miércoles, 23 de diciembre de 2020

CREER SIN CREER

ESPIAR CON QUIEN HABLAMOS en nuestro diálogo interno quizás sea algo tan importante como intentar acallarlo. A mí, al menos, lo primero me resulta más sencillo de realizar que llamarme a silencio, e incluso de mayor y más rápida incidencia en las cosas que nos atañen y nos demandan esfuerzo. Porque cuando me encuentro protestando cual enanito gruñón, entonces, no necesito de ninguna manera callarme sino, al contrario, cariñosamente preguntarme “¿a quién le hablo?”...

Cada vez que salgo a caminar con un peso - real o metafórico - sobre las espaldas redescubro que los pensamientos no existen por sí mismos, ya que siempre ellos tienen un quién ideal implícito como destino. Y que el problema que generan los pensamientos negativos no se resuelve, por lo tanto, hasta dar con quien suponemos que idealmente los comprende. El destinatario imaginario de nuestras quejas, nuestros desencuentros, nuestras desvalorizaciones personales y nuestros pesares secretos resulta así ese alguien a quien urgentemente debemos hallar. Porque en cuanto nos damos cuenta que tenemos un paño de lágrimas en donde apoyarnos advertimos que el precio que nos cobra por acoger nuestros pensamientos negativos es nuestra libertad.

El referente de los pensamientos negativos no sólo se nutre de ellos, sino que se adueña de tal manera de nuestras emociones que ellas terminan convirtiéndolo en destinatario exclusivo. Y esto resulta lo peor que nos puede pasar, porque entonces nuestros agradecimientos, nuestros encuentros, nuestros contentos de sí y nuestras alegrías mueren antes mismo de aparecer. ¿A quién podrían estarle en todo caso dirigidas, obviamente, si desde el vamos creemos que el amor no existe?


EL PENSAMIENTO DE LA ABUNDANCIA no surge voluntariamente sino, al revés, renunciando a nuestra voluntad: no se trata tanto de creer entonces ciegamente en el amor sino, más bien, de retirarle en cambio nuestros favores a ese que busca – y logra - convencernos de que lo único que cuenta es nuestra mera voluntad. Por eso, al destinatario de nuestros pensamientos negativos le corresponde el apropiado título de ‘padre de la mentira’. Y al del pensamiento de la abundancia el de ‘la verdad’, pues no hay abundancia que no surja sino de la afirmación de la mentira, única manera de identificar al destinatario de los pensamientos negativos.

Puede parecer que cambiar el destinatario de nuestro diálogo interno resulta un acto de voluntad. Pero dicho cambio, en resumidas cuentas, resulta más bien una pasión. Es decir, algo por lo cual somos afectados y, ante lo cual, la ambición de ser nosotros mismos nuestro propio fundamento, simplemente claudica. De manera tal que el modo de sujeción que corresponde a los dos distintos destinatarios implícitos de nuestros pensamientos difiere profundamente, y en ello estriba, en definitiva, todo el asunto: la disyuntiva consiste el encierro o la entrega.

El pensamiento de la abundancia surge cuando advertimos que no podemos tener dos destinatarios de nuestros diálogos internos al mismo tiempo: porque mientras el padre de la mentira excluye la misma existencia de la verdad, la verdad se configura a sabiendas, en cambio, de que el padre de la mentira no sólo existe sino que naturalmente nos domina, motivo por el cual la verdad nos pide y nos ofrece sobreponernos a su influencia. Motivo por el cual, a la vez, a nuestro diálogo interno con la verdad se lo puede denominar ‘orar’ y, a los pensamientos mismos, ‘oraciones’.


CREER SIN CREER es la clave de un pensamiento afirmativo. Es decir, de un pensamiento que tiene a la abundancia como principio y a la verdad como destinatario exclusivo de nuestro diálogo interno. Ello es así porque tanto la abundancia como la verdad resultan meros postulados de una razón nueva, novedad que se afianza progresivamente sin que la sostenga fundamento alguno. Y cuando la abundancia y la verdad se convierten en creencias trastocan, lamentablemente, de manera expresa en su contrario.

La razón que se apoya en certezas sólo cree en lo que le falta y en el padre de la mentira que la induce a creer en su propio designio para lograr suplirlas. En la abundancia y en la verdad, en cambio, sólo se puede creer sin creer: de vez en cuando puede que aparezcan algunas promisorias señales, apariciones de estrellas de Belén y anuncios de cambios de Eras que de pronto entusiasman y ordenan nuestra templanza, pero en definitiva estas señales sólo alcanzan a recordarnos que nos movemos danzando siempre la incertidumbre y que lo que llamamos 'fe' es un mero bastón con el que vamos tanteando a ciegas el camino que ella misma crea.

Si la fe es una senda angosta es porque quien por ella se aventura ha de verse a sí mismo constantemente tentado por el vértigo que representa el desánimo de no creer en absolutamente nada y, a la vez, la repetida ilusión de haber hallado algo en que poder creer. De ambos abismos nos libra la verdad.

miércoles, 4 de noviembre de 2020

SER EN EL COSMOS


La profecía del fin del sentido del mundo realizada por Jean-Luc Nancy, hace ya casi tres décadas, resonó con toda potencia a partir del 2020 cuando, al encontrarnos por primera vez ante la apremiante y total ausencia de referencias esenciales, de improviso fuimos muchos quienes tomamos nota de que lo tenido hasta entonces como ‘normal’ era justamente el problema. Lejos de presentarlo como una admonición apocalíptica, Nancy vio en este fin de referencias con qué poder brindar un sentido al mundo, sin embargo, la oportunidad de encontrarnos con el mundo mismo para dejar al fin de interpretarlo y comenzar a habitarlo: es decir, para dejar de prestarle o darle un sentido y entrar propiamente en ese don de sentido que es el mundo en sí mismo.

Como si nada hubiera ocurrido, sin embargo, apenas dos años después del 2020 hemos vuelto a postrarnos desaprensivamente ante la normalidad y a confiar otra vez en la Democracia, las Ley y el Estado como los supuestos paladines del sentido. A la vez, y por contraposición, también han recrudecido y proliferado actitudes que se pretenden antisistema pero que permanecen presas ellas mismas de la ilusión de ofrecer un nuevo sentido y conformar un nuevo sistema, motivo por el cual parece útil repasar lo que para Nancy está implicado, entonces, en una transformación que se desligara sincera y realmente de toda interpretación, siendo el el hoy por demás urgente asunto que resume la cuestión trabajada en su obra de 1993, El Sentido del Mundo:

Lo que Marx pensaba a título de 'transformación' todavía permanece capturado, si no por completo al menos ampliamente, en una interpretación, aquella de la auto producción de un Sujeto de la historia y de la Historia como sujeto. En adelante 'transformar' debe querer decir 'cambiar el sentido del sentido', pasar del tener al ser, por decirlo así todavía una vez más. Lo cual quiere decir, también, que la transformación es una praxis, no una poiesis; una acción que efectúa el agente, no la obra

Sólo el fin del sentido del mundo es lo que puede abr irla ‘praxis’ implicada en el mundo del sentido, dice Nancy, porque el ‘sentido’ de una praxis no está en el resultado (la obra) sino, precisamente, fuera de toda significación. Pero éste sustancial cambio de sentido del 'sentido' implica entonces modificar sobre todo el registro, a la vez, de la categoría de verdad, dado que el paso de la interpretación a la transformación, que supone habitar el sentido, exige tomar nota de que mientras la verdad puntúa en el presente, el sentido simplemente encadena el movimiento por el cual el ser viene a la presencia:

Con respecto a esto, y bajo el ángulo que adopto en este momento, es indiferente que la verdad se determine como adequatio o bien, con Heidegger, como aletheia: en los dos casos, se trata de presentación. Seguramente esta caracterización no le hace entera justicia: se requiere mucho más para el análisis heideggeriano de la aletheia (...). Pero también sólo será posible hacerle justicia a esta aletheia a partir de una reserva de principio como la que ahora traigo a colación. Esta reserva concierne a lo que aún se adhiere a la verdad--aletheia ('velamiento/develamiento') así como a toda especie de verdad que se halle en el orden de la presentación, de la puesta-a-la-vista, de la exhibición o de la manifestación.

Si bien la influencia de Heidegger ha sido avasallante para todos los grandes pensadores que vinieron a continuación suyo, Nancy es sin duda quien se mantiene más fiel al espíritu de su propuesta ontológica aún cuando, como verdadero discípulo, lo que él intenta - y sobre todo en este texto donde explora las implicancias del sentido del mundo - es dar cuenta de las condiciones que hacen posible eso que Heidegger llamó en Ser y Tiempo una ‘situación’, esto es, el mundo al que el ahí del ser accedería, precisamente, a partir del estado de resuelto producto de la asunción de su propia finitud. Por eso, para Nancy es preciso dejar bien en claro la afirmatividad inherente al modo de darse el específico ‘en’ que adopta el mundo del estado de resuelto:

La finitud no es la finidad de un existente privado en sí mismo de su propiedad de consumación, tropezando y cayendo sobre su propio límite (su contingencia, su error, su imperfección, su falta). La finitud no es privación. Hoy día puede que no exista proposición que necesite más ser articulada, escrutada y experimentada de todas las formas posibles (…) Entonces 'finitud' debe decirse de lo que carga con su fin como si le fuera propio, o de lo que está afectado tanto por su final (límite, cesación, fuera-de esencia) como por su fin (meta, terminación, tope) -y de quien allí es afectado, pero no a la manera de un hito impuesto desde otro lugar (del afuera de una supuesta inmanencia esencial infinita de la esencia para sí misma, del afuera de la essentia absoluta y nula), sino como proveniente de un trance, de una trascendencia o de un paso a otra vida inscripto desde el origen, y a tal punto originario que allí el origen ya está desprendido, también él, transido en primer lugar por el abandono.

El ser-essentia tiene su fin en sí mismo, dice Nancy, y por este motivo está finalizado, acabado, rematado y perfecto, infinitamente perfecto, y por eso también es pura verdad pero, justamente por ello, también, se trata de una verdad privada de sentido. De esta forma, si queremos dar una suerte de definición de lo que el sentido significa desde esta perspectiva podemos resumirlo diciendo que es la propiedad de la finitud en tanto existencia de la esencia. O mejor, que el sentido es que el existir sea sin esencia, es decir, que el existir sea para eso que no es esencialmente, o sea, para su propio existir:

El existir está expuesto -es esta exposición misma-, no en relación con un riesgo venido del afuera (ya está afuera, es el ser-en-el-afuera), ni a una aventura en el elemento extraño (ya es el ser-extraño o extrañado), a la manera de la conciencia hegeliana [que, sin embargo, también ha comprometido la historia moderna de nuestra finitud): está expuesto à, y por, el ex que en verdad es, expuesto á, y por, esta desfallecencia de esencia más antigua y más afirmativa que ninguna constitución de esencia, y que lo constituye, es decir, que lo arroja al mundo, a sí mismo en tanto es el ser-en-el-mundo, y lo arroja en el mundo, en tanto el mundo es la configuración o la constelación de ser-a en su singular plural.

