lunes, 6 de noviembre de 2017

MATRIZ DE RENACIMIENTO


1- Aprendemos a danzar la vida tomando nota de unos supuestos en los que muchas veces caemos cuando constituimos grupalidades que asumen una propuesta de revolucionaria pero que, al encerrarse en sí mismos, terminan anulando dicha apuesta. 
El mayor obstáculo para una agrupación de tipo vivencial resulta confundir la contención afectiva con dependencia. E idéntico peligro presenta la falsa contención que resulta de repetidamente compartir una esperanza ciega, o de postular constantemente un peligro interno o externo. Por eso, el psicólogo social Wilfred Bion  resumió tres formas básicas que asumen los supuestos que terminan homogenizando toda interdicción a la normatividad: 

i) estimular y aprovechar deliberadamente la dependencia, convirtiendo a los demás en objeto de nuestra propia debilidad, 
ii) introyectar en el grupo una esperanza de tipo mesiánico, a la larga inhibitoria de la acción, o 
iii) basar la cohesión grupal negativamente, es decir, por oposición a un otro considerado como no-amigo.

Si invertimos estos supuestos que, en definitiva, no son otra cosa que los vicios característicos de la forma como nos asociamos habitualmente cuando no ponemos la vida al centro, obtenemos resumidas las características de una buena facilitación. E incluso, por contraste, a partir de ellos destila la descripción más acabada de una dinámica grupal fundada en el respeto, el compromiso, la afectividad y, por sobre todas las cosas, en la búsqueda del propio deseo por parte de cada uno de sus miembros.  

Cabría señalar entonces dos formas de agruparnos en función de una determinada tarea. La que proviene de los supuestos básicos descriptos por Bion claramente apunta, por un lado, a fundir la identidad individual en lo grupal, a la vez que le otorga al mismo grupo, incluso, una entidad que supuestamente preexistiría y sobreviviría a lo individual. La que resulta de la afectividad biocéntrica, en cambio, mantiene siempre al individuo en permanente oscilación entre el adentro y el afuera, y la específica grupalidad generada replica así en consecuencia dicha ambigüedad haciendo que ella subsista sólo en tanto y en cuanto los individuos la generen para que luego desaparezca, sin aviso, como un puño cuando se abre la mano.

Resultaría cuando menos cuestionable considerar a un grupo vivencial como uno al que podríamos pertenecer propiamente, por ejemplo, ya que los así llamados 'grupos de pertenencia' no pueden ser sino resultado de agrupaciones conformadas por esos supuestos básicos detallados por Bion que, muy lejos de estimular la sintonía con el propio deseo a partir del reconocimiento irrestricto de la diferencia, son los grupos que perpetúan la inercia característica del deseo fundado en la carencia y, en definitiva, del consumo. Un grupo vivencial, en lugar de estimular buscaría al contrario inhibir  toda supuesta pertenencia al mismo: técnicamente, habría que decir por eso que los que participan de un grupo de este tipo no poseen nada en común, pues eso que sólo circunstancialmente los relaciona es justo lo que los distingue y disocia.

Pertenecer a un grupo al que, paradójicamente, no se 'pertenece' en sentido estricto, no sería por supuesto un problema que los miembros de un grupo vivencial necesiten plantearse explícitamente. Mas bien, resulta tal vez la pregunta sin respuesta que define entonces la tarea más profunda de un facilitador biocéntrico: convocar a las personas a tener noticias de sí mismas a partir del otro, sabiendo que los encuentros van a traer consigo también todo lo que el intento de definirse aisladamente pretendía precisamente evitar. Los celos, miedos, amotinamientos, envidias y resentimientos nunca desaparecerán, por supuesto, pero se mezclarán sin embargo entonces con impulsos que reconocemos puros, es decir, libres de todas y cada una de esas ocurrencias perniciosas que saldrán ahora amorosamente a la luz.



2- Es muy probable que uno de los argumentos relevantes en nuestro compromiso a continuar cualquier emprendimiento sea la contención que un grupo nos brinde. Prestar atención al tipo de contención característico de una agrupación vivencial se torna entonces crucial, sobre todo cuando, como advertía no sin razón ya S. Freud, tal grupo puede ser fuente de potenciación o, también, de naturalización de patologías personales.

Si algo define a un grupo como ‘matriz de renacimiento’, tal como nosotros buscamos, es entonces esa vincularidad propia de lo vivencial por la cual nos relacionamos con los demás sin identificarnos con nada, ni mucho menos con nadie. Quien muy apropiadamente advirtió y describió esta determinada forma de vincularnos fue por ejemplo Elias Canetti, con su conocida distinción entre 'masa' y 'manada'. En tanto la masa estaría representada, según él la describió en Masa y Poder, por el seguimiento a ese líder totalitario que mantiene la unidad del grupo apelando al mesianismo o a la rivalidad, la manada expresa esa agrupación salvaje, en cambio, aunque no por episódica menos intensa, en la cual los miembros deciden estar, desapegada y voluntariamente, hasta que llegue el momento de migrar :

“En las constelaciones cambiantes de la manada, el individuo se mantendrá siempre en su borde. Estará adentro e inmediatamente después en el margen, en el margen e inmediatamente después adentro. Cuando la manada hace círculo alrededor del fuego -es muy conmovedor-, cada uno podrá tener vecinos a derecha e izquierda, pero la espalda esta libre. La espalda es expuesta descubierta a la naturaleza salvaje.”

Es de fundamental importancia que el miembro de un grupo vivencial se comprenda a sí mismo como un ser altruista sólo partiendo de esa particular forma de egoísmo, entonces, que consiste en reconocer  en uno, como lo más propio, el deseo de donarse: es decir, lo que nos expropia. Y para ello, dice G. Deleuze siguiendo a Canetti, es preciso reconocer como nuestro peor enemigo, en consecuencia, ese miedo a quedar en los márgenes que se manifiesta como deseo de habitar uno mismo en el centro, sin que interese mucho que sea como jefe o como seguidor:

“La posición paranoica de masa es: yo estaría en la masa, no me separaría de la masa, estaría en el corazón de la masa; con dos títulos posibles: sea como jefe, entonces teniendo una cierta relación de identificación con la masa, pues la masa puede ser la tumba, puede ser masa vacía, poco importa -sea a título de seguidor donde, de todas maneras, hay que estar preso en la masa, estar muy cerca de la masa, con una condición: evitar estar en los lindes[...]Se puede decir que no hay fenómeno de margen, por la simple razón de que el problema de la masa es: determinar la segregación y la exclusión; simplemente, hay caídas, ascensos”.

