viernes, 30 de abril de 2021

UNA AFIRMACIÓN VITAL

Cuando la salud falla nos pasan muchas cosas por la mente. La sensación de ser víctimas de una injusticia, por un lado, y un sordo resentimiento sin destinatario, por el otro, son los pensamientos que generalmente predominan en uno: la debilidad orgánica hace que nos convirtamos a nosotros mismos sin pudor en el centro del universo, y los pensamientos más mezquinos se adueñan por consiguiente de uno.

A la vez, sin embargo, de cara a nuestra fragilidad de pronto desenmascarada tenemos también la sensación de que el mero hecho de vivir cobra esa dimensión sobrenatural que las tareas de los días rutinarios no permiten nunca manifestarse: uno intuye vagamente entonces, al fin, la bendita distancia entre lo superfluo y lo esencial. Y quedamos así a merced de dos fuerzas antagónicas que luchan por tomar el poder dentro nuestro reproduciendo, en la mente, el combate que se libra en nuestro cuerpo.

Algo de todo esto se me hizo patente a mí cuando, habiéndome contagiado hace unos días, recibí por WhatsApp las instrucciones de una sanación a distancia en la que me indicaban a) hacerme responsable de mi malestar y b) arrepentirme profundamente. Por supuesto, y de acuerdo a mi ethos profundamente nietzscheano, lo primero que hice fue estallar por dentro: “¡¿responsable por qué y arrepentirme de qué!?"

Cada vez que nos enfrentamos con algo que no concuerda con nuestra forma de ver las cosas debería encendernos la alarma a quienes buscamos esa Gran Salud de la que habla Nietzsche pero que sin embargo nos encerramos tantas veces, sin darnos cuenta, en los sentidos literales que les damos a las palabras. Por eso, una vez que dejé paso a la furia espontánea y el automático desprecio que me generaron esas recomendaciones, tan ajenas a mi propia comprensión del mundo, comencé a darles lentamente un sentido dentro de mi experiencia que ahora, convaleciente aunque todavía cauto ante posibles secuelas, puedo resumir como una verdadera afirmación vital.

"Hacernos responsables de nuestra enfermedad" puede no tener que significar, necesariamente, suponer que ella sea una suerte de castigo divino. Mas bien, puede querer decir simplemente que no somos propiamente víctimas, al revés, de ninguna injusticia. En este sentido, admitirse responsable puede querer indicar solamente que una enfermedad forma parte de un desorden natural de cosas dentro del cual uno está necesariamente inmerso, y tomar entonces la parte que nos corresponde sin negarla ni sentirla como algo ajeno.

"Arrepentirse a profundidad", en este misma línea interpretativa, puede no querer significar tampoco tener que asumir una culpa que no sentimos sino, mas bien, y a partir de una sincera y sonante carcajada, abandonar la soberbia implicada en cada uno de nuestros juicios en los que nos tomamos con derecho como primera persona del singular y permitirnos vernos por un rato desde afuera, entonces, como ese puntito que somos y fluye, dentro de un universo de puntitos, danzando sin primacía de ninguno sobre los otros.

Cuando hacemos las paces tanto con lo que nos toca como con nuestra insignificancia nos resulta manifiesto hasta qué punto estamos normalmente tan poco resueltos - y mucho menos preparados - para vivir sin esas convicciones a las que nos aferramos y que nos esclavizan. Más que para definir el grado de verdad o falsedad de tal o cual enunciado, el pensamiento se nos manifiesta entonces, al fin, como un mero instrumento para intentar dar cuenta simplemente de las condiciones que gestan determinados enunciados (¿afirmativas, o negativas?) y qué tipo de uso han de dárseles (¿activo, o reactivo?).

Hasta esos mismos chispazos de humilde sin razón, que de vez en cuando gratuitamente nos iluminan, se dilapidan sin razón, también, formando así parte de la misma trama de la Gran Salud. Por eso, pienso que este acontecimiento llamado Covid mal podría ser considerado síntoma alguno de una enfermedad supuestamente propia de la civilización occidental, del capitalismo o incluso de la misma humanidad como tal. Mas bien, yo lo vivencio como algo que nos está atravesando sin sentido alguno: que no expresa ninguna culpa, ni resulta en sí mismo ninguna redención, sino que, antes bien, elimina violentamente y de raíz el consuelo de construir un sentido.

viernes, 9 de abril de 2021

EL LADO POLÍTICO DE LA VIDA


Nietzsche entreveía algo que recién hoy está a la vista de todos: en el centro de los conflictos presentes no habría sólo una diferente distribución del poder. Siguiendo la lectura que de ello realizara R. Espósito, lo que políticamente está entonces en juego es la definición de lo que es hoy, y en qué puede convertirse mañana, la vida humana. Y el asunto de estas notas es dar cuenta de semejante urgencia.