Para Nancy, el ahí del ser que somos al existir conforma un área, de modo que su ‘realidad’ se da en el modo de lo que él llama una ‘arrealidad’. Es así que ser es cuerpo en el especial sentido que para la existencia ello representa: no algo 'incorporado' ni 'encarnado', ni siquiera en 'cuerpo propio', sino simplemente cuerpo, y contando en su haber, por lo tanto, su propio afuera, diferente. Este espaciamiento propio de la existencia, dice Nancy, no es la provocación de una demora, o una temporización necesaria para la efectuación final del ser, porque la muerte no termina propiamente hablando con la existencia sino que habría que decir, más bien, que impide que se haga esencia. De manera que el mundo al que accede el ahí del ser, una vez que asume su finitud, es el mismo mundo al que indefectiblemente se abre también en su modo de ser impropio, aunque a la vez resulte sustancialmente diferente la forma como es percibido:

No ocupamos el punto de origen de una perspectiva, ni el punto dominante de una axonometría, pero tocamos por todos lados, nuestra mirada toca sus límites por todos lados, es decir, a la vez, indistinta e indecidiblemente, toca a la finitud expuesta del universo y a la infinita intangibilidad del borde externo del límite. En adelante, visión del límite, es decir, visión al límite -según la lógica del límite en general: tocado es pasado, y pasado implica nunca tocar su otro borde. El límite ilimita el pasaje al límite. Un pensamiento del límite es un pensamiento del exceso.

El mundo al que se abre el ahí resuelto del ser dista mucho de ofrecerse como una guarida. Mas bien, es todo lo contrario: en sí mismo éxtasis, carece de límites limitantes dado que los límites mismos han cambiado de forma o de función, arrastrando el mundo mismo con ellos. Por lo que Nancy expresa, da la impresión entonces de que la propia noción de ‘ser en el mundo’ queda entonces demasiado apretada para expresar la finita infinitud del ahí del ser, y pareciera que, más que de un ser en el mundo, sería preciso hablar ahora de un ser en el cosmos:

Mientras que antaño el mundo tenía la reputación de tener su sentido fuera de sí o solamente en sí, en adelante lo tiene o lo es en sus confines, en tanto red de confines. En los confines: ni kosmotheoroi, ni kosmopoietes, sino cosmonautas, o mejor aún, como ellos (y ellas) prefieren decirlo de modo significativo, espacionautas. Del sentido como navegación en los confines del espacio -más que como retorno a Ìtaca.

En este nuevo marco de situación, la 'cuestión de la técnica' no es para Nancy otra cosa que la cuestión del sentido en los confines. Porque la técnica es precisamente aquello que no es ni theoria, ni poiesís: es decir, aquello que no asigna el sentido ni como saber, ni como obra. La techne, al contrario, pone en marcha la venida, la diferancia de la presentación, retirándole, del lado del origen, el valor de una 'auto', y del lado del fin, el valor de la 'presencia'. El mundo de la técnica, e incluso el mundo 'tecnificado', no sería por tanto la naturaleza abandonada a la violación y al pillaje. Todo lo contrario, es el mundo volviéndose cosmos, es decir: ni 'naturaleza', ni 'universo', sino 'tierra' en permanente fuga hacia adelante, hacia atrás y hacia los costados, sin siquiera un ‘mismo’ desde el cual partir, sino un puro y eterno éxtasis:

Ni errancia, ni error, el universo corre sobre sus huellas. Eso es todo. Es como si todo el sentido nos fuera propuesto a través de una monstruosa física de la inercia, en la que un mismo móvil se propagaría en todos los sentidos a la vez ... En adelante, todo el asunto del sentido, todo nuestro asunto con el sentido, consiste en que efectivamente nos es propuesto de esta forma. No dado, sino precisamente propuesto, ofrecido, tendido desde lo lejos, desde una distancia quizás infinita.

Nancy entiende que por este motivo habría que involucrar aquí a Heidegger, y discutir en definitiva lo que el Dasein debe o no guardar de los caracteres de un sujeto, es decir, de un hombre, incluso de un centro o de un fin de la naturaleza y de la 'creación'. Y advierte que las categorías utilizadas en el Curso “Los conceptos fundamentales de la metafísica” le parecen muy frágiles: 'la piedra es sin mundo', 'el animal es pobre en mundo', 'el hombre es configurador de mundo'. Estos enunciados no hacen para Nancy justicia a la constatación de que el mundo fuera del hombre -bestias, plantas y piedras, océanos, atmósferas, espacios y cuerpos siderales- es mucho más que el correlato fenomenal de un poner a disposición, de un tomar en cuenta o bajo cuidado por parte del hombre: la noción del mundo fuera del hombre precisa para Nancy ser entendida, al contrario, como la exterioridad efectiva sin la cual la disposición misma del sentido, o en el sentido, no tendría... sentido:

Se podría decir que él -el mundo fuera del hombre- es la exterioridad efectiva del hombre mismo, si la fórmula debiera ser comprendida sin restituir, desde el hombre al mundo, una relación de sujeto a objeto. Pues de esto es de lo que se trata: de comprender el mundo no en cuanto el objeto o en tanto el campo de acción del hombre, sino como la totalidad de espacio de sentido de la existencia, totalidad ella misma existente, incluso si no es bajo la modalidad del Dasein.

Esta comprensión cosmológica capaz de sacar al hombre del centro propuesta por Nancy no significa caer en ningún animismo. Supone, sin embargo, y esto consistiría el aporte fundamental de su filosofía, un cambio revolucionario de la forma como somos en relación. Para el ser en el cosmos la piedra no 'tiene' sentido, pero el sentido sí toca la piedra: incluso se choca con ella, y eso es lo que nosotros hacemos aquí. En cierta forma, por lo tanto, el sentido es para Nancy propiamente el tacto. Un ‘tacto’ que precisa sin embargo ser comprendido, a la vez, y en la doble acepción de la palabra, implicando tanto un toque como una actitud de respeto. Y dado que tener el sentido o el tacto sería la misma cosa, con el sentido hay que empezar a tener en consecuencia el tacto de no tocarlo demasiado, una delicada y urgente cuestión a tener en cuenta que, citando a Borges teniendo humildemente el tacto de no nombrarlo, Nancy señala que es algo de lo cual los filósofos no hacen precisamente gala:

Hay una manía, o como se la quiera llamar (paranoia, melancolía, obsesión) del sentido que también asedia a la filosofía. O más exactamente: por razones estructurales y no accidentales la filosofía no habrá podido no estar loca del sentido. Pero esa misma es la chance cuya cara interior es su riesgo: el riesgo del enloquecimiento/la chance de una locura de sentido. "Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos..."



(*) Todas las citas corresponden a Jean-Luc Nancy, El Sentido del Mundo, 1993


sábado, 17 de octubre de 2020

PRESTANDO OÍDO A LA LLAMADA DEL SER


1- Cuando vuelvo a casa en auto por Muñiz topo a veces con un grupo de limpiavidrios muy peculiar. No sólo son sumamente amables, sino que se juntan en torno a un hombre ya mayor, sentado contra una pared con el barbijo rigurosamente bajo la pera, al que las otras tardes le escuché decir con voz magnífica que la muerte le había dado toda la vida de ventaja porque estaba muy segura de su victoria.

No por ya hecha una frase pierde su fuerza cuando quien la pronuncia se esconde en ella para vencer el pudor a manifestar su intimidad desnuda. Y yo, que como buen alma bella recién estoy aprendiendo a admitirme mortal, alcancé a percibir en el corto cambio de luz del semáforo que la jovial profundidad de su voz delataba una sabiduría no proveniente de la certeza de su final en un futuro indeterminado sino, más precisamente, del desafío implícito en la idea de vivir de alguna manera al revés: no del verde al rojo, sino del rojo al verde.

"¿Cómo vivir en relación al fin - me pregunté poniendo resignadamente primera - cuando el fin no es tomado como eso que señala lo que termina sino, antes bien, aquello por lo cual ahora nada del presente ya nos determina?"

De regreso en casa tomé el libraco verde de Borges para releer “El Milagro Secreto”, ese cuento en el que un checo termina su novela durante un año milagroso que transcurre desde que es llevado al paredón de fusilamiento por la Gestapo y el instante en que efectivamente llega la descarga, y me dejé emocionar por el trabajo indudablemente absurdo que el sentenciado se toma al no disponer sino de sí mismo como probable lector.

De alguna manera, pensé, la vida en relación al fin quizás sea ese mismo milagro secreto para todos, aún cuando no todos sabemos muy bien si lo que tiene de milagroso y de secreto aplica sólo al tiempo comprendido entre dos fechas o, mas bien, al tiempo nuevo que resulta de anticipar nuestro propio haber sido como un secreto a voces de cada instante.


2- Si hoy quisiéramos escenificar de forma actualizada a la 
Alegoría de la Caverna encontraríamos, tal vez, que sus sombras, el fuego y el sol no serían tan importantes como un elemento supuestamente secundario al que pocas veces le prestamos la necesaria atención: las cadenas, esas cadenas que le impiden al prisionero girar para descubrir que lo que ve son sombras y que lo que toma por realidad es sólo un hueco en la tierra. ¿De qué están hechas las cadenas? ¿Cómo se pueden cortar, en todo caso?...Spinoza planteó implícitamente estas mismas preguntas a Platón dos mil años después de manera más perentoria: ¿por qué servimos a lo que nos esclaviza?...

A esta cuestión, sin duda la cuestión política por excelencia, M. Heidegger ofrece en Ser y Tiempo, si bien elípticamente, una acabada respuesta cuando analiza las condiciones por las cuales el ahí del ser se mantiene perdido en ese símil contemporáneo de la Caverna como son las habladurías del sentido común: esas cadenas está hechas del miedo a la muerte y a la inhospitalidad de la existencia. Por una extraña ironía, sin embargo, dicha respuesta se asemeja mucho a lo que hoy se considera algo así como la invocación por excelencia de la vida plena de los manuales de auto ayuda: “¿qué harías si no tuvieras miedo?”… Pero esta exhortación a la valentía tan característica de la condición de vida neoliberal, implícita también por supuesto en el “Just do it” de la mundialmente famosa publicidad, no sólo es opuesta a lo que a Heidegger le preocupa analizar sino que las formas mismas como se manifiestan hoy lo valioso para él supondrían, precisamente, la expresión cabal de nuestras cadenas.