Para poder dejar de lado el individualismo tan caro a nuestra cultura no basta con proclamar, en consecuencia, que los hombres somos seres en relación. Es imprescindible detectar los elementos estructurales que hacen que nos relacionemos sin salir en definitiva de nosotros mismos, siendo uno de los más importantes, si no el principal, esa falsa idea de lo grupal como simplemente un individuo más grande.

Si el grupo vivencial es lo opuesto a un individuo grande es justo porque, al constituirse desde los márgenes, no puede ser concebido como una unidad cerrada, compacta e indiferenciada. Por eso el arte de facilitar consistirá básicamente, entonces, en ayudar a legitimar la marginalidad como lugar vivencial por excelencia. Un lugar que todo facilitador debiera poder reconocer como de su propia residencia, naturalmente, si fuese acaso posible habitar donde soplan los vientos desolados de F. Perls:

“Yo soy Yo, Tú eres Tú. Yo no estoy en este mundo para cumplir tus expectativas. Tú no estás en este mundo para cumplir las mías. Tú eres Tú, Yo soy Yo. Si en algún momento o en algún punto nos encontramos, será maravilloso. Si no, no puede remediarse. Falto de amor a Mí mismo cuando, en el intento de complacerte, me traiciono. Falto de amor a Ti cuando intento que seas como yo quiero, en vez de aceptarte como realmente eres. Tú eres Tú y Yo soy Yo”.

A pesar de que el creador de la biodanza, Rolando Toro, fue un declarado crítico de esta postura del creador de la terapia gestalt, parece preciso reconsiderar entonces amorosamente esta cuestión, para poder poner así el acento en la unidad tan paradójica que surge de poder ver y asumir la distancia inconmensurable entre el Yo y el Tu como la más conveniente a una propuesta que se reclame biocéntrica. 
 




sábado, 8 de julio de 2017

MANIFIESTO ANARTISTA





¿Quiénes somos?

Cuando los filósofos se preguntaron si existía la verdad advirtieron que carecían de datos irrefutables para pronunciarse.  Así advirtieron que la verdad dependía del programa que hacía la pregunta en cuestión y por eso, desde entonces, la incertidumbre los acompaña  como un eco: se convirtieron en artistas.

Vano resulta intentar un discurso completamente sin supuestos. La filosofía  es un saber  con mayúscula logrando que ellos no nos gobiernen ya ciegamente.  Lo absoluto, sin embargo, parece siempre dársenos así de esta manera paradójica: renunciando negar nuestra naturaleza de seres mortales, comprendemos que lo que realmente buscamos,  más modestamente, consiste apenas aplacar la inquietud que produce entonces nuestra propia virtualidad.

El carácter relativo de una posición filosófica no disminuye para nada su importancia. Todo lo contrario, destaca su especificidad al reclamar un criterio de verdad diferente al de las ciencias cuya única cientificidad, o su exclusiva garantía de seriedad intelectual, reside en ser consciente de sí haciendo explícito sus supuestos. Y, así como el criterio de verdad de las ciencias consiste en corresponderse con la realidad, el filosófico, al no referirse sino a una realidad inteligible, se limita a presentarse como un todo orgánico.

Es difícil, por supuesto, orientarse en el espacio cuando se carece de orientaciones fijas. Pero tiene su costado divertido si nos hacemos transparentes. En última instancia, es lo que nos hace ser, como somos, pensantes, inquietos y absurdos. Porque de lo que entonces se trata es de analizar y comparar, infinitamente, virtudes y defectos de los diferentes modos de estar en el mundo. ¿Qué otra manera hay,, si no, de acercarse a lo ya renunciado?

La filosofía no fue nunca un discurso esotérico por pretenderse sin supuestos.  En tanto sistema, requiere de un conjunto de premisas interdependientes. Pero su verdad no se reduce a lo intelectual porque propone una coherencia virtual, es decir, una correspondencia entre lo pensado, sentido y hecho que, sabiéndose infundada, resulta creada entonces sobre la nada.

Por supuesto, hablamos  propiamente de 'filosofía' cuando esta inquietud se hace discurso para salir y abonar el terreno de lo implícito. Explicitar los supuestos, inevitablemente, resulta esencial. Pero  el filósofo artista aprendió la lección y no pretende alcanzar con ello una verdad última, independiente de su postura vital. Al contrario, experimenta que la luz al fondo del túnel brilla sólo al asumir su misma falta de fulgor.

Reflexionar sobre  la esencia del pensar es lo mismo que hacerlo entonces por la chispa que pone en movimiento algo que no resulta ajeno a nosotros mismos. Pensar, más precisamente, qué nos pone en movimiento. ¿Cartesianismo posmoderno?... Puede ser. Pero, sin este punto de partida, no se comprende en qué consiste el filosófico amor por la verdad.

Los universalistas esgrimen tanto el criterio de  verdad como correspondencia con una realidad objetiva a ser develada, como el dialéctico criterio que consiste en llevar la realidad a su plenitud. Los relativistas, sin criterio ninguno, combaten en cambio la creencia de la verdad sin más, a la que atribuyen una naturaleza ideológica y totalitaria. Sus respectivas posturas se elaboraran así en una mutua dependencia crítica que todavía las mantiene unidas, impidiéndoles advertir que no es tanto conocer sino cómo ser lo que debatieron históricamente.

Es obvio que estas dos escuelas hablan de cosas distintas. El rechazo relativista a la verdad surge de una tácita interpretación estética del pensar, cuya razón de ser no es tanto salir del error como de la propia sensación de falsedad. Su postura no es, entonces, meramente crítica. Pretende, no la deconstrucción de los discursos ajenos, solamente, sino la reconstrucción de la propia certeza: poder dejar de mentir.