1- El carácter de la asociación tribal de las comunidades antiguas está muchas veces sobrevaluado. Prueba de ello es la enemistad que surgió dentro mismo de las doce tribus de Israel entre los judíos del sur y los samaritanos del norte. Jesús, por eso mismo, en su ministerio cuestionó los límites identitarios de la tribu ejemplificando precisamente la noción de ‘prójimo’ con la compasión de un samaritano, sentando así las bases del ecumenismo que daría entidad a la cristiandad: el prójimo, es decir, el ‘próximo’, es para el cristiano incluso el más desconocido, hasta incluso el extranjero, y aún el enemigo.

Descendiente directa de esta vocación universalista es por ejemplo la filosofía práctica de Kant, para quien el deber, es decir, lo que define una acción como propiamente moral, está reñida con las inclinaciones dado que todo lo que hacemos por interés (salvar a un hombre porque nos deba dinero, o a una mujer que amamos) respondería a un orden de cosas no incondicionado. Si bien Jesús habla de ‘amor’, y Kant de ‘deber’, el principio que rige a ambos, salvando la necesaria distancia, es entonces de alguna manera exactamente el mismo, dado que aquello que se cuestiona es siempre, en uno y otro, el encierro del hombre en sí mismo.

Cuando Nietzsche califica pocos años más tarde a Kant de idiota por concebir a la acción moral como producto de un automatismo del deber, y despotrica fundamentalmente entonces contra el cristianismo por tomar a la compasión como cúspide de toda virtud, produce un giro a la cuestión que genera un poco de vértigo al comienzo pero que resulta, más bien, una vuelta de tuerca en donde lo único que pretende es reforzar y estimular esa salida de la identidad ya presente, aunque en ciernes, tanto en Jesús como en Kant.

Para Nietzsche, la compasión resulta una ley contraria a la selección natural porque conserva lo que está pronto a perecer. Pero el problema principal no es que ella mantenga a los débiles, sino que de esa manera conservamos nuestra propia debilidad. Nietzsche entiende que la compasión atenta contra el aumento de valor de la vida, y considera que el verdadero amor consiste por eso en poner el cuchillo en la articulación de esta arbitrariedad para curar al hombre de lo que lo mantiene en la decadencia. Toda la crítica a la compasión no es otra cosa, entonces, que una a la auto-compasión y, en definitiva, a la debilidad como exclusivo garante del lazo social.

 

 2- La recepción que tenemos de la filosofía de Federico Nietzsche es extremadamente peculiar. No tanto por el hecho, por otra parte inevitable, de que despierte tantos odios como amores, sino por la lamentable circunstancia de que, en líneas generales, los amigos de Nietzsche preferimos ocultar pudorosos su faceta política para rescatar sólo su crítica a la moral. Entonces ocurre algo paradójico: por un lado, en lugar de lograr evitar el rechazo que genera su supuesto individualismo terminamos sin querer exaltándolo y, por otro lado, cuando lo que Nietzsche nos propone como fin parece descabellado terminamos reduciendo su pensamiento a una apuesta nihilista mas. 

Determinadas posturas que Nietzsche expresa en materia política nos generan cierto espanto, y sus amigos tenemos la impresión entonces que se nos hace imposible muchas veces tragar ciertos sapos. Pero ello quizás ocurra precisamente porque, en nuestro estupor, suponemos que el cuestionamiento al cristianismo y al mundo moderno, que tanto nos gusta y que tanto nos identifica, pueda resultar un disparate cuando demuestra ser mucho más que una mera crítica, a punto tal de objetar nuestros ideales más profundos: la igualdad, la libertad y el derecho.

Por supuesto, la sensación del riesgo intolerable que ello nos produce es bastante comprensible. Más justamente de eso se trata, para Nietzsche, cuando repetidamente enuncia ese enigmático ‘nosotros’ que bien o mal nos interpela al proponernos ser puentes tendidos hacia el superhombre, metáfora que bien puede traducirse en decir con él: juntos para lo que venga.


3- El enfrentamiento nietzscheano a la modernidad no es solo moral, sino fundamentalmente político. Aunque, como bien dice Roberto Esposito en Bios: biopolítica y filosofía, más que 
propiamente político habría que decir ‘biopolítico’, dado que ese resulta justamente el enfoque que Nietzsche inaugura pero que poco se puede apreciar, y mucho menos valorar, si reducimos y simplificamos su rechazo al cristianismo en los mismos términos con que se expresó la Ilustración, es decir, como la mera necesidad de identificar un mero poder exterior al que hacerle frente.