Enfrentar a la muerte no consiste para Heidegger la simple aceptación de que nos vamos a morir, sino el develamiento de que nuestro poder ser resulta atravesado íntimamente por una imposibilidad. La muerte, en tanto "posibilidad de nuestra imposibilidad", no significa entonces que de alguna manera podemos hasta eso que no podríamos ser sino, más sutilmente, que el 'poder' que nos es propio de alguna manera y, en algún punto, resulta paradójicamente a la vez impotente. Y eso no nos lo revela el hecho de que vamos a morir: lo que a Heidegger le interesa señalar no es tanto la muerte en sí, sino la mortalidad, es decir, y en última instancia, no lo que nos saca la vida sino lo que nos singulariza. La muerte es nuestra posibilidad más propia para él, en consecuencia, no por su inevitabilidad, sino porque sólo en tanto siendo en relación a nuestro fin es como nosotros captamos apropiadamente la peculiar naturaleza de nuestro insólito poder ser.

Si tememos a la muerte, nos está advirtiendo Heidegger, no es tanto porque nos duela nuestro fin: mas bien, lo que nos duele es existir. Y si la negamos es porque nos conecta en definitiva con el primer ‘no’ implícito en nuestro ser en el mundo. Más que forzarnos a aceptar la muerte, el cuidado, como estructura existenciaria, no se reduce por eso para una analítica existenciaria a un tomar conciencia de que vamos a morir - por lo cual tendríamos, supuestamente, que aprovechar al máximo nuestras posibilidades - sino que, al revés, es lo que nos exige un vivir nuestra vida como un simultáneo morir desde el nacimiento mismo.


3- Pero la muerte, en definitiva, representa sólo el primer ‘no’ a nuestra omnipotencia, ese que, siguiendo con la analogía de la Caverna platónica, sería el que una vez superado permite recién girar la cabeza y enfrenta ahora al prisionero con el fuego. Entonces aparece el segundo ‘no’, uno más terrible que el anterior aunque de alguna manera ya por él prefigurado y que supone para Heidegger darnos cuenta que tenemos que aprender el curioso malabar de ser el fundamento de nosotros mismos sin ser, sin embargo, sus dueños.

Si bien es cierto que reconocer y romper nuestras cadenas exige, de alguna manera, eso que nombramos general y livianamente ‘valentía’, la de la que nos habla Ser y Tiempo es de una calidad por completo diferente a ese aprovechar al máximo nuestra vida y ese ser dueños de nuestro destino con que se nos presenta el mandato neoliberal: esos valores representan justo eso que para Heidegger nos mantienen sordos a la llamada de la conciencia o del ser, como la nombrará en años posteriores (1). Sólo reconociéndonos deudores o culpables - palabras que el idioma alemán no distingue - es como terminamos al fin prestando oído a la llamada del ser dado que, para usar una metáfora quizás un tanto bizarra, somos propiamente en el mundo en tanto y en cuanto nos comportemos, legítimamente, como una suerte de okupas de nosotros mismos.

Si reconocernos deudores es en definitiva el resorte que nos libera de nuestras cadenas, ello no significa que lo seamos por permanecer en la esclavitud y separados en consecuencia de nuestro más propio sí mismo. Al contrario, para Heidegger la deuda que nos define no tiene una connotación moral sino existenciaria, y por eso da cuenta no de una falencia o una falta que debería ser reparada sino, al contrario, de la característica más original de la existencia y, por consecuencia, el motivo también por el cual ella es en última instancia técnicamente cuidado.

La consideración ontológica heideggeriana tiene la virtud de evitar cualquier confusión por la cual el cuidado podría ser interpretado como una suerte de negocio capaz de mimetizarse, en última instancia, con la idea neoliberal que adjudica al hombre un capital que debe ser utilizado y sobre todo maximizado, haciendo del héroe posmoderno el ser que mejor se explota a sí mismo. Todo lo contrario, si el cuidado es en definitiva sinónimo de la existencia para Heidegger es porque la doble carga de reconocernos mortales y deudores supone tener que evitar constantemente la tentación de sacárnosla de encima ignorando que portamos la diferencia ontológica como nuestra más íntima y propia forma de ser.

Tanto la Caverna, como el sol fuera suyo, forman parte del mismo mundo en el que como ahí del ser justamente somos. Por eso en escritos posteriores a Ser y Tiempo (2) Heidegger destaca la vuelta a la Caverna de quien ya salió como el momento principal de la Alegoría: esto es así no sólo porque sea importante políticamente sino, sobre todo, porque es preciso destacar que la llamada del ser no proviene de algo exterior a nosotros, es decir de algo supuestamente fuera de lo que en tanto seres en el mundo somos, sino del ahí del ser que tanto en la Caverna como a la luz del sol en cada caso somos.

Sería muy alejado del espíritu de lo que Heidegger pretende advertirnos traducir la llamada del ser a un mensaje para reconocernos mortales y deudores y tomar debida nota, así, del doble ‘no’ que califica a nuestro poder ser. Por el contrario, en Ser y Tiempo es muy claro y explícito cuando señala que la llamada del ser no tiene contenido alguno porque consiste, simplemente, en llamarnos a silencio, o sea, más específicamente, en callar el ruido interno que nos impide escucharla. Todo lo que sucesivamente ocurre una vez que le prestamos oído, en consecuencia, y vivimos en su escucha, es producto de una decisión y depende, pura exclusivamente, de cada uno de nosotros.


(1) “¿Qué es la filosofía?”
(2) “Doctrina de la verdad según Platón” y “De la esencia de la verdad: sobre la parábola de la Caverna”

LO QUE EL CUIDADO CUIDA




1- El 'cuidado' resulta una noción que se puso en boga gracias a M. Foucault, quien en el último cuarto del siglo pasado enfocó sus investigaciones sobre la verdad y el poder invirtiendo ligeramente el sesgo que tenían al comienzo y, en lugar de analizar ya las relaciones entre el sujeto y los juegos de verdad a partir de prácticas coercitivas se abocó a considerar, entonces, los juegos de verdad desde un punto de vista productivo: como prácticas de libertad. Con la meticulosidad histórica que lo caracteriza, Foucault emprendió el análisis de las transformaciones personales necesarias para el acceso a la verdad que se dieron a lo largo de diferentes momentos, destacando que ya incluso para Platón el conocimiento de sí estaba en cierta forma subordinado al ‘cuidado de sí’ puesto que el principio délfico ‘Conócete a ti mismo’ no era un principio abstracto sino un consejo práctico, es decir, una regla que había que observar para consultar al oráculo. ‘Conócete a ti mismo’ en última instancia quería decir, según Foucault, ‘No supongas que eres un dios’.

Quien primero rescató esta noción técnica del 'cuidado' fue sin embargo M. Heidegger cincuenta años antes indicando, en la misma línea que siguió luego Foucault y señalando las mismas fuentes griegas y romanas como prueba, la necesidad de revisar el prejuicio que supone la concepción tradicional del hombre como un ‘animal racional’. Y el tratamiento heideggeriano de la cuestión posee una radicalidad incuestionable puesto que no sólo da cuenta de cómo ha podido ser el cuidado puesto a un costado por el conocimiento sino que, fundamentalmente, indaga las condiciones a partir de las cuales dicho concepto necesita ser considerado como la categoría capaz de expresar de la mejor manera la existencia.

Podría decirse que, mientras para Foucault el cuidado se relaciona básicamente con prácticas de libertad, en tanto estructura existenciaria central de la ontología fundamental el cuidado representa, en cambio, la condición de posibilidad de dichas prácticas. Y también, permitiéndonos un salto comparativo que Heidegger no explicitó, podría argumentarse quizás que, así como el deber representó para Kant el criterio de discriminación del ámbito práctico, el cuidado indica para Heidegger el criterio de discriminación del ámbito existencial.

Tal como Heidegger nos plantea la cuestión, no nos cuidamos porque existimos sino que, a la inversa, existimos porque somos propiamente cuidado. Es un enfoque entonces sustancialmente diferente al foucaultiano que, puesto que las prácticas de sí ya poseen en sí sus respectivas teleologías éticas como fundamento, tal vez nos sirva no tanto para explicarlas sino para aventurar, mas bien, la posible sustancia ética de unas problematizaciones morales que ni el propio Foucault se animó a pensar: las de nuestro descarriado presente.

Heidegger no distingue el cuidado de sí del cuidado del otro ni siquiera del cuidado de todo lo que nos rodea: afirma textualmente que son tautológicos. Y la manera por la cual llega a esta conclusión consiste en advertir que, de últimas, todas esas formulaciones no son sino otros tantos modos de darse el ser de la existencia misma. Lo que el cuidado cuida, en todo caso, es por lo tanto el existir como tal, lo cual no es otra forma de decir que lo que el cuidado cuida es de sí mismo.

2- Si la estructura del cuidado resulta tan fundamental para Heidegger, y da cuenta de la existencia como una totalidad, es porque comprende tres existenciarios íntimamente relacionados a su vez entre sí como son la caída, la angustia y la verdad. De manera tal que el enfoque ontológico del cuidado no consiste otra cosa que el despliegue del encuentro del ser en el mundo, esto es, ni una determinada práctica ni tampoco una concepción teórica, sino algo que sin duda habrá de amalgamar lo teórico y lo práctico y hallar en ello, sobre todo, su razón de ser.

Justo porque el cuidado se establece sobre la base del encuentro del ser en el mundo, salta a la vista que dicho encuentro no es precisamente armónico y libre de interferencias. Es porque se deja herir por el mundo que Heidegger dice que el ahí del ser “cae” en el mundo despersonalizándose, es decir, que se deja absorber por él de forma tal que su apertura se convierte en su contrario al dejarse guiar por las habladurías, la avidez de novedades y el relativismo que caracterizan al sentido común.

Heidegger nos advierte que la caída misma es un existenciario. Esto significa en primer lugar que no tiene ninguna connotación moral dado que se refiere más que nada a como comprendemos el mundo de manera impropia, es decir, a partir de lo que se dice, de lo que se supone que está bien, de lo que nos hacen creer que pensamos. Pero en segundo lugar, y esto es quizás lo fundamental, la caída es un existenciario en el sentido de que no es algo que haya o no ocurrido en momento alguno, sino que ser en el mundo es, de manera ineludible, ser de una manera u otra cadente.

El encuentro del ser en el mundo, en que consiste en definitiva la sustancia de la existencia, resulta por esencia oscilante y, por lo tanto, inevitablemente inestable. Suponerlo de otra manera sería una contradicción en los términos en tanto todo comprender es afectivo y por ende siempre un determinado ‘ahí’ que implica, en cada caso, un también determinado ‘poder ser’. Es precisamente este ‘ser posible’ lo que define a la existencia como puro proyecto, es decir, como proyecto que sólo proyecta la posibilidad como posibilidad, sin contenido alguno como soporte. Y teniendo esta ausencia de soporte como marca, o esta inestabilidad como suerte, no es raro entonces que la caída sea en consecuencia una tentación irresistible para librarnos de la angustia que dicha falta de fundamento nos ocasiona.