La mentira es entonces la convicción más profunda del filósofo que dejó de ser relativista para convertirse en artista. La verdad, reconfigurada y retasada resulta así su utopía: pues ¿puede alguien, sin embargo, sostenerse sobre otras condiciones?...   Aunque se proponga la libertad, si al pensamiento lo anima una mera búsqueda permanecerá inevitablemente por ello en la oscuridad, fuera de su elemento. De ahí la importancia del carácter estético del pensar, por lo tanto, cuestión que no se reduce al abandono de la actitud crítica más vulgar sino, a la vez, del método intelectual más tradicional: la pregunta.

Sólo si abandonamos las preguntas, pensamos. Recién cuando acallamos  las preguntas sostenemos la esperanza. Entonces nos  llenamos de futuro, y advertimos que la verdad resulta para nosotros algo elemental, es decir, una suerte de quinto elemento que nos permite ser naturalmente, sin mentir.  Por supuesto, ello es algo que casi siempre lo buscamos donde no está ni puede estar, o sea, en un objeto material o ideal. En nuestro elemento, en cambio, vemos este error, lo sorteamos y, lo mejor de todo, nos sentimos vivos haciéndolo.

Si las preguntas no son retóricas, son enemigas. En lugar de aceptar pronto la inutilidad del intento, el pensamiento se empecina torpemente en ocultar su límite ofreciendo alternativas artificiales. Sale así de la verdad al buscarla, y extiende su fracaso hasta  resignarse, humillado, a avanzar con pie de plomo. Pero cuando su meta no es llegar, sino permanecer llegando, ¿qué importa no hacerlo con prontitud?

El ideal de una filosofía artística surge de esta reinterpretación del relativismo que, al anular  la distinción entre lo teórico y lo práctico, se preocupa por la elaboración de un criterio estético de verdad.  Llamarnos anartistas, por eso, significa solamente confesarnos incapaces de  pensar con propiedad. 
Más allá del universalismo o el relativismo, nosotros no estamos seguros siquiera de aceptar o no la existencia de la verdad. Creemos en ella, es cierto, pero muy de vez en cuando.  Por lo general, sentimos que pensar es, a lo sumo, soportar la mentira. Entonces nos ocupamos de refutar la incredulidad, de rechazar la sensación de que no hay nada afirmativo que anime al pensar. Y, muchas veces, ni siquiera eso.

De dónde venimos?

La filosofía resulta del esfuerzo por hallar la propia identidad: no es una preocupación intelectual -teórica- sino vital -práctica. Nadie busca identidad si no la tiene, y es sobre esta inquietud que se monta el marco conceptual destinado a conquistarla. La filosofía tradicional, sin embargo, no reconoce este punto de partida. Se propone como una reflexión trascendente que atañe al hombre sólo tácitamente. Y, de esta manera, ha sido confundida y asimilada al monismo sin más,  escuela para la cual la verdadera realidad, y por lo tanto la misma verdad, está fuera de la vida.

Un monista jamás admitiría que su filosofía es la creación conceptual de su dolor. Mas bien, está seguro de que es una expresión del desajuste universal entre lo que aparece, la multiplicidad, y lo que realmente es,  la Unidad.  Para el monismo, los hombres somos extranjeros y la sabiduría  un regreso a casa, descripción que resulta muy útil para quienes carecemos de identidad: al proponerse como único camino, descarga todo el peso de ser hombre en el desorden de las cosas, y uno queda libre entonces de culpa y cargo.

El monista se representa a sí mismo  evolucionando. Cumple una misión, obligatoria a toda la especie, que él se ofrece desinteresadamente a realizar. Se convierte en héroe para sí mismo,  y el  sentido de su vida resulta completamente garantizado. Conoce el camino -la Unidad- y lo sigue -se eleva. Pero tan absorto se encuentra en su misión, tan plena de contenido encuentra ahora su vida, que acaba creyendo en sí mismo tanto o más que aquellos con la habilidad mundana y el deseo de sobresalir por sobre el entorno.

Al adoptar incondicionalmente el supuesto de que lo único real es la Unidad, el dolor queda explicado como añoranza de la armonía perdida y es posible combatirlo. Pero el precio que exige esta solución es demasiado caro: la vida queda reducida a un recodo de Dios, y ello obliga al monista a  un rechazo sistemático al cambio y la diferencia.

Es posible una presentación de la filosofía, sin embargo, que no proteja al hombre de su miedo a vivir. La primera condición sería ofrecerse como una concepción que se sabe personal, esto es, que asume su virtualidad. Por otro lado, ella sería sólo un recurso para amar. Estas dos condiciones se convierten en los supuestos, entonces, de una filosofía artística. 

La filosofía como arte  no puede proponerse como una indagación sobre lo que el hombre es o deja de ser, ni realizar un llamado a lo que el hombre debiera ser y no es. Estas cosas están por completo fuera de su incumbencia. Su punto de partida  es la reflexión de una identidad en crisis. Una crisis que, por supuesto, no todos padecen ni deberán, necesariamente, llegar a padecer. Una crisis que, además, tampoco está ella en condiciones de pretender superar.

Como no nos conformamos con una concepción de la subjetividad sin espíritu crítico, ni aceptamos aquella otra que niega su ausencia de deseo, los filósofos artistas nos ubicamos, así, más allá del materialismo mundano y el espiritualismo monista. Con ello ganamos sólo una identidad virtual,  es cierto, pero identidad al fin.

¿Qué es el famoso amor a la verdad? O, lo que es lo mismo, ¿qué pretendemos quienes nos preocupamos por precisar cuestiones conceptuales?... Este fue siempre nuestro interrogante, tanto cuando creíamos en la misión redentora de la filosofía como cuando aceptamos que pensar resulta, muchas veces, del temor a la vida. La filosofía se comprende como arte cuando surge desde la preocupación por la propia diferencia, es decir, como herramienta  para la constitución de  identidad  de quien precisa reflexionar sobre sí mismo. Y no parece muy mala idea formular explícitamente esta inquietud, implícita en todo planteamiento filosófico, como punto de partida del pensar.

