de la emancipación consiste en conectarla al nuevo pacto cristiano a partir del cual esa tradicional celebración de la liberación del pueblo judío respecto de la opresión imperial es convertida por Jesús en símbolo de emancipación de un pueblo propiamente espiritual. Por eso es que, si una teología de la emancipación tuviese algún sentido de ser en este siglo formulada apuntaría, en consecuencia, a la puesta en valor de una trascendencia tal que no fuese una utilizada ya como excusa para esconder con petulancia nuestra cobardía a vivir sino, todo lo contrario, con objeto de vivir en temor y en temblor.

Para S. Kierkegaard, la Teología de la Liberación habría sido inscripta sin dudas 
dentro de lo que él llamó ‘cristiandad’, es decir, esa clase de religión que incluso desde una opción por los pobres no alcanza a dar cuenta sin embargo de la fe como ese salto por sobre lo general tan bien graficado por él a partir de la figura de Abraham. Si una opción emancipatoria, en cambio, no sólo se desprende de la idea de revolución sino que reacciona incluso contra ella, es porque comprende entonces a la enseñanza del Reino de Dios como modo de sortear esa misma certeza ciega sobre lo que supuestamente debiera ser cambiado y hacia dónde habría de llevarnos. Porque si la emancipación es el duelo por la revolución, la fe lo es de las certezas.

Mientras la lógica de la liberación reducía el problema político a una oposición binaria sin mas entre traidores o sometidos, la de la emancipación problematiza y relativiza en cambio esta relación misma al resignar tanto la posibilidad de una liberación total - que supuestamente ocurriría eliminada la opresión - como de la rendición a la completa 
pérdida de esperanza. Si en el s. 21 nos resulta indispensable reaprender a temblar ante la falta de certezas es, entonces, porque frente a este contrasentido tomamos siempre dos caminos que, en definitiva, vuelven a juntarse inexorablemente mas adelante: o negamos la incertidumbre hasta la locura, o nos dejamos vencer por ella. El mundo se encamina así como un orgulloso Titanic hacia su catástrofe anunciada, motivo por el cual urge distinguir y señalar ese camino alternativo que no sirva sin embargo para intentar ya salvarlo ni salvarnos, pero que sí nos ayude a no desesperar.


2- Todos los que amamos caminar en la naturaleza sabemos bien que una de las características más destacables del temblor es que cuando nos afecta resulta insobornable: nada puede detenerlo. Le tememos como a la peste, ya que temblar es algo sobre lo cual no cabe sino someternos sin control posible. Ahora bien: si esto resulta así en la naturaleza, espiritualmente hablando las cosas parecen resultar precisamente justo al revés: nada mejor que temblar para comenzar a recorrer un camino espiritual, dado que sólo el shock físico de un buen temblor resulta capaz de hacernos tomar nota que somos cuerpo y, por ende, frágiles motas de polvo flotando en el cosmos.

Hoy en día, sin embargo, quienes nos hablan de caminos espirituales hacen referencia de forma exclusiva al amor. El temblor no sólo les resulta algo completamente desconocido, sino que incluso buscan evitarlo como si de muerte por hipotermia en la montaña 
se tratara: suponen que lo sagrado es una esponjosa inmanencia que brinda cobijo y, para ellos, todo lo que huela a trascendencia resulta sinónimo de alienación y sometimiento. Por eso es que hablar hoy con propiedad 
de lo sagrado exige, como hizo S. Kierkegaard incansablemente durante toda su vida, poner en relieve una perspectiva que, en lugar de apostar a la unidad indiferenciada del hombre con todas las cosas, toma como punto de partida en cambio la esencial e irreductible diferencia cualitativa entre Dios y el hombre.

De alguna manera, Kierkegaard mismo ya en su propia época advirtió sobre estas formas espirituales actuales de estilo New Age señalándolas como una deconstrucción lamentable pero posible del propio cristianismo, ya que la figura del Dios Hombre encarnada por Jesús abre la posibilidad tanto de la trascendencia, al poner en escena el escándalo que representa el perdón de los pecados, como de la inmanencia, al dar pie a un trato chabacano con lo divino. Esta última perspectiva es, por supuesto, la que efectivamente ha triunfado: así fue como desprendimos a temblar, y ni siquiera el temblor hoy tan visible de la tierra misma es actualmente capaz de despertar esa especifica afección cósmica capaz de reintegrarnos al orden natural.

¿Podrá el hombre aprender a temblar, nuevamente?... Es decir, y mejor dicho: ¿podremos nosotros mismos, cada uno individualmente considerado, poder entonces lo que no se puede, ya que temblar resulta, en esencia y en definitiva, simple y llanamente dejar de poder? ¿Cómo poder, entonces, no poder? es el problema de la fe y, como la lectura de Kierkegaard no hace sino estas preguntas incasablemente, si nos planteásemos hoy la necesidad de una nueva teología que permitiese recuperar el contenido emancipatorio del cristianismo habría de nutrirse seguramente en su peculiar concepto de existencia militante.


3- Un uso impreciso, cuando no hasta un cierto abuso, hace que no quede siempre demasiado claro lo que por la palabra 'existencialismo' deba entenderse cabalmente. ¿Es tan obvio, acaso, lo que signifique ese remanido privilegio de la existencia sobre la esencia que generalmente se esgrime como denominador común para esta corriente filosófica?... Que el concepto parta de algo que se registra en la conciencia por vía no conceptual sino existencial, señala que lo primero en su caso siempre es lo vivido y que solo en un segundo lugar se produce la abstracción, pero esta referencia a la vida como materia del pensar no alcanza sin embargo a brindar un adecuado abordaje al asunto en cuestión pues no sería lo que apropiadamente define su asunto y por otro lado es confuso.

Basta recordar los diálogos platónicos para constatar que la Filosofía siempre procedió, si se quiere, de una manera existencial. Sólo cuando advertimos que para ciertos pensadores la verdad no es algo que se piensa sino que se vive, y que no puede componerse a fuerza de estudio sino que se compone como expresión exacta y honesta de la propia interioridad, comenzamos realmente a vislumbrar que, más que un tipo de pensamiento, la palabra 'existencialismo' aplica a la reflexión que caracteriza a un tipo de pensador con el coraje de convertirse a sí mismo en su íntimo objeto de estudio. Planteadas así las cosas, sin embargo, surge el consabido problema: ¿en qué sentido una verdad de tipo personal puede tener impronta universal y auténtica dimensión conceptual?

Este problema teórico-práctico parece ser lo más propio de un existencialismo militante, ya que el arte de convertir una verdad subjetiva en algo comunicable comporta de por sí, implícita o explícitamente, una postura política: un pensador sería 'existencialista' no sólo cuando hiciera el esfuerzo por no partir de lo general - como reportaría una concepción superficial de este asunto - sino también, y para empezar, por permitir ese gran escape de la subjetividad de su propio encapsulamiento. Con lo cual, pensar la existencia viene a resultar algo distinto o justo lo contario a privilegiarla por sobre la esencia, ya que lo que apunta como característico de un pensamiento que se adjudique a un pensador propiamente 'existencial' sería, paradójicamente, su desafío a poder dejar de tomarse como centro a sí mismo.

 En la distinción entre un existencialismo religioso y otro ateo es donde la falta de precisión acerca del problema propiamente existencial acusa mayor recibo. Sería otra lectura sin duda demasiado sesgada la que, por ejemplo, parte de suponer que el propósito de Kierkegaard se reduce a indicar que sólo el cristianismo resulta capaz de facilitar una existencia auténtica: una interpretación de este tipo adhiere todavía a esa concepción socrática, y por extensión filosófica en general, por la cual se supone que el conocimiento de la verdad resulta de por sí salvador. Y si bien es cierto que el propio Kierkegaard pareciera abonarla cuando, en lugar de un pensador existencial, se define a sí mismo como un pensador cristiano, obviar su fundamental crítica al intelectualismo oscurece el hecho de que el cristianismo resulta no lo que descubre sino, mas bien, la mejor forma de abordar y resolver el problema existencial.


4- El cristianismo de S. Kierkegaard no se articula como un conocimiento sino, mas bien, como una práctica militante por medio de la cual el hombre halla el modo de sobrellevar el hecho de que, consciente o inconscientemente, su existencia resulta desesperada. Por eso, en lugar de un 'existencialismo cristiano', tal como suele catalogarse al pensamiento kierkegaardiano, sería tal vez más adecuado describirlo y presentarlo más sencillamente como un cristianismo existencial, puesto que  su propuesta consiste en manifestar que la fe no resulta un determinado saber sino, totalmente al revés, el punto donde el conocimiento justo se quiebra al toparse con un límite que no es el de la ignorancia, propiamente dicha, sino el de lo absolutamente otro. Para Kierkegaard, la fe no resulta entonces algo que tuviera la posibilidad de predecir el futuro, ni algo a lo que el conocimiento no puede acceder, sino lo que precisamente mina por dentro a la facultad intelectual.