La ecuación biopolítica nietzscheana resulta de alguna manera bastante sencilla, dado que puede resumirse en haber puesto de manifiesto por fin el lado político de la vida. Porque cuando compartimos la visión de la vida como una lucha de fuerzas, la política y la vida se imbrican mutuamente al considerar que la vida es ella en sí misma conflicto, juntura, contagio, dominio y resistencia. El salto que Nietzsche nos exige, por lo tanto, aun cuando bien sea hacia la nada no resulta producto por ello de la desesperación, sino el resultado mas bien que sigue al adherir íntimamente, y como imprescindible, el imperativo de dejar de encorsetar a la vida con la moral en tanto instrumento negador por excelencia de nuestros instintos.

La igualdad, la libertad y el derecho no fueron, para Nietzsche, simplemente categorías que sirvieron a la burguesía para quitarse de encima el lastre del supuesto origen divino que sostenía a la monarquía, sino los principios que todavía continuaron, bajo un disfraz renovado, la vigencia de los principios anti-vida del cristianismo. Hay una correlación entre la modernidad y el cristianismo, entonces, que Nietzsche se esforzó en sacar a luz en toda su obra y que apunta sobre todo a lo que pueda implicar, en términos culturales, comenzar a dejar que sea la vida, en cambio, la que dicte sus principios a la política.

Anticipándose un siglo a Foucault, Nietzsche nos ayuda a comprender así que no basta entonces con ver en una organización política la mera necesidad de una coerción externa sino que es preciso descubrirla, antes bien, como la forma que adquiere el encuentro humano cuando busca la seguridad del rebaño. Pero Espósito señala incluso que no sólo se le anticipa sino que, de alguna manera, incluso Nietzsche supera a Foucault, dado que la preocupación fundante del pensamiento nietzscheano consiste en ofrecernos, aún cuando tácitamente, los rudimentos de una biopolítica plenamente afirmativa, esto es, de una teoría de lo público capaz de invertir los términos y apostar, finalmente, por una dirección vital sobre lo humano. 

Si admitimos que el hombre moderno fue literalmente criado, la apuesta propiamente nietzscheana resulta criar entonces un nuevo tipo de hombre. No es el individuo lo que le preocupa a Nietzsche, por eso, sino el hombre como especie y, sobre todo, como especie capaz de realizar ese reaprendizaje vital que permita dejar así atrás su propia humanidad. 


4- Lejos de considerarlas, por supuesto, como dos formas antagónicas de encarar el mismo asunto, Esposito llama la atención sobre la necesidad y la urgencia de empezar a ver dos líneas internas en la misma biopolítica nietzscheana que son sin embargo complementarias y subsidiarias entre sí. Y especialmente urgente resulta entonces hoy el estudio de lo que él llama la ‘biofilosofía’ nietzscheana, ya sea para señalar sus enormes aciertos tanto como sus momentáneos pero indudables deslices.

Apostar por una dirección vital de lo humano, es decir, por una biopolítica ‘de’ la vida, y no ‘sobre’ la vida, es algo que lleva consigo implícito, lamentablemente, el germen de su posible negación. Y el aporte enorme que hace Esposito a los amigos de Nietzsche consiste entonces en identificar el  obstáculo ante el que Nietzsche mismo repetidamente tropieza y al que hoy, muy especialmente, necesitaríamos aprender nosotros mismos a evitar para no recaer en la biopolítica entendida como domadora de ese tipo de hombre con el que ya muchos no conectamos mas.

Sin querer, o sin darnos cuenta de lo que hacemos, quienes hoy buscamos la amistad con Nietzsche nos creemos lobos feroces, y hacemos de nuestra manada un lugar de excepción que debería ser en sí mismo a la vez inmaculado. Este mismo es justamente el error que, según Esposito, Nietzsche cometió en varios momentos de su meditación cuando, volviendo a encerrar y mantener aparte a los fuertes de los débiles, terminó pretendiendo para los primeros una pureza que sólo repetiría la condición misma de la debilidad.