Podemos agradecer a nuestra capacidad para la abstracción el obligarnos a formular  un criterio de verdad propio y describir,  entonces, la conformación de la racionalidad que lo tenga como principio. Pero hace años que vivimos en un mundo sin ideales. Que no vivimos, mejor, intentando asumir como propios ideales ajenos. Queremos dejar ya de avergonzarnos por no poder adoptarlos. Ya basta de lamentarnos por ser almas bellas: nunca podremos ser liberales. La  cuestión es, ahora, reconciliarnos  con nuestro no-lugar en el mundo.

¿Cómo poder ver la vida cual espacio para explorar?: ésta es la pregunta del 'alma bella', esa que prefiere su belleza abstracta a la del trabajo, el amor y el lenguaje. 'Mejor malo conocido que bueno por conocer', se dice. Y no es la cobardía su principio sino el egoísmo,  un egoísmo camuflado con buenas dosis de amor a la humanidad y elevados pensamientos. Su problema es el rechazo a determinarse  para resguardarse del error,  a salir de la pura posibilidad  excusándose en la falta de certezas. Le da pavor a encaminarse por un sendero que la aleje de sí misma, y permanece oculta hasta tanto encuentre el mapa de su destino.

Para el alma bella, decir algo es no poder decir lo contrario. Entonces calla. No por piedad a lo que hubiera podido ser dicho y no lo fue, sino por temor a iniciar  una cadena de significados falsa,  por rechazo a utilizar una palabra que no pueda corresponderse con su realidad personal. Y así, buscando esa palabra verdadera, hipoteca su tiempo a la eternidad. ¡Pobre, pobre alma bella! ¡Ni siquiera se ama a sí misma! Odia su egoísmo, su inactividad y su silencio, pero: ¿cómo superarlos sin vencer antes el peligro de perderse en un mundo desencantado?

Donde lo verdadero nunca se encuentra dado de antemano, sin embargo, aguardar hasta que aclare  no  es la única solución. Dejar de buscar la verdad eterna, para proponernos lo verdadero en el tiempo, puede ser una alternativa. Por supuesto,  cambiar de paradigma es un trabajo enorme. Pero el filósofo artista lo acepta y encara cuando comprende que aunque nunca salga de su propia trampa, aunque jamás llegue a derrotar su  inquietud,  en ese mismo intento está venciendo la fatalidad. Tiene una tarea, y eso le ofrece una identidad virtual.

La indagación personal acerca de las condiciones de posibilidad de la búsqueda de la verdad: sólo esto es la filosofía para nosotros, o sea, el testimonio de una forma de subjetivación alternativa. A esta altura, obviamente, no nos interesa si lo que  pensamos es o no verdadero. Sólo... si es sincero. El anartismo, es decir, la filosofía como arte, exige un salto y es propiamente dicho salto. 



¿A dónde vamos?

La verdad filosófica no está en la cosa -como para el científico- ni fuera de la realidad -como para el místico. Es nuestra propia identificación con la realidad, la íntima realización del pensar, lo que nos anima como filósofos. Lo que pretendemos, entonces, no se trata de algo que las personas conocemos por naturaleza sino algo distinto: una forma de individuación diferente.

Desde los griegos, los filósofos abordaron esta cuestión combatiendo la justa acusación de que su arte requiera de fracasados, de que no es posible ser exitoso y amante de la verdad al mismo tiempo. Para el filósofo artista, en cambio,  el fracaso personal es algo que resulta casi inevitablemente de la necesaria distancia con la realidad que exige, origina e intenta remediar el pensar. Y si prevaleció una concepción aristocratizante del modo de individuación filosófico fue por negar dicha situación.

La tradicional altanería filosófica provocó justificados recelos en los científicos sociales. Como contrapartida, estos últimos elaboraron el discurso  igualitario que entiende el rechazo del individuo a determinarse como resultado del miedo, y  a su fracaso en la sociedad como una defensa para evitar el compromiso que pondría en evidencia dicho temor. Dar lugar a esta postura significa considerar a la filosofía entera como una manifestación neurótica que ha legitimado, por vía de la contemplación o la rebeldía, la huída de uno mismo y de la realidad, pero así resultó barrida al mismo tiempo la condición de posibilidad de la utopía.

Lo positivo de este discurso, hoy instalado,  es haber barrido con  dos prejuicios aristocratizantes muy arraigados en la filosofía. Por un lado, la idealización de la vida teórica; por el otro, la demonización de la sociedad. El lado negativo del igualitarismo contemporáneo, sin embargo, es  su carencia de espíritu crítico, pues no puede existir voluntad utópica  cuando pretender ser diferente está moralmente penado, inhibido de antemano.

Ser tildado de inadaptado no es algo valioso actualmente. El acontecimiento intelectual más importante del pasado siglo fue haber consagrado, precisamente, esta transvaloración tan anunciada.  Una utopía  afirmativa,  por eso,  requiere de un sujeto no clarividente. Se trata de uno que, al pretender con ella apenas poder ser, ni siquiera sea todavía un sujeto. Y sólo el verdadero inadaptado,  aquel que carece de identidad, puede formularla: el filósofo artista. 

Ser  inadaptados no está, para nosotros, en discusión. Pero  entendemos que  hay algo afirmativo en nuestra inadaptación;  que ella no resulta, sólamente,  del temor a la humillación. Suponemos que el deseo de algo mejor no se nutre del rechazo a lo que hay. Y, aunque sea por instantes, vislumbramos la posibilidad de que ser no sea un robo.

Existen condiciones objetivas que justifiquen la inadaptación?... Una vez descartado el aristocratismo -en su doble vertiente, noble y plebeya- pareciera que la respuesta es negativa. Que la inadaptación es una enfermedad, un pecado condicionado sólo subjetivamente. Pero un verdadero inadaptado no pierde nada admitiendo que no existen condiciones objetivas que justifiquen su actitud. ¿Qué puede lamentar? Con el aristocratismo ya vencido, es inútil seguir sosteniendo esa bandera.

Aceptado, entonces: el problema del inadaptado no es la sociedad sino su propia socialización. Lo cual no es sino una manera elegante de decir que su problema es el otro sin más, o sea, cómo dar lugar a lo que no somos. Este es un problema psicológico, sin duda, pero ¿acaso no constituye el núcleo de la indagación filosófica más tradicional?... El reconocimiento al otro, de sus derechos y de su diferencia, ha sido siempre la preocupación de los filósofos. Lo que ahora cambia, y  tiñe de psicológico al asunto, es que dicho reconocimiento no viene dado como una norma jurídica, o como un deber para con la sociedad.