 El cristianismo, dice por eso Kierkegaard, consiste una revelación, pero tan acostumbrados estamos a interpretar todo intelectualmente que hasta a la misma palabra ‘revelación’ automáticamente la asimilamos a un contenido que supuestamente pasaría de la oscuridad a la luz. Lo que efectivamente pasaría de la oscuridad a la luz, para Kierkegaard, no es precisamente un contenido, en consecuencia, sino la propia humillación del entendimiento a partir de la cual, y gracias a la cual, el ser humano se descubre capaz de desear también ser él mismo de forma no desesperada. De manera que si el cristianismo resulta una revelación es sólo porque el escandaloso hecho que representa un Dios lábil, enviando un hijo suyo para solicitar a los hombres que lo amen, expresa un acontecimiento que parte en dos a la humanidad en tanto y en cuanto, a partir de entonces, se nos ofrece la posibilidad de creer en un sentido propiamente existencial. Cualquier burda pretensión de defender al cristianismo resulta, desde esta perspectiva práctica, el síntoma entonces de que no se ha sido afectado por lo que él verdaderamente representa.

Para esa concepción monárquico sacerdotal del cristianismo que Kierkegaard llama ‘cristiandad’, una interpretación existencial de la fe pasa por completo desapercibida. En lugar de concebir al pecado como algo propio de un yo teológico, cuya medida es Dios y ninguna otra cosa, la cristiandad lo convierte en una burda categoría de ese yo humano cuya medida no es más que el hombre, y hace consecuentemente de Dios, como no podría ser de otra manera, un policía que vigila los actos de la furia salvaje de la carne y de la sangre. El pecado, de esta manera, se interpreta así erróneamente para la cristiandad como lo contrario de la virtud, y la transformación radical del ser humano que supone la comprensión del pecado como lo contrario de la fe queda de esta manera reducida a su expresión pagana, es decir, a ese desesperado querer ser uno mismo que manifiestan las prácticas de sí humanistas de la antigüedad.

Sólo el cristiano puede pecar, dice Kierkegaard, porque en definitiva el pecado mismo es algo que se nos revela atravesando el escándalo ante el que la razón inevitablemente se detiene. Esto significa que sólo ante Dios nos resulta evidente ese desesperado intento que nos define, ya sea tanto por querer o por no querer ser nosotros mismos, puesto que en definitiva pasa a ser la misma cosa para Kierkegaard cuando el yo que lo protagoniza se experimenta, consciente o inconscientemente, a espaldas de Dios. Fue a partir de la manifestación de Dios en el orden histórico, acontecimiento que define al cristianismo profético, como entonces el hombre recibe la condición para la verdad que de otra forma le hubiera sido del todo punto imposible hallar: perderse para encontrarse.


5- Kierkegaard se expresa en La Enfermedad Mortal bajo el seudónimo de Anti-Climacus que califica al creyente como un enamorado, e incluso como al más enamorado de todos los enamorados, dando cuenta así que un verdadero creyente no necesita defender su fe porque ella es, al contrario, lo que le hace tanto hablar como moverse y le brinda, en definitiva, una razón de ser. Pero ello no significa nunca, sin embargo, que el existencial rechazo del intelectualismo kierkegaardiano resulte en un discurso carente de toda lógica. Mas bien, lo que su existencialismo pretende es dar lugar en todo caso a un pensamiento enamorado que, partiendo de esta identidad entre creer y ser, resulte capaz de abonar, cultivar y hacer florecer, la entrega incondicional e indispensable que supone siempre, finalmente, el privilegio de existir.

El pecado, según Kierkegaard, no consiste nunca para el cristiano estar confundido en torno a lo que es justo, como interpretaba el socratismo y, con él, todo el intelectualismo filosófico detrás, sino en que no desee comprenderlo. Esto no significa que se convierta por eso para él en una etiqueta que defina a alguien esencialmente sino que, todo lo contrario, representa una suerte de señal, por cuyo medio le es posible al cristiano advertir que se ha dejado tentar, otra vez, por la injusta ilusión de completitud. De esta manera, si para la cristiandad se existiría para ser cristiano, según Kierkegaard habría que decir que la persona, mas bien y al revés, se hace cristiana para poder existir.

Esta ilusión de completitud se da, como bien se lo señala en La Enfermedad Mortal, básicamente de tres maneras: a) entendiendo al yo como una puerta condenada al fondo del alma, sin nada detrás, b) cerrándole cuidadosamente la puerta, con tal de no romperlo o c) intentando abrirle la puerta imperiosamente para que sea su propio creador.  

Mientras las concepciones de la vida virtuosa basan sus prácticas en una reducción del pecado a la debilidad, sensualidad, finitud o ignorancia, la vida cristiana en cambio se organiza en función de definir al pecado como algo positivo, a saber: darle la espalda a Dios. Para que esta definición fuese posible hubo de ser necesaria la revelación y, por lo tanto, toda la cuestión se resume a si uno quiere o no creer. La voluntad, de este modo, así como le sirve a Kierkegaard para explicar la socrática identidad entre el ser y el pensar, opera sobre todo también como esa facultad específica por medio de la cual nos resulta hoy posible a los hombres y a las mujeres a la vez postular, mediante la fe, la identidad entre creer y ser.





viernes, 27 de agosto de 2021

LA PASIÓN DE LA POSIBILIDAD

“De tener que pedir algo para mí no pediría riquezas ni poder, sino la pasión de la posibilidad, el ojo que aquí y allá, eternamente joven, eternamente ardiente ve la posibilidad”  S. Kierkegaard



1- Hubo un tiempo en que la pasión era la astucia de la razón: la gente decía entonces que todo ocurría por un motivo cierto, y cualquier contratiempo resultaba apenas el retobo de un galopar irredento de final siempre feliz. Era entonces el imperio del sentido. Tanto si se trataba de personas religiosas como de científicos, o de filósofos como de conquistadores, el convencimiento de que la vida, personal y colectiva, obedecía a un designio por el cual todo se dirigía a la plenitud de significado, carecía de contrincante alguno.

Tímidamente, sin embargo, fueron apareciendo los nuevos maestros de la sospecha, y que las cosas no fueran tan así como se pensaba comenzó a minar, si bien bastante lentamente, la confianza en la necesidad incuestionable de un progreso indefinido. En el s, 19 F. Nietzsche, anunció que la razón era en realidad la astucia de la pasión desnudando el miedo que buscan ocultar todos los buscadores de la verdad, pero ya en el 18 un danés llamado S. Kierkegaard enseñaba que debajo del sincero propósito de conocer se oculta, siempre e implícitamente, un irredento impulso hacia lo absolutamente desconocido. Y es bastante evidente que las posturas de estos dos pensadores, justamente famosos por su crítica a la razón, no sólo resultan complementarias sino, también y de manera fundamental, dos caras de la misma moneda.

En Migajas Filosóficas, Kierkegaard argumentó que el pensamiento se contradice a sí mismo cuando pretende que la relación entre la razón y lo absolutamente desconocido es algo que no puede existir, pues entonces no cabría ya hablar de relación alguna. Pero que lo mismo puede concluirse, a la vez, de la suposición de que algo así propiamente sí exista, ya que lo desconocido no es algo que tenga propiamente entidad sino que resulta tan sólo un límite: es decir, no lo que se ocultaría a las categorías del entendimiento, sino para la razón meramente su propia ruina. Esto desconocido, en consecuencia, preciso es considerarlo necesariamente como algo para lo cual no hay indicio alguno, y que no puede pensarse por lo tanto siquiera aún cuando la razón lo intentara negándose a sí misma. Kierkegaard puede afirmar entonces que lo desconocido como tal es algo que está en permanente diáspora puesto que, mas que saber propiamente acerca de él hemos de aprender, en cambio, que esta diferencia absoluta ha de ser siempre afirmada en sí misma como tal.

La razón queda necesaria e inevitablemente perpleja al toparse con una diferencia absoluta, ya que una diferencia de la cual no puede predicarse con certeza siquiera que exista resulta, sin embargo, quien le otorga en la práctica la condición misma para mantenerse abierta a recibirla y a mantenerla. Básicamente, entonces, es a esta sorprendente situación por la que la diferencia absoluta se muestra, al mismo tiempo, como condición y como consecuencia, a la que Kierkegaard reserva el nombre de ‘paradoja’.

Con la paradoja la razón inevitablemente choca. Y no puede sino chocar ya que, por definición, resulta imposible resolverla o comprenderla. Para la perspectiva según la cual la razón se adjudica poseer la facultad de conocer la verdad, sin embargo, la paradoja es algo que por supuesto forzosamente rechaza: ‘escándalo’ es, entonces, la forma que ella adquiere cuando choca de modo infeliz con nuestra razón. Cuando feliz, en cambio, recibe el nombre de ‘fe’, aunque no porque supere el escándalo sino, por el contrario, porque aprende trabajosamente a integrarlo.


2- Kierkegaard dice que la paradoja se da de forma feliz sólo en el instante porque para él lo eterno resulta histórico, aludiendo con ello al especialísimo tipo de transformación personal que supone una conversión de tipo espiritual en y por medio de la cual la razón conquista para sí eso que a todo hombre le resulta más importante que la riqueza o el poder: la pasión de la posibilidad. Todo el asunto de la fe para Kierkegaard puede resumirse, por tanto, en la especialísima manera por la cual la razón logra afirmar al escándalo para escapar de alguna manera de sí misma, y alcanzar así la libertad.