La ‘angustia’ en tanto existenciario no tiene una causa determinada como sí ocurre con el miedo: el único motivo de la angustia es ser en el mundo y, por eso, lo amenazador para ella no está en ninguna parte. Pero es precisamente este no lugar de la angustia lo que nos abre propiamente al mundo, en consecuencia, al descubrirnos la mundanidad como tal. Parafraseando otra vez - quizás irresponsablemente - la específica relación kantiana entre la libertad y la ley moral cabría ahora decir entonces que, si la angustia es la ‘ratio essendi’ de la caída, la caída resulta a la par, en última instancia, la ‘ratio cognoscendi’ de la angustia revelando al ‘ahí’ del ser la responsabilidad ante su más peculiar poder ser.

La angustia nos singulariza. Nos saca de la caída en el uno impersonal, y por eso dice Heidegger que la intemperie en la que nos sentimos arrojados debe ser considerada como nuestra disposición afectiva más original. Pero entre la angustia y la caída hay una solidaridad inexcusable puesto que la una no se da sin la otra, y nuestro estado más propio no consiste más que en tomar nota de una impropiedad que nos resulta también constitutiva.

4- Aún pudiendo expresar el desencuentro que caracteriza nuestro ser en el mundo diciendo que vivimos entre la espada de la caída y la pared de la angustia, la imagen no alcanza a ser del todo fiel dado que la intemperie manifestada por la disposición afectiva de la angustia poco tiene en común con una pared: más bien, ella nos coloca en situación itinerante, sin casa posible, nómades con la impresión de que cualquier bajo techo circunstancial sólo puede brindarse como lo que nos desarraiga y nos coloca, siempre, en la actitud más propia de la falsedad.

Más que la manera por las cuales cedemos a la tentación de ser absorbidos por el mundo adoptando la forma impersonal del uno, lo que la angustia pone de manifiesto es que las habladurías, la avidez de novedades y el relativismo tienen como denominador común la falsedad porque se basan, en definitiva, en alterar el encuentro en el mundo al adoptar como evidente y exclusivo el criterio correspondentista de verdad. Si para Heidegger la ‘verdad’ no es algo entonces de orden meramente lógico sino que, justamente, responde a la modalidad de un existenciario, es porque la verdad resulta no sólo el modo de darse efectivo de nuestro ser en el mundo en la forma de un constante develamiento comprensivo de lo que es, sino que ella expresa incluso la forma como nuestro nuestro propio poder ser se manifiesta en la medida en que debemos suponernos incluso a nosotros mismos.

La caída en la falsedad resulta posible sólo en tanto y en cuanto ser en el mundo es ser en la verdad. Lejos de ser la falsedad una demostración de que la verdad es imposible, para Heidegger la falsedad no es entonces sino la demostración más plena de que la verdad existe y, sobre todo, que no resulta más que un episodio en el que ella se ausenta. El cuidado es entonces quien sostiene esta concepción afirmativa que del ser en el mundo, y cualquier hipotética argumentación sobre unas problematizaciones morales contemporáneas deberán sin duda partir de esta concepción no dualista que hace del conflicto existencial una esperanza sin redención alguna pero, por eso mismo, capaz de mantenernos simplemente en el camino de eso que J. Derrida llamó luego, tan apropiadamente, una ‘mesianicidad sin mesianismo’, esto es, sin contenido alguno que garantice su fuente.

martes, 22 de septiembre de 2020

LA DANZA DEL SER


Al rescate de Kairós

1- La dificultad principal que presenta Heidegger, aparte de la necesidad de conocer a groso modo toda la literatura filosófica anterior a él y, por supuesto, la de su manera deliberadamente criptica de expresarse consiste, a mi modo de ver, en la de poder hacernos eco genuinamente del preguntar de su pregunta por el ser. A mí, en lo personal, es algo que, como hombre seguramente de término medio que soy, alienado por supuesto en la publicidad y aferrado con humilde desesperación al uno, me tiene absolutamente sin cuidado.

Si tuvo en vilo a Platón y Aristóteles y luego la dichosa pregunta por el ser cayó en el olvido, o si se conservó lo que ambos ganaron de forma silenciosa hasta Hegel, no es algo que me modifique íntimamente, y si se convirtió en algo comprensible de suyo, por lo tanto, me parece a primera vista algo razonable. Heidegger mismo - por suerte - nos lo advierte: “el preguntar puede llevarse a cabo como un ‘no mas que preguntar’ o como un verdadero preguntar”. Y, como si nos leyera la mente, en seguida señala cómo distinguir una cosa de otra: “como un buscar que es, ha menester el preguntar de una dirección previa que venga de lo buscado”.

De forma inmediata, por supuesto, ésto no sólo no ayuda a preguntarnos la pregunta verdaderamente sino que incluso la oscurece: ¿cómo es posible que, aquello de lo que se pregunte, sea quien nos haga plantearnos la pregunta?… En tanto criterio de veracidad resulta bastante flojo, no sólo porque resulta un fundamento cuasi místico sino, sobre todo, porque parece caer de manera desembozada en la falacia de la petición de principio, pretendiendo demostrar lo que ya da por sentado. Pero ésto a Heidegger no se le escapa en lo más mínimo. Por eso señala que “en el hacer la pregunta que interroga por el sentido del ser no puede haber ningún circulus in probando, porque en el responderla no se trata de una fundamentación, sino de un poner en libertad un fondo que muestra ese fondo”.

Acá la dificultad llega a su punto máximo. Heidegger nos pide que formulemos una pregunta que nunca nos la hicimos, que no la hagamos luego de la boca para afuera y, para colmo, que al hacerla no tengamos la pretensión de responderla. Sólo una curiosidad de tipo más literario que propiamente filosófica puede motivarnos a continuar entonces leyéndolo: todo es tan extraño que mueve más a la aventura que a la reflexión. ¿Cuál es el fondo que hay que poner en libertad?… La pregunta por el sentido del ser, si bien ha de ser genuina, parece estar preguntando para Heidegger por esa otra señalada pregunta. Y si ésto es efectivamente así, la cuestión del sentido del ser y el rescate de su olvido no resulta tan importante ella en sí misma sino, en definitiva, y casi retóricamente, entonces, por lo que ella habilita.

2- Si la cuestión del ser me resulta, como asumido hombre de término medio que soy, algo para mí irrelevante, y confieso sin pudor alguno, en consecuencia, mi evidente ceguera ontológica, la cuestión del tiempo, en cambio, me desveló desde siempre. En primer lugar me asombra su pasar y, por ello, me interesan todas esas teorías que dan cuenta del mismo como flecha o como círculo y las que afirman o niegan su carácter objetivo. Pero sobre todo me obsesiona eso que las concepciones espirituales llaman - a falta de otro nombre - ‘ahora’ o ‘estado de presencia’ para dar cuenta de una concepción del tiempo que no apunta ya a su pasar.

Los intérpretes de Heidegger se esfuerzan por resaltar que su análisis de la existencia no es un fin en sí mismo sino sólo una vía para la pregunta por el sentido del ser en general, pero dejan para mí de lado que tan importante como eso resulta destacar que la pregunta por el ser tampoco resulta ella un fin en sí misma, sino como vía para reflexionar sobre el tiempo. Mas que rescatar del olvido a la pregunta por el sentido del ser, en consecuencia, me parece que lo que hace de Heidegger un pensador fundamental es el rescate de la pregunta por el tiempo. Eso fue lo que cambió, a partir de él, a la filosofía para siempre.

No sería demasiado justo decir que Heidegger inaugura la pregunta por el tiempo. En verdad, ya en la Metafísica de Aristóteles el tiempo juega un rol fundamental puesto que toda ella se aboca a dar una razón al cambio y es el tiempo lo que ofrece su medida. Lo que hace original la propuesta de Heidegger es que rechaza precisamente dicha subordinación del tiempo a continente del movimiento, patrón exclusivo de toda metafísica a partir de entonces. Pero tampoco sería correcto indicar que lo que hace Heidegger es dar otra concepción del tiempo porque él, mas bien, lo que pretende es inaugurar la reflexión de un tipo distinto de tiempo, uno que no se define ya como sucesión cronológica sino como advenimiento.

Los griegos tenían dos deidades para referirse al tiempo. Cronos, que se manifestaba cuantitativamente, y Kairós, que lo hacía cualitativamente. De esta manera se hace recién evidente que lo que hace de la lectura de Ser y Tiempo una aventura consiste, no una refutación de Cronos, sino el rescate de Kairos. Tal como ocurría con la pregunta por el sentido del ser, dicho rescate resulta también una vía con doble mano. Por un lado, Heidegger acude a Kairós para poder replantear la pregunta por el sentido del ser de manera diferente a la que imperó bajo el dominio de Cronos. Por otro lado, es Kairós quien se manifiesta para que dicha pregunta por el sentido del ser resulte posible de ser planteada desde otra perspectiva. 

¿Donde se manifiesta Kairós?: en la existencia. Si hay un ser que posee una preeminencia óntica, es decir, por sobre cualquier otro ente, y resulta por ende el camino para formular la pregunta por el ser en general, es porque la comprensión del ser es ella misma en él ‘una determinación de ser’. Pero dicha preeminencia, ahora ontológica, que define su “ser en el modo de un comprender el ser” resulta del hecho de que “la definición de la esencia de este ente no puede darse indicando un ‘qué’”, de manera tal que “se comprende siempre a sí mismo partiendo de su existencia”, es decir, “de una posibilidad de ser él mismo o no él mismo”. Si el ser que existe es un ‘ahí’ para el ser es entonces porque “la existencia se decide exclusivamente por obra del ‘ser ahí’ mismo del caso en el modo del hacer o del omitir”.

Es esta inestabilidad radical de la existencia lo que descubre a Kairós como su manifestación, al que los griegos tan bien representaban como un dios pequeño, con alas en la espalda y en los pies, un mechón en la frente y calvo detrás, portando graciosamente una balanza desequilibrada: era la deidad de la ocasión propicia, del momento apropiado, de la oportunidad que pasa volando y de la que hay que tomarse por tanto de los mechones de la frente porque cuando pasó la oportunidad ya se perdió, y cuya balanza sin ton ni son oscila tal como lo hace nuestro propio humor entre el estupor y el agradecimiento por el regalo de existir.


La danza del ser 

1- Ser en el espacio
La pregunta por el sentido del ser me deja siempre como a un hombre de las cavernas que desconoce que no conoce el fuego: no entiendo lo que pregunta la pregunta. Con un carácter meramente operativo, le doy entonces el valor de un koan. Y la trabajosa lectura de la filosofía de Martín Heidegger se convierte así, para mí, en una meditación guiada por la que sin embargo sé que avanzo a ciegas.