Cuando el inadaptado reflexiona sobre el reconocimiento al otro lo hace en términos personales, es decir, desde su propio deseo. Porque no hace falta ser un ángel o un santo para desear reconocer al otro: sólo querer formar parte de la realidad, apenas pretender aliviar el dolor por una escisión con lo que hay. El deseo de reconocer es, entonces, la inquietud ética del filósofo artista.

Los filósofos, sin embargo, temen hablar en nombre propio. Suponen que la psicología y la religión barrerían  con las pretensiones de universalidad que exige la disciplina. Pero cuando el pensar ancla en el deseo de reconocer, al mismo tiempo que entabla una lucha contra su propio temor,  enfrenta al de los demás. El esfuerzo por la socialización personal se convierte así en una reflexión sobre la socialización en general, y mantiene vigente la  vocación utópica universal.

¿Qué ocurre con el deseo de reconocer en la sociedad?  ¿Cómo es esa forma de individuación que lo pasa por alto?  Con el deseo de reconocer como principio,  el filósofo artista es capaz de analizar lo social sin resentimiento. Ya no se siente desplazado;  comprende que intentar adaptarse no significa, necesariamente, renegar de sí. Halla su fuerza en su debilidad, y descubre el motivo que le impedía determinarse: aceptar  su miedo.

La sociedad no tiene al amor como fundamento. La filosofía tradicional tiene como base esta percepción, pero no alcanza a resolver afirmativamente su denuncia cuando ignora su propio miedo. Y como el amor es sólo eso, un puente sobre el temor, el aristocraticismo filosófico perpetúa  lo que pretende denunciar. El miedo de los  inadaptados, sin embargo,  no carece de razón: es el rechazo a formar parte de un estado de cosas donde ser es ir contra los demás, es el odio a que la vida no sea en un paraíso.  De ahí que el anartismo proponga convivir con el propio miedo  como única forma de resistencia -combate nada heroico, por cierto, pero combate al fin.


viernes, 26 de mayo de 2017

ZONA DE RIESGO


Nosotros, más aún que la planta o el animal, vamos con este arriesgar, lo queremos, y aún a veces somos más arriesgados (y no por egoísmo) que la vida misma, un soplo más arriesgados.
 R. M. Rilke


1- ¿Cuál es el poder seductor del riesgo en una sociedad neoliberal? ¿Cómo explicamos, incluso, su éxito global y globalizador a la vez? ¿A qué se debe el que, en tan breve lapso, ser un ‘perdedor’ se haya convertido en motivo de vergüenza y ser funcional al sistema, en cambio, en irrefutable signo de nobleza?… Estas y otras cuestiones semejantes en relación al riesgo debieran ser planteadas - ya que no por el momento propiamente saldadas - con una escucha atenta y desprejuiciada de parte de quienes pretendamos una crítica al neoliberalismo capaz de desestabilizarlo de manera efectiva. Porque la cuestión no pasa ya por mofarse del carácter mercantil del riesgo, sino por poner en evidencia, con claridad y sin resentimiento, hasta dónde llega eso que, para el neoliberalismo, califica sin mas como tal.

Tomar al neoliberalismo como una racionalidad, es decir, como no siendo sólo una doctrina económica o una ideología sino una manera de comprender nuestro mundo de una determinada manera, representa asumir con ello el compromiso de evitar, por lo menos de entrada y aunque mas no sea estratégicamente, calificarlo simplemente como instrumento de las clases dominantes para ocultar la explotación a las clases desposeídas. Entender que el neoliberalismo es una racionalidad significa entonces, para empezar, que la lucha de clases ya no alcanza, pues lo que se encuentra para esta racionalidad en juego es una forma de vida donde la economía resulta el criterio que rige para regular todas sus manifestaciones y, la explotación, apenas sólo una de ellas.

Pero sería tal vez errar otra vez el camino suponer que la crítica a dicha forma de vida debiera ejercerse desde una determinada propuesta alternativa pues, en este caso, sería sólo un manojo de bonitas palabras que apenas convocaría a unos cuantos intelectuales. Una crítica afirmativa a la racionalidad neoliberal, al contrario, debiera poder contentarse con simplemente explicitar sus principios para poner en evidencia justo lo que a ella le resulta incapaz de dar cuenta de sí misma: es en ese límite de la razón neoliberal donde se juega el futuro de una crítica capaz de sortear las meras intenciones y convertirse, a la larga, en el sueño de un modelo alternativo.

La crítica al neoliberalismo no pasa ya, como contra el viejo liberalismo, por una supuesta toma de conciencia. No es la conciencia lo que hoy puede redimirnos sino, al revés, el encuentro – o mejor dicho, el encontronazo - con eso que ya no somos capaces de asumir como nuestro habitual marco de referencias. Porque ocurre que la razón neoliberal no es algo completamente ajeno a nosotros mismos que podemos denunciar sino, por el contrario, lo otro dentro nuestro que precisamos, por eso, asumir como propio si queremos comenzar a cambiar realmente nuestra forma vernos a nosotros mismos, a los demás, y a la vida como tal.


2- En paradójica semejanza con los populismos americanos, el neoliberalismo se propuso en sus comienzos también como una ‘tercera vía’ entre el darwinismo social del liberalismo original y la adormecedora tutela del socialismo, con la meta inmediata de una organización social de hombres libres que se proponen, explícitamente, una refundación de la sociedad capaz de sortear las crisis provocadas por esos dos modelos a superar. Su propósito original es restaurar entonces la autonomía del individuo sobre bases sólidas y, al mismo tiempo, combatir el aislamiento social mediante una política que centra la intervención gubernamental en el individuo con el propósito de permitirle hacer de su vida una suerte de empresa permanente y múltiple.