Cuando pensamos en una redirección de la vida por sobre lo humano resulta imprescindible garantizar, para la vida misma, una direccionalidad capaz de perder entonces todo miedo al contagio y una fortaleza tal que jamás pueda fundarse entonces en una distinción estática de privilegios concedidas por clases o castas sino, al contrario, en la continua templanza que resulte del contacto incondicional e indiscriminado con aquello que nos comprometimos a superar. 
Por supuesto que nunca estaremos del todo exentos de volver a encerrarnos, pero para el camino biocéntrico el error forma parte misteriosamente del camino mismo. ¿De qué otra nobleza nos hablaba si no, el Sr. Nietzsche?


5- La feroz crítica nietzscheana al cristianismo y al kantismo puede ser leída, por supuesto, como una apología de la sensualidad que uno y otro condenarían. Pero eso sería empobrecer mucho lo que hace de Nietzsche un filósofo revolucionario: el haber reaccionado contra el universalismo ético sin dejar de apostar por la comunidad.

Para el universalismo ético existen ciertos principios valiosos no sólo para todos los hombres sino, también, para todos los casos. Nietzsche, por supuesto, al considerar no sólo que cada hombre debe hallar sus propios principios sino que, a la vez, dichos principios habrían de ajustarse a cada caso en especial, es tachado entonces fácilmente de ‘relativista’. Pero el rechazo al universalismo con que a él se lo reduce y estigmatiza es sólo consecuencia de considerar al ámbito moral como algo que compete al hombre en su ser y no tan sólo en su obrar, un giro interpretativo del cual, sin embargo, no fue su creador estrictamente.

Entre Kant y Nietzsche, sin embargo, hubo un filósofo al que hoy los manuales y el canon suelen siempre saltear: Schopenhauer. Como Nietzsche lo critica a él mucho menos que a Kant y el cristianismo, uno podría llegar a pensar que su temprana admiración por este pensador es sólo un dato biográfico y que las objeciones que le hace, además de puntuales, resultan sin mayor relevancia. Pero sólo teniendo presente su fundamental impronta es como la indudablemente insólita valoración nietzscheana del egoísmo cobra y hace evidente su verdadera dimensión comunitaria.

El problema moral no es para Schopenhauer cómo actuar bien sino cómo lidiar con el sufrimiento y, en definitiva, brindar así una explicación entonces a la existencia del mal que nos permita soportarlo. Muy sintéticamente, también, su conclusión es entonces que 'el mundo' resulta un valle de lágrimas porque la voluntad de vivir hace que la diversidad de seres que aparecen en la 'representación', multiplicados en el espacio y en el tiempo, resulten ciegos y sordos a ese origen común que Schopenhauer nombra como 'voluntad' .

Schopenhauer entreteje la existencia del mal con la del mundo, motivo por el cual lo moral excede con él entonces el ámbito meramente práctico para transformarse en metafísico. Y quien inmediatamente combate esta reducción de la moral a la metafísica es, por supuesto, su antiguo admirador: Nietzsche. Y a tal punto se distancia de su maestro que, como la figura del Anticristo representaba para Schopenhauer la negación del orden moral del mundo, Nietzsche toma gustosamente prestado ese título para sí mismo como resumen y conclusión de su propia misión.

Para comprender el sentido profundo de la transvaloración nietzscheana, es importante tomar en cuenta que Nietzsche critica la moral básicamente, sin embargo, y en primer lugar, contra el orden moral del mundo. Es decir, no tanto contra determinadas imposiciones sociales sobre lo que estaría bien o mal, como comúnmente se le atribuye, sino contra esas imposiciones de lo que estaría bien o mal que resultan siempre, como mostró ya Schopenhauer, del intento de hallar un sentido al sufrimiento. Por ello es que la propuesta nietzscheana resulta un pensamiento que está más allá del bien y del mal: porque consiste en denunciar que los intentos de otorgar un sentido al mal precisan postular un mundo donde lo diverso, el azar y el devenir se interpretan como castigos divinos.


6- Nietzsche hereda de Schopenhauer esa consideración de lo moral como ámbito propio del ser y no exclusivamente del obrar, pero invierte punto por punto sus conclusiones ya que, más que una deducción metafísica de la moral, lo que Schopenhauer hizo fue limitarse a tomar como válida la moralidad tradicional para edificar sobre esa base su sistema metafísico. Y el caso emblemático de este error es la apreciación schopenahueriana de la 'compasión', a la que consideró la forma más genuina de virtud en tanto y en cuanto la fusión con otro ser nos permitiría experimentar, según él, lo más parecido a la unidad primordial del mundo como voluntad.