Para una perspectiva espiritual, esto es, para esa perspectiva según la cual la eternidad resulta histórica, la posibilidad continúa existiendo como tal cuando se actualiza, tomando así este tipo de cambio el nombre de ‘devenir’. Cuando lo eterno no se admite histórico, al revés, la realización de la posibilidad consiste sólo en que ella deje en tanto tal de existir, con lo cual el tipo de cambio que así se habilita queda incapaz de expresar el devenir. Y el problema de la melancolía, que Kierkegaard toma como punto de partida, precisamente, de su propuesta existencial, a saber, la vivencia de estar preso en un pasado que impide al presente ser otra cosa que un mero reflejo de algo que fue y nunca puede ser nuevo otra vez, no responde sino a esta trampa que la melancolía se hace a sí mismo por la cual la posibilidad queda reducida a cenizas.

Lo necesario no puede devenir dado que se relaciona consigo mismo de manera idéntica: es la modalidad propia de la tautología. El devenir nunca es necesario, dice Kierkegaard, ni antes ni después que devenga. La realidad presente y efectiva no es más necesaria que lo posible, y lo mismo debe decirse del pasado, que no porque ya haya sucedido puede suponerse necesario sino sólo, apenas, que no puede hacerse ya distinto: podría haber sido diferente y, por eso, esta posibilidad que se mantiene para una perspectiva espiritual en la realidad misma no se actualiza sino que, propiamente hablando, ‘acontece’. Si la fe es una pasión feliz, en consecuencia, es porque el paso tan especial que ella habilita es libre, y la razón se demuestra finalmente así, en este caso, como la astucia de la pasión.

La circunstancia de que a todo lo que ocurre le quepa la posibilidad de ser diferente, por supuesto, mantiene lo real en un verdadero tembladeral. Y es la facultad capaz de superar con su media certeza la incertidumbre del devenir, precisamente, lo que recibe para Kierkegaard el nombre de ‘fe’. Porque, si bien lo acontecido se deja conocer inmediatamente, el propio y mero hecho de haber acontecido es, en sí mismo, de alguna manera invisible al conocimiento. La fe resulta entonces, por eso, una declaración de libertad que, sin negar ninguna otra configuración de la realidad, se resuelve a creer en el modo por el cual ha efectivamente devenido, sabiendo siempre que corre el riesgo, como bien dice el Kierkegaard, de pretender saber nadar antes de entrar al agua.

El hombre de fe ‘cree’ en Dios. ¿Significa eso, acaso, que para él entonces Dios propiamente exista?... En parte se podría afirmar que sí, pero: ¿qué significa en este caso, entonces, que El ‘exista’?... Para una perspectiva espiritual, sólo que es tan posible como real, dado que la fe no resulta nunca, dice Kierkegaard, creer en una doctrina, sino en ese ser, mas bien, que se ofrece como la condición misma para que su propia realidad sea posible. Por eso mismo es que jamás se llega a la fe sin pasar por el escándalo, siendo esto algo que la cristiandad, lo mismo que la perspectiva socrática, expresamente ignoran desde el momento que basaron la fe en la enseñanza y no en el maestro.

Al privilegiar la comunicación directa, y eliminando con ello la posibilidad del escándalo, lo que la cristiandad habilitó, a sabiendas o no, fue la confusión de la fe con un conocimiento, por un lado, y por el otro de Dios con un ídolo. Tan así es que Kierkegaard no teme asimilar consecuentemente a la cristiandad a un sentimental paganismo, ya que a Dios en tanto maestro no le interesa saber si el discípulo cree en El o no, sino transformarse El mismo en enigma para permitirle simplemente creer de esta extraña manera según la cual, antes que una certeza, resulta apenas la sensación de no poder ser uno mismo, al final, su propio fundamento.

jueves, 19 de agosto de 2021

Y QUE TODO SEA OTRA VEZ


"Cuando se ha culminado la navegación por el mar de la vida deberá mostrarse si se tienen ánimos para comprender que la vida es una repetición e igualmente, si se encuentra placer en gozarla de nuevo. Quien no esté de vuelta de esa navegación antes de comenzar a vivir, jamás logrará vivir de veras"
S. Kierkegaard

 


1- 
Más que malas o buenas lecturas de una obra filosófica, seguramente, las hay oportunas o inoportunas. ¿Resulta legítimo, acaso, afirmar que quienes gustosamente resaltan el aspecto melancólico y desesperado de S. Kierkegaard, por ejemplo, no alcanzaron a leer correctamente aquellas partes de su obra donde dichas lecturas resultan cuestionadas?... No de manera necesaria. Es posible, ciertamente, que las refutaciones les hayan resultado a algunos poco convincentes o convocantes. Lo que sin embargo no deja lugar a dudas, sin embargo, es que sería una pérdida considerable no tomar en cuenta todo el esfuerzo de este escritor por justamente escapar de ese sepulcro cuya lápida señala como "los más desdichados" y que  - según se mofa el personaje llamado simplemente 'A', en Lo Uno y lo Otro - somos muchos quienes damos por sentado que nos está reservada.

Hay dos libros de Kierkegaard que sería divertido imprimir con sus respectivas dos partes en sentido de lectura opuestos, de manera tal que, encontrándonos con dos tapas iguales, halláramos como lectores a la primera como directo reverso de la segunda. Se trata de Lo Uno o lo Otro y de La Repetición, ya que en ambos textos el autor recurre a idéntico procedimiento por el cual el contenido de sus segundas partes viene a resultar una refutación espejada de la primera, algo que se ve inmediatamente expresada de manera gráfica en ellos mediante el cambio de recurso estilístico y de sujeto de enunciación: los aforismos de 'A' Vs. los ordenados papeles de 'B' en el primero, y la presentación de 'Constantin Constantius' Vs. las cartas del 'Joven Enamorado' en el segundo.

La relación entre sendos libros resulta a su vez muy especial, dado que puede pensarse que Constantin, aun cuando en otra parte Kierkegaard lo niegue expresamente, 
es el real nombre de 'B' o, en su defecto, suponer entre ambos una filiación de orden ético. El propio texto avala esta hipótesis cuando, haciendo referencia a los propios aforismos de 'A' en Lo uno y lo otro, ya Constantin escribe “un autor ha dicho que el amor-recuerdo es el único feliz”, constituyendo todo el asunto de La Repetición, precisamente, la descripción, replanteo y refutación del supuesto nostálgico. De cualquier manera, lo cierto es que quien verdaderamente sugiere una superación efectiva de la melancolía es recién el Joven Enamorado de La Repetición.


2- El desdichado es, según Kierkeggard, alguien que tiene literalmente su ser fuera de sí: siempre ausente para sí mismo, se hace presente sólo en el pasado por el recuerdo o en el futuro mediante la esperanza. La recomendación de prudencia, que 'A' aconseja entonces en el capítulo “La rotación de los cultivos” de Lo uno y lo otro, se resume por eso simplemente en aprender a olvidar, algo que para llevarlo a cabo resulta preciso, por encima de todo, vivir las cosas sin correr apresados por esperanza alguna, es decir, lisa y llanamente sin admirarse por nada. Porque la recomendación de prudencia no se limita a olvidar sólo lo desagradable: el verdadero arte de olvidar, al contrario, es para 'A' mantener propiamente acotado el goce, ya que lo agradable es justo lo que luego despierta la añoranza e impide entonces el olvido.

Para 'A', el mayor problema de la humanidad es el tedio que obliga a vivir todo como algo que nunca puede ser ya novedoso, motivo por el cual aconseja guardarse incluso hasta de la amistad, del matrimonio y de los altos cargos aunque todo ello, sin embargo, siempre en su razonable medida: esto es, sin aislarse, sin renunciar al erotismo y sin mantenerse inactivo. En resumen, "rotar los cultivos", según su feliz y prudente metáfora, ilustra ese método mediante el cual se conseguiría según él remediar al menos lo más posible el peligro que conlleva entusiasmarnos en demasía.

El problema es que el olvido, en tanto argucia para no demorarnos en el recuerdo o la esperanza, no ofrece una verdadera solución al tedio sino, apenas, un modesto calmante. La descripción del argumento del amor-recuerdo adquiere por ello, entonces, una dimensión que excede así el plano de lo meramente sentimental o erótico, y pasa a convertirse en una suerte de escabrosa triple frontera, para Kierkegaard, donde vigorosamente se entremezclan y chocan las fuerzas de tres potencias anímicas: la estética, la ética y la religiosa.


3- Si bien La Repetición no alcanza a formular una concepción de amor verdaderamente alternativa al mero amor-recuerdo, logra en cambio identificar sí a este último como finalmente también infeliz y, buscando el modo de sustraerse a sus redes, toma para ello como modelo de alguien que ha logrado sobreponerse a la melancolía a Job, el sufrido personaje bíblico, quien se convierte en objeto de identificación para el Joven Enamorado y, por extensión, en auténtico héroe de la repetición.

