A la vez, sin embargo, de cara a nuestra fragilidad de pronto desenmascarada tenemos también la sensación de que el mero hecho de vivir cobra esa dimensión sobrenatural que las tareas de los días rutinarios no permiten nunca manifestarse: uno intuye vagamente entonces, al fin, la bendita distancia entre lo superfluo y lo esencial. Y quedamos así a merced de dos fuerzas antagónicas que luchan por tomar el poder dentro nuestro reproduciendo, en la mente, el combate que se libra en nuestro cuerpo.
Algo de todo esto se me hizo patente a mí cuando, habiéndome contagiado hace unos días, recibí por WhatsApp las instrucciones de una sanación a distancia en la que me indicaban a) hacerme responsable de mi malestar y b) arrepentirme profundamente. Por supuesto, y de acuerdo a mi ethos profundamente nietzscheano, lo primero que hice fue estallar por dentro: “¡¿responsable por qué y arrepentirme de qué!?"
Cada vez que nos enfrentamos con algo que no concuerda con nuestra forma de ver las cosas debería encendernos la alarma a quienes buscamos esa Gran Salud de la que habla Nietzsche pero que sin embargo nos encerramos tantas veces, sin darnos cuenta, en los sentidos literales que les damos a las palabras. Por eso, una vez que dejé paso a la furia espontánea y el automático desprecio que me generaron esas recomendaciones, tan ajenas a mi propia comprensión del mundo, comencé a darles lentamente un sentido dentro de mi experiencia que ahora, convaleciente aunque todavía cauto ante posibles secuelas, puedo resumir como una verdadera afirmación vital.
"Hacernos responsables de nuestra enfermedad" puede no tener que significar, necesariamente, suponer que ella sea una suerte de castigo divino. Mas bien, puede querer decir simplemente que no somos propiamente víctimas, al revés, de ninguna injusticia. En este sentido, admitirse responsable puede querer indicar solamente que una enfermedad forma parte de un desorden natural de cosas dentro del cual uno está necesariamente inmerso, y tomar entonces la parte que nos corresponde sin negarla ni sentirla como algo ajeno.
"Arrepentirse a profundidad", en este misma línea interpretativa, puede no querer significar tampoco tener que asumir una culpa que no sentimos sino, mas bien, y a partir de una sincera y sonante carcajada, abandonar la soberbia implicada en cada uno de nuestros juicios en los que nos tomamos con derecho como primera persona del singular y permitirnos vernos por un rato desde afuera, entonces, como ese puntito que somos y fluye, dentro de un universo de puntitos, danzando sin primacía de ninguno sobre los otros.
Cuando hacemos las paces tanto con lo que nos toca como con nuestra insignificancia nos resulta manifiesto hasta qué punto estamos normalmente tan poco resueltos - y mucho menos preparados - para vivir sin esas convicciones a las que nos aferramos y que nos esclavizan. Más que para definir el grado de verdad o falsedad de tal o cual enunciado, el pensamiento se nos manifiesta entonces, al fin, como un mero instrumento para intentar dar cuenta simplemente de las condiciones que gestan determinados enunciados (¿afirmativas, o negativas?) y qué tipo de uso han de dárseles (¿activo, o reactivo?).
Hasta esos mismos chispazos de humilde sin razón, que de vez en cuando gratuitamente nos iluminan, se dilapidan sin razón, también, formando así parte de la misma trama de la Gran Salud. Por eso, pienso que este acontecimiento llamado Covid mal podría ser considerado síntoma alguno de una enfermedad supuestamente propia de la civilización occidental, del capitalismo o incluso de la misma humanidad como tal. Mas bien, yo lo vivencio como algo que nos está atravesando sin sentido alguno: que no expresa ninguna culpa, ni resulta en sí mismo ninguna redención, sino que, antes bien, elimina violentamente y de raíz el consuelo de construir un sentido.
"Arrepentirse a profundidad", en este misma línea interpretativa, puede no querer significar tampoco tener que asumir una culpa que no sentimos sino, mas bien, y a partir de una sincera y sonante carcajada, abandonar la soberbia implicada en cada uno de nuestros juicios en los que nos tomamos con derecho como primera persona del singular y permitirnos vernos por un rato desde afuera, entonces, como ese puntito que somos y fluye, dentro de un universo de puntitos, danzando sin primacía de ninguno sobre los otros.
Cuando hacemos las paces tanto con lo que nos toca como con nuestra insignificancia nos resulta manifiesto hasta qué punto estamos normalmente tan poco resueltos - y mucho menos preparados - para vivir sin esas convicciones a las que nos aferramos y que nos esclavizan. Más que para definir el grado de verdad o falsedad de tal o cual enunciado, el pensamiento se nos manifiesta entonces, al fin, como un mero instrumento para intentar dar cuenta simplemente de las condiciones que gestan determinados enunciados (¿afirmativas, o negativas?) y qué tipo de uso han de dárseles (¿activo, o reactivo?).
Hasta esos mismos chispazos de humilde sin razón, que de vez en cuando gratuitamente nos iluminan, se dilapidan sin razón, también, formando así parte de la misma trama de la Gran Salud. Por eso, pienso que este acontecimiento llamado Covid mal podría ser considerado síntoma alguno de una enfermedad supuestamente propia de la civilización occidental, del capitalismo o incluso de la misma humanidad como tal. Mas bien, yo lo vivencio como algo que nos está atravesando sin sentido alguno: que no expresa ninguna culpa, ni resulta en sí mismo ninguna redención, sino que, antes bien, elimina violentamente y de raíz el consuelo de construir un sentido.
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