Cuando se desconoce contra qué está Nietzsche reaccionando, todas sus imprecaciones contra la compasión parecen estar avalando una postura supuestamente reactiva para con lo social, dando pie a lecturas relativistas e individualistas de su obra que quizás hoy son predominantes. Pero si hay alguien que no puede ser asimilado al individualismo neoliberal es precisamente Nietzsche: toda su prédica egoísta no resulta otra cosa que una apuesta comunitaria que surge como afirmación incondicional de la diferencia y, en definitiva, del desorden moral del mundo.

A Schopenhauer, tanto el amor cristiano como el deber kantiano le resultan conceptos abstractos pues sólo pueden ser entendidos como algo que secunda a la compasión. La objeción de Nietzsche contra el cristianismo y la razón práctica kantiana comparte con Schopenhauer la apreciación de que son formales y carecen de contenido. Pero eso a Nietzsche no le basta porque
 la compasión, aun cuando pretende ofrecerse como una salida de la identidad, busca conciliarse en definitiva a su vez con esa identidad mayor del mundo consigo mismo interpretada como voluntad, negando la propia voluntad de vivir que nos mantiene en el mundo como representación.

Para Nietzsche, la verdadera alternativa al universalismo ético no es el relativismo sino el pluralismo. Y su crítica a la moral no es meramente reactiva: es preciso entender dicha crítica activamente, es decir, no como una mera oposición producto del resentimiento, sino creadora de valores. Porque ese es el verdadero objetivo de una crítica a la moral: la creación de valores que sólo puede darse partiendo del hecho de que cada situación ofrece múltiples sentidos, y que ante ellos la tarea es interpretarlos, esto es, poder dar cuenta en cada caso de la relación de fuerzas activas y reactivas ante las que nos encontramos


7- Pensar más allá del bien y del mal no implica por supuesto que no exista ya lo bueno y lo malo. Todo lo contrario, se sabe que en repetidas oportunidades Nietzsche señala la tarea de redefinirlos: “¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo. ¿Qué es lo malo? Todo lo que proviene de la debilidad. ¿Qué es la felicidad? El sentimiento de lo que acrece el poder, el sentimiento de haber superado una resistencia”, escribe en El Anticristo.

Las preguntas que surgen como lógica objeción a este fragmento, que resume la transvaloración propuesta son, por supuesto, al menos tres: a) ¿qué entiende Nietzsche por ‘poder’?, b) ¿qué por ‘debilidad’? y c) ¿qué por ‘superar’?... Respondiéndolas resultaría comprender tanto el carácter interpretativo que adopta una crítica de los valores como, a la vez, las consecuencias - reales o hipotéticas - que tendría ello para la cultura.

La primera confusión a despejar consiste la de suponer, erróneamente, que el poder tiene que ver con una mayor cantidad de fuerza. La diferencia entre el poder y la debilidad no es para Nietzsche de cantidad: lo relevante es para él, al revés, su cualidad. Hay fuerzas inferiores tanto como superiores que, cuando difieren en cantidad, se convierten en dominadas o dominantes y, cuando difieren en calidad, activas o reactivas. Las fuerzas reactivas - que según el caso resultan, entonces, dominantes o dominadas - son las que se ocupan de las tareas de conservación, adaptación y utilidad, y su función es hacer que las fuerzas activas se le unan mediante esas trampas que Nietzsche ha explicado ya, en la Genealogía de la Moral, a partir de las figuras del resentimiento, la mala conciencia y el ideal ascético.

Lo que distingue a los débiles respecto de los poderosos no es su menor fuerza, entonces, sino el hecho de que su debilidad, tenga la fuerza que tenga, está separada de lo que puede. Por eso tampoco sería adecuado distinguir debilidad y poder por sus resultados, ya que quienes triunfan no son históricamente los que incrementan su sentimiento de poder sino, al contrario y lamentablemente, quienes todavía hacemos – y no podemos dejar de hacer - de la conservación, la adaptación y la utilidad, criterios incondicionales de nuestra existencia.

Para el propio Nietzsche, sin embargo, el devenir activo de las fuerzas - que vendría a resumir el asunto de que se ocupa una transvaloración de los valores - encuentra su límite justo en nuestra naturaleza, dado que el mismo hombre, y fundamentalmente su conciencia, son esencialmente reactivos. Si el hombre debe ser superado no es, entonces, porque deba realizar así una supuesta esencia sino, al revés, porque es preciso pensar más allá del hombre. ¿Qué hacer, en consecuencia?... ¿Qué nos está permitido en cuanto seres demasiado humanos dejar de hacer, si ese fuese el caso, con el objetivo de sacudirnos el apretado yugo de nuestra propia debilidad?