El sufrimiento ante la pérdida de todos los bienes y seres amados por parte de Job se parece en cierta medida al del Joven Enamorado dado que, aunque el caso de este último sea mucho menor en escala, lo que nos impide a todos asumir y superar cualquier pérdida no se mide tanto por su tamaño como por ese sentimiento de culpa que pretende hacer a la víctima paradójicamente responsable de su sufrimiento. Job tiene esto muy en claro: él es un siervo excelente de Dios, de modo que por más que sus vecinos intentan hacerle sentir que debe pedir disculpas a su Dios él sabe bien que todo lo que ha perdido no es un castigo divino. Y el Joven Enamorado halla en la convicción de Job, por lo tanto, el ejemplo que está buscando para reconciliarse consigo mismo.

Aún cuando Job sea luego recompensado y le es devuelto con creces todo lo que había tenido previamente, el secreto de la repetición y su indudable ventaja por sobre el olvido no consiste sin embargo en este premio. El premio, más bien, es ya su propia fe que, en sí misma y como tal, le libra de medir su persona en relación a los demás hombres y ser, de esta manera, continuamente diferente en y para sí mismo: lo único que para Job cuenta es su relación con Dios, y por eso no cede nunca a los consejos que, bien o mal intencionados, pretenden interferir en su intimidad apasionada. Los demás lo juzgan engreído, pero él se sabe frágil y fugaz como una flor del campo teniendo la convicción de que hablando con Dios directamente todo puede aclararse.

Job supo que estaba siendo probado. Pero no por Dios sino por el diablo, quien apostó a Dios que su mejor siervo lo repudiaría una vez que le quitase toda su bienaventuranza. Por eso es que Job se mantiene firme: no porque sea terco, como creen sus vecinos, o porque su fe sea ciega, como pensaría hoy alguien que considera al cristianismo como su enemigo personal, sino porque sabe que Dios es amor y no puede castigarlo. La posibilidad de la repetición, por lo tanto, que consiste en resumidas cuentas apostar a que todo sea otra vez y ya no más lo que fue, reside en esta insurrección contra el espíritu del mundo que nos mantiene aferrados al juicio de los demás y alcanzar, aunque no ya la paz lisa y llana, sí al menos lo más parecido a una necesaria tregua, como dice el Joven Enamorado, en medio de la lucha más seria de la vida.


viernes, 13 de agosto de 2021

LA ESTAFA DE LA CAVERNA


Una estafa es un delito. Pero en este siglo un presidente puede estafar y seguir en el cargo  sin hacer por ello uso de la fuerza. ¿Qué lo sostiene?... No otra cosa que el desdibujamiento mismo de la frontera entre lo punible y lo no punible desde que, parafraseando a Kierkegaard, la sociedad comienza a experimentar que hay dos maneras de ser estafado: creer lo que no es verdad, y no creer lo que es verdad. En esta nota repasamos los cuidados a tomar para no estafarnos a nosotros mismos. 



1- Que la noción de verdad está devaluada es algo que casi nadie pueda poner hoy día en duda. A diario vemos que los medios de información mienten en forma descarada y que la posibilidad misma de refutarlos carece ya de prestigio. Por otra parte, cotidianamente asistimos al deterioro de nuestra propia confianza no solo en un supuesto triunfo de la verdad sino, incluso, en que la verdad misma pueda seguir siendo  bandera de una transformación profunda de nuestras condiciones de vida. Muchos analistas atribuyen a esta desvalorización de la verdad el motivo por el cual hayamos perdido toda utopía y, por sobre todo, la posibilidad concreta de ofrecer una resistencia firme y coherente al avasallamiento que sobrevino ante la caída del estado de bienestar a partir de los '90. 

En lugar de responsabilizar a cuestiones teóricas de los debacles prácticos como consideran por lo general los intelectuales, más coherente sin embargo sería indagar cómo determinadas condiciones prácticas nos llevaron a esta sin razón que hoy domina en el ámbito público. Abordar esta inversión del planteo habitual, por supuesto, y en lugar de atribuir nuestro estado de situación a la pérdida de valor de la verdad considere, al revés, los motivos por los cuales la verdad hoy está puesta en cuestión nos lleva, por supuesto, a revisar los fundamentos mismos a partir de los cuales la cultura produjo determinado ser social y no otro. Y si alguien se caracterizó por analizar las relaciones entre saber y poder, mucho antes que M. Foucault pusiera este asunto como materia de debate, fue S. Kierkegaard.

El señala como bastante obvio que lo que ya sabemos no necesita ser buscado. Pero señala que desde el origen mismo del filosofar se ha objetado que lo no sabido tampoco podría ser propiamente buscado ya que no tendríamos idea alguna sobre lo que desconocemos, motivo por el cual se ha concluido, aunque demasiado rápidamente, que buscar la verdad no consistiría en descubrir algo sino en redescubrir, mas bien, lo ya sabido de manera innata. Y como la condición para hallar dicha verdad habría estado en nosotros eternamente, el instante mismo en que reconociéramos algo como verdadero no sería de ninguna manera entonces algo decisivo para nadie. 

Esta fue y es la perspectiva socrática de la verdad, para la que conocer equivale así, implícitamente y en definitiva, al conocimiento de Dios.  Puede decirse que ella fue la que primó tanto tacita como explícitamente en la literatura filosófica en general, constituyendo por supuesto el fundamento de esa Estafa de la Caverna que, al menos en la línea que reconocemos canónica desde Platón y Aristóteles, hasta Kant y Hegel, representa la historia sin mas del pensamiento occidental y se traduce como ese paradigma por el cual la razón representó el instrumento redentor por excelencia.

Frente a esta perspectiva, S. Kierkegaard señala la posibilidad de una concepción de la verdad, radicalmente distinta, por la cual el discípulo no posee en cambio jamás la condición para comprender la verdad y ha de recibirla, por eso, a través del encuentro con un maestro que ya no resultaría para él entonces algo ocasional. El instante en que el discípulo de tal maestro recibe su condición para hallar la verdad ha de tener ahora una importancia decisiva, ya que a partir de él se pasa no sólo de la ignorancia al saber, sino a reconocerse él mismo en permanente polémica con el saber. Si este instante es de naturaleza decisiva, en definitiva, resulta entonces porque implica para el discípulo poder verse encadenado entonces a sí mismo, y poder actuar en función de este descubrimiento - o no - en consecuencia.

El hombre del que la filosofía quiere dar cuenta desde la antigüedad hasta Hegel era entonces uno que, por confundir las sombras que se proyectan en la caverna con la realidad, precisa advertir que ellas son meros reflejos que proyecta un fuego detrás y que todo su mundo no es más que una sombra, a su vez, de la verdadera realidad que la luz del sol supuestamente le descubrirá una vez que salga a la superficie. Pero que la verdad nos libera del error fue precisamente la estafa sobre la que se sostuvo nuestra civilización, y que quizás hoy comienza a ser difusamente experimentada como tal por una minoría ya no tan silenciosa. 

El hombre que Kierkegaard nos quiere mostrar, por lo tanto, es alguien muy parecido a ese que hoy, viviendo ya en la superficie de esa caverna metafórica, nunca alcanza a recibir ni el más mínimo calor ni rayo alguno de la luz del sol, sin embargo, porque todo le resulta en definitiva un mero decorado: experimenta firmemente que la caverna continua afuera de forma camuflada y se para en el mundo torpemente, entonces, como ante una puerta a la que empuja ciega y tercamente ignorando - o no aceptando - que se abre recién a quien resulte digno de reconocerse sin derecho hacerlo tan sólo por sí mismo.


2- El movimiento que resulta del arrepentimiento por haber permanecido preso de la soberbia ilusión de poseer uno mismo la condición para la verdad - y estar, de esta manera, alejándose continuamente de ella-, resulta apropiadamente una ‘conversión’, en primera instancia, porque cambia expresamente el sentido hacia donde, desde siempre y por lo general, el hombre se orienta. Y resulta con justicia un ‘renacimiento’, a la vez, ya que por el viene de nuevo al mundo como hombre propiamente singular, y sin deberle nada a nadie como no sea por supuesto a su maestro.

Si el discípulo ya convertido olvidara al maestro que le brindó la condición para la verdad se hundiría sin embargo otra vez en esa perspectiva por la cual la razón se adjudica a sí misma, de manera sistemática, la potestad de poseer la condición para la verdad. Por eso dice Kierkegaard que a este hombre ahora se le exige que haya de ser plenamente responsable para estar así en condiciones de poder rendirle cuentas a su maestro en todo momento. 

Que la puerta de la felicidad se abra en el instante no significa en absoluto que por ello lo haga de una vez y para siempre. Si el encuentro con la verdad no se trata de un instante ocasional es, justamente, porque esa condición ha de venirle constantemente ofrecida: no se reduce a una mera puesta en acto del hombre que el discípulo ya sería previamente sin que lo sepa, sino en el convencimiento de que sólo al cruzar la puerta, y sólo en tanto la cruce indefinidamente, resulta que se convierte en un hombre - cada vez - propiamente nuevo.

El maestro, dentro de la perspectiva socrática, resultaba una ocasión para que el discípulo se comprenda a sí mismo. A la vez, el discípulo representaba también una ocasión para que el maestro hiciera lo propio consigo mismo: esta es la razón de ser ejemplar de la mayéutica socrática, y lo que la ha convertido en desiderátum de toda buena enseñanza entre seres humanos. Pero al maestro del hombre nuevo no le hace falta nunca auto-comprenderse, en cambio, ya que movido sólo por el amor no está en relación de reciprocidad con quien ha encontrado como discípulo: dicho maestro existe desde una eternidad que, por y para el discípulo, en el orden del tiempo se convierte en instante. De manera que en este caso, por supuesto, el maestro no puede ser humano, sino que se trata propiamente de Dios.