Laval y Dardot (1) destacan por ello que el objetivo neoliberal produce una inversión de lo que se consideraba tradicionalmente como la interioridad y la exterioridad del individuo: si los bienes materiales en el primer liberalismo representaban una prolongación de la propiedad del sujeto sobre sí mismo, ahora será algo exterior en donde el sujeto halle la norma para la interioridad de sí: así surge la empresa como criterio. Es en relación con dicha inversión como hay que comprender entonces el cambio ocurrido en la concepción del mercado puesto que, mientras para el primer liberalismo la competencia consistía el requisito que garantizaba la posibilidad del equilibrio económico, la novedad del neoliberalismo consiste en hacer de la competencia, ahora, un mecanismo de descubrimiento de nuevas oportunidades que posibiliten aventajar a los demás.

La diferencia fundamental entre el antiguo y el nuevo liberalismo radica, en definitiva, en su distinta valoración del mercado. Para el neoliberalismo ya no resulta ese mero aire por donde circulan las cosas, sino un mecanismo formateador de subjetividad donde la coordinación entre sujetos no es estática pues no vincula como antes seres iguales entre sí. El verdadero sujeto es ahora el mercado, ya que lo que habilita no es un mero intercambio de productos sino, básicamente, emprendimientos y aprendizajes a partir de dichos intercambios. Si el mercado ya no tiene necesidad de mecanismos reguladores externos para el neoliberalismo, en consecuencia, será porque resultan superfluos al poseer el mercado su propia dinámica garantizada en la competitividad de sus miembros.


El objetivo de una gubernamentalidad neoliberal, lejos de reducirse a garantizar la libre competencia, se esfuerza entonces por crear situaciones de mercado capaces de fomentar comportamientos económicos entendidos, ya no como maximización de beneficios según el modelo de la economía clásica, sino desde una teoría general de la elección humana que se convierte, finalmente, en sinónimo de lazo social. No es que para el neoliberalismo lo social se conciba exclusivamente como mercado y, por lo tanto, lo social se reduzca a una mera maximización de ganancias: su apuesta original, al revés, es que el mercado nos permita entender lo social creativamente. Si la gubernamentalidad neoliberal debe abstenerse de todo tipo de intervencionismo resulta en última instancia, entonces, porque entiende que de esa manera lo que se interrumpiría sería el propio aspecto creativo del vínculo social.

El mercado - y por ende lo social - es un proceso de ‘formación de sí’ del individuo porque lo económico, al no reducirse a una maximización de provechos, incluye entonces asumir el riesgo que implica tanto una capacidad de anticipación como de adaptación a la indeterminación. En lugar de un maximizador pasivo, el emprendedor es por ello un constructor de situaciones provechosas en permanente estado de alerta, requisito esencial en un mundo competitivo donde la información juega un rol fundamental no sólo como medio para tomar ventaja sobre los demás sino, también, como elemento de integración – ya que es en el juego de la competencia como el sujeto adquiere conocimiento de la información de los demás - y como instrumento de adaptación – en tanto la información es siempre cambiante y el sujeto no se limita con ella a cubrir una ignorancia sino que le descubre sobre todo lo que ignora que ignora.

Si la razón neo liberal tiene un límite, el más evidente es, sin duda, el que se deriva de su teoría de la elección humana a partir de la figura del emprendedor como el nuevo héroe de nuestro tiempo y, por sobre todo, de la construcción de su figura en relación con el riesgo como el valor epocal por excelencia. Obviamente, bien podríamos señalar las diferencias sociales que el neoliberalismo acarrea y desmienten empíricamente el famoso dogma del ‘derrame de las ganancias’ mas, si atendemos también a nuestra realidad social más inmediata vemos que, aún constatando el falseamiento de dicho dogma, mucha gente sigue aún sirviendo voluntariamente al modelo emprendedorista que la esclaviza. De manera que combatir el fundamento del neoliberalismo significa replantearnos, básicamente, lo que en su concepción del riesgo viene implicado.



3- Cuando con valiente decisión nos proponemos 'salir de nuestra zona de confort', la idea que manejamos generalmente con dicha expresión es la de animarnos, apenas, a habitar simplemente esa zona aledaña que, suponemos, puede aumentar finalmente nuestro confort. Convertida en el nuevo 'deber' neoliberal, la cuestión que está en juego en este ya habitual mandato no es necesariamente entonces entrar de verdad a lo desconocido, en consecuencia, sino simplemente poder superarlo. Antes que salir de la zona de confort, la cuestión que está en juego hoy es sólo entonces domesticar al riesgo, hacerlo propiamente confortable convirtiéndonos nosotros mismos, a la vez, en fieles propagadores y reproductores en definitiva de lo ya conocido.

Tanto el coaching como los manuales de autoayuda describen al confort como el ámbito de lo conocido. Pero si queremos realmente saber a qué llamamos ‘confort’, la pregunta que nos debemos hacer es qué sentido le damos a eso que tomamos como 'conocido': ¿se trata, acaso, sólo del medio en que ya nos movemos y de las prácticas que realizamos habitualmente, o nombra, mejor y más sutilmente, la manera específica como nos comportamos en dicho medio, así como también la forma en que encaramos dichas prácticas?

Si comprendiéramos lo desconocido como una interrogación sobre nuestros valores habituales en lugar de encarar, según el mandato epocal, cosas siempre nuevas y permanecer así, sin querer, cautivos del confort del que suponemos salir, asumir el riesgo de vivir tendría que ver con ir progresivamente advirtiendo que la vida no tiene a la mera conservación de sí misma como motor sino, al revés, a lo que siempre la trastoca. Como dice Heidegger, siguiendo en esto a Nietzsche,

Conservación y aumento caracterizan los rasgos esenciales solidarios con la vida. Propio de la esencia de la vida es el querer crecer, el aumento. Toda conservación de la vida está al servicio del aumento de la vida. Toda vida que se limite a la mera conservación es ya decadencia. La seguridad del espacio vital, por ejemplo, nunca es finalidad para el viviente, sino sólo medio de aumentar su vida. Viceversa, la vida aumentada eleva a su vez la anterior necesidad de espacio vital. Sin embargo, nunca es posible un aumento si no se ha conservado un estado como seguro y sólo así puede aumentar. Por consiguiente, lo viviente es una estructura de la vida enlazada por las dos notas fundamentales del aumento y la conservación, es decir, una estructura compleja. (2)