8- Para comenzar a comprender la naturaleza reactiva de lo humano es preciso despejar la confusión por la cual se pretende que apostar por todo lo que incrementa el sentimiento de poder tenga algo que ver con el dominio de seres humanos más débiles: incrementar el sentimiento de poder tiene que ver, al contrario, con el apego que cultivemos por todo lo afirmativo mediante el juego, la risa y la danza.

La voluntad es 'de poder' no porque ‘quiera’ el poder: al contrario, si algo define al poder es estar unido a lo que puede y, por ello, lo que la voluntad quiere o desea no es un objetivo externo sino, simplemente, afirmar su diferencia. El poder es simplemente lo que quiere ‘en’ la voluntad. Por eso la pregunta respecto a la voluntad de poder no es tanto qué quiere, sino quién: esto es, quién resulta capaz de afirmar, o mejor, cuál es el tipo de hombre afirmativo.

La pregunta por el tipo de hombre capaz de afirmar se conecta, entonces, con la pregunta por el significado de ‘superar’. Las dos cuestiones resultan asimilables dado que, cuando nos detenemos a indagar la naturaleza de lo afirmativo, resulta evidente que necesitamos previamente vencer por último una tercera confusión: la que supone que afirmar es tomar como carga lo que se nos presenta porque consistiría en asumir incondicionalmente lo que hay, mientras que afirmar representa al contrario liberar, descargar de un peso a lo que vive, y por eso es que el legislador, es decir, aquel que crea sus propios valores, es quien mejor conoce la felicidad.

Aquel que resulta capaz de afirmar no es un tipo de hombre que dice sí a todo sino que resiste, en definitiva, la última tentación que nos presentan las fuerzas reactivas: invertir los valores. Si Nietzsche no propone una inversión de los valores sino una transvaloración es porque la última consiste en llevar a cabo un cambio de actitud vital: lo que se necesita es cambiar el modo de valer de los valores transmutando, precisamente, la cualidad de las fuerzas a partir de una superación de un pensamiento binario que alimenta siempre lo negativo.

El tipo de hombre capaz de incrementar su sentimiento de poder es aquel que no se contenta con poner lo múltiple donde antes estaba lo uno, sino quien concibe lo uno como afirmación de lo múltiple. A la vez, resulta uno que no se satisface con oponer el azar a la necesidad sino que, al revés, concibe la necesidad como afirmación del azar. Y, por último, consiste ese al que tampoco le basta con reemplazar al ser por el devenir, sino que entiende al ser como afirmación del devenir.

En lugar de invertir esquemáticamente unos valores por otros, lo que precisamos para sacudirnos el yugo de la debilidad es fundamentalmente para Nietzsche reír, jugar y danzar: reír para afirmar la vida, jugar para afirmar el azar, danzar para afirmar el devenir. Sólo así seríamos los puentes tendidos hacia el superhombre que nos gustaría cruzar.


domingo, 4 de abril de 2021

AMIGOS DEL QUIZÁS


Nuestro ardoroso deseo no pide que hagamos un solo ser de dos sino, al contrario, que huyamos de nuestra prisión, de nuestra unidad, que nos convirtamos en la unión en dos, o mejor en doce mil, una multitud incontable
(R. Musil)


1- Donde comienzan las historias suelen agotarse sus finales. Pero muchas veces los finales no hacen más que repetir sus comienzos, y entonces estamos en presencia de esas historias capaces de trascender a sus propios protagonistas. Así fue la de Franz y Friedrich, dos profesores que vivían en Basilea, Suiza, piso por medio de la misma residencia en el 45 de la por entonces tranquila Schutzengraben. El primero enseñaba el Nuevo Testamento; el segundo, filología clásica. Pero ninguno se sentía a gusto con lo que ofrecían: propiamente hablando, ni Franz se sentía propiamente un teólogo ni Friedrich lo que se dice un filólogo, e inmediatamente congeniaron.

Sus discusiones eran acaloradas, no había prácticamente cuestión alguna en que no estuviesen en desacuerdo. Uno buscaba desligar a la teología del pesado lastre de la racionalización filosófica; el otro, en cambio, mostrar la raíz teológica que arrastró subterráneamente la entera tradición occidental. Si había algo que ellos compartían, era sólo la admiración incondicional que cada uno sentía por el intempestivo temperamento del otro.