Que a Dios lo mueva el amor significa tanto que resulta su causa eficiente como final. A diferencia entonces del Dios de Spinoza, en consecuencia, podría decirse que un Dios de amor no se define ya sólo como causa de sí mismo sino, también y sobre todo, como determinado libremente por una causa final que consiste en dirigirse al discípulo y seducirle aun cuando, para ello, deba rebajarse entonces a sus ojos. Como Dios quiere ser nuestro maestro, su preocupación consistirá según Kierkegaard en conseguir una sintonía basada necesariamente en la supuesta igualdad, y resulta importante comprender cómo puede ser ofrecida al hombre
 la condición para la verdad porque de ello pende la posibilidad de un instante decisivo.

Dios quiere enseñar a su discípulo no a amar tan sólo, sino que pueda amarlo. Y no porque lo necesite sino porque ese, simplemente, es su propósito por excelencia. Presentándose como su benefactor no lograría sino una admiración sumisa, y el amor que Dios en este caso recibiría de parte del discípulo no haría más que abatirlo porque no sería auténtico. Por eso dice Kierkegaard que Dios se reserva el dolor de saber que puede alejarlo de sí, es decir, de permitir que su discípulo en definitiva también pueda hundirse en sí mismo y finalmente abandonarlo puesto que, sin esta posibilidad real y efectiva, su amor sería irresponsable. Es por eso que Dios, como maestro amante y salvador, asume para el discípulo la novedosa figura de servidor, deseando entonces ser igual al amado en serio y en verdad.

La presentación de este Dios que se rebaja a sí mismo puede parecer, además de una paradoja, ofreciendo simplemente una apología del cristianismo. Y si bien esta es una interpretación legítima, el planteo que Kierkegaard presenta en Migajas Filosóficas muestra sin dudas un recorrido inverso: se llega al Dios cristiano con tales características a partir de la exigencia propia de la razón al chocar con la paradoja y abrirse así a lo absolutamente desconocido. Obviamente, también se podría objetar que la razón tenga necesariamente a la paradoja como fin último, pero con ello no se discutiría ya sino una determinada concepción de la existencia por la cual se intenta dar cuenta de un tipo de hombre al que no le basta con caminar derecho tras su nariz.

No para todo el mundo, obviamente, la paradoja ha de resultar la pasión del pensamiento. Descubrir algo que ni siquiera se pueda pensar no es por supuesto precisamente un lugar común para la humanidad en su conjunto. Por eso mismo, sin embargo, el intento de demostrar la existencia de Dios le parece a Kierkegaard una pérdida de tiempo. Más bien, lo que opera para él como motor de su escritura pensante consiste en dar cuenta de algo que bien podría llamarse hoy 'la función Dios’, es decir, el rol que Dios cumple en un determinado tipo de hombre que, en lugar de tomar lo falso por verdadero y al que, por lo tanto, es posible redimir ayudándolo a que se libere de sus cadenas, toma lo verdadero por falso y, justamente, no puede liberarse porque está insólitamente preso de sí mismo.

domingo, 1 de agosto de 2021

MALENTENDIDOS FECUNDOS


1- La reedición de un libro sobre B. Spinoza de G. Deleuze con la traducción argentina de D. Abadi (Spinoza y el problema de la expresión, Tinta Limón) fue excusa para un repaso de las lecturas que se están haciendo en nuestro país hoy sobre este pensador del s. 17 de insólita actualidad en los círculos intelectuales por sus derivas políticas.

 Piglia decía que al leer uno va haciendo fragmentos de acuerdo a sus intereses, puesto que la lectura es un ejercicio que también supone un nosotros con quienes la compartimos. Goethe afirmó que nadie entiende propiamente al otro porque, aún cuando nos impresione mucho la obra de alguien, eso no hace que estemos para nada seguros de que lo que pensamos sea lo que el autor efectivamente dice… Por supuesto que esto no sería un defecto, planteó y se respondió a sí mismo el primer presentador,
 D. Sztulwark, sino justo lo que hace rica una lectura,  siendo el mejor ejemplo de ello la recepción francesa de Spinoza en la década del ‘70, muy especialmente por parte de Deleuze.

La pregunta que debemos hacernos entonces sería básicamente entonces, continuó diciendo, qué pasa entre Spinoza y el mayo del 68, cuestión que puede formularse de la siguiente manera: ¿pueden preceder las singularidades libres al Estado?...Un nuevo modo de pensar lo revolucionario surge cuando, según el Spinoza de Sztulwark, advertimos que el Estado no es el elemento político fundamental y sólo expresa el modo por el cual se produce la cooperación, o la composición, es decir, el momento en que se forma lo común. El que el Estado, sin desaparecer, se convierta así en un efecto institucional de algo previo, sería la tesis spinozista que hoy articularía de esta forma muchos de los debates políticos contemporáneos.

Diego Tatián, por su parte, reflexionó cómo pensar a Spinoza desde el castellano. Siendo la lengua una forma de sentir el mundo, la traducción deja resonar la vida de los pueblos que cargan a la significación de un cierto sentido. Consideró que “el mayor lector argentino de Spinoza” fue Borges cuando traduce cogitatio como ‘tiempo sentido’, un malentendido según Tatián feliz y altamente productivo. Si bien hay cuidados que tomar, en consecuencia, señaló que también hay en una interpretación malentendidos altamente fecundos, y recordó que H. González, por ejemplo, decía que la base de muchas revoluciones son las malas lecturas.

Tatián redobló la apuesta y, contra Deleuze incluso, resaltó la necesidad de hablar de un programa de lectura de Spinoza diferente al de mayo del 68. Salirnos un poco, entonces, de la cuestión del deseo como modo de producción inmanente, tal como explora Deleuze, y leerlo en cambio desde las necesidades de la actual América Latina. Trabajar en Spinoza, entonces, para iniciar un programa de lectura diferente, donde en el centro del debate político esté la palabra ‘democracia’ como lo más permeable posible a las novedades que surjan. 


2- Toda la reflexión sobre lo que implica una traducción que, en definitiva, como decía Derrida respecto de la herencia, es siempre de alguna manera también siempre infiel, resultó para mí una ocasión inmejorable para escuchar a algunos de los mejores representantes del spinozismo vernáculo. Demás está decir que toda la apuesta actual para mí está del lado que planteó Diego Z y que Deleuze derrarrolló. Pero como yo, por mi parte, vengo releyendo a S. Kierkegaard, no pude ni quise entonces dejar de advertir mientras los escuchaba que, tal vez, el primer y mejor lector de Spinoza haya sido precisamente este autor del s. 19 que, al menos por lo que he podido hasta ahora investigar, como no sería una herencia que él mismo reconoconozca nunca explícitamente, aún no se lo ha señalado y reconocido en consecuencia como su mejor y más acabado intérprete.

Es cierto que Spinoza es monista y Kierkegaard, en cambio, un pensador indudablemente cristiano. Pero la referencia constante de Kierkegaard en toda su obra sobre la importancia de una perspectiva de la eternidad no se reduce, a mi modo de ver, a una simple inmortalidad del alma sino que alude, mas bien y sobre todo, a una apropiación kierkegaardiana absolutamente original de lo principal del pensamiento spinoziano: el tercer género del conocimiento.

La distinción que hace Spinoza entre conocimiento sensible, conocimiento racional y conocimiento intuitivo encuentran un paralelismo indudable en la distinción de los estadios estético, ético y religioso kierkeggardianos. Sin duda, lo principal sería analizar las similitudes y las diferencias que se dan en el desarrollo de la perspectiva de la eternidad que caracteriza tanto al conocimiento intuitivo en el primero como al estadio religioso en el segundo. Reduciendo al máximo la descripción spinozista, podríamos decir que su perspectiva de la eternidad consiste en superar el dualismo de una razón que sólo concibe causas separadas de su efecto, y aprender a pensar dentro de un campo de inmanencia donde en el efecto se encuentre contenida la causa. Y la cuestión es sin embargo cómo la razón claudicaría de forma semejante ante la intuición.

A mi modo de ver, la obra entera de Kierkegaard se ocupa de este problema, a saber, de las condiciones de posibilidad de esa perspectiva por la cual trascendemos esel orden del tiempo sucesivo en que se dan las causas inevitablemente separadas de su efecto, para acceder a la perspectiva en la que un efecto no se da después de la causa sino de manera simultánea. El que el Dios de Kierkegaard, al revés del de Spinoza, no sea la naturaleza sino un Dios personal resulta, obviamente, una diferencia mayúscula: pero ese resultaría justamente, para mí, el aporte kierkegaardiano por excelencia en su supuesta lectura de la Ética de Spinoza.


3- Así como Deleuze leyó desprejuiciadamente en su momento a Spinoza desde F. Nietzsche, resultaría pertinente y necesario leer hoy a Kierkegaard desde Spinoza para librarlo así, definitivamente, de las interpretaciones contemplativas y metafísicas que desde el pensamiento dualista tradicional desvirtuó el carácter revolucionario de su propuesta.