Al advertir que todo lo que hacemos está organizado para protegernos a nosotros mismos y, sobre todo, que defendernos del exterior significa siempre protegernos de algo que no queremos ver dentro nuestro, comenzamos a sintonizar el éxtasis que es propiamente la vida y nos liberamos paulatinamente, así, del esfuerzo invertido en esa necesidad de encerrarnos para ser que, al mismo tiempo que despreciamos, suponemos sin embargo inevitable. Porque cuando preferimos el riesgo vital al confort de la conservación dejamos de experimentarnos protagonistas en una representación que tiene a la vida como escenario y, de a poco, descubrimos el protagonismo de la vida en una aventura que nos tiene a nosotros en un rol secundario. Este compromiso asumido con el riesgo en un sentido radical, en consecuencia, recién se hace efectivo cuando, mas que abrirnos a la vida, notamos que de lo que se trata es de poder ser unos al fin con la vida participando de su faz expansiva:

Nietzsche puede decir (Voluntad de Poder, afor. 675 del año 887/88): «Querer, en general, es tanto como querer ser más fuerte, querer crecer...». Ser más fuerte quiere decir aquí «tener más poder», esto es, tener sólo poder. Efectivamente, la esencia del poder reside en ser señor sobre el grado de poder alcanzado en cada caso. El poder sólo es tal poder mientras siga siendo aumento de poder y se siga ordenando «más poder». Un simple detenerse en el aumento de poder, el mero hecho de quedarse parado en un grado determinado de poder es ya el comienzo de la disminución y decadencia del poder. (2)

Heidegger señala que la cuestión más urgente no es tanto salir de la zona de confort sino cómo hacer del riesgo nuestra zona y querer permanecer consecuentemente en ella. Porque si salir de nuestra zona de confort como mandato se reduce a salir de lo conocido, entrar al riesgo no es simplemente salir de lo conocido: es privilegiar incondicionalmente, y por sobre todo, esos encuentros que aumentan nuestra potencia porque son los que nos ayudan a transitar nuestra vida sin la ilusión del confort. Poder permitirnos asumir libremente lo que nos gusta, y aceptarnos en definitiva a nosotros mismos, es entonces comenzar a dejar de ser quienes somos aún sin saber en absoluto, por supuesto, lo que ello depare:

… el poder está siempre en camino hacia sí mismo, pero no como una voluntad que se encuentra disponible para sí misma en algún lugar y que intenta alcanzar el poder en el sentido de una aspiración. El poder tampoco se otorga poder sólo para superarse a sí mismo en cada grado de poder alcanzado, sino únicamente con la intención de apoderarse de sí mismo en lo incondicionado de su esencia. Según esta determinación esencial, querer es en tan escasa medida una aspiración, que más bien se puede decir que toda aspiración es y permanece una forma posterior o previa del querer. (*)

Este poder ser más arriesgados que la vida misma al que alude Heidegger es una apuesta que invierte esa inercia habitual que hace de la voluntad una fuerza que se origina en algo ajeno a ella misma. Pero encarnar una voluntad que se funda ahora a sí misma, sin embargo, resulta algo bastante parecido - sino prácticamente idéntico - a la vivencia de no tener fundamento alguno o, incluso, a la de perder con ello toda orientación.



4- Entrar a una zona de riesgo no se reduce a tan sólo ignorar dónde vamos sino, sobre todo, implica saber que no hay vuelta atrás: si el confort abandonado ya no es una opción se debe a que el tiempo del riesgo no sólo carece propiamente de metas sino – y en ello reside su misterio - a que no reconoce fundamentalmente un comienzo. Por eso, al iniciar un camino que sabemos sólo de ida, el peligro ya no es entonces saber que no habrá marcha atrás. El peligro, esto es, el verdadero peligro que corremos quienes nos comprometemos a poner la vida al centro, sería que el confort vuelva a seducirnos entonces con sus luces de colores, y nuestra voluntad, sin poder querer ya buscarse a sí misma, quede presa otra vez de su torpe ilusión de confort.

Encarar todo en nuestra vida con la intención, por definición inútil, de compensar con ello el recuerdo numinoso de la unidad que al nacer perdimos es lo que el riesgo, entendido ya no en clave neoliberal, sino de herencia tan spinoziana como nietzscheana y heideggeriana, en última instancia viene a poner en jaque. Porque el ‘confort’ que pone en peligro la vida no es otra cosa que la unidad primitiva de la muerte. De manera que lo propiamente llamamos confortable luego no hace mención, entonces, a lo que nos genera un supuesto bienestar efectivo sino, lamentablemente, siempre sustitutivo y potencial.

Al caer en la cuenta de que la torpe forma de manifestarnos en procura de satisfacciones ilusorias es responsable de nuestra ansiedad y frustración y, por ende, fundamento real del malestar de la cultura, pueden pasar al menos tres cosas:  i- quedarnos en la zona de confort, y hacer de ello nuestro consentido calvario, ii- pretender superar el malestar negando el cuerpo y los placeres para buscar la unidad perdida, haciendo entonces de la realidad una copia degradada de algo supremo, o iii- sintonizar a partir del cuerpo y lo placentero una suerte unidad que ellos, obviamente, ya no pueden sin embargo reemplazar.

La primera opción es la de aquellos que no reconocen otra cosa que una realidad material y luego la sociedad llama o exitosos o fracasados, según sea el caso. La segunda, en cambio, es la elegida por esos buscadores así llamados 'espirituales'. Y la tercera, por último, la de quienes nos proponemos ser mas arriesgados que la vida misma, soportando entre lo material y lo espiritual una tensión por definición irreconciliable que nos mantenga honrando la vida.