Era el año de 1873 cuando Franz publicó Über die Christlichkeit unserer heutigen Theologie, donde expuso la contradicción en los términos que según él representaba una teología cristiana marcando vigorosamente la diferencia entre la proclamación cristiana del Reino de Dios y un mero discurso teórico sobre la fe. Ese mismo año Friedrich publicó David Strauss: der Bekenner und der Schriftsteller con resonante éxito o, al menos, con el escándalo que Friedrich buscaba al burlarse de la nueva fe propuesta por Strauss y defendiendo en cambio a Arthur Schopenhauer, al que aún consideraba como su maestro, del desprecio con que dicho famoso teólogo del momento lo trataba.

A Franz no le fue tan bien como le hubiese gustado. La publicación de su obra lo condenó a residir, excluido de los círculos académicos alemanes, para siempre en Basilea. Pero los dos amigos celebraron juntos, sin embargo, sus juveniles desaires al establishment de entonces, eufóricos como estaban ambos por haber dado a luz respectivas consideraciones sobre el cristianismo compartidas en incontables caminatas nocturnas desde el borde de la ciudad hacia la Selva Negra o bordeando el Rin.

Franz no era en absoluto un hereje: todo lo contrario, buscaba en los primeros cristianos una inspiración para recuperar la pureza originaria e incontaminada de la fe. Friedrich, en cambio, hacía bastante que se había apartado no sólo de la fe cristiana sino de la posibilidad de seguir considerando ese concepto como otra cosa que una mentira, y unos siglos antes hubiera sido candidato seguro de algún inquisidor. Pero el prejuicio de que a las amistades las forman concepciones comunes sólo se da entre seres que se aferran a ellas como a su propia vida, y tanto Franz como Friedrich eran, en cambio, dos migrantes de sí mismos.

Franz se casó tres años más tarde y permaneció como rector en Basilea hasta su jubilación, enseñando la teología oficial y compartiendo sus pensamientos más radicales apenas en su casa y con mucha cautela a un círculo íntimo. Friedrich, en cambio, no se casó ni se estableció nunca en lugar alguno: solicitó y obtuvo una pensión por enfermedad de la Universidad de Basilea que le permitió viajar y expandir a los cuatro vientos sus maldiciones contra el cristianismo, manteniendo sin embargo su amistad con Franz inalterable a través de una copiosa correspondencia que no vencieron el paso de los años, las nuevas obras o los cambios de un siglo de por sí vertiginoso.

Comienzo y desenlace no bastan para armar una historia a menos que, en su desarrollo, el desenlace no surja sino como una decantación. Algo así deber haber sentido quizás Franz cuando, en 1889, recibió finalmente una carta que delataba el estado mentalmente perturbado de su amigo. Alarmado, se trasladó entonces a Turín y, al encontrarlo ya incapacitado, lo lleva a Basilea consigo no sin antes tomar, precavidamente, unos papeles encarpetados que llamaron su atención en el escritorio de Friedrich y que, al año siguiente, publica en una tirada casi secreta de poquísimos ejemplares.

Friedrich desvarió hasta su muerte, en 1900, bajo el cuidado de su madre en Jena, primero, y luego de su hermana, en Weimar. Franz lo visitó regularmente sin importarle la aversión que experimentaba por ambas, y murió cinco años después de comenzado el nuevo siglo. Los nombres de ambos repiten para siempre juntos, sin embargo, la extrañeza escondida en una amistad que permite a un teólogo evitar que se pierda para nosotros, cada vez, el manuscrito de la obra que lleva por título Der Antichrist.



2- Tanto la lectura como los lectores de Federico Nietzsche han crecido potencialmente en nuestro tiempo. Y, si bien no somos aún precisamente legión, existe hoy cierto consenso acerca de que su nombre expresa a cabalidad no sólo nuestro conflicto actual más profundo a nivel cultural sino al mismo tiempo, incluso, una vía regia de escape al conflicto en cuestión. La amistad con Nietzsche, así, se ha convertido en una suerte de guiño con el que sus amigos nos reconocemos aunque nunca, sin embargo, al punto de formar por ello una cofradía dado que nuestra amistad con él, en definitiva, resulta más bien una con la incertidumbre radical e incondicional:

"Es necesario dudar de la existencia de antítesis y de que sean más que estimaciones superficiales y perspectivas provisionales. Pese al valor que tal vez corresponda a lo verdadero, sería posible atribuirles un valor más elevado para la vida a la voluntad de engaño, egoísmo, apariencia y a la lujuria. Sería posible que el valor de las cosas buenas y respetadas consistiese en el hecho de estar relacionadas con las cosas malas y contradictorias, y quizás en ser idénticas a ellas. ¡Pero quien quiere preocuparse de esos peligrosos quizás! Hay que esperar la llegada de un nuevo género de filósofos que tenga gustos e inclinaciones diferentes, filósofos del peligroso 'quizá' "

Esa interpretación ligera que hace de Nietzsche un filósofo individualista no sabe o no quiere ver que en relación con él surge, lenta pero irresistible, una comunidad, o mejor, una nueva forma de entender lo ‘común’ a partir de la impropiedad, es decir, algo que en lugar de ser lo más propio es justo lo que nos desposee. J. Derrida, por eso, señala en Políticas de la Amistad que el lazo con los demás, implícito en la idea de amistad de Nietzsche, supone una revolución en la fundamentación de lo político que rompe con esa idea tradicional de la fraternidad como criterio inaugurando, con ello, la posibilidad de una nueva forma de entender la política.