Puedo entender, por cierto, que como comprendo que soy y que, por consiguiente, mi modo de ser coincide así con la posibilidad de no ser, resulto capaz de diferenciar aquello que es y el propio ser como tal. Y la propia invitación a describirme como un ‘ahí’ del ser es algo que, por suerte, también me agrada. Que me marea, al mismo tiempo que me despierta. No la entiendo tal vez muy bien, pero tiene sin embargo la virtud de otorgarle una dimensión nueva y prometedora a mi primera persona que inmediatamente agradezco. Siento que de pronto me hace perder pie, pero como si en ese traspié me hallase sin embargo al fin en mi elemento. Y se me ocurre que la idea de Heidegger puede resumirse un poco a esto: a advertirnos que el asunto que tenemos que atender con urgencia es la danza del ser que, como personas tanto como civilización, estamos vivenciando.

Dicha danza para mí comienza cuando advierto que no me encuentro en una relación indiferente sino pragmática con las cosas que me rodean. Esto es, que más que cosas resultan siempre propiamente útiles, dado que lo que las define no es su mero estar frente a mí sino el modo por el cual se me manifiestan: hasta puedo verlos incluso a ellos mismos usándose entre sí, formando un plexo de referencias que me permite, por ejemplo, entrar a una habitación y no ver meros ángulos y rectas sino captarla, en su totalidad significativa, a partir de un trasfondo que otorga un sentido a cada elemento. La danza del ser gana así impulso, entonces, no sólo al descubrir que somos indefectiblemente en el mundo, me parece, sino al descubrir al mundo mismo por primera vez como algo sobresaliente y digno de atención, lo cual en definitiva es descubrir y asombrarnos por el hecho de que haya sentido.

Lo que Heidegger llama ‘el fenómeno de mundo’ no es otra cosa que la constatación de que toda vivencia se da en un contexto significativo. En ello consiste básicamente el aporte que la Hermenéutica hace a la Fenomenología, y así resume precisamente el propio autor de Ser y Tiempo a Husserl, su maestro y mentor, la tesis que allí sostiene: conocemos las cosas gracias a una previa familiaridad con ellas mismas. Es en virtud de esta inclusión de nuestra práctica cotidiana que la comprensión del ser implícita en nuestro trato con el mundo no debe ser entendida teoréticamente entonces sino, más bien, como una hipnótica danza en la que el mundo y lo que somos se identifican al mismo momento que se diferencian.

A primera vista, este círculo hermenéutico se ofrece, probablemente, como un espacio sin espesor en el que mi ahí desaparecería aplastado. Pero ese efecto cambia cuando se advierte que es la razón misma por la cual, al contrario, me comprendo a mí mismo como el quien por el cual hay propiamente espacio. Porque, si bien como un ahí del ser ocupo indudablemente sitio, no lo hago por eso a la manera de lo que sólo puede presentarse a sí mismo, tal como los útiles que me rodean, sino al des-alejar lo que se me presenta y orientarme, siempre e inevitablemente, en el área donde todo se organiza enviándome señales.

El mundo no está ‘en’ el espacio. Sólo hay espacio porque hay mundo. Esto no implica, obviamente, que el mundo sea mi coto de caza privado: si ese fuese el caso, mi danza quedaría también inmediatamente sin fundamento. Si el espacio no es una simple pista para mi solaz es porque tampoco se deriva de una categoría que, como supuesto sujeto kantiano, imprimiría al mundo. En tanto ahí del ser no creo mágicamente al espacio sino que, al contrario, compruebo que tengo la determinación de ser espacial cuando entiendo que mi sitio no mienta un dónde, sino un danzar en torno.

2- Ser en común
Me comprendo a mí mismo como un ahí del ser cuando me sé siendo en el mundo. Pero ésto es algo que no sería posible de ninguna manera, por supuesto, si el mundo fuese sólo para mí. Si yo fuese su único habitante no podría preguntarme siquiera quién soy. Como mucho daría por sentado ser lo otro del mundo o, al revés, sólo algo más dentro suyo: en cualquiera de ambos casos, me tomaría a mí mismo sin embargo de esta forma como un mero dato, con lo cual mi mismidad se vería reducida así a aquello que pudiera mantenerse rigurosamente idéntico a través de las inclemencias del tiempo en ese supuesto mundo desolado. Por eso es que la danza del ser cobra su auténtico ritmo recién cuando descubrimos que, ser en el mundo, resulta con idéntica fuerza ser con los demás.

Ser con los demás es un verdadero torbellino. Yo no sé en qué medida estoy capacitado para describirlo porque reconozco en mí algunos síntomas de alarmante misantropía, pero como muchos críticos postheideggerianos han querido ver también este rasgo en Ser y Tiempo tal vez la cuestión pasa, precisamente, por comprender que tanto la misantropía como la filantropía resultan, ambas, dos modos extremos de cómo se da justamente nuestra danza con los otros. Otros que, como bien dice Heidegger, no son la totalidad de los restantes fuera de mí sino, mas bien, aquellos entre medio de los cuales propiamente soy.

Los otros no están para mí ‘en’ el mundo: el mundo, al revés, es lo que comparto con otros. Y me hacen frente destacándose con sus propias espaciamientos, esto es, siempre con sus originales ahí danzando con el mío, desalejándome y desalejándolos, orientándome y orientándose los unos a los otros. No es un mero estar juntos, entonces, sino un danzar con nuestras respectivas formas de sernos solícitos o indiferentes que nos llevan de manera inevitable a dominar o liberar nuestros ahí de forma bien particular, ya que es imposible determinar de ante mano y universalmente hasta qué punto el o los otros del caso están en condiciones o no de resistirse o abrirse a mi propia danza. Y eso es justamente lo que hace fascinante cada uno de sus movimientos: la imprevisibilidad, el tener que ajustarse en cada caso de manera diferente y en sí mismos cambiantes.

La forma como todas estas sutilezas que me brinda la danza en la que me veo constantemente involucrado se me hacen patente y advierto, en consecuencia, que ser con otros resulta algo estructural en mí, no es tampoco un dato. No me resulta algo natural e inmediato. Lo que constato, al revés, es que estoy empastado con el otro debido a que de mi ahí no tengo noticia precisa alguna: mi quien es un mero ‘uno’, lo cual es lo mismo que decir nadie, o cualquiera. Por eso creo que el aporte original que hace Heidegger a la cuestión de nuestro radical ser en común y que sus críticos, tal vez, minimizan o tergiversan, es que sólo en la medida en que no hallo mi mismidad es como salgo, en definitiva, de la torpeza que me mantiene, avergonzado y temeroso, aferrado al piso.

Ser y Tiempo ha tenido sus críticos más agudos precisamente en lo que hace al tipo de determinación del ser en común que en él se desarrolla. Alegan, por lo general y en resumen, que el tratamiento de la otredad estaría allí subordinada al encuentro con la mismidad y que el encuentro con los demás fue descrito, básicamente, como siendo justo eso que nos juega en contra. Entiendo y valoro lo que dicha crítica propone, sobre todo por sus derivas. Pero todo el desarrollo que Heidegger hace de la forma por la cual vivimos bajo el señorío de los demás, sin embargo, no es sino la manera por la cual, en definitiva, la pregunta por el sentido del ser cobra algún sentido para mí, aunque mas no sea de manera propedéutica.

Yo acostumbro danzar también en soledad, pero incluso entonces no lo hago meramente conmigo mismo sino con mi sombra o con el misterio: para que haya danza tiene que haber al menos dos. Y el encuentro conmigo mismo resulta en consecuencia indispensable para el encuentro con el otro. Mas, como enseña Heidegger, la sustancia de la mismidad no es una cosa mas del mundo, tal como uno se concibe de manera inmediata, sino la existencia, y a ella la vivencio recién quitando dicha desfiguración que hago constantemente de mí mismo. Esta desfiguración también es estructural en mí, sin embargo, de modo que la manera por la cual alcanzo mi sustancia existencial no es un paso a la inmortalidad, que de una vez y para siempre me salvase de mi propio desencuentro, sino un permanente y vertiginoso salir del abandono en el que caigo de manera sistemática.

Si comprenderme como un ahí del ser es una danza es porque, de alguna manera, reproduce la danza misma del ser que jamás se presenta de manera plena sino siempre ocultándose, dibujándose al mismo momento que se borra. Quizás él también dance, como yo, con su propia sombra o con el misterio, pero eso es algo que por ahora me excede y, supongo, iré descubriendo a medida que mi ser en común de algunos frutos.



viernes, 31 de julio de 2020

SER EN COMUN





1- Al reflexionar sobre nuestro ser en común suponemos, demasiado rápidamente, que para afirmarlo deberíamos evitar una eventual dispersión. Y por lo general no damos lugar así a la posibilidad de que la seductora ilusión de comunión sea aquello que verdaderamente atenta contra la comunidad. Esta última es, precisamente, la originalidad que ofrece una perspectiva para la cual ser en común representa, ni mas ni menos, resistir esa misma concepción de lo colectivo idéntico a sí misma que se sostiene, principalmente, de un melancólico recuerdo.

El mito más antiguo de Occidente es la suposición de que nuestra sociedad, al ser una simple asociación entre individuos, sería una suerte de degradación de una intimidad comunitaria primitiva. Este mito fue modernizándose hasta hoy en la idea de ‘fraternidad’, ese principio romántico por el cual cada ‘miembro’ de la comunidad se identificaría con un cuerpo vivo al cual cada uno pertenecería. Pero cuando hoy el fin del capitalismo no resulta ya más nuestro supuesto ‘horizonte insuperable’ - en tanto lo que actualmente se nos presenta precisamente como ‘insuperable’ resulta, en cambio, la condena del comunismo y el triunfo incondicional de la democracia liberal -, resulta necesario ir más lejos incluso que todos los horizontes, deshaciéndonos así también de ese que está atrás nuestro: ese horizonte expresado en la tradicional idea de una ‘comunidad perdida’.

En su texto más conocido, La Comunidad Desobrada, Jean-Luc Nancy indica que no sólo no habría motivo para añorar una supuesta ‘comunidad perdida’ sino que, antes bien, resulta incluso necesario precisar que ella nunca ha tenido propiamente lugar. Lo anterior a la sociedad misma sería, desde su perspectiva, algo para lo cual no tenemos siquiera una calificación apropiada, ya que abarcaría un cúmulo de cuestiones mayor al mero vínculo social. Y la comunidad propiamente dicha, al contrario, representa lo que sucedería en todo caso en y a partir de la denostada sociedad en la que mal o bien sobrevivimos, pues resulta de poder poner en duda justo la concepción romántica de una comunidad ‘orgánica’ de la cual todos seríamos supuestamente ‘miembros’.