 Si mi línea interpretativa es cierta, la enorme importancia que ha cobrado últimamente Spinoza para pensar lo político tal vez no pasaría entonces tanto por pensar al Estado como un efecto, como quiere Sztulwark, ni por cómo hacer para que la democracia sea cada vez más hospitalaria, como propone Tatian, sino, como apropiadamente señaló Roque Farrán en el segundo día del evento, por modificar las prácticas que caracterizaron a la militancia y promover y profundizar hasta el cansancio, en cambio, el replanteo de nuestras formas de vincularnos con nosotros mismos y con los demás. 

El acceso a ese plano de inmanencia que es el principio rector de la Ética de Spinoza no puede alcanzarse intelectualmente sino a partir siempre de un delicado trabajo sobre los afectos por el cual, y en definitiva, el otro resulte siempre el maestro, en tanto y en cuanto el vínculo esté mediado, ya sea en versión naturaleza o personal, por Dios.


lunes, 5 de julio de 2021

ÁRBOL DE LA VIDA: un encuentro biocéntrico



Idea general: 

Este es un Taller para permitirnos indagar lo que esté implicado en lo sagrado. Ayudarnos a pensarlo, primero, más allá del principio de autoridad que atribuimos al judeo cristianismo en general. Pero partir de este cuestionamiento para distinguirlo afirmativamente, luego, desde cuatro instancias vivenciales siguiendo criterios de integración que reconocemos ancestrales: con uno mismo como formando parte de una especie, con alguien particular a partir de dicha singularidad, con el grupo a partir de dicha singularidad, y finalmente con lo natural y/o animal como algo ya olvidado pero a recuperar.

Características:

El Taller constará de cuatro módulos, de aproximadamente dos horas cada uno. Comienza por la mañana, tiene un receso al mediodía para compartir entre todos un alimento y termina por la tarde. 
Estará precedido por una entrevista privada donde el Facilitador se familiariza respecto de lo que impide aceptarse a si mismo a cada participante. 
Se trata entonces de un abordaje teórico-vivencial de lo sagrado que se formula como una reflexión participativa sobre el mito del Árbol de la Vida. Cada módulo, a su vez, será precedido de una breve introducción teórica al tema. 
Al finalizar, se abrirá un relato de vivencias de la jornada.

Encuadre metodológico: 

Si el principio de autoridad ha de ser cuestionado, la propuesta es abordar lo sagrado en consonancia radical con este espíritu anárquico, y rechazar toda propuesta de unidad que no se vivencie íntimamente. 
El trabajo que proponemos, en consecuencia, no es con la totalidad - al menos en principio - sino con su opuesto: los límites.

Módulos: 

El primero tendrá como ejercicio nuclear una danza intrauterina donde los participantes son conducidos a un estado de regresión afectada por la presencia cercana de otros compañeros. El segundo, una eutonía de manos en un ritmo de acompañamiento y de simultánea sugerencia. El tercero, una danza de la tribu sin formación. El último, un ritual de agradecimiento y bendición de la Tierra.


Marco conceptual: 


Las descripciones que buscan acercarnos a una experiencia de lo sagrado holísticamente, por fuera ya de un criterio de autoridad, apuntan a señalarnos a los hombres como formando parte de una totalidad mucho mayor, pero el trabajo que intentamos desde Biodanza con la identidad al mismo tiempo que con la regresión, eje de nuestro Modelo Teórico, puede brindarnos una herramienta de abordaje alternativa muy poderosa. Al menos, esa es la apuesta de este taller: evitar, en la medida de lo posible, inducir vivencias a partir de pensamientos sobre la inmensidad que nos excede y facilitarlas, en cambio, en función de lo que más a mano tenemos como seres vivos: la necesidad de encarar nuestra separación y, por lo tanto, de asumir en todo caso nuestra identidad ahora desde el marco numinoso otorgado por esa sola misma exigencia de totalidad como nuestra forma más fidedigna de habitar lo sagrado.

miércoles, 23 de junio de 2021

EL SACRIFICIO DEL FIN

 

El aburrimiento es la esencia misma de nuestra captación contemporánea del tiempo. El orden de los sucesos se nos acumula por ello sin ton ni son, y el registro de los años sólo decanta entonces como a escondidas de una secuencia de fracasos: no porque los hechos mismos constituyan una puesta en escena, sin embargo, de la debacle de nuestros sueños, sino por ofrecerse apenas como suplentes de un presente que nunca aparece. 

No es el paso de los años en definitiva el enemigo del hombre, entonces, ni son los fracasos, ni las cabezas ya calvas, o siquiera hijos no buscados los que nos enfrentan al absurdo. Es la impostura misma que adoptamos ante lo sucesivo - no ante los sucesos en sí mismos - lo que mina el discurrir de un tiempo convertido, por nosotros mismos, en un mero recipiente. Y en el decurso del tiempo experimentamos un vacío que nos empecinamos por eso luego en llenar, reproduciendo tontamente así un círculo vicioso donde gira la causa misma de nuestro desánimo.

¿Cómo hallar una base en la turbulencia de este torbellino, siendo algo que resulta provocado sin embargo por nosotros mismos?: ¿afirmándonos una y otra vez ciegamente en alguna creencia, quizás, o sobreviviendo, mas bien, a un completo naufragio?... De alguna manera, una base capaz de dejar de concebir al tiempo como un mero recipiente a ser llenado habría de ser esa tierra a la que solo se puede llegar renunciando, con cada abrazo, a la que quedó detrás. No porque a esta nueva tierra muy pocos la compartan, por supuesto, sino porque la vieja quedó atrapada en otra figura del tiempo. 


ooo


Expresada como un rechazo al tiempo, la espiritualidad se presentó tradicionalmente como un cuestionamiento por la fragilidad de las cosas y el paralelo deseo de permanencia.

Pero hacer del tiempo un bien es descubrir el camino que se abre ante cada repliegue de nuestra ilusión de eternidad. La espiritualidad tiene para el camino del arquero, por eso, todos los colores del tiempo. 

De la misma manera que la flecha no está propiamente en ninguna de sus posiciones, sino siempre atravesándolas, uno mismo tampoco está sino virtualmente en los espacio-tiempo que transita cuando se experimenta despierto.

Las cosas no tienen libertad: son. Sólo el hombre oscila de modo permanente entre el ser y la nada, motivo por el cual goza - o padece, según sea el caso - su libertad. Y todo nuestro mal resulta de asustarnos ante esa levedad que nos obliga a ser libres sin descanso.


ooo


A veces, uno se pierde. Cree, entonces, que debe encontrarse cuando la solución, al revés de lo que parece, consiste en dejar de buscarse.

Uno no es uno: es dos. Y esa distancia, de uno a uno mismo, se recorre como lo hace una flecha recorriendo ciento cincuenta metros hasta la diana.

El camino del arquero comienza cuando se comprende que el blanco es uno mismo, aunque ello recién ocurre justo cuando, paradójicamente, uno aprende a dejar de apuntarse a sí mismo.

Uno es dos. No se trata, sin embargo, de aceptar esa distancia interna. Al revés, es preciso sortear con maestría la distancia que nos separa de la diana para aprender a dejar de buscarnos.


ooo


Cuando el blanco está cerca resulta difícil desprendernos de la exigencia de acertarle.  El enfrentamiento con el objetivo resulta entonces inevitable, y el tiro con arco a duras penas deja de ser así cómplice del deseo de plenitud que nuestra mente adora.

Pero si la diana está tan lejos que, para alcanzarla, no debemos apuntar a ella sino al cielo, uno tiene la impresión de que la flecha nos lleva siempre a ese centro del que la tierra entera es su necesaria mitad.

Cuando acertar es algo que sólo podemos saber por el ruido, dar en el blanco resulta entonces algo tan aleatorio que nuestra ocasional falta de pericia pasa desapercibida, y somos al fin libres para prescindir graciosamente del fin.

Sólo cuando se puede vivir el recorrido como fin en sí mismo, mágicamente la distancia se convierte  en profundidad: el mundo adquiere perspectiva, entonces, permitiendo experimentarnos propiamente dentro suyo. 

Este es el secreto del camino del arquero: con cada disparo redescubrimos el campo de tiro del que, hasta entonces, no sentíamos que formábamos parte. Y cada flechazo es, así, una refutación a Zenón. 


ooo


Zenón expresa el desafío más grande que puede tener todo arquero, porque negaba que fuese posible el movimiento mismo. Partía de un concepto del tiempo alambrado en infinitas parcelas de presentes donde la flecha se atascaba, inevitable y necesariamente, en cada una de ellas.

Sólo cuando uno logra dejar de buscarse a sí mismo comprende que la flecha nunca está, propiamente, en ninguno de esos corrales espacio-temporales.

Este es el modo como el movimiento adquiere realidad: abdicando del fin. Por eso el camino del arquero se recorre dejando de abrirnos camino por nosotros mismos. Cuando ello ocurre, uno deja de querer ser: deviene.


ooo


Cuando nos referimos a las cosas, ‘autenticas’ se llaman aquellas que se pretenden ‘originales’ porque no han sido copiadas. Pero aplicada al hombre, la ‘autenticidad’ pareciera remitirse justo a lo contrario: a lo que no puede ser idéntico a sí mismo. Es decir, a lo que no reconoce original alguno.