(1)La Nueva Razón del Mundo

(2) M. Heidegger, Sendas Perdidas, Edit. Losada, 1960, Buenos Aires, caps. 4º y 5º.

miércoles, 11 de enero de 2017

TRASCENDENCIA BIOCÉNTRICA







1- Biodanza es un sistema que permite y estimula el acceso a experiencias de percepción aumentada a través de diversos tipos de movimiento de conexión. Trabajamos para ello con la Vitalidad, la Creatividad y la Sexualidad en relación con la Afectividad como línea de vivencia principal. Y la Trascendencia, que para R. Toro era una quinta línea de vivencia, mas bien consiste  – según la modificación al Modelo Teórico propuesta desde la Escuela Ciudad de Buenos Aires – eso que califica nuestro acceso a dichas experiencias de percepción aumentada a través de la conexión, propiamente trascendente, con nuestra vitalidad, creatividad, sexualidad y afectividad. Clarificar qué aspectos califican como ‘trascendente’ el trabajo con cada una de estas líneas vivenciales viene a representar, entonces, la piedra de toque de nuestra tarea en Biodanza.

Hablamos de un acceso a experiencias de percepción aumentada cuando somos capaces de dejar momentáneamente de lado el esquema egoico que hace posible creernos el centro de todo. Pero poner a la vida en ese mismo lugar central resulta, sin embargo, una descripción del trabajo biocéntrico que puede llegar a confundir la cuestión, ya que lo que está en juego no es reemplazar el sujeto que deba ocupar el lugar central – históricamente primero Dios, luego el hombre, ahora hipotéticamente la vida – sino, mas bien, prescindir de ese mismo lugar supuestamente origen y organizador de todo lo demás.

La vida no es un nuevo Dios para nosotros, sino sinónimo de esa trascendencia entendida como un desafuero anárquico para el que lo que verdaderamente importa no es hallarse finalmente a uno mismo, ni a los demás, ni tan siquiera al cosmos, sino poder sintonizar el propio pulso vital en una fuga alocada que tendría en el gozo por lo irreversiblemente desconocido lo más parecido a una razón de ser.


2- Solidaria con el lenguaje religioso, la ‘trascendencia’ como concepto designó tradicionalmente, para la filosofía, ese plano fuera de lo material a lo que todo daba sentido por ser supuestamente lo más propiamente real. Pero si dicho concepto significara todavía algo, al día de hoy, sería por representar exactamente lo contrario: un impulso propiamente anárquico que, aletargado y sometido, tendiera sin embargo como un animal herido a escapar felizmente siempre de nuestros corazones. Y bien puede decirse que muchas veces este es el sentido biocéntrico e integrador que damos nosotros a un concepto como el de ‘trascendencia’ pues, lejos de nombrar algún tipo de fusión mística o extática con algo fuera nuestro y de la realidad remite, simplemente, a la manera como hacemos de la Vitalidad una manera de sentirnos íntimamente vivos, de la Sexualidad la forma de erotizar todas nuestras actividades, de la Creatividad la oportunidad de ser todo el tiempo nuevos y, de la Afectividad, por último, nuestra forma de ser en el mundo.

Sería sin embargo injusto decir que la filosofía sostuvo siempre un concepto contemplativo y ultramundano como principio. Quien primero y más empeño puso en combatir esta concepción fue B. Spinoza al concebir (mas que a Dios como ‘naturaleza’, lo cual no sería hoy por hoy tan relevante) a la naturaleza como ‘Dios’: esto es, a la realidad como causa de sí misma. Este concepto spinoziano de ‘inmanencia’ goza, desde la revalorización que de él hizo en el s. 20 Deleuze, un inmenso y, por supuesto, merecido prestigio y difusión. Pero un contemporáneo de Deleuze menos famoso, como fue E. Levinas, intentó en cambio un camino diferente y totalmente original para liberar al pensar de un lastre contemplativo: resignificar el concepto de ‘trascendencia’ como deseo de lo absolutamente otro.

En completa consonancia con un paradigma biocéntrico, Levinas reacciona tanto contra  el concepto tradicional de ‘trascendencia’ como contra ese concepto de ‘totalidad’ que  postula, desde el intelecto, una unidad que impediría distinguir toda separación. Si tiene todavía sentido en nuestro tiempo hablar de ‘trascendencia’, para Levinas, es entonces porque la relación de uno mismo con el otro sólo resulta posible por fuera de cualquiera totalidad que inevitablemente englobaría a uno y al otro bajo el parámetro de lo mismo. Recién cuando el otro es para uno absolutamente otro, es decir, no un otro-yo sino algo por definición inaccesible y, por tanto, mi relación con él se traduce fielmente como una no-relación, recién entonces es como abandonamos entonces el control y salimos de sí: literalmente habland trascendemos, y en dicho trascender descubrimos simultáneamente nuestra aspiración más profunda.


3- Al revés de la filosofía de la inmanencia de estilo propiamente spinoziano, Levinas no parte ni pone el acento en el encuentro entonces con el otro sino lo opuesto: su punto de partida es la separación. No porque rechace los encuentros, por supuesto, sino porque entiende, al revés, que la única forma de encuentro real es la que puede surgir vivenciando el carácter radicalmente inaccesible del otro. Y en lugar de una búsqueda de totalidad, Levinas pretende, al contrario, que el trabajo ético por excelencia consiste por eso en intentar romperla sistemática y permanentemente. No porque reniegue de toda unidad, tampoco, sino porque pretende que dicha unidad – a la que, para distinguirla de la totalidad, llama 'Infinito' - sólo es posible vivenciarla desde el reconocimiento de una distancia insalvable entre lo mismo y lo otro como condición de posibilidad.

Acostumbrados a padecer y renegar del aislamiento a que nos somete la sociedad moderna, hablar de ‘separación’ en lugar de ‘encuentro’ puede resultar sin duda sumamente escandaloso. Pero lo que Levinas pretende con ello es ofrecer no una solución a medias al malestar de la cultura que nos sirva como consuelo,  sino apuntar a la raíz del problema cuestionando el modelo por el cual la motivación más profunda del ser humano provendría de la nostalgia por una unidad original perdida. 

Si para Levinas la trascendencia se define como deseo de lo absolutamente otro, entonces, es porque entiende que la aspiración más profunda del ser humano resulta experimentarse libre de toda nostalgia y de cualquier necesidad de consuelo para concebirse a sí mismo en un viaje sin fin a lo siempre nuevo,  sin reencuentro alguno, sin objetivos tranquilizadores y, por encima de todo, sin necesidad siquiera de satisfacer unas inquietudes que sólo son tales para un deseo entendido como carencia.  



UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...