Nancy reacciona contra esa vieja metáfora del ‘cuerpo social’ que resultó tan útil a la filosofía política clásica como metáfora del lugar donde el hombre debía teóricamente realizar su propia esencia y consistía, a la vez, la actualización del cumplimiento mismo de la propia esencia humana, debido a que toda esa tradicional concepción de lo social en definitiva mantenía, y por supuesto aún tiene en pie, a la soberanía impoluta de un individuo, individual o colectivo, como fundamento único de toda enunciación política:

“La totalidad orgánica es la totalidad en la que la articulación recíproca de las partes se piensa bajo la ley general de una instrumentación cuya cooperación produce y sostiene el todo en cuanto forma y razón final del conjunto (...) La totalidad orgánica es la totalidad de la operación como medio y de la obra como fin. Pero la totalidad de la comunidad - entiendo por ello: de la comunidad que resiste su propia puesta en obra - es un todo de singularidades articuladas.”

El organismo, la inmanencia o la intimidad, es todo lo que está perdido de la comunidad. Pero para Nancy estaría perdido no como lo que la anularía en tanto tal, sino en el sentido de que dicha pérdida resulta, de manera paradójica, constitutiva en cambio de la misma. Si la inmanencia efectivamente se diera destruiría instantáneamente a la comunidad, y la supuesta comunidad de la inmanencia humana no demuestra ser otra cosa para él que la comunidad de la muerte o de los muertos. Pero eso es justo lo que para él caracteriza a los totalitarismos comunistas y fascistas tanto como a las democracias liberales, dado que ambas comprensiones de lo público no se basan sino en el miedo a la muerte.

Cuando hablamos de comunidad, en los términos de Nancy, no lo hacemos como algo que corresponda a cierta entidad colectiva, sino respecto de algo que atañe a la forma como nos relacionamos con el mundo. Somos en comunidad no sólo con humanos, sino con todo aquello que nos excede. Por eso es que hablar de comunidad sea al mismo tiempo hablar de cierta forma de subjetivación en y por la cual una afirmación o negación de la muerte juegan un rol protagónico, dado que si una comunidad se da reaccionando contra la organicidad y la inmanencia es porque la vida en común exige mantenerse a la altura de la muerte.

Según Nancy, como buen discípulo de G. Bataille, mantenerse a la altura de la muerte consiste en sintonizar el coraje necesario para distinguir en la comunidad el espaciamiento mismo de la experiencia del afuera. Es decir, en poder sobreponerse al temor a la muerte por medio de la conciencia clara que supone la vivencia de una comunidad independizada ya de la metáfora del cuerpo social. Sin nostalgia alguna, el punto crucial de esa vivencia será para Nancy, entonces, una conciencia clara de la partición inherente a lo común, lo cual no es sino otra forma de decir entonces que la inmanencia o la organicidad no necesitan ser recobradas:

“La articulación no es más que la juntura o, más exactamente, el juego de la juntura: lo que tiene lugar allí donde las piezas diferentes se tocan sin confundirse, donde se deslizan, pivotan, o basculan una sobre otra, una en el límite de la otra - o exactamente en el límite - allí donde estas piezas singulares y distintas se pliegan o se enderezan, se doblan o se estiran conjuntamente y una a través de la otra, una en la misma, sin que este juego mutuo - que sigue sin cesar, al mismo tiempo, un juego entre ellas - forme la sustancia y la potencia superior de un Todo”

Si existe algo así como una comunidad, no es sino aquello que deshace en su principio la inmanencia absoluta. Esta desgarradura en la inmanencia consustancial a la puesta en acto de la comunidad se expresa en la diferencia entre ser y ente, porque es el ser es quien abre la inmanencia, es decir, quien impide entregar el ser de los entes a la inmanencia y quien acaba por definirse, al fin de cuentas, como relación y como comunidad. Y al expresarse como ‘éxtasis’ indica la imposibilidad de la inmanencia absoluta a quien no tiene nunca ya la estructura de la individualidad. Por eso es que, a la partición de la comunidad, le resulta consustancial entonces una partición correlativa de la existencia de los seres singulares.

Sería imposible acompañarlo en este camino, no obstante, si no vivenciamos ya a nivel personal que dichos seres singulares estarían ellos mismos constituidos por una partición o, mejor dicho, espaciados ya por la partición que los hace ser 'otros' para sí mismos. Esta conciencia clara de partición no sería ya la de un ‘individuo’, obviamente, porque el individuo no es más que un objeto, es decir, un ser que no tiene comunicación ni comunidad. Dicha conciencia clara es al contrario lo propio del éxtasis y, por tanto, algo que no podría atribuirse nunca como ‘mi’ conciencia sino que consiste una especialísima forma de conciencia, en todo caso, que el yo no tiene más que en y por la vivencia de ser en común.

Jean-Luc Nancy pudo decir que Bataille fue el primero en hacer la experiencia moderna de la comunidad porque lo que en ella se halla implicado sólo se entiende, al fin, como esa apuesta que ningún fracaso episódico puede apagar y responde a una tensión entre la inmanencia y la trascendencia que, de alguna manera, resulta incluso ajena al hombre mismo en tanto lo atraviesa y lo constituye. La perenne exigencia de comunidad, que la mismísima caída de los comunismos reales no ha podido disminuir siquiera en el s. 21, no puede entenderse por ello sino desde esta perspectiva del éxtasis que actuaría como retorno de lo reprimido.

La comunidad se revela como tal siempre al otro, tiene lugar sólo a través del otro y para el otro porque, en definitiva, es el espacio de los yo (no de los mí mismo) que son siempre otros: no fusiona los mi mismos, sino que es siempre la comunidad de los otros. De modo que la verdad de la comunidad es su comunión imposible, dado que se trata una de la que no se hace obra jamás sino que se vivencia asumiendo la imposibilidad de su propia inmanencia, y que nos presenta - y a la que se presenta - nuestra verdad mortal.

Sólo lo que no es un sujeto abre y se abre a una comunidad, en definitiva, porque recién lo que no es un sujeto concibe a la muerte como aquello que, sin concesiones, le impide poder. Si la comunidad está consignada a la muerte, por eso, no lo es nunca como una ‘obra’. La comunidad, para Nancy, no es una obra porque ella no hace obra de la muerte - como ocurre en la sociedad - ni actúa tampoco como la misma muerte: en comunidad, la muerte no opera el tránsito a una entidad comunional (en el cielo), ni la comunidad opera tampoco la transfiguración de sus muertos (en la patria). Si la comunidad está consignada a la muerte es porque la imposibilidad misma de hacer obra de la muerte, y de obrar como la muerte, resulta lo que se inscribe y asume finalmente como comunidad:

“El ser-en-común significa que los seres singulares no son, no se presentan, no aparecen más que en la medida en que com-parecen, en que están expuestos, presentados u ofrecidos unos a otros. Esta comparencia no se añade a su ser, sino que en ella su ser viene al ser. [...] Por ello la comunidad no desaparece. No desaparece jamás. La comunidad resiste: en cierto sentido, es la resistencia misma. Sin la comparencia del ser - o de los seres singulares - no habría nada, o mas bien, no habría más que el ser apareciéndose a sí mismo, ni siquiera en común consigo, sino el Ser inmanente sumergido en una especie de parencia. La comunidad resiste a esta inmanencia infinita”



2- 
El escollo con el que sistemáticamente tropieza un pensamiento imantado por la comunidad resulta no poder desembarazarse a tiempo del imperio de un sujeto que persiste como ese lugar desde donde la fusión con el otro sería supuestamente posible. Y Nancy nos conmina, por eso, a emprender con él - y más allá de él - una tarea militante de largo aliento que apuesta a la soberanía compartida entre unas exigencias singulares que no sean ya propiamente sujetos y cuya relación, por lo tanto, no sería ya tampoco la de una ‘comunión’

Desde que la comunidad dejó de ser tanto un melancólico recuerdo como un glorioso destino histórico, su llamado comenzó a ser escuchado en cada ser humano respetuoso de la vida. Cuando de ella no quedan ya ni sus cenizas resurge como un ave fénix, entonces, purificada del lastre tanto del pasado como del futuro, adoptando una misteriosa forma que nada tiene de parecido a la nostalgia ni a la épica, pues su llamado se contenta con ser algo así como una voz melodiosa que no se molesta siquiera por ser escuchada. Es que este llamado no proviene de ninguna parte como no sea ahora de nosotros mismos. Escucharlo es un privilegio, y responderlo no es un don: el don, al contrario, es poder vivir en su escucha.

Es obvio que la comunidad porta todavía, para el imaginario social, el pesado lastre de una naturaleza mítica convertida en ese relato, a menudo confuso y no siempre coherente, que habla de poderes extraños, muchas veces crueles y otras risueños, y que no sólo es mítico en sí mismo sino que, a su vez, reproduce esa escena también mítica por la cual un relato fundaría una comunidad. Y es justamente esta condición del mito repetido por generaciones, nombre del cosmos estructurándose en logos, lengua y habla de las cosas mismas, lo que confiere para muchos su naturaleza cohesionaste: nada sería supuestamente más común que el mito pues, al mismo tiempo que la fundaría, revelaría la comunidad.

Lo que deshace la comunidad, lo que no permite que se realice, es lo que la protege al mismo tiempo, precisamente, de constituirse como un todo. Por eso, lo que Bataille llamaba la ‘ausencia de comunidad’, lejos de ser la pura y simple disolución de la comunidad da cuenta, dice Nancy, de que a través de la fusión que tradicionalmente se buscaba para hablar de lo colectivo se lograba sólo un nuevo individuo que, aunque de naturaleza colectiva, no dejaba de ser por eso individual, es decir, cerrado al afuera e indivisible hacia dentro:

“En la ausencia de comunidad, la obra de la comunidad, la comunidad en tanto obra, el comunismo, no se realiza, pero la pasión de la comunidad se propaga, desobrada, exigente, pidiendo pasar todo límite, toda realización que encierre la forma de individuo. No es por tanto, una ausencia, es un movimiento, es el desobramiento en su singular actividad, es una propagación: es la propagación, incluso el contagio, o aún la comunicación de la comunidad misma, que se propaga o que comunica su contagio por su interrupción misma”.

Frente a las concepciones tradicionales de la comunidad como esa totalidad que, al permitirnos formar parte de algo mayor, le conferiría un sentido a nuestra humanidad, podemos y deberíamos apostar a que la comunidad sea algo que acontece, en cambio y simplemente, cuando exponemos justamente nuestra propia finitud. La comunidad no sería, nunca así una justificación, sino la exposición misma de la finitud. Es decir, ni una precuela que nos otorgaría una identidad, ni una secuela que nos concedería la satisfacción de dejar nuestro legado, sino algo que sólo ocurriría en tanto y en cuanto renunciáramos explícitamente, como propuso Bataille, cada uno individualmente considerado y por separado, a la pretensión inútil de uno serlo todo.