La noción de ‘originalidad’ es una falsa caracterización de la autenticidad que postula un supuesto núcleo fundacional – “el verdadero yo” -  a ser hallado y fortalecido.

Si algún sentido tiene concebir a la espiritualidad como ‘camino’ no es entonces el de indicar que puede ser algo que nos brinde una meta: es mero tránsito, al contrario, y se describe como lo que no tiene fin.

La pregunta por lo que la espiritualidad sea parece abrirse cuando nos damos cuenta que de la vida sólo nos importa llegar. El sacrificio del fin se convierte en perentorio, por lo tanto, una vez que advertimos en la ilusión de encontrarnos lo que impide conectarnos con la vida tal como es.

Concebir lo espiritual como un raro camino donde carecer de meta se ha convertido en única señal exige al arquero vivir cara a cara con la ansiedad. Pero sin este ánimo beligerante la espiritualidad es mera moral y sensiblería.


ooo


Si nos esforzamos por rechazar algo material encaramos una lucha externa que, lejos del camino del arquero, está todavía en el terreno de la moral. Recién cuando la lucha es puramente formal - es decir, que no rechaza algo determinado, sino algo sin mas - entramos en un ámbito propiamente espiritual.

La materialidad se degrada en 'materialismo' cuando se la proclama como antagonista del espíritu. Lo espiritual se pervierte como 'espiritualismo' cuando considera a lo material cual albergue transitorio.

La cuestión de lo que la espiritualidad sea se vislumbra en toda su complejidad recién cuando dejamos de concebirla como lo otro de lo material, dado que ella no puede entenderse cabalmente como una elevación al cielo: al contrario, resulta una bajada a tierra. 


ooo


El camino del arquero es el que recorremos con el compromiso militante a prescindir de la meta como regla de oroEn definitiva, por supuesto, dicho compromiso resulta uno con nuestra realidad más inmediata, ya que en la práctica implica admitir todo aquello que atenta contra los fines que uno se ha propuesto.

Ser consecuente con uno mismo no es ser auténtico, sino más bien lo que nos lleva a repetirnos, como lo hace la naturaleza, al ritmo ineluctable de sus leyes. Propiamente auténticos somos recién, entonces, cuando dejamos de querer salvar la distancia que nos separa de nosotros mismos.

El camino del arquero hace de la separación – y no de la unidad – su valor máximo. Vivir consiste en transformarnos, entonces, como ocurre que lo hace una obra con su propio creador, pues la autenticidad humana es esa extraña cualidad que consiste, y nos permite, ser diferentes a nosotros mismos.



HERIDOS POR EL ABSURDO


Sr. Camus:                                                                        22 de junio de 2014


Acabo de leer los poco felices comentarios que Sartre y su grupo de Les Temps Modernes dedicara a la publicación de El Hombre Rebelde, y me tomo el atrevimiento de hacerle llegar, desde el futuro, mi absurda solidaridad. Esa famosa polémica (*) puso de manifiesto por primera vez, seguramente, la incomprensión y la molestia que provoca el rebelde, un rasgo que, supongo por caballerosidad, en su libro ni siquiera sugiere. Lo que en él queda claro, en cambio, es que el rebelde no puede ser sino un enemigo público. No porque se lo proponga, obviamente, sino sólo por el coraje de poner en evidencia lo que nadie – ni siquiera él mismo – quiere admitir: su soledad.

Ud. ha dicho Yo me rebelo, luego, nosotros somos. Pero Ud. conoció en carne propia, Camus, que la rebelión, en tanto primera evidencia de un ser auténticamente colectivo, supone al mismo tiempo una condena social.

Es cierto que la rebeldía consiste, indudablemente, una forma de participación. Pero no una entre varias: es la forma de participar de quienes, íntimamente heridos por el absurdo, se experimentan incapaces de participar de otra manera que absurdamente. La rebeldía es así, básicamente, una participación absurda. ¿Cómo podría entender esto, sin embargo, quién hace tanto de la defensa como del ataque al statu quo una manera de hacer, precisamente, la vista gorda al absurdo?

Sartre interpretó que Ud. renunciaba a participar históricamente de forma activa por el desgano que, ciertamente, le provocaban las revoluciones que se traicionaban a sí mismas. El Hombre Rebelde, sin embargo, declara en realidad algo mucho más duro que él seguro no pudo apreciar: que una revolución resulta de por sí un fracaso porque es contra los amos, no contra la esclavitud en sí. Por supuesto, esto era algo que, sólo cuando todo el ruido revolucionario del s. 20 callara, nos sería dado escuchar.

Afirmar ahora que la historia le dio a Ud. la razón resultaría, sin dudas, un flagrante contrasentido. En primer lugar, porque la historia no podría validar a quien, cuando todos los intelectuales creían más en ella aun que en Dios, se animó como Ud. a levantarse quijotescamente en su contra. La importancia de su legado, Camus, creo yo que no tiene que ver entonces tanto con la actual interpretación de la historia como simple relato sino, mas bien, con el original intento suyo de pensar  una alternativa emancipatoria por fuera de una órbita como la histórica donde todo obedece a un motivo ya prefijado de antemano.

Cuando Ud. le pide a Sartre que explique cómo congeniar la libertad esencial del existir con la necesidad histórica, supongo yo, lo hace retóricamente, sabiéndolo de por sí inútil. Pero si hay algo sustancial en la carta que luego Ud. le obligó a escribir son por eso los párrafos sobre la libertad: para él, nuestra libertad sólo es la libre elección de luchar para ser más adelante libres.

Lo que nos distingue a los rebeldes como tales resulta algo que quienes no logran vivenciar nunca a la libertad en sí misma: el corrimiento de la alternativa amo-esclavo que caracteriza al revolucionario. Las páginas más originales de El Hombre Rebelde están contenidas por eso, para mí, en esas dedicadas a cuestionar a Hegel y su famosa disyuntiva en el capítulo “Los deicidas”. Gracias a ellas comprendí que la rebelión es absurda o no es nada, y que sólo de esa manera, es decir, oponiéndonos a la injusticia sin dejar de ser coherentes nunca con la justicia, es como resulta posible ser con los demás.

La rebeldía es absurda, nos enseñó Ud., Camus, pues lo que nos subleva a los rebeldes, por sobre todas las cosas, es la reconciliación. En su lucha contra la injusticia, el revolucionario mata a Dios. El rebelde, al contrario, en lugar de matarlo lo convierte en su prisionero: le echa en cara la injusticia pero para ello lo mantiene vivo. Una y otra vez los revolucionarios nos incitan a eliminar la trascendencia proclamando por decreto la reconciliación del mundo consigo mismo. Una y otra vez, sin embargo, los rebeldes nos negamos a eliminar la razón de ser de nuestra rebeldía porque esa es la única manera como puede ser concebida la justicia: como ese reclamo propiamente absurdo y, por lo tanto, nunca satisfecho, de unidad.

Le asombraría a Ud., Camus, que apenas cincuenta años en el futuro se haya eliminado ya por completo a la figura de Dios como referente opositor del rebelde. En esto, tengo que advertírselo, su tratamiento de la rebeldía ha perdido alguna vigencia. La trascendencia ha sido eliminada prácticamente por completo. Me pregunto qué opinaría sobre esta cuestión. ¿Consideraría preciso restaurar la trascendencia, acaso, para afirmar un espíritu rebelde que muchos consideran desaparecido?... ¿O prestaría oídos nuevos, tal vez, a nuestro clamor de justicia?... ¿Es inevitable concluir que la rebelión metafísica ha culminado con la muerte de Dios?... ¿O es válido protestar que, despersonalizado, el mal resulta, hoy día, más absurdo que nunca?

Atte, Fernando Luis Tort


(*) http://www.fundanin.org/Polemica.pdf

 

 


 

 


domingo, 30 de mayo de 2021

UNA CONVERSIÓN BIOCÉNTRICA




1- Aún cuando Biodanza sea una práctica vivencial que se realiza en la intimidad de un salón ella es, no cabe ninguna duda, algo más que lo que aprendemos en las clases. Y, si bien esto es algo que queda siempre expresado cuando afirmamos la necesidad de llevar Biodanza a la vida, en esta especialísima circunstancia que estamos atravesando ha quedado, a mi entender, en un plano bastante poco manifiesto. Creo que no hace falta decir que lo que pienso es sólo una opinión mas. Pero la cuestión es que, para mi gusto, lo que llevar Biodanza a la vida signifique en una situación de aislamiento, inquietud social, exposición a la enfermedad tanto propia como de allegados y, pensando ya en términos más generales, de verdadera catástrofe planetaria, no he podido comprobar que sea algo que haya preocupado demasiado poner en palabras.

Las discusiones que se dieron en este tiempo tan especial fueron, como mucho, respecto a la legitimidad de continuar o no virtualmente las clases y, en el caso de quienes adoptaron dicho criterio, cómo hacerlas más ágiles y llevaderas. Obviamente, y esto también es quizás redundante aclararlo, tal vez los facilitadores intercambiaron y confrontaron entre sí pareceres, temores y opciones teóricas propias a nuestro paradigma que no tenían que ver específicamente con la necesidad de superar el obstáculo de la no presencialidad pero que, al no disponerlas públicamente, quedaron en un ámbito privado.