Porque los amigos de Nietzsche, es preciso decirlo, no tenemos nada en común: nuestra amistad, en todo caso, compartiría sólo el que su nombre sea para nosotros una suerte de contraseña que sin embargo se desdibuja tan sólo resulta enunciada. Pero aún cuando el espíritu noble y guerrero que exalta Nietzsche sea por definición solitario, renuente siempre a lo gregario y rechace explícitamente el ideal igualitario del mercado, no por ello busca apartarse del mundo como el asceta. La medida de la fuerza que tenemos los amigos de Nietzsche, de alguna manera, surge al contrario del mayor o menor empeño en ser del mercado mismo, por lo tanto, un noble instrumento de su propia deconstrucción.

Asociar a la amistad con la fraternidad supone fundar el encuentro con el otro a partir de algo compartido – un padre, una patria, una raza, una fe, un género, una generación, etc. etc. Fue en función de la amistad-fraternidad como se orquestó ese ideal igualitario, propiamente democrático, reactivo por definición a toda singularidad, a toda excepción a la regla y, en definitiva, al diferente como tal. La idea de amistad que Nietzsche nos lega es así, por eso, una que nos liga sólo desligándonos, ya que aquel a quien consideramos más próximo, el amigo, permanece tan lejano a uno como el más extraño:

“Considera, por una vez, qué diversos son los sentimientos y qué dispares, respectos a los tuyos, hasta de tus amigos más cercanos; cuantas opiniones incluso semejantes a las tuyas tienen, en la cabeza de tus amigos, una orientación y una fuerza muy distintas a las que tienen en la tuya; cuantas ocasiones hay de que se entiendan mal, de que se separen recíprocamente enemistados. Después de todo esto, te dirás: ‘¡Que inseguro es el terreno en el que se asientan todas nuestras relaciones y amistades. Que cerca están los fríos chaparrones y la intemperie, que solo está todo hombre!’ ”. 

El propio Nietzsche, sin embargo, fue un heredero de la concepción fraternal de la amistad. Un heredero infiel, si se quiere, pero heredero al fin. Por ello, lo que intenta Derrida no es oponerse frontalmente a la amistad-fraternidad sino deconstruir mas bien el ideal democrático igualitario de la tradición o, lo que es lo mismo, mostrar que en la misma fraternidad palpita, asediándola, una idea diferente. Nietzsche, de esta manera, según Derrida no viene a interrumpir propiamente nada puesto que, mas bien, resulta así una especie de canal para el temblor ya implícito en la idea tradicional de amistad-fraternidad.

Así como la idea clásica de amistad se funda en la fraternidad, la que Nietzsche propone está asociada para Derrida al ‘quizás’, un quizá que en realidad lleva en sí todas las notas también de un “peligroso quizás” puesto que es una apertura a lo absolutamente otro en la forma de una promesa que no impide, sin embargo, la posibilidad de que lo prometido no llegue, o sea, de que el quizá no se cumpla jamás. Los amigos de Nietzsche somos en última instancia, dice Derrida, amigos del quizás. Mas es sólo en virtud de dicha estructura de la promesa como la amistad puede, al fin, no sólo concebirse sino incluso hacerse efectiva:

“Quien se da cuenta de esto y de que, más aún qué todas sus opiniones, el género y la fuerza de estos son, en sus semejantes, tan necesarias e irresponsables como sus actos; quien llega a saber discernir esa necesidad interior de las opiniones en el entramado irreductible del carácter, de las profesiones, de las aptitudes y del medio ambiente; ese tal, digo, se verá libre quizás de la amargura y del sentimiento áspero que hiciera exclamar al sabio famoso: “¡Amigos, no hay amigos!”. Por el contrario, se dirá: “Sí, hay amigos, pero es el error y la ilusión sobre tu persona lo que los lleva a ti; y tendrás que aprender a guardar silencio para seguir siendo amigos tuyos”. 


UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...