Nuestro ardoroso deseo no pide que hagamos un solo ser de dos sino, al contrario, que huyamos de nuestra prisión, de nuestra unidad, que nos convirtamos en la unión en dos, o mejor en doce mil, una multitud incontable (R. Musil)
1- Donde comienzan las historias suelen agotarse sus finales. Pero muchas veces los finales no hacen más que repetir sus comienzos, y entonces estamos en presencia de esas historias capaces de trascender a sus propios protagonistas. Así fue la de Franz y Friedrich, dos profesores que vivían en Basilea, Suiza, piso por medio de la misma residencia en el 45 de la por entonces tranquila Schutzengraben. El primero enseñaba el Nuevo Testamento; el segundo, filología clásica. Pero ninguno se sentía a gusto con lo que ofrecían: propiamente hablando, ni Franz se sentía propiamente un teólogo ni Friedrich lo que se dice un filólogo, e inmediatamente congeniaron.
Sus discusiones eran acaloradas, no había prácticamente cuestión alguna en que no estuviesen en desacuerdo. Uno buscaba desligar a la teología del pesado lastre de la racionalización filosófica; el otro, en cambio, mostrar la raíz teológica que arrastró subterráneamente la entera tradición occidental. Si había algo que ellos compartían, era sólo la admiración incondicional que cada uno sentía por el intempestivo temperamento del otro.A Franz no le fue tan bien como le hubiese gustado. La publicación de su obra lo condenó a residir, excluido de los círculos académicos alemanes, para siempre en Basilea. Pero los dos amigos celebraron juntos, sin embargo, sus juveniles desaires al establishment de entonces, eufóricos como estaban ambos por haber dado a luz respectivas consideraciones sobre el cristianismo compartidas en incontables caminatas nocturnas desde el borde de la ciudad hacia la Selva Negra o bordeando el Rin.
Franz no era en absoluto un hereje: todo lo contrario, buscaba en los primeros cristianos una inspiración para recuperar la pureza originaria e incontaminada de la fe. Friedrich, en cambio, hacía bastante que se había apartado no sólo de la fe cristiana sino de la posibilidad de seguir considerando ese concepto como otra cosa que una mentira, y unos siglos antes hubiera sido candidato seguro de algún inquisidor. Pero el prejuicio de que a las amistades las forman concepciones comunes sólo se da entre seres que se aferran a ellas como a su propia vida, y tanto Franz como Friedrich eran, en cambio, dos migrantes de sí mismos.
Franz se casó tres años más tarde y permaneció como rector en Basilea hasta su jubilación, enseñando la teología oficial y compartiendo sus pensamientos más radicales apenas en su casa y con mucha cautela a un círculo íntimo. Friedrich, en cambio, no se casó ni se estableció nunca en lugar alguno: solicitó y obtuvo una pensión por enfermedad de la Universidad de Basilea que le permitió viajar y expandir a los cuatro vientos sus maldiciones contra el cristianismo, manteniendo sin embargo su amistad con Franz inalterable a través de una copiosa correspondencia que no vencieron el paso de los años, las nuevas obras o los cambios de un siglo de por sí vertiginoso.
Comienzo y desenlace no bastan para armar una historia a menos que, en su desarrollo, el desenlace no surja sino como una decantación. Algo así deber haber sentido quizás Franz cuando, en 1889, recibió finalmente una carta que delataba el estado mentalmente perturbado de su amigo. Alarmado, se trasladó entonces a Turín y, al encontrarlo ya incapacitado, lo lleva a Basilea consigo no sin antes tomar, precavidamente, unos papeles encarpetados que llamaron su atención en el escritorio de Friedrich y que, al año siguiente, publica en una tirada casi secreta de poquísimos ejemplares.
Friedrich desvarió hasta su muerte, en 1900, bajo el cuidado de su madre en Jena, primero, y luego de su hermana, en Weimar. Franz lo visitó regularmente sin importarle la aversión que experimentaba por ambas, y murió cinco años después de comenzado el nuevo siglo. Los nombres de ambos repiten para siempre juntos, sin embargo, la extrañeza escondida en una amistad que permite a un teólogo evitar que se pierda para nosotros, cada vez, el manuscrito de la obra que lleva por título Der Antichrist.