La cuestión, entonces, es que si estamos todos de acuerdo en que Biodanza no es sólo lo que tomamos en una clase es porque sabemos y sentimos que lo importante es la vida. Y cuando la vida asume características novedosas, de naturaleza evidentemente estresantes, es cuando el sistema Biodanza debiera mostrar realmente su valor. Y cuando pienso en su valor, sin embargo, no me refiero tanto a su eficacia - como demostrar estadísticamente, por ejemplo, el beneficio inmunológico de nuestra práctica - sino al especial enfoque que un principio biocéntrico habría de poder ofrecer ante una emergencia sanitaria mundial.

Lejos estoy de pensar que la consideración que se tenga de un principio biocéntrico haya de ser monolítica y que, en consecuencia, la opinión de todos haya de ser unánime al considerar las alternativas que nos presenta este momento. Pero son tantas y tan variadas las cuestiones que hoy podríamos estar debatiendo, precisamente, y tan originales sobre todo, en comparación con los mensajes anti vida que nos llegan desde los medios de desinformación, que no puedo dejar de asombrarme del silencio que siento. Eso hace que me pregunte, y necesite compartir mi pregunta, por lo tanto, de cómo es que no estamos danzando hoy más con las palabras y convirtiendo así en una verdadera fiesta intelectual este desastre.



2- Pero si hoy estoy buscándole palabras a esta pandemia no es porque sea ella algo sobre lo que importe demasiado tomar una determinada postura sino, al contrario, porque fue en medio de esta situación inédita que yo me encuentro vivenciando, al fin, el sentido emancipatorio de una apuesta biocéntrica. Me cuesta bastante, aún, articular discursivamente lo que una cosa tenga que ver con la otra; eso de alguna manera me desespera un poco muchas veces pero, al mismo tiempo, me regala un inesperado estímulo que me tiene asombrado y me anima, aunque mas no sea torpemente, a perseguirlo. Creo que es algo para celebrar, en definitiva, porque eso mismo es justo lo que busqué de manera infructuosa durante mis cuatro años de Formación como Facilitador: no sólo el manual, sino la pasión indispensable para facilitar a otros su propio proceso, esa misma pasión que no es otra cosa, por supuesto, que pasión por la vida.

Como el papel emancipatorio que yo intuyo en una perspectiva biocéntrica surgió para mí, entonces, en relación con esta pandemia, el análisis de los distintos modos de encararla no resulta sino un rodeo que hago, mas bien, para indagar o reflexionar qué fue lo que me ocurrió a mí en relación con ella. Haberme yo mismo contagiado ciertamente fue importante, no sólo porque me permite hoy sortear las discusiones a mi modo de ver superficiales que giran en torno a barbijos-si/barbijos-no, vacunas-si/vacunas-no, abrazos-si/abrazos-no, sino sobre todo porque me conectó con una soledad que no tiene tanto que ver con la del aislamiento forzado sino con la impresión extremadamente vívida de que uno es, ante una situación excepcional, verdaderamente único, irrepetible y asombroso.

Pero enfermarme no fue decisivo: apenas vino a rubricar algo que ya había comenzado hace un año al conectarme, desde la primera cuarentena estricta, con una pasividad esencial. A partir de ella algo se modificó profundamente en mí, a punto tal que la única transformación del mundo en la que hoy puedo confiar es en esa que resulte de una integración humana que nos permita no delegar ya más en una institución cualquiera la responsabilidad de mediar entre nuestra razón y nuestros instintos. Comprendí, en consecuencia, lo incoherente que me permitía muchas veces seguir siendo cuando, aún a sabiendas de resultar disociante, interpretaba la relación entre Biodanza y política con los valores de la política tradicional. Y es esta conversión, a mi modo de ver propiamente biocéntrica, lo que me parece interesante intentar poner en palabras.



3- Si a Biodanza no podemos separarla del desafío del principio biocéntrico es, para mí, porque en definitiva no tiene el significado meramente terapéutico de hacer que nos sintamos mejor. Biodanza resulta una práctica que sólo se hace efectiva plenamente al apostar por una transformación integral del ser humano y del mundo en el que participamos que tiene que ver, sintéticamente, con un reaprendizaje de las funciones originarias de vida mediante la cual nos transformamos radicalmente (genéticamente) a nosotros mismos.

Lamentablemente, parte de esa cultura que buscamos desaprender es la que nos lleva a muchos dentro de nuestro medio a suponer todavía que la transformación, tanto en lo personal como en lo social, tendría que ser llevada a cabo de forma consciente cuestionando, por ejemplo, a quienes creemos que adoptan una actitud que consideramos reñida con la solidaridad, o atribuyendo directamente la raíz de todos los males a la propiedad privada y criticando el individualismo imperante en nuestra época. En resumen, de esta manera suponemos que lo que está mal en nuestra cultura es el capitalismo, e incluso asimilamos rápidamente las dos cosas con lo cual, imperceptiblemente, una actitud meramente contracultural termina anteponiéndose a una de ofrecimiento y celebración de la vida.

En mi caso, desaprender lo que mamé de la cultura también pasa por la abolición de la propiedad privada, es verdad: pero, fundamentalmente, de mí mismo. Claro que dejar de ser dueño de uno mismo no es moco de pavo, ya que por definición ello es algo que debe venir necesariamente entonces de afuera. Dicha abolición, en consecuencia, no resulta entonces una que ejecuto de manera consciente y voluntaria, compartiendo cosas o interesándome por los demás como normas políticamente correctas sino, casi al revés, liberándome directamente del imperativo de ejecutar, provocar o emprender. Porque entonces ocurre la magia: como si sólo desapropiándome lograra paradójicamente ser de alguna extraña manera yo mismo y, cuando ya no soy, formara en consecuencia así parte de esa danza mayor que llamamos vida.

Muchas veces creemos que un reaprendizaje de las funciones originarias de vida se fundaría en hallar nuestro deseo, o en conectarnos de manera más firme y precisa con él. Yo siento que pasa, mas bien y al contrario, por lograr emanciparme incluso de esa absurda carga que en definitiva, según mi particular manera de verlo, es la que nos mantiene inmersos en la cultura del rendimiento y nos fuerza a ser originales. Por eso es que, en mi opinión, la idea implícita en un reaprendizaje de las funciones originarias de vida consiste en conectarnos, al revés y muy especialmente, con algo que se puede llamar 'la potencia del no': es decir, de poder no-poder. Y... ¿qué cosa ha sido esta pandemia, sino un acelerado y, como no cabría ser de otra forma, precisamente indeseado aprendizaje universal en el no-poder?



4- Las respuestas que se están dando de parte de pensadores reconocidos de la cultura a las preguntas que nos plantea la crisis sanitaria mundial, muy lejos de acusar un aprendizaje en el no poder, me parece que se pueden resumir en dos o tal vez tres grandes grupos sin que, siempre según mi modesta manera de ver, ninguno represente a quienes adherimos a un principio biocéntrico:

· Por un lado, hay quienes reducen toda la cuestión a lo ecológico o a lo espiritual, ignorando o restando valor a cualquier planteo político.

· Por el otro, la mayoría expresa una inquietud exclusiva por lo político, con lo cual se nos mantiene ya sea tanto a) en el plano de una demanda de justicia que refuerza la confianza en las instituciones y finalmente el Estado, o b) en el de una supuesta desconfianza en las instituciones y el Estado haciendo una apuesta abstracta por lo colectivo o la solidaridad  que, en definitiva, no hace sino afianzar aún mas la confianza en la moral al no buscar la justicia desde y a partir del compromiso con la vida.

Para pensar en esta situación actual desde una perspectiva biocéntrica, en cambio, nada mejor que acudir M. Heidegger, un pensador quu en su último período se abocó a una crítica de la técnica y el rescate de una actitud poética considerada no sólo como discurso alternativo a la prosa sino, más precisamente, como auténtica alternativa vital. En esta misma línea se incluyó sin dudas el creador de la Biodanza a sí mismo, ya que cuando 
Rolando Toro decía que “el hombre es un poema inacabado” gustaba repetir una cita heideggeriana que tiene que ver con lo bello del ser humano, por supuesto, pero especialmente con una comprensión de la belleza que no se limita al mero deleite ocasional de los sentidos sino que da cuenta de lo que ocurre, fundamentalmente, cuando renunciamos a poder.

Después de Heidegger, y aunque bastante por fuera del canon oficial, hoy ya son reconocidos los nombres de varios pensadores que fueron brindando, desde mediados de siglo pasado, elementos para una conceptualización de lo político a partir de la inoperosidad o, lo que es lo mismo, desde el no-poder: G. Bataille, M. Blanchot, W. Benjamin, J.L. Nancy y G. Agamben… Cuando pensamos a profundidad lo político desde los desarrollos realizados por esto pensadores enormes nos damos cuenta que la justicia social es una parte imprescindible del mismo pero que no la agota, ya que en esta dimensión político-poética que ellos conceptualizan, y que nosotros mismos vivenciamos al concebir Biodanza como una poética del encuentro humano, descubrimos que lo que en definitiva está en juego es la relación siempre vigente aunque oculta, entonces, entre la política y lo sagrado.

UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...