Los análisis que se pretenden críticos de una cultura ‘individualista’ no ven – o no quieren ver – en la sobrevaloración de la competencia otra cosa que un beneficio de tipo material. Pero el individuo no es, como se supone rápidamente, sólo esa consideración que haría del hombre un todo que se enfrenta a los demás. Individual, mas bien, es la interpretación que hace de sí quien se experimenta como una entidad cerrada desprendida de un fondo informe, dice Nancy, y que asume su individuación entonces como un proceso al que toma, inocentemente, como su tarea y su deber. ‘Totalidad’ y ‘particularidad’ son por eso nociones solidarias que, presentadas como manifestaciones culturales contrarias, nos mantienen sordos al llamado de la comunidad.

Hablar de la comunidad, en resumen, no es hacerlo de la totalidad ni de la particularidad: es hablar de lo singular. Como sólo lo singular puede no querer serlo todo y, sobre todo, porque sólo lo singular no procede de nada, es que lo singular no responde a ningún posible desprendimiento. Sólo comprendida de esta manera, dice Nancy, la comunidad no es una obra, entonces, que resulte de una operación, dado que no es ni extraída, ni producida, ni derivada.

Detrás de la singularidad no hay nada, ella desde el vamos está toda afuera. En lugar de arrancarse o de elevarse, la singularidad simplemente aparece en la exposición de su finitud. Sólo un ser finito puede exponerse y por lo tanto sólo la singularidad, que no tiene otro fondo sin fondo que la finitud misma, resulta capaz de escuchar el llamado de la comunidad para vivir propiamente en esa escucha:

“Su nacimiento no tiene lugar a partir de ni como efecto de: ella da por el contrario la medida según la cual el nacimiento, como tal, no es ni una producción ni una auto-posición, la medida según la cual el nacimiento infinito de la finitud no es un proceso que opera sobre un fondo y a partir de fondos. Pero el fondo (en cualquier sentido de la palabra) es él mismo, por sí mismo y, en tanto que tal, la finitud de las singularidades – ya”

Mas que propiamente aparecer, dice Nancy, la singularidad entonces ‘com-parece’, dado que se presenta siempre siendo-en-común y como no siendo sino este ser ella misma: el modo de ser de la singularidad es entonces comunitario. No porque comparta con otras singularidades, precisamente, algo que entre todas tuviesen en común sino, al contrario, porque carecen en sentido técnico de todo vínculo. Técnicamente hablando, las singularidades no comparten nada y nada comunican: ‘se’ comparten y ‘se’ comunican puesto que su existencia está siempre fuera. Sólo los sujetos individuales comunican algo y, al hacerlo, decimos por ello que se ‘vinculan’. Pero el orden de la com-parencia característico de la singularidad, tal como ocurre con la palabra cuando la consideramos en su dimensión poética, es más originario que lo vincular:

Al ‘Cógito ergo sum’ de la subjetividad, el ‘Ego sum expositum’ de la singularidad le recuerda, entonces, que su supuesta evidencia posee tras suyo el llamado de la comunidad. Es por eso que Nancy dice que la comunidad, más que una obra, es su desobramiento o, lo que es lo mismo, la experiencia misma de la finitud: porque no es algo que tenga que ver con la producción ni con la consumación sino, al revés, con esa instancia íntimamente ligada con la fragmentación y con la interrupción.

La comunidad de la que Nancy nos habla es definitivamente la pasión de la singularidad como tal, puesto que la presencia del otro no sería para ella una suerte de obstáculo para su exposición sino que, al contrario, es la exposición al otro lo que desencadena sus pasiones: la pasividad, el sufrimiento, el exceso. Entre el querer serlo todo propio del individualismo y el no-querer serlo todo que abre la singularidad hay, por eso, algo que impide confundir sus perspectivas radicalmente diferentes: que la pasión de la singularidad resulta en la práctica un acto de resistencia a todo tipo de inmanencia.

Si podemos decir que la comunidad es una suerte de llamado, entonces, es porque de últimas ella nunca es una entidad sino un tránsito inacabable: una actividad desobrada o desobrante, como dice Nancy, que resiste precisamente su acabamiento pues en su inacabamiento mismo no hay por qué ver una insuficiencia sino la dinámica propia de la singularidad en tanto tal.


sábado, 25 de julio de 2020

SALIR DE LA NORMALIDAD


"Probablemente, de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose".  
 J. Cortázar                                 


1- En el año 1755 Lisboa fue destruida por un terremoto y el número de víctimas ascendió a casi 100.000 seres humanos. Ocurrió en un día de festividad católica, y esta catástrofe se convirtió en la excusa ideal para que Voltaire, Rousseau y Kant dieran comienzo formal a la Ilustración inaugurando, con sus textos cruzados, los primeros intentos de interpretación de los hechos sin apelar ya a la voluntad divina.

Nada indicaba verdaderamente que la catástrofe sanitaria provocada por un virus en el 2020 habría de inaugurar un nuevo período civilizatorio, pero la virulencia de textos que intentaron al comienzo interpretarla y hallarle su sentido provocó, a pesar de la burla de muchos, una justificada expectativa al respecto en ese momento. ¿Existe, sin embargo, podriamos preguntarnos hoy, algo así como un sentido de las cosas?... ¿O la pretensión de atribuirles un sentido interno resultaba, mas bien, algo así como el verdadero virus que ha infectado a la razón, y respecto del cual, en consecuencia, podríamos pensar que nos hemos inmunizado de ahora en mas?

Mas allá de que la pandemia no representó, por supuesto, ni el final del capitalismo ni dio paso a una comprensión del vínculo armónico del hombre con la naturaleza, ella presentó un ‘significante vacío’, 
como tan bien lo expresara R. Segato, que muchos pensadores encontraron la ocasión inesperada de llenar y dar así una batalla por el sentido. Con la perspectiva que nos da el tiempo transcurrido, en todas las interpretaciones notamos que hubo un denominador común al cual, más allá de su carácter utópico o distópico, se impone prestar hoy especial atención y cuidado: hallar siempre, en una catástrofe, el resultado necesario de una culpa.

Toda pregunta por el sentido de la vida está viciada, siguiendo a Nietzsche, por la suposición de que ella estaría en falta y resultaría por ello así culpable, y la objeción a vencer por parte de quienes reconocemos la sacralidad de la vida salta a la vista que, básicamente, consiste en rechazar que ella necesite ser justificada o redimida. Rescatar su radical inocencia resulta entonces clave para entender el paradigma en función del cual puede gestarse una nueva humanidad: porque, más que defendiendo la vida, es vivenciando al contrario que la vida no precisa ser justificada o defendida, mas bien, como recién participaríamos de lo sagrado implicado en el hecho de estar vivos.

Los valores anti-vida surgieron de esta confusión histórica por la cual la santidad se originaba, según todas las religiones y escuelas espirituales tradicionales, en la convicción de que el dolor podía ser remediado tomándolo como una prueba, y que el sufrimiento, por su parte, debía ser interiorizado considerándolo un necesario castigo. Considerar la vida cual valle de lágrimas nos llevó a negar, aunque más no fuese implícitamente, que la vida sea suficientemente santa en sí misma.

La renuncia explícita a dar un sentido al dolor y al sufrimiento resulta una condición necesaria para la afirmación de la vida. Porque no es la oscuridad lo que rechaza el paradigma de la luz, sino ese otro paradigma por el cual se supone que la oscuridad puede ser finalmente negada. De ahí que, aún cuando toda pregunta por el sentido de la vida suponga que ella deba ser inevitablemente redimida, la inocencia de la vida sí es algo que resulta urgente y necesario declararla aunque no tanto, por supuesto, con la pretensión de imponerla a nadie, sino como imperiosa necesidad de afirmarnos, de esta forma, en nuestros propios valores.

Cuando Nietzsche habla de valores anti-vida no se refiere tan sólo a unos aspectos meramente psicológicos sino, fundamentalmente, a esos principios de los que dependen tipos psicológicos específicos por los cuales se tiene como enemigos al azar, a lo múltiple y, en definitiva, a la voluntad. Pero dar cuenta de los valores pro-vida no se reduce a tomar como propios, ahora, los valores que fueron rechazados por quienes la profanaron de manera sistemática. Mas bien, surgen naturalmente cuando, poniendo a la vida al centro, las oposiciones desaparecen y el azar se comprende como una forma de la necesidad, lo múltiple resulta una afirmación de la unidad y la voluntad, por último, se descubre siendo meramente nuestra capacidad de ser afectados.

Los valores pro-vida, que expresaría a quienes danzamos la vida,  no resultan una mera inversión de los anti-vida. Si tal fuese, la tarea sería sencilla. Pero ocurre que ellos no son ya, precisamente, meras pautas intelectuales para afrontar vicisitudes adversas, sino la forma que la vida misma adopta 
para cada uno, mas bien, en sus más variadas circunstancias. A la hora de pretender formularlos, debiéramos tomar nota entonces del peligro que representa el deseo de evitar, con la excusa de una mayor claridad conceptual, los meandros del pensamiento paradojal. Se trata, por supuesto, de un riesgo inevitable para nosotros, los afirmadores del sufrimiento, porque en los hechos resulta lo que nos templa como tales cuando cada palabra o cada acto se convierte en una oportunidad para descartar esa odiosa pregunta por el sentido de la vida y pasar, en cambio, a preguntarnos todo los días sinceramente: “¿Qué sentido le doy yo a la vida?: ¿uno que la honra, o uno que la deshonra? O mejor, ¿uno que la profana, o uno que rescata su sacralidad?”


2- Cómo salir de la normalidad

El confinamiento obligatorio de casi la mitad de la población del planeta puso en el 2020 de pronto inusitadamente de moda a la palabra ‘normalidad’. Ya sea por la angustia de perder la normalidad para siempre como, al revés, por la sospecha de que recuperarla sería un tremendo error, el hecho es que la alternativa, en cierto sentido maniquea, entre la vuelta o el rechazo a la normalidad fue durante un tiempo la disyuntiva política por excelencia. Y lo cierto es que, a la vez que puso en cuestión la forma como nos veníamos organizando económicamente como civilización a nivel macro, esta situación apuntó también a interrogarnos íntimamente por la manera como nos conducimos también, en nuestra cotidianidad, con nosotros mismos.

La interrupción momentánea de la normalidad no se redujo claramente a denunciar tales o cuales aspectos de la misma para proponer, a la postre, una 'nueva normalidad'. Por sobre todo, se puso insólitamente de manifiesto con ella que la cuestión que hoy urgía pensar, mas bien, era cómo salir de la normalidad como tal aún, y sobre todo, cuando ello implicase una fuga hacia adelante sin garantías. Y, por supuesto, la pregunta de si realmente estábamos en condiciones de aceptar esa fuga incondicional era una cuya respuesta tampoco podría estar dada de antemano ya que dependía, fundamentalmente, de cuán dispuestos estuviéramos o no, a partir de entonces, a revisar y poner por lo tanto en duda las creencias mas caras a nuestra cultura.