Esa interpretación ligera que hace de Nietzsche un filósofo individualista no sabe o no quiere ver que en relación con él surge, lenta pero irresistible, una comunidad, o mejor, una nueva forma de entender lo ‘común’ a partir de la impropiedad, es decir, algo que en lugar de ser lo más propio es justo lo que nos desposee. J. Derrida, por eso, señala en Políticas de la Amistad que el lazo con los demás, implícito en la idea de amistad de Nietzsche, supone una revolución en la fundamentación de lo político que rompe con esa idea tradicional de la fraternidad como criterio inaugurando, con ello, la posibilidad de una nueva forma de entender la política.
Porque los amigos de Nietzsche, es preciso decirlo, no tenemos nada en común: nuestra amistad, en todo caso, compartiría sólo el que su nombre sea para nosotros una suerte de contraseña que sin embargo se desdibuja tan sólo resulta enunciada. Pero aún cuando el espíritu noble y guerrero que exalta Nietzsche sea por definición solitario, renuente siempre a lo gregario y rechace explícitamente el ideal igualitario del mercado, no por ello busca apartarse del mundo como el asceta. La medida de la fuerza que tenemos los amigos de Nietzsche, de alguna manera, surge al contrario del mayor o menor empeño en ser del mercado mismo, por lo tanto, un noble instrumento de su propia deconstrucción.
Asociar a la amistad con la fraternidad supone fundar el encuentro con el otro a partir de algo compartido – un padre, una patria, una raza, una fe, un género, una generación, etc. etc. Fue en función de la amistad-fraternidad como se orquestó ese ideal igualitario, propiamente democrático, reactivo por definición a toda singularidad, a toda excepción a la regla y, en definitiva, al diferente como tal. La idea de amistad que Nietzsche nos lega es así, por eso, una que nos liga sólo desligándonos, ya que aquel a quien consideramos más próximo, el amigo, permanece tan lejano a uno como el más extraño:
“Considera, por una vez, qué diversos son los sentimientos y qué dispares, respectos a los tuyos, hasta de tus amigos más cercanos; cuantas opiniones incluso semejantes a las tuyas tienen, en la cabeza de tus amigos, una orientación y una fuerza muy distintas a las que tienen en la tuya; cuantas ocasiones hay de que se entiendan mal, de que se separen recíprocamente enemistados. Después de todo esto, te dirás: ‘¡Que inseguro es el terreno en el que se asientan todas nuestras relaciones y amistades. Que cerca están los fríos chaparrones y la intemperie, que solo está todo hombre!’ ”.
Así como la idea clásica de amistad se funda en la fraternidad, la que Nietzsche propone está asociada para Derrida al ‘quizás’, un quizá que en realidad lleva en sí todas las notas también de un “peligroso quizás” puesto que es una apertura a lo absolutamente otro en la forma de una promesa que no impide, sin embargo, la posibilidad de que lo prometido no llegue, o sea, de que el quizá no se cumpla jamás. Los amigos de Nietzsche somos en última instancia, dice Derrida, amigos del quizás. Mas es sólo en virtud de dicha estructura de la promesa como la amistad puede, al fin, no sólo concebirse sino incluso hacerse efectiva:
“Quien se da cuenta de esto y de que, más aún qué todas sus opiniones, el género y la fuerza de estos son, en sus semejantes, tan necesarias e irresponsables como sus actos; quien llega a saber discernir esa necesidad interior de las opiniones en el entramado irreductible del carácter, de las profesiones, de las aptitudes y del medio ambiente; ese tal, digo, se verá libre quizás de la amargura y del sentimiento áspero que hiciera exclamar al sabio famoso: “¡Amigos, no hay amigos!”. Por el contrario, se dirá: “Sí, hay amigos, pero es el error y la ilusión sobre tu persona lo que los lleva a ti; y tendrás que aprender a guardar silencio para seguir siendo amigos tuyos”.
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