De la noche a la mañana, y gracias a un pequeño desajuste de lo que considerábamos ‘normal’, nos anoticiamos así en carne propia que la política de hoy en día es, propiamente hablando, ‘biopolítica’. Y que dicho concepto de lo político provoca una modificación sustancial por la cual lo público se convirtió en el ámbito que pretende hoy imponerse por sobre la existencia integral del ser humano. Porque el hecho brutal de que la vida se haya transformado en materia de la política, como señala Foucault, lejos de significar que incluya dentro de sus preocupaciones las cuestiones medioambientales lo que hace es cambiar su accionar, al contrario, a partir de una puesta en cuestión del carácter de ser viviente del hombre mediante técnicas de normalización.

La concepción tradicional de lo político - es decir, la forma gubernamental previa a la biopolítica - consideraba al ser humano un ser viviente que tenía, como diferencia específica, una capacidad política. De acuerdo con esto, la labor del gobernante se reducía, a grandes rasgos, a hacer morir o a dejar vivir a quienes se ajustasen o no a determinado orden social. A partir de la Ilustración, sin embargo, M. Foucault detectó que se produjo una transformación radical de la forma de gobernar por la cual nuestra politicidad, que siempre consistió sólo una diferencia específica del hombre, ocupa desde entonces prácticamente el rol de género próximo, permitiendo entonces que el hecho mismo de ser seres vivientes, es decir, el desnudo factum de ser vertebrados mamíferos, sea algo que el orden político y su concepto de normalidad pone en segundo lugar. Así es como surge el marco conceptual propiamente ‘biopolítico’, ámbito en y por el cual se gestaron y se siguen gesteando nuevas tecnologías de gobierno orientadas, no ya a matar y dejar vivir sino, al revés, a dejar ahora morir o hacer vivir según determinadas normas.

Si por lo general asociamos sin mucho rigor técnico la palabra ‘biopolítica’, entonces, con esa herramienta primitiva de control que se ejerce aún en algunas instituciones típicamente disciplinarias - como el ejército, la cárcel, el hospicio y la escuela - es importante tener claro que esta forma 
coactiva de gobierno se ha ido actualmente sofisticando muchísimo de manera que, al contrario, lo característico del control biopolítico es haber inaugurado hoy el autocontrol como técnica de gobierno a partir, simplemente, de instaurar un criterio masivo para distinguir lo ‘normal’ de lo ‘anormal’.

Cuando la vida comienza a ser la principal preocupación del poder político, el ejercicio del poder se transforma radicalmente en virtud de nuevas tecnologías que no se corresponden, y que no actúan ya, al mismo nivel que lo hacía previamente la ley. Lo que diferencia a la ley de la norma es que, mientras la primera garantiza que todos los ciudadanos sean exactamente iguales o que nadie esté por encima de otro, para la norma, al contrario, ningún individuo es igual a otro sino que, antes bien, cada uno debe encontrar su lugar particular y único en relación a la distancia manifestada por algún rasgo particular en relación a su idealidad de lo considerado ‘normal’. Por eso se dice que, mientras el modelo jurídico es coercitivo, el normativo es básicamente positivo en el sentido técnico de que no tiene otro propósito que el de producir subjetividades "normales". Por eso, la cuestión de lo que en la práctica significa 'normal' y ‘normalizar’ resulta de fundamental importancia, puesto que sólo a partir de esta tecnología positiva de gobierno es como surge a la vista la especificidad del control biopolítico y, por defecto, de cualquier peregrina aunque posible forma de resistencia.



3- Un poder puramente destituyente

Toda propuesta que se centra en modificar instituciones para lograr otro modo de sociedad no hace sino repetir la apelación ya clásica a una toma de conciencia capaz de proyectar, desde el intelecto, un mundo mejor. Y éste es justamente el paradigma que nos ha llevado a un punto límite como civilización pues, aunque seria demasiado desconsiderado alegar que ha fracasado, hoy evidencia síntomas de desgaste y, al mismo tiempo, compartidas ansias de renovación. Una perspectiva que alegase ser realmente revolucionaria, en consecuencia, sería aquella que, en primerísimo lugar, cambiara el sentido mismo de este esquema que se sostiene en la posibilidad de intervenir y modificar nuestro sistema de cosas desde las estructuras. Y de eso se trata, ni mas ni menos, la idea de poner la vida al centro.

Poner la vida al centro resulta un paradigma revolucionario porque resigna, en primer lugar, la confianza en un cambio provocado por el hombre. En segundo lugar, y desde una formulación ya más elaborada, poner la vida al centro resulta en consecuencia una crítica explícita a la filosofía política que propuso tradicionalmente toda posibilidad de encuentro humano a partir de un sometimiento de su naturaleza instintiva: lo que se ha dado en llamar, justamente, control biopolítico. En tercer lugar, y en definitiva, poner la vida al centro consistirá entonces en indagar las condiciones de posibilidad de una cultura tan revolucionaria que no pretenda ya cambiar nada sino que habite el cambio insensato mismo que es la vida.

El papel de una perspectiva biocéntrica no se reduce entonces a una defensa de la vida natural (como la que llevan a cabo los movimientos ecológicos) ni tan siquiera de la vida humana (como la que ejercen y sostienen muchos bien intencionados políticos y ciudadanos). Su desafío es completamente diferente: resistirse a intentar remediar los males que hemos o estamos cometiendo y advertir, en consecuencia, la necesidad de volver a empezar todo de raíz mediante un reaprendizaje de las funciones originarias de vida para salir de la normalidad. Porque, aún cuando la normalidad no puede ser rechazada de plano, proponernos salir de ella sin embargo sí es una estrategia posible.

La enorme dificultad que presenta una salida de la normalidad, y el motivo por el cual un rechazo frontal a la misma está destinado al fracaso, es que lo característico de la 'normalización' consiste en que la forma de detectar a las normas responde a un orden diferente o inverso a cómo operan. Esto significa que, por un lado, 
como sólo se formulan retroactivamente a partir de su puesta en interdicción, es decir, a partir de una conminación que solicita su acción reguladora, no podemos tener conciencia de ellas sino a condición de querer impugnarlas  Pero si, por otro lado, para el orden lógico el concepto de lo a-normal es siempre posterior al concepto de lo normal, en la experiencia vital lo a-normal es históricamente anterior, porque lo que aparece como primigeniamente caótico es lo que sin embargo suscita a posteriori el hecho de lo normal, siempre resultado y no causa de la intención normalizante.

Dicho de otra manera: lo a-normal es lo que se aleja de lo normal, pero lo normal no consiste otra cosa que la práctica misma de una normalización pues la norma, a diferencia de la ley que segrega a quien no la obedece, procede incluyendo a un orden determinado y creando propiamente, de esta manera, el espacio social. El carácter positivo de la norma es por lo tanto doble: por un lado, no es trascendente a sus objetos pues no se encuentran más allá de ella misma y, por el otro, la norma no es exterior a su campo de aplicación ya que la existencia de la misma coincide con su puesta en acción. La ley aplica normativas, la norma normaliza.

El problema de este carácter inmanente de la norma es entonces la aparente imposibilidad de resistirla ya que, si ella se genera al producir el campo social, lo a-normal no se podrá concebir ya como exterior a la norma misma. Este es el motivo por el cual lo a-normal se halla, para Foucault, capturado inevitablemente siempre dentro de los límites de lo normal: como la norma funciona integrando aquello que quiera excederla, toda existencia en el orden social es susceptible de ser puesta entonces en relación con ella ya que, tanto para mostrar su adecuación o su inadecuación a la misma, aquello que está fuera de la norma resulta sólo inteligible por su relación negativa con el propio valor de la norma.

Existe una tenue posibilidad de replegarnos hacia un espacio no-normalizante, sin embargo, que consiste en poner de manifiesto simplemente a la norma en su carácter de norma, es decir, como una pauta de conducta sin necesidad natural que sólo expresa, por tanto, una posibilidad entre otras. Pero, para que un espacio no-normalizante se conserve como tal, el desafío a todas luces paradójico consiste en resistir entonces la tentación de querer incluir luego lo a-normal dentro de la norma convirtiéndola en una nueva normativa, trampa en la que lamentablemente han caído vez tras vez, por ejemplo, las reivindicaciones por la igualdad de derechos de las minorías.

Poner de manifiesto el vacío que encontramos como fundamento de la norma capitalista, en cambio, que es la lógica para la cual todo es un medio para un fin, surge precisamente a partir de una incomodidad de tipo visceral hacia toda instrumentación y toda finalidad. Este es el tema que puso Agamben a consideración como complemento y como continuación de los análisis foucaultianos sobre la biopolítica y las formas posibles de resistencia a sus tecnologías de gobierno: la imperiosa necesidad de divorciar al pensamiento político de la secuencia habitual que ha existido históricamente desde un poder destituyente hacia un poder constituido y mantener en dicho divorcio, entonces, el inestable equilibrio de su mero carácter destituyente.

El héroe de la resistencia anticapitalista por excelencia es, para Agamben, el Bartebley de Melville, ese escribiente que, en lugar de seguir escribiendo, un día “prefiere no hacerlo”. Agamben encuentra en dicha afirmación condicional la formula de oposición más radical a la lógica inhumana del capital, esa para la cual lo que se puede se reduce a un pasaje necesario de la potencia al acto. Bartebley, pudiendo escribir, descubre que puede-no hacerlo, y con dicha suspensión de su potencia o, mejor dicho, con su impotencia, el capitalismo queda descolocado: no encuentra una fuerza que le haga frente sino una lógica que se le sustrae y ante la cual se rinde porque desnuda la falta de fundamento que a él mismo constituye.

Un poder sería puramente destituyente cuando, pudiendo convertirse en poder constituido, preferiría no hacerlo. No porque se lo impidiera moralmente a sí mismo: al contrario, preferiría no hacerlo porque quienes se encontrasen en dicha instancia advertirían que la normalidad es un mundo cuya lógica detestan íntimamente por impedirles autodeterminar su singularidad. Anclar la práxis política sólo en la instancia disruptiva sería así la única forma de no tener que ocultar en lo sucesivo que lo que llamamos 'normalidad' carece de fundamento, permitiéndonos conformar al fin una nueva utopía, a saber: un poder cuya fortaleza resida en su fragilidad, y un orden que exponga su contingencialidad o mejor, y en definitiva, un poder cuya potencia resida en la paradójica potencia de no ser un poder.


UNIDAD MILITANTE

  Si la unidad fuese un hecho, la política no tendría razón de ser. Hay política, mas bien, porque la unidad no nos está dada de antemano. E...